El desagüe de la ducha común estaba atrancado. El agua se derramaba por el edificio. Shahid tuvo que lavarse en el cuarteado lavabo de su habitación; primero un pie, luego el otro, seguidos, torpemente, por los sobacos, las pelotas, la minga. Para distraerse del agua helada que goteaba por los estremecidos grifos y de las insólitas posturas que se veía obligado a adoptar para rociarse, se puso el walkman: ahora adoptaba precauciones para no molestar a Riaz. Escuchó la voz blanca más sugerente; con su «Stop Your Sobbing», Chrissie Hynde le produjo escalofríos, llenándole de expectativas para la noche. Pero apenas había empezado a escuchar «I Go to Sleep» cuando tuvo que parar la cinta a causa de las voces.
Oía discusiones, murmullos, conversaciones en punjabi, urdu, hindi, inglés y cacofonías de innumerables cotorreos. La residencia era un universo de voces insistentes, pero aquellos sonidos no eran de los que se apagaban tras cerrar la puerta. Se vistió rápidamente y abrió.
Hat llevaba dos tazas de té y daba instrucciones a una cola de asiáticos que empezaba frente a la puerta de Riaz, corría por el pasillo y bajaba por la escalera. Entre inquilinos de la residencia que pasaban, rezongando, hacia sus habitaciones, había bebés que se quejaban, niños impacientes y hombres y mujeres con abrigos deformes esperando que les atendieran, como si el pasillo se hubiera convertido en la sala de espera de un médico. Una joven con hijab y piel de color melón ayudaba a Hat.
– Por aquí, por favor, venga a sentarse -decía a un anciano.
– Ya era hora de que dejaras lo que estabas haciendo -dijo Hat al ver a Shahid-. Esto está que arde.
– ¿Qué ocurre?
– Necesitamos una silla -dijo ella.
– Esta mujer maravillosa es Tahira -informó Hat, ajustándose la gorra de béisbol que llevaba al revés.
– ¿Vas a ayudar o a ponerte en medio? -inquirió ella con acento del Norte. Shahid calculó que era de Leeds o Bradford. A lo mejor había venido a Londres por seguir a Riaz.
Hat señaló a un hombre encorvado, con barba, que llevaba un amplio salwar kamiz.
– Lo primero, trae una silla.
Shahid sacó la única silla de su habitación. El anciano, que parecía enfermo y respiraba con dificultad, se sentó agradecido.
Hat se inclinó hacia Shahid.
– Chad está abajo, buscando al casero. Han destrozado el vestíbulo de la residencia, ¿te has enterado?
– Ha sido la policía -explicó el hombre, sin sonreír.
– ¿Cómo? -exclamó Shahid, sorprendido de que un anciano dijera algo así.
– De manera que Riaz tiene que llevar a cabo aquí su consultorio semanal. -Hat cogió entonces la mano al anciano-. Detuvieron a su hijo cuando iba al instituto, lo acusaron de agresión y lo condenaron a quince meses de cárcel. Confundiéndolo con otro.
– No, ¿de verdad?
– ¡Sí! Vamos a organizar una gran campaña para que lo suelten. Cuartel general, tu habitación. Toda esta gente quiere mucho a nuestro hermano Riaz. Vienen de kilómetros de distancia. Saben que cuando dice algo, que va a escribir al diputado o recomendar a un abogado, va en serio.
– ¿A quién tiene dentro ahora? -prguntó Shahid.
– ¿Tienes ganas de saberlo, eh? -Hat le pasó los dos tazones de té-. Llévales esto. Y entenderás algo de lo buena que es tu encantadora Inglaterra.
Shahid entró sin ruido en la habitación de Riaz. El hombre sentado frente a él estaba llorando y tan atento a lo que decía que no se dio cuenta de la presencia de Shahid.
– Por favor, señor, esos chicos se presentan a todas horas en mi piso para amenazar a mi familia. Como le he dicho, me dieron puñetazos en el estómago. Vivo ahí desde hace cinco años, pero las cosas se ponen cada vez peor. Además, mi hermana y mi hermano y su mujer me escriben y me dicen que los he olvidado, tú vives lujosamente allí, por qué no nos envías dinero que necesitamos para medicinas, para la boda, para nuestros padres…
Riaz le miraba a los ojos, emitiendo un leve murmullo como muestra de discreto consuelo.
– Señor, ya tengo dos trabajos, uno de día en la oficina, y otro hasta las dos de la madrugada en el restaurante. Estoy completamente rendido y el mundo entero se me cae encima…
Riaz alzó la vista, el rostro impasible como siempre; pero la compasión le infundía color. Shahid dejó el té en la mesa.
