Se encontrarían en una estación de metro cercana. Shahid fue directamente allí. Sabía que ella deseaba verlo, pero le hizo esperar cuarenta minutos. Quizá se imaginase que le vendría bien cierta expectación.
Y así fue. Nunca había estado tan impaciente por ver el rostro de alguien y dedicarle una mirada larga, de maravillada curiosidad. No sabía cómo, pero la hacía feliz. Deedee no quería a nadie más; haría cualquier cosa por él. ¿Cómo había sucedido? ¿Y cómo era ella realmente? ¿Añoraba a alguien que él no conocía? ¿Sería tal como él la recordaba? ¿O menos atractiva? ¿Acaso era fruto de su imaginación, la había inventado o escrito de algún modo? Sólo estaba seguro de una cosa: ansiaba oír su voz.
Sabía vestirse discretamente con Levis negros; pero le gustaban sus pechos y llevaba una blusa escotada. Aún tenía el pelo húmedo. Él le dio unas cintas de música bailable que había escuchado en casa, con algunos cortes de INXS y Zeppelin, porque a ella le encantaban los grupos con guitarras.
– Gracias, gracias. -Le dio un beso rotundo, con la cara pegajosa de maquillaje-. Pero estás un poco raro. Siempre que vas con tus amigos se te tuerce la boca.
– ¿Y se me endereza cuando estoy contigo?
– Hombre, cuando estás conmigo se te endereza todo.
Fueron andando al Morlock, tras localizarlo sin dificultad. Se oía desde el otro extremo de la calle.
– De acuerdo -dijo él-. Mis amigos.
Fuera había algunos chicos apoyados en coches, comiendo Deseado y patatas fritas. Parecían chicos, al menos, pero en realidad eran hombres de veinticinco a treinta años.
– Me resulta difícil.
Ella lo tomó del brazo y lo apretó con fuerza.
– Al menos lo reconoces. Ahora quizá lleguemos a alguna parte.
Shahid empujó la puerta. Echaron una mirada al interior.
Nada más entrar había un caballete con dos tocadiscos. Un muchacho blanco, que no paraba de saltar, restregaba los discos con la yema de los dedos, como haciendo una figura en un cacharro de arcilla. Tras él había un anciano sentado en un banco con un perro dormido en el regazo. Y, más allá, dos mujeres de unos setenta años, arrugadas, con aspecto de estar allí desde la guerra, indiferentes al entorno.
– ¿Entramos? -preguntó Shahid en tono de duda.
– Sí, claro.
El Morlock no cuidaba mucho la decoración. Había unas cuantas sillas y mesas tambaleantes arrimadas contra la pared, el papel pintado estaba descolorido, las dos fotografías de boxeadores irlandeses amarilleaban. Un chico se sentaba con la cabeza apoyada en los brazos. La deshilachada alfombra estaba salpicada de colillas de porros y trozos de papel de plata.
– ¿Dónde está ese chico?
– No sé.
Se abrieron paso a empujones, atisbando en los rincones oscuros y las cavidades que las luces intermitentes dejaban de iluminar. Numerosos hombres con vaqueros Joe Bloggs, chándales y sudaderas amplias, apoyados en la mesa de billar, no quitaban ojo a Deedee.
– ¿Qué? -preguntó Shahid.
– Podemos conseguir aquí -repitió ella.
– Eso espero.
Los camellos, y parecía haber muchos, miraban furtivamente alrededor, pasando de mano dinero y droga y yendo y viniendo a los servicios, aunque los camareros no se daban cuenta o no hacían caso, manteniéndose aparte con los brazos cruzados, pues nadie pedía bebidas.
Shahid y Deedee se sentaron en unos taburetes al lado de un grupo que contaba la forma en que uno de ellos había pasado droga descaradamente a un colega que estaba en la cárcel. Deedee pidió vodka con gaseosa de jengibre en vasos largos, con hielo, y observó a la gente, moviendo la cabeza. El camarero sirvió la bebida.
