15

Comprimidos en su habitación, tuvieron que esperarle cuarenta minutos. Riaz solía retrasarse, había observado Shahid, por múltiples razones. Le gustaba crear expectación para luego, con la frustración acumulada, hacer una entrada triunfal. Resultaba extraño, porque Riaz era esencialmente retraído y discreto. Quizá pensara que los demás le exigían muestras de autoridad.

Al parecer, Riaz tenía una reunión con Brownlow y Rudder. Afortunadamente, mientras esperaban se había presentado Hat con una bolsa de comida de su padre, que repartió alegremente. Había tres mujeres contando a Tahira, que llevaba una larga camisa blanca, recién planchada, pantalones negros y un pañuelo a cuadros grises y blancos.

Por fin apareció Chad, entrando deprisa y sujetando la puerta a Riaz, que llevaba un salwar nuevo de color gris. Permaneció inmóvil un momento, dejó la cartera y se sentó en el suelo junto al escritorio.

– Os agradará saber que las negociaciones con míster Rudder, el concejal del Partido Laborista, marchan bien, muy bien -informó Riaz inmediatamente-. Comprende la posición y la importancia de la minoría en este país. Nos ha declarado personalmente que dedicará todos sus esfuerzos a nuestra causa.

Hat chocó las manos con Tariq.

– ¡Amigo de Asia!

– Eso pienso yo también. Esa simpatía por nuestro pueblo es tan rara como una virgen inglesa. -Sonrió ante el comentario, que hacía a menudo-. Pero ahora tenemos otro desagradable asunto que discutir rápidamente, pues como Shahid me ha dicho todos estáis muy ocupados estudiando sin parar.

La risa recorrió la habitación una vez más. Shahid se dio cuenta de que Riaz le miraba expectante, como todos los demás. Eso no lo había esperado.

– Ten la bondad de recordarnos el tema, hermano.

– ¿Cómo?

– Será mejor que te acuerdes tú primero -comentó Chad con una risita.

– Nos has convocado aquí -añadió Tahira-. ¿Puedes decirnos para qué, por favor, cuando el asunto está tan claro?

Shahid procuró hablar con cuidado, como traduciendo de una lengua extranjera, pero las palabras le salieron desordenadamente y le sorprendió el sonido de su propia voz.

– El… hmm… libro -empezó a decir.

– Ese libro -le ayudó Chad.

– Exacto -confirmó Sadiq.

– Y la narrativa. ¡Ésa es la cuestión! Por qué la necesitamos. Si es que la necesitamos. Lo que puede decirse. Y… lo que no puede decirse. Lo que no debe decirse. Lo que es tabú, lo que está prohibido y por qué. Lo que se censura. Cómo nos beneficia la censura a los que estamos exiliados aquí. De qué manera nos protege, si es que nos protege. Eso…, esa clase de cosas.

– Muy bien -dijo Riaz-. Eso nos mantendrá despiertos… durante un rato.

De pronto lanzó al grupo una mirada severa para suprimir cualquier frivolidad que pudiera haber suscitado. Dominada la situación, empezó a hablar con su estilo preferido, lanzando una idea al mar de rostros vueltos hacia él para luego dirigirla con el viento de sus palabras. Shahid sintió alivio: Riaz no le había juzgado, sólo se había limitado -hasta el momento- a utilizarlo como excusa.

– Mirad, toda ficción es, por su propia naturaleza, una mentira, una perversión de la verdad. ¿No se emplea la frase «eso son cuentos» cuando los niños dicen mentiras? Hay narraciones inofensivas, falsas, desde luego, que nos hacen reír. Son para pasar el tiempo cuando no tenemos nada que hacer. Pero hay muchas ficciones que manifiestan un carácter corrompido. Son obra de autores que, por decirlo así, no se saben aguantar la tinta. Los que cuentan esas historias disparatadas se han rebajado para que la élite blanca los acepte y considere «grandes escritores». Les gusta creer que revelan la verdad a las masas: esos imbéciles incultos, medio analfabetos. Pero no saben nada de las masas. Las únicas personas humildes que conocen son sus criados. Y así despiertan, en realidad, la suciedad que hay en nosotros. Resulta fácil. Lo sucio nos atrae. A Hat no, por supuesto.