– Comprendo -dijo a Hat al salir.
Chad también estaba ahora.
– Vaya, Shahid, te has puesto de tiros largos, yaar. ¿Vas a algún sitio?
– No, sólo es una reunión, ya sabes, de estudiantes.
– Sí, ya, una reunión, ¿eh, Hat? -Chad se sacudió la mano como si se le hubiera prendido fuego-. Me temo que tendrás que ayudarnos.
– Sí -confirmó Hat-, Riaz tiene demasiado trabajo. Hay que hacerle unas cartas y he visto que tienes un Amstrad.
Shahid los miró a los dos.
– ¿Ahora?
Se quitó la chaqueta y sacó la llave de su habitación.
– Es un chico serio. Me gusta su actitud -dijo Hat-. ¿Y a ti, Chad?
– No me molesta.
Hat se ablandó.
– Bueno, más tarde.
– Más tarde -convino Shahid-. Volveré dentro de un par de horas. -Señaló la cola-. Esto es increíble.
Hat sonrió, pero Chad dijo en tono sarcástico:
– Estás muy ocupado, pero abajo hay alguien que pregunta por ti.
– ¿Por mí?
– Eso he dicho.
– ¿Quién?
– No me trato con gente de esa clase, ya no -contestó Chad encogiéndose de hombros-. Lleva un traje gris reluciente. Y zapatos de cocodrilo.
– Un pariente, quizá -sugirió Hat, sonriendo y mirando a Chad.
– Puede -dijo Shahid, confuso.
– Pues se ha ido a comprar tabaco.
Shahid tomó una súbita decisión.
– Hat, dile que he salido y que estoy muy bien, gracias, adiós.
– Hat no dice mentiras -aseguró Chad.
– ¿Cómo?
– No -confirmó Hat-. Estoy estudiando para contable.
Chad alzó la vista.
– Demasiado tarde, de todos modos. Parece que la Fiebre del sábado noche viene derecha para acá.
Shahid miró y vio que el hombre a quien Riaz había llamado «disoluto» avanzaba por la cola a fuerza de hombros, con la seguridad de quien está acostumbrado a saltárselas y con el fastidio de quien detesta las multitudes. Efectivamente llevaba el traje gris brillante, y hoy calzaba los Bass Weejans. Chili nunca llevaría zapatos de cocodrilo.
– ¿Qué tal, hermanito?
Llevaba en la mano las llaves del coche, las Ray-Ban y un paquete de Marlboro, sin lo cual no saldría del cuarto de baño. Chili bebía únicamente café solo y Jack Daniel's seco; sus trajes eran Boss, su ropa interior Calvin Klein, su actor Al Pacino. Su peluquero le estrechaba la mano, su contable le invitaba a cenar, su camello iba a verle a cualquier hora y le aceptaba cheques. Al menos no venía fumando un porro.
– Chili.
– ¿Qué es esto? -Chili abrió los brazos-. Abrázame, pequeño.
Shahid se vio empujado contra el pecho de Chili, que le palmeó la espalda. Lamentó su propia renuencia, su rigidez, extrañándose de aquella brusca simpatía. Se liberó.
– ¿Quieres echar un vistazo a mi madriguera?
– ¿A qué crees que he venido, pequeño? Quiero verlo todo, cariñín.
Pero antes de que pudiera llevarse a Chili, Shahid tuvo que presentarle a Chad y a Hat, que se negaban a encontrar algo mejor que hacer pese a las toses y gruñidos de la cola. Mientras Shahid sujetaba la puerta para que pasara su hermano, Hat dijo «Qué hay», mirando a Chili de arriba abajo. Chad saludó con la cabeza, burlonamente.
– Ponte cómodo -recomendó Shahid a su hermano-. Trata de no fijarte en el empapelado.
– Será mejor que me ponga las Ray-Ban. Chili frotó los cristales de las gafas con el pañuelo. Shahid vio que Chad, tras estrechar la mano al invariablemente perfumado Chili, había hecho una mueca olisqueándose los dedos. Shahid esperaba que Chili no se hubiera dado cuenta.
Cerró la puerta.
– No es como en casa.
– Por eso debes haber venido -observó Chili.
La casa familiar era una inmaculada mansión de los años sesenta, justo a las afueras de la ciudad, una posada de caravanas, tan llena de gente como un hotel concurrido. Su padre la pintaba a menudo, los muebles se cambiaban cada cinco años y necesariamente se añadían nuevas habitaciones. La cocina solía estar en el camino de entrada, a la espera de que la recogiesen, aunque a Shahid nunca le parecía menos «innovadora» que la nueva. Papá detestaba lo «anticuado», a menos que gustara a los turistas. Quería acabar con lo viejo; era partidario del «progreso». «Sólo quiero lo mejor», decía, refiriéndose a lo más nuevo, al último grito y, en cierto modo, a lo más ostentoso.