– ¿Voy a verte bailar? -preguntó Deedee.
Shahid pensaba que debían marcharse. Aquélla no era su gente. ¿Y no los miraba Deedee con ojos demasiado objetivos, como si fuesen especímenes de teorías que hubiera construido sobre la moda, la música o la vida de la calle?
– Lo dudo.
– Vaya, ¿y por qué no?
– Espera.
Shahid se abrió paso hacia el fondo del Morlock. En el local, cada vez más oscuro a medida que avanzaba, había chicos que fumaban hierba o habían tomado ácido. Grupos de chicos y chicas se aferraban a las paredes para mantenerse en pie. Otros que estaban solos, con el sudor empapándoles el pelo, la mirada frenética, se ponían a bailar de pronto con los brazos en alto como haciendo señas a alguien que estuviera lejos, parándose bruscamente como si acabaran de darles malas noticias, poseídos siempre por cierta ebullición interior, imposible de contener.
Pisó el húmedo suelo de los servicios y entre la penumbra vio a gente que fumaba pipas de crack; un chico estaba apoyado en la pared hablando con otro sin dejar de vomitar. En la pared, una inscripción declaraba: «La gente es gilipollas.» Recordó las severas críticas de Chad contra el autoenvenenamiento. En aquellos días, mantener la dignidad era una hazaña. Hay que estar resuelto a no caer en el remolino cuando la mayoría de la gente se arroja a él de cabeza.
– Me apetece estar bien y en forma -le dijo a Deedee-, que me funcione la cabeza.
– Estás bien, y en forma. Y te funciona la cabeza, ¿no?
Shahid observó a una chica. Estaba entre un grupo de adolescentes, apenas trece o catorce años, pelo largo, bien vestidas; una llevaba pantalones cortos con lentejuelas. Bailaban entre ellas, viéndose en los espejos que no dejaban de mirar los hombres de la barra, pasándose canutos.
Entre ellas había una mujer de unos cincuenta años, la madre de alguna, quizá, con un vestido de fiesta de lunares, bailando grotescamente y dispersando de cuando en cuando a la gente con saltos frenéticos. Tenía los ojos negros y la boca torcida. Se fijó en Shahid: cuando sus ojos se encontraron lo miró intencionadamente, como diciendo: «Me ves aquí y piensas que soy una carroza. Pero no lo soy, y te podría desvirgar.»
La chica pasó frente a ellos.
– ¿Qué es lo que te gusta de ella? -le preguntó Deedee-. ¿Las piernas, los zapatos, el pelo, las tetas?
– Sí -contestó él, haciendo un gesto con la copa.
– ¿Qué te gustaría hacer con ella?
– Lo mismo que haré contigo después.
– Ni que decir tiene que yo te puedo hacer más cosas que esas adolescentes…, y con la mayor dedicación. Sabes que me puedes hacer lo que se te antoje, ¿verdad?
La besó a cada lado de la boca; ella lo cogió del culo y le besó los ojos. El orgullo sexual de Deedee y la forma en que lo abrazaba, con aires de propietaria pero con naturalidad, le hizo estremecerse. Aquella actitud íntima y despreocupada revelaba que lo conocía; estaban juntos.
– No viniste a mi clase de James Baldwin. Puse a Miles Davis todo el tiempo. He estado deseando verte. A veces… me muero de ganas. Pero ha habido un silencio.
El pinchadiscos subió la música.
– Lo sé, lo sé. Pero aquí me tienes.
La gente bailaba con frenesí, como si tuviera pesadillas.
– No me resulta fácil. Me siento muy atraída por ti. Pero no puedo cometer un error. Sería demasiado.
– ¿A qué te refieres exactamente, Deedee?
– Quiero decir… Dime lo que piensan tus amigos de las mujeres.
– ¿A ti qué te parece?
El pinchadiscos gritó:
– ¡Vamos a pasarlo bien esta noche!