Hat rio nerviosamente. Todos manifestaron su acuerdo con movimientos de cabeza.

– Y, al igual que lamentamos la falta de respeto en otra persona, no podemos comprender cómo puede considerarse literatura ese espectáculo. ¿Algún comentario? -Todas las miradas convergieron en Shahid. Pretendía ser uno más entre los presentes, pero no logró evitar un tímido rubor en las mejillas-. Al fin y al cabo, ¿para qué fines más altos puede existir esa clase de literatura?

Hubo un silencio. Los componentes del grupo evitaban las miradas; no era que tuviesen miedo a hablar, sino que no tenían nada que decir.

– Para hablarnos de nosotros mismos, sin duda -aventuró Shahid.

– ¡No! -Riaz sacudió la cabeza-. Pero continúa.

– La literatura nos ayuda a reflexionar sobre nuestra propia naturaleza, ¿no?

– Eso no es más que arrogancia y presunción -afirmó Riaz.

– Por favor -empezó a argumentar Shahid-, Por favor…

– Pura arrogancia -manifestó Sadiq, tras decidir que estaba de acuerdo con Riaz.

– En tu calidad de poeta…

Hubo una llamada a la puerta.

– Sí, soy poeta -dijo Riaz, sin prestar atención-. Gracias por recordármelo. Pero te aseguro que no se nos informa de nosotros mismos, de la gente en general, sino de la mentalidad del autor. De eso se trata. De un hombre.

– Una imaginación libre abarca muchas naturalezas -argüyó Shahid-. Una imaginación libre, al mirar dentro de sí misma, ¿ilumina las demás.

– Estamos discutiendo de la imaginación libre y desenfrenada de hombres que viven al margen del pueblo -replicó Riaz-. Y esas naturalezas corruptas e irreverentes, que se revuelcan en sus propias excreciones, deben estar enjauladas como carnívoros peligrosos. ¿Queremos tener más leones y violadores salvajes sueltos por la calle? Al fin y al cabo, si un individuo se presenta en tu casa y dice que tu madre y tus hermanas son unas putas, ¿no lo echarías ni le harías una barbaridad? ¿Una verdadera barbaridad? -Hubo muchas sonrisas-. ¿Y no es eso lo que hacen esos libros?

– Esos libros nos inquietan-dijo Shahid.

– ¡Sí!

– Nos hacen pensar.

– ¿Qué falta hace pensar?

– ¿Cómo?

– ¿Debemos preferir ese capricho al satisfactorio y profundo consuelo de la religión? Y si no podemos tomar en serio las creencias de millones de personas, entonces ¿qué? ¡No creemos en nada! Somos animales que viven en la letrina, no seres humanos en una sociedad liberal.

Como de costumbre, Riaz pronunció la palabra «liberal» como si fuera el nombre de un asesino. Paseó la mirada por el grupo.

Volvieron a llamar a la puerta, sólo que más fuerte.

Chad miró fijamente a Shahid, que abrió la boca y sacudió la cabeza, resuelto a no decir nada, temeroso del lío en que podría meterle la discusión.

– Hasta tu gran Tolstói denunció el arte, ¿no es así? -inquirió Riaz-. Quizá me consideres un hipócrita, pero tengo el libro en alguna parte. ¿Quieres buscarlo, Chad? -Chad asintió-. Pero antes mira a ver quién llama.

– Debe ser para Shahid -murmuró Hat.

Chad salió al pasillo, cerrando la puerta.

– Para mí -prosiguió Riaz-, las verdades sobre la importancia de la fe y la preocupación por los demás son más profundas que los desvarios de la imaginación de un hombre.

– Pero la imaginación también es importante, ¿no? -insistió Shahid, consciente de que el entusiasmo de su voz le separaba de sus compañeros.