– ¿Dónde coño me siento?
– En cualquier sitio.
Shahid le dio ejemplo dejándose caer sobre la cama, tirando al suelo libros y ropa.
Pero Chili no era de los que se sientan en camas deshechas. Emitió un gruñido irónico y empezó a pasearse de un lado a otro, recogiendo descuidadamente cuadernos, cintas, cartas. Les echaba un vistazo cómo si fuesen asuntos de interés familiar. De todos modos, Shahid notó que estaba conteniendo su excesiva condescendencia. Por una vez Chili no parecía a punto de mencionar lo que él llamaba «el mundo real». Incluso al dar unos toques a una pila de libros con las llaves, parecía haber una sombra de respeto.
– ¿Por qué tienes prisa, hermano?
– ¿Yo? No tengo prisa.
– Me importa un pito que des esos meneítos con el pie cuando estás con otra gente. Pero nunca hagas esa mierda para meter prisa a míster Chili.
– Lo siento.
Chili frunció los labios.
Hasta poco tiempo atrás, Chili había considerado a Shahid como un estúpido sin remedio. En la adolescencia, se burlaba de él y le golpeaba frecuentemente. Una vez, delante de sus amigos borrachos, le hizo salir de la habitación: saltando por la ventana de un segundo piso. Shahid se rompió un brazo. Más adelante, cuando no estaba fuera, Chili hacía lo posible por mantenerse a despectiva distancia de su hermano.
A los veinte años se casó con su prima Zulma y se mudó, según la moda occidental, a un piso de Brighton. Allí trataron de seguir la vida de buen tono que ella llevaba en Karachi. Pero ese postín era imposible sin servicio. Zulma no estaba habituada a las faenas domésticas. Tenía muchas especialidades, incluida, según decían, la felación; pero fregar no se contaba entre ellas. Ni tampoco entre las de Chili.
El año anterior, después de la muerte de papá, Chili volvió con ella y su hijita Safire a vivir a la casa familiar. Shahid dudaba que Chili la hubiera visto mucho desde entonces. Afirmaba estar obsesionado con poner a punto un plan para un negocio. Desde luego le aburría la agencia de viajes, y había cumplido con sus obligaciones laborales únicamente para contentar a papá y cobrar un buen salario. Ahora Chili afirmaba que había que ampliar el negocio familiar… en Londres. Esa era su justificación para no estar nunca en casa.
– ¿Te portas como un bellaco porque tienes que estudiar esta noche?
– Tengo una cita, Chili. Pero más tarde.
– ¿Chichi?
– ¿Cómo?
– Ya lo has oído.
– No. Una profesora de la Facultad.
– Aja. Chichi con clase. ¿Cuántos años tiene?
Shahid pensó un momento.
– Ya es mayor de edad.
– ¿Y te ha invitado a su casa?
Shahid asintió.
Chili dio un silbido.
– Vaya. No te preocupes. Te llevaré en coche hasta el sitio exacto, dondequiera que sea. Pero imagínate que justo en este mismo momento se está poniendo su ropa interior de encaje preferida.
– No seas idiota, es una profesora.
– Te molesta, ¿eh? Pues no me la presentes.
– No lo haré.
– Te estás volviendo atrevido. ¿Qué chavala se está empolvando el coño para cuando vaya a verla esta noche, aparte de…?, ni me acuerdo del nombre de la zorra esa. No, la familia está encantada. A propósito, esos pantalones son fardones. Los cuadros te sientan bien. No son míos, ¿verdad?
– No.
Chili tocó la ropa que quedaba en el armario sin puerta.
– ¿Dónde está mi camisa roja?
– ¿Cuál? Luego te la daré.
Chili siempre había sentido una irrefrenable pasión por la ropa, los coches, las chicas y el dinero con que se adquiría todo eso. Cuando Shahid era adolescente, Chili siempre había dejado claro que la afición a los libros de su hermano le parecía afeminada. En eso estaba influido por su práctico y dinámico padre, que difundió la idea de que la inclinación al estudio del hijo pequeño no sólo era improductiva sino también una desgracia para la familia, sobre todo después del incidente del cuento. Pero desde que Shahid estaba en la universidad, la actitud de Chili se había ablandado.