– Tengo cierta idea. Doy clase a algunos de ellos.
– La gente hace conjeturas. -Shahid la cogió de la muñeca-. Nunca los he visto mirar con lascivia a una mujer, ni siquiera las miran. Son respetuosos, no como los ingleses -señaló al pub-, que consideran a las mujeres como bolsas de basura donde correrse. -Se recostó en la barra-. ¿De acuerdo?
– No me vengas con ésas -repuso Deedee, burlándose de él.
– ¿Qué quieres decir?
– Que no digas tonterías -replicó Deedee, levantándose.
– Escucha -dijo él.
– Necesito otra copa.
Fue al otro extremo de la barra. La música subió de volumen.
Mirando en aquella dirección, Shahid vio a su padre. O al menos, a alguien que se le parecía. Entonces Deedee, que estaba al lado de aquel hombre tratando de que la sirvieran, se inclinó hacia adelante y lo tapó. Un momento después se irguió de nuevo y Shahid lo pudo ver. Era Chili, y le estaba dando conversación.
A Chili le encantaba salir; le gustaban los clubes y disfrutaba en los pubs. En los viejos tiempos, cuando había oportunidad, una eliminatoria internacional, por ejemplo, su madre y los empleados se quedaban atendiendo el negocio mientras Chili y papá iban al pub a ver el partido por la tele. Al entrar apresuradamente en el bar, papá solía decir que los pubs eran la única grandeza de Inglaterra y la sola razón para vivir en un país tan dejado de la mano de Dios. Al cabo de unas horas, si Imran había lanzado con brío o Zahir Abbas había marcado dos series de cien, si los rápidos indios o lanzadores con efecto de las Indias Occidentales no dejaban tocar una bola a los bateadores ingleses, o incluso si los australianos -coloniales, al fin y al cabo- humillaban a Inglaterra, papá y Chili se entusiasmaban.
Tras degustar unas ostras con un golpe de tabasco y una pinta de cerveza de malta, papá y Chili disfrutaban burlándose de la empanada de cerdo, riéndose de que si por casualidad apareciese el mulá -lo que, desde luego, no era un hecho habitual en Sussex Castle- se la restregarían por la barba a ese cabrón y luego le meterían un kebab caliente por su culo de hipócrita. Chili se volvía pendenciero, pero papá era peor: desafiaba a la gente a echar un pulso. Chili tenía que cogerlo y llevárselo a rastras.
– ¡Yo he combatido por vosotros, cabrones, besadme la Orden del Imperio Británico! -gritaba papá, pataleando como una novia al cruzar el umbral.
Chili se llevaba a papá a pasar la tarde a Londres. Sólo Dios sabía el giro que cobraban sus escandalosas diversiones, de las que Shahid quedaba excluido. Pero tenía conocimiento, a través de Tipoo, de que habían hecho una apuesta por un «amor de uniforme». Ganaría el primero que se follara a una monja, una guardia de tráfico o una agente de policía. Había que aportar pruebas, naturalmente, un elemento del uniforme; por eso, la gorra de una guardia de tráfico era el trofeo que ocupaba el lugar de honor en el escritorio de Chili.
Pero al menos cuando estaba con papá Chili se contenía, porque le quería y tenía miedo de hacerle daño. Ahora papá ya no estaba, ¿y qué hacía Chili allí, aquella noche?
Deedee volvió con las copas del otro extremo de la barra. Chili la siguió con la mirada hasta que sus ojos negros como la Guinness se posaron en Shahid. Saludó a su hermano con la copa como si se encontraran todas las noches en el Morlock. Chili estaba a punto de levantarse cuando Strapper le puso la mano en el hombro. Empezaron a hablar, incluso a discutir, las caras próximas una de otra.
Deedee dejó las copas.
– ¿Es ese chico?
– Sí. El que está con Chili.
– ¿Tu hermano?
– Mi hermano.
– Vaya.
– Exacto.
