22

Chili y Strapper querían marcharse. Estaban junto a la puerta, impacientes, repartiéndose la hierba de Deedee. Strapper examinaba el suelo, el techo y las paredes con insólito interés; evitaba la mirada de Shahid. Shahid se disponía a increparle, pero Chili sacudió la cabeza.

– Tu espera fuera -dijo Shahid.

Strapper se alegró de salir de la casa. Shahid abrazó a su hermano; Chili lo apretó contra sí y le dio un beso.

– Gracias, por salvarme los cojones.

– ¿Te causé impresión? Emocionante aparición por la escalera, ¿eh? Sólo que ¿quién me creerá? Tendríamos que haberlo filmado en vídeo.

– Lo de la navaja fue estupendo.

– ¿Verdad? Pero tenía que haberle rajado la nariz o grabado en ella mis iniciales para que se acordara de mí, había sitio de sobra. ¿Estás bien ya?

– Me duele todo el cuerpo.

– Y te dolerá.

– ¿Vas a algún sitio? -quiso saber Shahid.

Chili asintió.

– ¿Con Strapper?

– Sí.

– ¿Después de lo que ha hecho?

– Sólo esta noche. -Chili se encogió de hombros-. ¿Hablarás con mamá de mi parte?

– ¿De qué?

– Dile que estoy bien. Que voy mejor. Ya sabes lo que hay que hacer.

– Lo haré.

– Dame la mano, hermano.


Todos se habían marchado. Shahid y Deedee estaban al fin solos. Se les había ido el apetito y, en silencio, se pusieron a desembalar y recoger libros para colocarlos de nuevo en los estantes. Arreglaron el cuarto, quitaron el polvo y pasaron la aspiradora. Tardaron un par de horas en devolverle una apariencia de orden, pero el esfuerzo tuvo efectos terapéuticos. Con miradas y sonrisas de ánimo, se tranquilizaban mutuamente.

Antes de que acabasen, Shahid fue a la cocina a buscar una botella de agua. Detrás del ventanal de la pila vio a Hat, que golpeaba en el cristal con una moneda. Shahid pensó en llamar a Deedee, pero ya estaba bastante angustiada. Mientras limpiaban, cerraba los ojos al incorporarse para volverlos a abrir de pronto y mirar aterrorizada alrededor.

Shahid sacó un largo cuchillo del cajón de la cocina. Se encaramó al escurridero y abrió un poco la ventana. Hat empezó a brincar, tratando de hacerse oír por la abertura.

– ¿Me escucharás si te digo algo?

– ¿Para qué?

– Por favor, Shahid.

Shahid fue a cerrar la puerta de la cocina para que Deedee no lo oyese.

– ¿Por qué habría de confiar en ti? -inquirió Shahid.

– Porque lo siento. Intento decirte que lamento lo que ha pasado.

– Sí, claro. Shahid hizo ademán de cerrar la ventana.

– ¡Que sí, sí! -gritó Hat-. ¡Con que sólo me escucharas! ¡No hay nadie más…, estoy solo!

Shahid no quería renegar completamente de Hat. Abrió la ventana un poco más, pero amenazándolo con el cuchillo.

– Alá es clemente y misericordioso, y yo sólo quiero mostrar amor y consideración a los demás -declaró Hat-. Me avergüenzo de lo que han hecho.

– ¿Por qué?

– Hayas hecho lo que hayas hecho, no me corresponde a mí juzgar al prójimo. Sólo Dios puede hacerlo. Cometí un error al tomar esa actitud, como si yo nunca hubiera hecho nada malo. Confío en que no te apartes de Dios.

– A decir verdad, Hat…

– ¿Sí?

– Estoy harto de que me den órdenes por todos lados, ya sea Riaz, Chad o Dios en persona. No quiero que me impongan limitaciones cuando tengo que aprender, leer y descubrirlo todo. En cuanto a ti…

– ¿Qué hay de mí?

– Tus estudios de contabilidad. Si no apruebas, lo lamentarás. -Shahid se daba cuenta de cómo escuchaba Hat en la oscuridad-. Sin duda, hermano, en la vida hay algo más que tragarse un libro antiguo, ¿no? Lo que hacen los hombres y las mujeres, lo que llevan a cabo, es más interesante que lo que tenga que hacer Dios, ¿no te parece?