Todo venía a raíz de la muerte del padre. En su lecho de muerte se quitó la mascarilla de oxígeno y, besando a Chili, jadeó:
– No permitas que el chico fracase. No dejes que te diga adiós pensando que Shahid va a quedarse solo.
Chili empezó a llamar a Shahid por teléfono. Le llevó a tenebrosos clubes situados en sótanos de South Kensington, donde sus conocidos se acercaban a su mesa para saludarlo. Entre ellos se contaban camellos alemanes con guantes de cuero negro y pistolas en la chaqueta, acompañados de adolescentes italianas; venales notarios ingleses que salían de juerga con policías corruptos; campeones de esgrima búlgaros; crupieres franceses con aspecto de gigolós que sacaban billetes de veinte libras de rollos tan gruesos como la porra de un guardia; y abogados millonarios de las Bermudas. Entre los murmullos de urgentes conversaciones, Chili invitaba a Shahid a margaritas y le presentaba a chicas resplandecientes que se marchaban en cuanto los dejaba solos. También le preguntaba lo que le apetecía hacer, pero Shahid era demasiado sensato para manifestarse sobre el tema. Tenía la impresión de que su hermano mayor se había empeñado en servirle de guía, señalándole las trampas de la vida real antes de que cometiera un error grave debido a su credulidad, sensibilidad y falta de astucia.
Shahid se habría molestado de no haber notado que Chili deseaba abrirse pero no sabía cómo. Chili carecía de amigos; tenía compinches, colegas y los que denominaba amigos «personales», que solían ser delincuentes. A sus amigas las trataba mal y les imponía demasiado respeto para que pudiera hablar con ellas.
Mientras Shahid se miraba en el cuarteado espejo, Chili dijo:
– Empiezas a tener buen aspecto, más saludable. El haberte quitado las gafas, las lentillas y todo eso…, el pelo más corto…, estás menos afeminado. Pareces muy decidido. Siempre has sido un quejica. Supongo que ya eres casi un hombre. Papá estaría encantado.
– ¿Ah, sí?
– No te sorprendas. Siempre admiró tu inteligencia.
– ¿Papá?
– Claro que le habría gustado que la utilizaras en algo de provecho. No seguirás escribiendo esas tonterías, ¿verdad?
– ¿A qué te refieres?
– Te daré un guantazo si pierdes el tiempo en esas cosas. -Le acarició la mejilla con la mano abierta, complacido del instantáneo rechazo de su hermano-. Vamonos. Te estás poniendo nervioso.
Shahid pensaba que la cola para ver a Riaz habría disminuido, pero ahora los afligidos suplicantes esperaban hasta en la calle.
Normalmente, Chili habría hecho alguna observación sarcástica, pero ahora, divertido, se hizo cargo de la situación y lanzó una mirada furtiva a Tahira. Únicamente de camino al coche, mirando a Shahid con curiosidad, le preguntó:
– Ese tipo grande, ¿es uno de tus nuevos amigos?
– ¿Chad? Sí.
– Dile que si vuelve a olerse la mano delante de mí, los hijos de sus hijos lo sentirán.
Shahid se instaló en el suntuoso BMW de Chili. En el salpicadero vio su ejemplar de Cien años de soledad. Hojeándolo, preguntó:
– ¿Me lo puedes devolver?
– Déjalo. Acabo de empezarlo.
– Me lo imaginaba. Ya estoy preparando las preguntas.
Meses antes, Shahid llevaba unos libros y Chili, que se ufanaba de no haber leído nada en la vida -«la literatura es un libro cerrado para mí»-, le dijo que probaría con uno para ver dónde estaba la emoción. Shahid sostuvo que sería incapaz de hacerlo; y que sería un error que, la primera vez, midiera sus fuerzas con García Márquez.
– Además -añadió, para darle sabor-, eres un analfabeto funcional.
– Vete a la mierda, cabroncete -repuso Chili, riendo.
Lo leería despacio y al cabo de seis meses superaría cualquier examen oral que Shahid le pusiera. Si suspendía, le daría mil libras; contantes y sonantes.
– Me gustan los desafíos -dijo ahora Chili-. Pero éste es exagerado. Cien años. Con diez habría sido suficiente. Incluso con seis meses. Dime, ¿cómo es que este autor da el mismo nombre a todos sus personajes? ¿Hace igual ese otro escritor, el que ataca la religión?
– No.
– Los libros están bien pero, aparte de la voz de Ray Charles, en la vida no hay nada mejor que una mujer hermosa. ¡Y a por eso, hermanito, es a por lo que vamos ahora!