Ella volvió la cabeza y los miró. Algunos, al pasar frente a Strapper, lo saludaban, dándole un toque. Otros le dirigían un movimiento de cabeza. Él no se inmutaba.
– ¿Se conocen?
– No creo.
– ¿Qué te pasa, no esperabas encontrarte esta noche con tu hermano?
– Ni siquiera sabía que frecuentase esta clase de sitios.
– Él podría decir lo mismo de ti. ¿Quieres presentármelo?
– Prefiero que nos marchemos. No quiero verlo.
– Pero ¿por qué?
– Sólo quiero estar contigo.
– Bien.
Estaban terminando la copa cuando Strapper y Chili se levantaron.
– ¡Demasiado tarde, joder! -exclamó Shahid.
Deedee le cogió la mano y empezó a acariciarle los dedos uno por uno.
– No es tan guapo como tú. Y no me lo imagino ruborizándose. Pero tiene las facciones finas, ¿verdad?
– ¿Sí?
– Como un cura.
Chili insistió en rodear a Deedee con los brazos, estrechándola contra sí, besándola en ambas mejillas y mirándola a los ojos.
– Hola, Chili, quienquiera que seas -dijo ella, sonriéndole a su vez.
– ¡Bueno, bueno! ¿Cómo es que traes a mi hermano pequeño a estos antros? Podría oponerme enérgicamente.
– Soy mala compañía.
– ¿Cómo te llamas?
– Deedee Osgood.
– Me gustan las malas compañías, Deedee Osgood. Cuanto peores, mejor, según mi ilustrada opinión. No es que lea mucho. Strapper sí, ¿verdad, chaval? He oído que te dedicas a la enseñanza, nena. Vamos a tomar una copa. ¿Qué bebéis? ¿Deedee? ¿Shahid?
Deedee acercó los vasos.
– Yo, nada -dijo Strapper-. No pruebo el alcohol.
– Strapper está en el rollo de la salud -comentó Chili con una risita, haciendo señas al camarero-. Nunca le he visto tan robusto. Es un anuncio ambulante de Lourdes. Dales una de tus anfetas, Strap. Este chico habla muy bien. ¿Y de cuánta gente se puede decir lo mismo?
– A tomar por saco. Pedid lo que queráis, tíos -invitó Strapper. Tenía los ojos hundidos: parecían recibir la luz, pero no la reflejaban. En comparación con unas horas antes, se mostraba circunspecto y reservado-. Domino el panorama como desde una torre.
– Eso es exactamente lo que queremos -repuso Deedee-. Subir a la Torre Eiffel.
– Eiffeliza en seguida a esta mujer maravillosamente atractiva, Strap -dijo Chili-. Se merece lo mejor y ahora mismo, zángano.
Strapper se apresuró a recoger las drogas del lugar donde las había escondido, detrás del zócalo, con objeto de resultar tan inocente como siempre si se producía una redada.
– Es buen chico -comentó Chili, rechazando con un gesto el dinero de Deedee y diciendo a Strapper-: Luego te pagaré.
Shahid rodeó a Deedee con los brazos, apartándola de la barra.
– Ahora quiero bailar.
Bailaron lento, muy juntos, aunque la música era movida y los ocupantes del pub brincaban al unísono, gritando y agitando los puños en el aire.
– Qué bien bailas -le dijo ella-. ¿Cómo te sientes?
– Mucho mejor, porque estoy contigo.
– A veces eres muy encantador, y no siempre lo simulas.
– Es cierto. Ya lo creo.
– ¿Qué es esto? -Se restregó contra él-. ¿Se te está poniendo gorda?
– Desde luego que sí.
– Podemos pasar la noche juntos.
– ¿Por qué no?
– ¡Ah, cariño, hay un pequeño inconveniente!
– Deedee.
– Se armaría un lío tremendo si los estudiantes que viven en casa se enterasen de que un alumno me está matando a polvos. Las relaciones sexuales con las profesoras no entran en el programa de estudios. Y Brownlow me sigue deprimiendo casi todas las noches con su detestable presencia, aunque repite que se va a mudar. -Le tomó de la mano y echó a andar-. Vamos.