– Hasta cierto punto y nada más. ¿Hay alguna sociedad que conceda una libertad sin límites a algún individuo? De todos modos, debemos seguir adelante. Tenemos que discutir las medidas que tomaremos contra ese libro.

– ¿Qué clase de medidas? -quiso saber Shahid.

– He dicho que eso es lo que tenemos que ver.

Tahira, sentada junto a Shahid, le dijo al oído:

– Parece que no logras entenderlo. Dime si es simple confusión, por favor, o si se trata de otra cosa.

– Las dos cosas, creo.

En la habitación había silencio, pero en el pasillo se oía la voz de Chad, que discutía con una mujer.

– ¿Hay más preguntas? -dijo Riaz.

– Sí -contestó Tahira-. ¿Qué vamos a hacer?

La puerta se abrió de golpe. En el umbral apareció Zulma, con un vestido amarillo de Chanel y un chal negro. Chad, a su espalda, extendió las manos en un gesto de frustración. Zulma dio tres zancadas, firmes pero indolentes, hacia el centro del cuarto. Los presentes se apartaron con urgencia para evitar que sus tacones les atravesaran las manos.

Se sucedió una batalla entre su perfume y el olor de la habitación.

Zulma examinó los rostros con una mezcla de cortesía y sarcasmo hasta localizar al objeto de su visita, acurrucado en el rincón con las manos sobre la cara.

– Vamos. -¿Iba a llevárselo de la oreja?-. Ven conmigo, cariño.

Él se incorporó sobre los talones.

– ¿Ahora mismo?

– ¡Pues claro!

– Estamos en una reunión, Zulma.

– ¿De qué? ¿Quién está a cargo de esto? -Sus ojos se posaron en Riaz-. ¡Se trata de un asunto familiar muy urgente, profesor!

Riaz hizo un gesto de indiferencia; no malgastaría palabras con alguien como ella, pero Chad soltó una risita sofocada cuando Shahid se puso en pie. Zulma lo condujo a la puerta, lanzando a Chad una furiosa mirada al salir.

Shahid bajó corriendo las escaleras tras ella, inesperadamente aliviado por la súbita libertad.

– ¿Qué hacíais ahí dentro, celebrando una reunión política?

– Sobre la fatwa, casualmente.

– Ay, Dios. ¿Y son todos estudiantes?

– Sí, Zulma.

– ¿Y van a manifestarse en su favor?

– No. Creo que en su favor, no.

– Pero ¿no has dicho que eran estudiantes?

– ¿Y qué? Pues claro que son estudiantes, Zulma. ¿Qué crees que son, joder, jefes de empresa?

– Santo cielo, ¿es que asistes a clases de tacos? -Le lanzó una mirada inquisitiva-. Nunca te he visto tan enfadado. Hacías chistes tontos, eras muy tímido para todo, apenas capaz de abrir tu grosera boca. También tenías un extraño tic. ¿Ya has superado todo eso?

El coche estaba medio subido en la acera. Zulma le metió prácticamente de un empujón en el asiento para impedirle la fuga. Cerró los muslos. Se subió la falda para liberar las piernas y, agitando la mano por la ventanilla, bajaron de la acera introduciéndose en el tráfico.

– ¿Son así los universitarios de ahora?

– Algunos.

– Se supone que los estudiantes son muy inteligentes, ¿no?

– ¿A qué te refieres, Zulma?

– ¡No me levantes la voz! -Tintinearon sus joyas de oro-. Te estoy explicando que la religión está destinada a las masas, no a los tipos inteligentes. A los campesinos y gente así les viene bien la superstición, de otro modo vivirían como animales. Tú, que vives en un país civilizado, no lo entiendes, pero esos papanatas necesitan normas estrictas, si no seguirían creyendo que la tierra se apoya en tres peces. -Dio un puñetazo en el volante. Shahid observó el anillo de boda con un diamante que Chili le había regalado-. Pero esos intelectuales deben saber que son un montón de patrañas.

– Son creyentes, Zulma.

