– Lo siento, soy un completo imbécil -dijo Shahid-. Lo lamento.
Ella estaba en la puerta, temblando, pálida y ansiosa, mirando a un lado y otro de la calle. Llevaba una camiseta vieja con un jersey deshilachado sobre los hombros y leotardos negros desgarrados. Se había quitado el maquillaje; era la primera vez que la veía con gafas.
Shahid había ido corriendo. Con la respiración agitada, echó a andar hacia atrás, retirándose de la puerta para indicarle que no tenía por qué dejarle entrar.
– ¿Por qué has venido, Shahid? -le preguntó cuando llegó a la verja.
– Necesitaba verte.
– Entonces entra.
– ¿Estás segura?
– No. Pero pasa de todos modos.
Se volvió, dejando la puerta abierta. Él la siguió al piso de arriba.
– Gracias, Deedee, siento todo esto.
Uno de los estudiantes esperaba en el rellano. Shahid le sonrió, cohibido. En el cuarto de Deedee había un olor dulzón, a hierba y perfume. Era ella, desprevenida, en la intimidad de su casa. Había cenado en la cama con la tele puesta. Sobre el edredón había varios libros, un voluminoso diario con una pluma entre las páginas y un secador de pelo. Shahid se sentía ahora más tranquilo, pero era consciente del malestar de Deedee: no le gustaba que la vieran así, pero no quería preocuparse por ello.
– ¿Y bien?
– He tenido que recorrer medio Londres, pero he encontrado a Chili -empezó a decir él-. Strapper sabía dónde estaba. Tengo otro problema, además. Zulma quiere que me ocupe del negocio si Chili se echa del todo a perder.
– ¿De veras?
– No podía creer lo que me estaban diciendo. Pero lo decía en serio. ¿Qué voy a hacer?
Deedee no era joven -Shahid observó la cantidad de venas que tenía en el dorso de la mano-, y había rebasado cierta capacidad de aguante. Había meditado mucho las cosas, guardándolas demasiado tiempo. No iban a descolocarla ahora.
– Creía que habíamos dejado de vernos -dijo de pronto, cerrando la puerta- Por eso no quiero escuchar una palabra más.
– ¿Cómo?
– Ha sido difícil. Pero era un consuelo pensar que esto no podía seguir. Me figuraba que yo era… demasiado para ti, que te abrumaba. Quiero que dejemos lo nuestro.
– Pero ¿por qué?
– Una mujer sensata seguramente se apartaría del amor, sustituyéndolo con una combinación práctica de amistad, arte y relaciones sexuales, ¿no crees?
Él la escuchaba a medias; no podía entenderlo.
– Decía que no sé qué hacer. Chili está escondido, a muchos kilómetros de aquí. Hay gente violenta que le está buscando. Creo que ha hecho algo horrible. No ha querido contármelo, pero lo he adivinado por algo que dijo Strapper. Machacó aun camello y le quitó la droga y el dinero, después de haber cometido otras fechorías. Y ahora hay unos tipos que lo quieren liquidar.
– No se les puede reprochar, ¿verdad?
Estaba claro que no quería saber nada de eso; no iban a confundirla. Shahid suspiró.
– ¿Cómo estás, entonces?
– ¿Te interesa?
– Sí, mientras no tenga que sentarme.
– A mí me gustan casi todas las posturas, soy una persona liberal. O lo era. -Dio un sorbo de café y luego bebió un poco de vino-. La Facultad ha reconocido al fin que habrá despidos. Brownlow incluido.
– Eso está bien.
– ¡No me digas! -Por lo menos se rio-. Así que al volver a casa pensé en el miedo que me daba dejar la universidad. Y en la emoción, también, en otro sentido. Ya sabes que me gusta ser ridículamente positiva, porque en seguida me compadezco de mí misma. -Él le acarició el pelo-. Pero era difícil de encajar. No hay trabajo. Estaría dos años sin empleo. Quizá no podría volver a trabajar en la enseñanza. En cualquier caso, fui al supermercado, volví para ver Brookside y preparé unos pimientos rellenos. Suelo cocinar y cenar mientras veo el telediario, con un libro apoyado y bebiendo vino.