– ¿Adónde?
– No se te puede dejar en ese estado.
Cayeron besándose contra la puerta de los servicios. En alguna ocasión había envidiado a los homosexuales que podían retirarse a cualquier cubículo, sacarse mutuamente la picha y correrse en un abrir y cerrar de ojos sin tener que estrecharse primero la mano.
Deedee le desabrochó el pantalón y le asió la polla con su cálida mano. Luego se echó saliva en la palma y empezó a acariciarle, sopesándole y apretándole los huevos con los dedos.
– Más fuerte.
– ¿No te duele así?
Ella siguió. Shahid se abandonó. Deedee se interrumpió para preguntarle:
– ¿Qué dirían tus amigos?
Él soltó una carcajada, le bajó la cremallera de los vaqueros y le metió la mano por la bragueta.
– No te pares, Deedee.
– No me excites, entonces. ¿Dirían que eres un hipócrita?
Él le sacó los dedos del pantalón y se los llevó a los labios.
– ¿Qué?
En el cubículo de al lado bajaron la tapa del retrete.
– ¿No es eso lo que eres, técnicamente hablando?
– Técnicamente hablando, hazme una paja.
– Oye, esto se me da muy bien cuando quiero. Pero dime lo que piensas hacer con ellos.
– Pues…
El ocupante del cubículo adyacente se puso a hablar por un teléfono portátil.
– ¿Qué?
– Voy a dejarlos.
– ¿Sí? Ojalá que sea verdad lo que dices.
– Pero he estado muy triste y asustado. Todo va mal.
Ella se había retirado un poco para escucharle. Shahid tenía los pantalones en torno los tobillos, caídos sobre el húmedo suelo; los calzoncillos en las rodillas y los brazos cruzados. Un hedor a vómito los envolvía.
Deedee soltó una carcajada.
– Me gusta verte así.
– Gracias.
– Pero si estás temblando.
– Por favor, Deedee. Nunca me ha gustado que me digan lo que tengo que hacer. ¡Las cosas tengo que resolverlas yo solo! No soporto que me atosiguen.
– Déjalos con Dios y que ellos te dejen conmigo. Di esto: soy ateo, blasfemo y pervertido. Dilo de rodillas en un retrete público. ¿Nunca se te ha ocurrido algo así?
Él se cubrió con la mano y sacudió la cabeza.
– ¡No, no! ¿Estás loca? No quiero estar siempre al margen de todo.
– Entonces se trata de eso, ¿eh?
– Quiero seguir los preceptos.
– ¿Aunque sean ridículos?
– Tienen que existir por alguna razón. Millones de personas los siguen desde hace siglos.
– Esperaba de ti algo más que una lúgubre ortodoxia.
– Venga, Deedee, no me hagas esto.
– Te gustan los libros, ¿verdad? Pues casi todas las novelas, como la mayoría de las vidas, podrían titularse Las ilusiones perdidas, ¿No es eso lo que te está pasando?
– ¿Es que no puedes hacer que me corra, simplemente? No sueles dar clase en estos sitios, ¿verdad?
– Quizá tenga que empezar -replicó ella-, visto el deterioro que sufre la educación en estos días.
Shahid se subió los calzoncillos y los pantalones.
– Necesito salir de aquí.
– Estupendo.
Deedee salió tras él. Dos chicos que estaban frente al mingitorio sonrieron burlonamente. Chili estaba sonándose la nariz en el lavabo. Le brillaban los ojos. Se guardó el pañuelo, pero no antes de que Shahid viese las manchas de sangre.
Chili besó a Shahid en la sien y dijo:
– Me pareció conocer esa voz gimoteante.
Deedee se arregló el pelo. El pub estaba cerrando. Salieron a la calle.
– ¿Dónde tienes el coche? -preguntó Shahid a su hermano.