– ¿Y quieren asesinarlo y todo eso?

– Sí -admitió él, con abatimiento.

– Esos chalados están cada vez peor. Y parece que la locura es general. Todo el mundo me llama para preguntarme por este barullo, como si yo fuese el autor de la novela. Las cosas están llegando a tal extremo, cariño, que no voy a tener más remedio que leer ese libro.

Zulma compraba revistas como Elle, Hello!, Harpers y Queen, pues prefería literatura instructiva en papel brillante, con fotografías, a la narración puramente imaginativa en papel mate.

– Como si no tuviera la cabeza a punto de reventar con los problemas que me da tu familia entera, muchísimas gracias.

El piso de Zulma estaba detrás de Lowndes Square, en un suntuoso edificio antiguo.

– Pero ¿por qué estás con esa gente? -le preguntó, mirándolo con preocupación al salir del coche-. No te habrás metido en una organización religiosa, ¿verdad, Shahid?

– Por favor, Zulma, déjame un momento en paz. Necesito pensar.

– Claro que tendrás que meditar, no cabe duda, después de esta conversación, así que esperaré un poco.

El portero uniformado que sacaba brillo a la puerta del ascensor, dejó el trapo, se puso la gorra y echó el cierre metálico. Mientras subían en la estrecha caja enrejada, semejante a un ataúd invertido, ella bajó la voz y le dijo en un murmullo:

– A ti no te van las oraciones, ¿verdad?

– ¿A qué te refieres?

– Dime la verdad o te doy un guantazo.

– A mí no puedes tratarme así, Zulma.

– No, supongo que no, pero me dan ganas de darte una torta.

Shahid tenía curiosidad por ver si era capaz de cumplir la amenaza.

– He ido a la mezquita -confesó-. Y no me avergüenzo. ¿Debería avergonzarme?

Ella fingió que le fallaban las piernas.

– ¡Pero si te han dado una educación como es debido!

Shahid salió del ascensor después de ella y, mientras avanzaban por el mullido y silencioso pasillo curvo, se preguntó si sería entonces cuando iba a darle la bofetada.

– Ni te cuento los problemas que Benazir ha tenido con esos locos intrigantes. Es una chica muy buena, y ha sufrido mucho.

– Haga lo que haga, Zulma, al menos no soy como tu marido.

Ella soltó una carcajada, aunque su cálido arrebato fue inmediatamente absorbido por las paredes del silencioso y formal edificio.

– Mi marido. La próxima vez haré que me organicen un matrimonio de conveniencia. No es mala idea, ¿eh? ¿Qué son estos matrimonios liberales sino malos modales por el día y malos olores por la noche? ¡Esto ya ha ido demasiado lejos!

Shahid no quería hablar con Zulma de eso, ni de ninguna otra cosa. Recordó que Deedee le había dicho: nunca hagas nada que no quieras hacer, jamás. Si te apetece separarte de Zulma, cruzar la calle y salir corriendo, hazlo; ahora mismo.

El cavernoso piso de Zulma parecía la suite de un hotel. Contenía pocos adornos personales: había una alfombra persa sobre la moqueta color marfil; un cubo lleno de lirios en el suelo; lámparas de ónix y una mesa de mármol; tres objetos exóticos robados de monumentos no protegidos de Pakistán. Al ver a la señorita, el aya de la sobrina de Shahid recogió unos juguetes y los sacó de la habitación.

Shahid jugó con la pequeña Safire, que tenía los ojos color café de Chili. A Shahid siempre le gustaba llevar caramelos en diversos bolsillos para que ella se le subiera por todos lados, buscándolos. Pero hoy no tenía ninguno y, tras buscar afanosamente, la niña no encontró nada. Mientras jugaban, Shahid oyó que Zulma hablaba en la cocina con un hombre de acento aristocrático.

– ¿Quién es ése, Safire? -musitó Shahid.

Ella dijo que se llamaba Charles. Shahid vislumbró brevemente a un individuo rechoncho con un traje caro.