– Me gusta hacer eso.
– La mayoría de las noches me tomo una botella o más, y desde luego me va mejor que a algunos matrimonios que conozco. Mis amigas con hijos envidian mi vida de soltera. Puedo salir a cenar. Echar un polvo con quien quiera. O no. ¿Qué más puede pedir una chica? Pero ya no puedo seguir así. No me apetece estar siempre sola. Me resulta difícil todo ese asunto porque me he creado fantasías…
Shahid se sentó llevándose las manos a la cabeza.
– ¿De qué clase?
– Ésas te las contaré luego.
– Estoy impaciente por oírlas.
– Fantasías de que tú y yo estábamos más tiempo juntos. Sólo que tú no estás seguro de que sea eso lo que quieres, ¿no?
Fue incapaz de contestar. Había tanto en qué pensar, y ella le estaba acosando.
– He perdido la confianza en ti -añadió ella.
– A tomar por culo, Deedee. Me importa un pito. Estoy agotado. Esta noche no estoy para esta clase de discusiones de clase media.
– ¿Quieres que sea franca?
– ¿Por qué no?
– Me han contado una cosa inquietante, que me ha hecho pensar. Y pensar.
– ¿Sobre qué?
– ¿Cómo expresarlo? -Lo miraba atentamente-. Pareces intranquilo, amor. No puedes estarte quieto.
– ¡Deedee, joder, esta noche no soporto ese puñetero sarcasmo! ¿Qué te han contado?
– Que tienes algo que ver con esa berenjena.
– Ya. -Sintió un escalofrío-. ¿Berenjena?
– Sí.
Ella esperó a que confesara.
– Sé lo de la berenjena, Deedee. Es cierto. Y he ido a echarle un vistazo. Por supuesto que sí. No voy a negarlo.
– Dios ha escrito unas palabras en ella, ¿verdad?
– Eso es lo que dicen algunos. Pero son los simples, Deedee. A diferencia de ti, no leen a los filósofos franceses. Hace unos años estaban en sus aldeas, ordeñando vacas y criando gallinas. Tenemos que respetar la fe de los demás; los católicos incluso afirman que beben la sangre de Cristo. Y nadie mete al Papa en la cárcel por canibalismo.
– ¿Es cierto que habéis convencido al Mesías de Goma para exponer esa… revelación en el ayuntamiento?
– Míster Rudder ha declarado públicamente que desea una asociación más estrecha con nuestra comunidad. Si las berenjenas son el objeto de nuestras creencias, habrá que respetarlo. Es nuestra cultura, ¿no?
– ¿Es tu cultura? ¿Es cultura de algún tipo?
– No seas presuntuosa.
– ¿De veras? Te estás engañando a ti mismo. ¿Qué habría dicho tu padre?
Shahid inclinó la cabeza y se mordió el labio.
– ¿Sabes que Rudder es un cínico, un hijoputa integral?
– ¡Somos ciudadanos de tercera, de clase aún más baja que los obreros blancos! -gritó él-. ¡La violencia racista está aumentando! Papá creía que eso se iba a acabar, que nos considerarían como ingleses. ¡No ha sido así! ¡No somos iguales! Pasará como en Estados Unidos. ¡Por mucho que avancemos, siempre estaremos oprimidos!
– Es cierto lo que me contaron. Te tenía por más inteligente.
– Deedee.
Quería que lo abrazase. Se acercó a ella. Deedee lo rodeó con los brazos pero no le besó.
– No me gusta que me critiques tanto.
– Me importa un rábano. Yo he visto muchas cosas, pero esa berenjena se lleva la palma. No voy a respetar a una hortaliza comunicante ni tampoco voy a competir con ella.
– Entiendo por qué te sientes así. Pero sé razonable…
– ¿Qué clase de gente quema libros y lee berenjenas? He oído que los libros estaban en vías de desaparición, pero nunca imaginé que iban a sustituirlos las hortalizas. Posiblemente, los verduleros sustituirán a los libreros. No, te estoy dando un ultimátum.