Ella vivía en Camden. Mientras Chili lograba atravesar las manzanas de dirección única, blasfemando hasta encontrar un tramo despejado por el que acelerar, Shahid estudiaba el plano. Cuando encontraron la calle, Shahid sacó la cabeza por la ventanilla para ver los números de las casas. De pronto, señaló una con el dedo.
– ¡Para! Ésa debe ser.
Chili dio marcha atrás. Observaron la casa.
– Tu amorcito tiene dinero -dedujo Chili-. Un barrio de buen tono. En un día claro puede ver negros y obreros sin necesidad de tenerlos a la puerta ni de que le roben el microondas. No está muy orgullosa de la casa, pero le gusta cuidar un poco el jardín. ¿Es feminista?
– Todas lo son, hoy en día.
– Sí. Difícil de evitar. Hacer de necesidad virtud, diría yo.
– ¿Cómo?
– Corre un bulo sobre las feministas. La gente dice que todas tienen pelos en las piernas y que no les va la polla. Pero yo te digo que en el aspecto sexual son unas verdaderas guarras…, porque cuando se deciden a follar contigo, no tienen sentido del pudor. Y por si fuera poco, te dicen que tienes la picha pequeña.
– No harán eso, ¿verdad?
– No te pongas nervioso -le recomendó Chili, dándole unas palmaditas en la cabeza-. Esta noche no pasará eso, casi con toda seguridad. En el fondo es que les asusta tener el coño demasiado ancho. Si tienes algún problema, recurre a eso, pero con gracia.
– ¿Con gracia? ¿A qué te refieres?
– ¿Eh?
– Dame un ejemplo.
– ¿Ahora?
– Sí, por si acaso.
– Muy bien. -Chili pensó un momento-. Di: «Follar contigo, nena, ha sido como meter un plátano en Oxford Street; me habría gustado tocar las aceras de vez en cuando.»
– ¿Eso es todo?
– Sí.
– A ti no te ha pasado nunca, ¿verdad?
– Una vez, no hace mucho, estaba jodiendo con una tía. Me dijo: «Lléname toda, méteme ese aparato tan grande que tienes.» -Chili soltó una risita-. Y yo ya estaba dentro. Así que le dije: «La tienes toda dentro, nena, ésa es la ración de esta noche.» Se lo tomó bien. Siempre les parece bien, si se lo explicas. Bueno, ¿qué hay de esa profesora, la deseas?
– ¿Cómo puedes preguntar eso, Chili? Apenas la conozco.
– En dos minutos sabes si te apetece follar con alguna. Al cabo de una hora sabes si quieres estar con ella. La deseas, pues acuéstate con ella.
– No puedo hacerlo.
– ¿Por qué no? Por Dios, pero si casi te están castañeteando los dientes. ¿Qué diría papá?
Chili puso el coche en marcha y asió el volante como si estuviera en la cabina de un bombardero. Salieron disparados.
– ¿Adónde vamos? -gritó Shahid.
– Llegas demasiado pronto.
– ¡Llegamos justo a tiempo! -exclamó Shahid, conteniéndose de coger el volante.
– Te deseará más si la haces esperar.
Interminablemente, pensó Shahid, Chili aceleró en un sentido y en otro por la High Street de Camden como un ladrón de coches, pasando frente a la estación de metro, el cine y los pubs, con una cinta a todo volumen del cantante de qawali paquistaní Nasrut Fatah Alí Khan. Shahid empezó a preguntarse si a su hermano le pasaba algo. Normalmente tenía otros sitios mejores donde ir y cosas más importantes que hacer que estar con él.
– Y ahora… -frente a la casa, Chili se sacó la cartera del bolsillo trasero del pantalón. Era del tamaño de media hogaza de pan-. Toma esto por si tienes que coger un taxi para volver. -El guía de la realidad dio dinero a Shahid-. Y recuerda, ellas siempre están más asustadas que tú.
– Chili.
– ¿Qué coño quieres ahora?
Shahid cayó en la cuenta de que Chili no había mencionado a su mujer.
– ¿Cómo está Zulma?
– ¿Zulma? No seas gilipollas. Zulma siempre será Zulma. ¿Qué coño quieres decir?
– Nada.
– ¿Intentas cabrearme?
– No, Chili, te lo prometo.
– ¿Seguro?
– Era para saber algo de la familia.
Chili le dio un beso.
– No te olvides de mi camisa roja.
– Claro que no.
– Buen chico.
Shahid subió por el camino de entrada, se detuvo y vaciló. No quería entrar todavía. Pero al volverse vio que Chili seguía allí, acelerando el motor y murmurando:
– Chichi, chichi, chichi.
Shahid llamó al timbre. Cuando Deedee abrió la puerta, Chili tocó el claxon y soltó una carcajada.