– ¿Huele a coles de Bruselas demasiado hervidas? -preguntó a la niña.

Safire se reía entre dientes cuando Zulma apareció con una copa y una botella de vino.

– Ya sabes que no suelo beber antes de comer. Pero siempre que veo a esos fanáticos me apetece muchísimo un vaso de Sauternes bien frío. Influencia de tu papá, tal vez. -Se sirvió, alzó la copa y, utilizando la jerga aún de moda en Karachi, añadió-: Bueno, chin-chin.

Shahid se levantó y se dirigió a la puerta.

– La heroína es ilegal en Gran Bretaña. ¿Por qué no tomamos también un poquito?

– Vamos, Shahid, nunca hemos sido los mejores amigos del mundo, pero me sienta muy mal que vayas por ese camino.

– Escúchame, Zulma, yo…

– ¡Siéntate y calla! Déjame contarte lo que me ocurrió hace poco en una fiesta en Karachi. Estaba yo diciendo a una cabeza hueca, buena amiga mía desde hace años: «Todas esas tonterías sobre Dios me molestan mucho cuando nos hacen falta viviendas, hospitales y educación.» ¿Adivinas qué pasó?

– No.

– ¡Te lo puedes creer, señor Cara Mohína, la zorra me dio una bofetada, zas! -Se dio una palmada-. Y me echó de su casa. Se me helaron las tripas. Pronto nos matarán a todos, por pensar. ¿Has dejado de pensar, Shahid?

– No.

– ¿Estás seguro? -Zulma dejó la copa y, antes de dirigirse de nuevo a Shahid, dijo a su hija-: Safire, vete con Charles un momento. Sé buena. Es un tipo decente, este Charles Jump. Claro que, como la mayoría de los hombres, no es muy inteligente, y tiene una extraña actitud hacia las mujeres. Pero es un lord. ¿O conde? He dicho conde, con una «o». [4] Tiene una mansión impresionante en Wiltshire. Los autocares paran enfrente y los turistas se asoman para verle desayunar. -Se inclinó hacia Shahid y se dio una palmada en la rodilla-. Te he traído aquí para que me ayudes. Contesta sinceramente: ¿sabes dónde está Chili? -Él negó con la cabeza-. ¿Lo juras por lo más sagrado?

– Sí.

– Bueno, entonces está en paradero desconocido. Me importa un pito, cariño. ¿Quién quiere volver a ver a ese haragán? Nos vamos a divorciar. Esto es entre él y yo. Es un hijo de… Peor aún, está cubriendo de vergüenza a tu respetable familia y destrozando la reputación que tu papá se había creado. Ya sabes cómo habla la gente en Karachi.

– Eso es lo único que esos vagos desgraciados saben hacer…, cuando no están explotando a sus obreros y sacando el dinero fuera del país.

– Gracias por la idea. Pero ¿no entiendes que Bibi no puede llevar sola el negocio? ¿Cómo puede pedirse eso a una anciana?

– No. Ya lo sé.

– Lo que tienes que hacer es volver a casa y ayudarla, a ella y al negocio. Si ese bala perdida se ha vuelto loco, entonces tú tendrás que hacerte cargo de la familia. -Se rio ante la idea-. De ahora en adelante dirigirás el negocio que crearon tus padres, si quieres que sobreviva. ¿Quién lo va a hacer, si no, aparte de ti?

A Shahid no se le había ocurrido que pudiese pasar aquello. Le estaban arrebatando la libertad que había venido a buscar a Londres. Volvían a arrastrarlo a una personalidad y a una vida anterior de la que se había desprendido con alivio.

– Sí -insistió ella-. Será mejor que te hagas cargo.

¿Qué pasaría con Deedee si él se convertía en director de una agencia de viajes en Kent? ¿Cuántas veces se verían? Peor aún, ¿qué pensaría de él? ¿Cómo se consideraría a sí mismo?

– Pero tengo que terminar el curso -protestó débilmente.