– ¿Qué estás diciendo, Deedee? ¡Estoy a punto de volverme loco!
– ¿Y quién no? Pero elige entre la berenjena milagrosa y yo.
– Basta.
Estaban sentados al borde de la cama.
– ¿A cuál prefieres?
Él reflexionó.
– No es difícil.
– ¿El nabo?
– Creo que sí.
– Eso esperaba.
– ¿De verdad?
– Está bien, chéri. Con tal de saberlo.
– Dame un beso de despedida.
– Ha sido una época maravillosa, a ratos.
– Sí. -Shahid le devolvió el beso-. Dame la lengua.
– Quítate la camisa. -Ella le mordió el labio-. Me encanta esa piel de café con leche. Déjame verla por última vez.
– Quítamela tú. Me gusta.
– No sé si podré -advirtió ella-. Me tiemblan las manos.
– Sí, te tiemblan. Pero quítate la camiseta.
– Ayúdame.
– Ya está. Ahora, túmbate. Eres preciosa.
– Gracias. Tócame…, por favor.
– ¿Así?
– Ay, sí, por Dios, exactamente así. Retuércelo, tira…, pellízcalo. Santo cielo. Y el otro también. ¡Aah!
– ¿Demasiado fuerte?
– Todavía no. Con la boca. Eso me calmará. Ponme la otra mano en el culo. Clava las uñas.
– ¿Vale?
– ¡Sí! ¿Te has olvidado de que me debes una buena lamida?
– ¿En serio? -preguntó él.
– Media hora, por lo menos, lo prometiste.
– ¿Media hora?
Ella cerró los ojos.
– Hazlo.
Él empezó a cumplir su deseo, pero se incorporó de pronto para mirarla.
– ¿Qué pasa, Deedee?
Le temblaban las mejillas; se le estiraban las comisuras de los labios, se le ensanchaban las aletas de la nariz. Instintivamente, se cubrió la cara con las manos.
– ¡Deedee!
La risa le estalló en la garganta, una cascada de júbilo. Él soltó a su vez una risita entrecortada, arrancándole a ella otra carcajada. Cada vez que se miraban, y antes de que cualquiera de ellos llegase a decir «berenjena», rodaban por la cama abrazándose por miedo a caerse. Les corrían lágrimas por las mejillas. Se palmeaban el uno al otro y daban patadas al aire como criaturas. Él sólo pudo evitar los aullidos mordiéndole en el brazo. Ella intentó callarle poniéndole una almohada en la boca.
Al cabo, ella se levantó y fue al baño a lavarse con agua fría.
Aquella noche, Shahid no iría a ninguna otra parte. Ya había hecho bastante por aquel día. Se desnudó satisfecho, tirando la ropa como un adolescente, y se metió bajo el edredón lo más deprisa que pudo, aspirando su olor entre las sábanas.
Deedee volvió, apagó la luz y se acostó a su lado. Con las cabezas juntas, de cuando en cuando siguieron riendo entre dientes, soltando risitas ahogadas, pero afortunadamente la hilaridad iba cediendo el paso a las sensaciones físicas. Para eso estaba la sexualidad. Ya podía ella quedarse tumbada con las piernas abiertas, las manos en la nuca, moviéndose únicamente para cogerle la mano e indicarle una acción concreta sobre un sitio determinado. Él no necesitaba instrucciones, sin embargo, pues quería explorar sensaciones y acariciar y frotar donde a él le apetecía, a su propio ritmo. Su coño le iba resultando familiar; quería deambular por él como si fuera suyo; no se imaginaba que se pudiera tener una relación tan personal, tan propia, con una vagina.
– Dame tu berenjena. Rellena mi agujero en forma de polla -pidió ella-. Plántala en mi tierra y deja que te la consagre con mis aguas benditas.
Ella soltó otra risotada, incapaz de contenerse, y los músculos de su coño empezaron a contraerse y relajarse alternativamente; él tuvo la sensación de haber metido la berenjena en una concertina.
– Oye, esto es vida.
– Exacto -convino ella-. No podrías tener más razón.