– Voy a ir a tu habitación.
– ¿Por qué?
– No hagas preguntas tontas.
– Te encuentras muy cómodo allí, ¿no?
– Y cuidado con lo que dices -le reconvino Chili, alzando el dedo en señal de advertencia.
Deedee vio un taxi y lo paró.
– Deedee…
Creyó ver lágrimas en sus ojos.
– Tienes que pensar seriamente en algunas cosas. Hasta luego.
Ni siquiera le besó. Al alejarse, se sacudió el pelo. Le asaltó el miedo de no volver a verla. Sintió deseos de correr tras ella, pero la había perdido de vista y su hermano estaba con él.
Strapper apareció corriendo en la calle y se dirigió a Chili.
– ¿Dónde está mi dinero? ¿Dónde está?
Chili echó a andar y trató de quitárselo de encima.
– No te preocupes, chaval, pronto lo tendrás. -Pero Strapper le cogió el brazo y Chili añadió-: ¿Es que no me conoces, pedazo de cabrón?
– Te conozco. Eres un tío importante -afirmó Strapper. Chili echó el puño hacia atrás. El muchacho insistió-: Págame, quiero comprar unas patatas fritas.
– Déjame en paz esta noche, joder.
– ¿Cuándo, entonces?
– Chavalín, tus absurdas preocupaciones aburren a cualquiera.
La ofendida mirada que se abatió sobre el rostro de Strapper revelaba más cansancio que ira, como si hubiese pasado numerosas veces por aquella situación pero le siguiera resultando un trago sumamente amargo que la vida siempre le deparase lo mismo, cómo si hubiese ganado el premio de consolación sin saber por qué.
– Chili -imploró Strapper.
Chili le golpeó en el pecho con la palma de la mano, lanzándolo tambaleante al extremo de la calle, donde cayó sobre la alcantarilla. Se levantó y echó a correr como un niño, siguiendo a unos que salían del Morlock.
Los hermanos volvieron a la residencia de Shahid, pero al pie de las escaleras Chili dio un bandazo contra la pared. Mirándole la cara cenicienta y las cárdenas manchas bajo los ojos, Shahid vio que su hermano, hasta ahora un hombre joven, parecía haber envejecido. Llegará el día, pensó, en que a mí me mirarán de la misma manera. Aunque de momento a Chili le importaba un pito todo aquello.
– ¿Qué has tomado, Chili?
– No lo suficiente.
Para que subiese las escaleras, Shahid tuvo que aguantarle por la espalda y empujar. Afortunadamente, el espídico del primer piso estaba de rodillas con un cubo de agua, fregando el suelo. Ayudó con mucho gusto a Shahid con su carga. Mientras avanzaban jadeantes, repetía en un murmullo: «No pesa, es mi hermano.» Shahid deseó que se callase.
Seguían los tres su laboriosa marcha cuando Shahid oyó la voz de Riaz en lo alto de la escalera. Peor aún, su vecino hablaba con Chad. ¿Por qué estaban en el pasillo, a menos que pensaran bajar? Shahid ordenó a Chili que se mantuviera erguido.
– Trata de no tambalearte -musitó-. No abras la boca.
– ¿Qué?
– ¡Cierra el pico, Chili!
Chad y Riaz continuaban arriba. Shahid los saludó con la cabeza y les sonrió con el aire más natural del mundo, pero no dijo nada por temor a que notaran que olía a alcohol. Riaz parecía tan inquieto como de costumbre, y estaba impaciente por que pasaran; Chad les lanzó una mirada severa.
Shahid metió a Chili en la habitación y se alegró al ver que podía mantenerse en pie. Chili se quitó la chaqueta, sacudió las hombreras con la punta de los dedos y la colgó en el respaldo de la silla. Se sentó y se frotó la frente, como intentando serenarse. No solía hacer caso a Shahid, que estaba acostumbrado al silencio de su hermano. Shahid se puso el pijama y salió al pasillo en dirección al baño.