Safire jugaba con sus muñecas al fondo de la habitación. Charles Jump se sentó en el brazo del sofá, al lado de Zulma, mirando a Shahid con una mezcla de lástima y desaprobación.

– No olvides quién te paga los estudios. Tu madre y tu familia. Te recuerdo que ahora tienes otras responsabilidades.

– Qué responsabilidades tan serias, por Dios -terció Jump.

Shahid se negó a advertir su presencia.

– Papá quería que estudiase. Los estúpidos le irritaban. Le gustaba la gente con empuje, decisión e inteligencia.

– Entonces, ¿por qué pierdes el tiempo con esos fanáticos religiosos? -inquirió Zulma.

– Hemos hecho averiguaciones -informó Jump.

– ¿Ah, sí?

– ¿No es cierto que te has unido a los mahometanos militantes? -prosiguió Jump. Shahid miró a Zulma, que hizo una mueca-. Porque te advierto que entran en Francia por Marsella, y en Italia por el sur. Pronto se esparcirán por las debilitadas zonas comunistas, en el corazón de la civilizada Europa, con frecuencia haciéndose pasar por vendedores de joyas mientras nos acusan de prejuicios e intolerancia.

– ¿Cómo dice?

– No pueden darse diez pasos sin encontrar una mezquita. Ahí es donde se fomentan los tumultos.

– ¿Qué tumultos?

– No te hagas el tonto.

– ¿Qué?

– Nos degollaréis mientras dormimos, a todos los infieles. O nos convertiréis. Pronto prohibiréis los libros y… y… la panceta. ¿No es eso lo que queréis?

Zulma miró a Shahid enarcando las perfiladas cejas.

– Ojalá fuese tan divertido.

– Esa invasión de terroristas debe erradicarse de la sociedad como una peste, ¿no te parece? -Jump pareció perder un momento la seguridad-. ¿No dijiste el otro día en San Lorenzo que ésa era la única forma, Zulma?

Shahid apeló a Zulma.

– ¿Me has traído aquí para escuchar a este capullo pretencioso?

– Vale, basta ya. -Les hizo callar a los dos-. Volvamos al tema, Shahid. A menos que tu hermano recobre la sensatez, me temo que vas a tener que hacerte cargo de todo. No podéis abandonar el negocio que vuestra familia ha tardado años en poner en pie. Eso lo tienes claro, ¿no?

– Y tú ¿qué? Aseguraste que entendías el negocio.

– Tampoco es difícil de llevar -bufó ella-. Pero por primera vez voy a pensar en mí misma. Me marcho a Karachi. Y por supuesto me llevo a mi Safire conmigo.

Shahid quería a Safire; la idea de no volver a verla en mucho tiempo le inquietó.

– Cuando veas a Chili -prosiguió ella-, harás el favor de decirle que está haciendo sufrir mucho a tu madre y que tú ocuparás su puesto. Debes saber que está angustiada.

– Angustiada -repitió Jump.

– Ve a llamar por teléfono -le ordenó Zulma.

– Sí, cariño. ¿A quién?

– A tu contable.

Jump se marchó.

– ¿Has visto cómo obedece Jump? -rio ella.

Shahid se levantó.

– ¿Qué disparates le has estado contando?

– No te enfades.

– ¡Por Dios, Zulma!

– ¿Qué culpa tengo yo de lo que la gente crea, Shahid? Nos ven en la televisión comportándonos como payasos y creen que estamos chiflados. Por otro lado, nuestros compatriotas vienen a este país y adquieren costumbres occidentales. Se olvidan de que tienen familia. Y la familia se rompe. Entonces nos volvemos como todos los de aquí.

– Tengo que irme.

– ¿Adónde?

– Gracias por ser franca conmigo.

Se dirigió a la puerta y la abrió. Era fácil.

– Ven aquí -le llamó ella-. Tenemos que arreglar otras cosas.

– Y yo también, Zulma.

– ¿Qué?

– Mi vida.

– ¡No te puedes marchar así, Shahid!

Dio un portazo con todas sus fuerzas.

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