– No estoy de acuerdo. Pero entiendo tu punto de vista. He dicho lo que tenía que decir.

Hat se dejó caer al suelo y se alejó trastabillando entre los arbustos.

– ¿Adónde vas? -le preguntó Shahid.

– Al paraíso.

– ¿Esta noche?

– Hay otro asunto que atender.

– ¿Qué asunto?

Hat se detuvo en el jardín y se encogió de hombros.

– Quiero darte una cosa. ¿Esperas ahí?

Fue por la berenjena, que tenía en el bolsillo del abrigo, le explicó cómo había llegado a sus manos y, envolviéndola en un trozo de periódico, la dejó caer por la ventana a las manos de Hat.

– ¿Puedo ir al restaurante? ¿A charlar? -preguntó Shahid-. ¿Te parece bien?

– Cuando quieras. Y perdóname, por favor -le pidió Hat, ya en la calle-. ¡Perdónanos a todos y que Dios tenga misericordia!

– ¡Sí, sí! -gritó Shahid, mirándolo hasta que desapareció.


Shahid y Deedee se sentaron a comer pasta. Bebieron dos botellas de vino y decidieron irse a la cama. Shahid se sentía aliviado y victorioso; con todo, había superado la prueba y nunca había aprendido tanto. Pero Deedee parecía intranquila, no podía estarse quieta. Dijo que se notaba alterada físicamente, no mentalmente; dormir le resultaría imposible. Después de ver la tele durante un rato, Shahid le sugirió que diesen un paseo para ver si descargaba la energía nerviosa. En la calle quizá pudieran hablar un poco.

Era tarde. Iban embozados para protegerse del gélido viento, aferrados el uno al otro como una pareja de ancianos inválidos. Tenían intención de ir al parque y pasear por una arboleda, pero al llegar oyeron sirenas. A lo lejos una ambulancia parecía patinar de un lado a otro de la calle, cruzando como un relámpago los semáforos en rojo. Luego pasaron camiones de bomberos y coches patrulla. Una nube de humo ascendía en el aire.

Rodearon el parque, buscando un sitio por donde pasar. Pero cuando la gente empezó a salir de las casas y andar por la calle, se ciñeron bien abrigos y bufandas y, llenos de un sombrío presentimiento, avanzaron hacia la pesadilla.

Había un cordón policial. Luego, tres camiones del servicio contra incendios. Los bomberos echaban agua a un escaparate destruido. Era una librería a la que habían ido últimamente. Se habían presentado algunos empleados, que discutieron con la policía pero no se les permitió el paso. Shahid oyó decir a un agente que el departamento forense ya había empezado a inspeccionar los escombros. Todo debía dejarse como estaba.

Deedee, abrazándose y temblando, preguntó aun hombre de edad si sabía lo que había ocurrido. Había sido un cóctel molotov, según dijo. Suponía que era obra de unos fanáticos. Al fin y al cabo, no intentaron robar -¿qué haría alguien con un cargamento de libros?-, sino destruir la librería.

– He oído unos gritos espantosos -dijo el hombre.

– ¿Cómo es posible? -preguntó Shahid-. ¿Es que había alguien en la librería?

El hombre sacudió la cabeza.

– Soplaba un viento fuerte. Arrojaron el primer cóctel molotov, que rompió el escaparate. El segundo le estalló en la cara al que lo tiraba. Los demás trataron de apagar las llamas, pero el muchacho tenía la cara y las manos ardiendo. Nadie pudo hacer nada. Cuando llegó la policía, salieron corriendo. Pero el chico no durará mucho, creo yo, con esas heridas.

Deedee se tapó la boca y la nariz con la bufanda, de modo que sólo se le veían los ojos. Se quedaron allí un poco más. Pero ya no había nada que ver.

Se marcharían.

Shahid se despertó antes de lo convenido. Afuera estaba oscuro. Se decidió a abandonar la cama caliente y se vistió aprisa. Era como si se estuviera perdiendo algo importante. Esa mañana quería hacer muchas cosas.