Al volver, se encontró con Chili a cuatro patas detrás de la cocina.
– Chili.
Siguió buscando por el suelo, pero al cabo de un tiempo dijo:
– ¿Os seguís gustando esa mujer y tú? ¿Cómo se llama?
– Deedee Osgood -contestó Shahid, mirando la espalda de su hermano-. Pero es muy complicado. Y tenemos que mantenerlo en secreto, por muchos motivos.
– Quizá, pero esta noche no quería separarse de ti. Hará cualquier cosa por ti. No lo desaproveches.
– Odia a mis amigos.
– ¡Premio!
– ¿Eh?
Chili cogió una bolsa de plástico de detrás de la nevera, la abrió y sacó un sobrecito. Había suficiente coca para dos rayas finas, que cortó sobre un libro de texto de Shahid. Aspiró las dos, pasando luego la lengua por el papel, el billete de diez y el libro.
– El contacto más profundo de tu vida con la literatura -murmuró Shahid.
Cuando Chili alzó la cabeza, había olvidado de qué estaban hablando. Se quedó sentado con los brazos cruzados. Una gota roja le brotó de la nariz; le resbaló, como una lágrima, y le cayó en la pierna.
Shahid se acostó, Chili se tumbó en el duro suelo, con los ojos abiertos, fumando, mirando al techo.
– ¿Tienes algo de beber?
– Afortunadamente, no.
– ¿Tienes algo en contra de la bebida?
– Antes no tenía, no.
– ¿Pero ahora sí?
– Sería preferible que la gente se cuidara, ¿no te parece?
– ¿Cuántas veces has rezado hoy, santurrón de mierda?
– ¿Por qué no te duermes, Chili?
– El suelo está muy duro. ¿Dónde está el casero? Quiero presentar una queja. Es un cabrón.
Shahid se levantó para darle a su hermano una manta y una almohada.
– Trata de dormir, por favor. Empieza por cerrar los ojos.
Chili se arropó con la manta.
– Morirse sería más fácil.
Shahid fue a sentarse a su lado.
– ¿De quién te escondes? Sé que estás huyendo. ¿Qué hacías en el Morlock?
– ¿Es que eres detective?
– De otro modo no estarías aquí. Ni siquiera te caigo bien. ¿Es que echas de menos a papá?
– ¿Y tú?
– Pues claro.
– Es natural -repuso Chili-. Hizo todo lo que pudo por nosotros. De todas formas me alegro mucho de no tenerlo encima ahora mismo.
– ¿Por qué?
– Si viviera, le daría un ataque al corazón por nuestra culpa. ¿Cuál de los dos crees que le produciría más horror? -Chili se echó a reír-. Me encantaría hacerte una foto mientras rezas de rodillas y mandársela al cielo. Probablemente diría: ¿Qué hace mi hijo en el suelo?, ¿buscando dinero que se le ha caído?
– ¿Qué has hecho? ¿Alguna barbaridad? ¿Por qué no me lo dices?
– El pobre desgraciado, se dejó el culo trabajando y ¿para qué?
– Para llevar una vida decente.
Chili cogió a Shahid de la chaqueta del pijama y lo atrajo hacia él.
– ¿Y qué es eso? ¿Lo sabes tú? ¿Estás seguro?
– ¡No! ¡Suéltame!
Chili se apoderó con una mano del brazo de su hermano y se lo retorció.
– ¡Nadie lo sabe!
Con la otra mano le dio una bofetada. Shahid notó que la mejilla le ardía y se le ponía colorada. Temblaba de ira. Echó el puño hacia atrás. Inmediatamente, Chili lo abofeteó de nuevo.
– ¡Y ahora cierra el pico!
– ¡Joder, coño!
Shahid se arrojó en la cama. Aquello le recordaba su infancia. Estuvo por decir: Espera a que se entere papá. Pero papá nunca lo sabría, y ya no había nadie -estaba seguro- que velara por ellos.