En la cocina preparó café y pensó en sentarse a la mesa hasta que hubiera luz en el jardín. Pero al cabo de unos minutos volvió a la habitación de Deedee y encendió el flexo, colocando la taza en el escritorio. Si la molestaba, ella siempre podría decirle que se fuera a otra parte. Entre ejercicios sin corregir, cartas y recortes de periódico encontró una estilográfica con un plumín decente y se puso a escribir con entusiasmo y concentración. Tenía que extraer algún sentido de sus recientes experiencias; quería saber y comprender. ¿Cómo podía uno ceñirse a un solo credo o sistema de pensamiento? ¿Cómo podía sentirse la necesidad de hacerlo? No existía una personalidad fija; sin duda había varias personalidades que se fundían y transformaban diariamente, ¿no? Tenía que haber innumerables modos de estar en el mundo. El se dispersaría, en el trabajo y el amor, por donde le llevara la curiosidad.

Deedee se despertó y le gustó verlo allí. Mientras se lavaba el pelo y se vestía, Shahid fue al supermercado. Desayunaron arenques ahumados con champiñones y tomates a la plancha.

La ayudó a hacer el equipaje para el fin de semana. Cogieron libros de las estanterías y echaron cintas en una bolsa, discutiendo sobre lo que debían llevar. Cuando por fin se marcharon, ella llevaba un abrigo hasta los tobillos de color rojo y cuello de terciopelo negro sobre una minifalda negra y un gorro redondo de cuadros escoceses. En la esquina compraron tres periódicos, dos serios y uno sensacionalista, y tomaron un taxi hasta la residencia de Shahid porque no hacía día para esperar al autobús.

Subieron por la escalera con aprensión, pero no había señales de Riaz ni de los demás. Shahid se cambió y metió en la maleta alguna ropa, cuadernos y libros. No se sentía seguro en la habitación, tenía que marcharse, pero no quería pensar en eso ahora. Al salir aplicaron la oreja a la puerta de Riaz. No se oía nada.

Cogieron el metro hasta Victoria y compraron los billetes. El tren estaba esperando y se sentaron junto a la ventanilla, uno frente a otro. Pronto pasaron por el puente, con la central eléctrica a un lado y Battersea Park, con su dorada pagoda de la paz, al otro. Shahid hojeó los periódicos. Dos de ellos informaban tanto de la quema del libro como del atentado contra la librería, en el que Chad resultó gravemente herido. Después no le apeteció seguir leyendo; dejó la prensa y permanecieron mirándose el uno al otro.

Shahid ignoraba lo que sería de ellos; pero él seguiría con Deedee. Tomaría lo que ella le daba; él ofrecería lo que pudiese. Nunca había confiado en nadie hasta ahora.

Pasarían el fin de semana en una pensión barata de un pueblo de la costa, paseando por la playa húmeda, tumbándose en las hamacas del muelle, bien abrigados, como jubilados, devorando emparedados de ensalada de cangrejo, ostras y pirulíes, refugiándose de la lluvia en los pubs; o malgastando el dinero en salones recreativos. No se perderían ni un museo de cera Victoriano. Pasarían la tarde en la cama, se levantarían para tomar una copa a las cinco y luego otra a las cinco y media. Discutirían todo una y otra vez hasta hartarse.

El lunes tomarían el tren para visitar a la madre de Shahid. Llevaría a Deedee en el coche de su madre a los sitios en donde había crecido. Tendría que explicar que Chili tenía graves problemas y que durante un tiempo no podían contar con él para el negocio, pero que había posibilidades de que volviera. El lunes por la noche estarían de vuelta en Londres.

Era más que suficiente; en realidad podía haber dado gritos de alegría, sobre todo cuando ella le anunció que tenía entradas para el concierto de Prince el lunes. Después irían a una fiesta privada en un almacén de King's Cross; se lo había conseguido alguien de la compañía discográfica.

Deedee sacó de la bolsa dos vasos y una botella de vino. La abrió, sirvió, y chocaron los vasos. Ella apuró el suyo de un trago y volvió a llenarlo; él bebió del mismo modo y siguió su ejemplo.

Shahid miró por la ventanilla; afuera, el aire parecía más claro. Dentro de poco caminarían hacia el mar. Había un sitio adónde le apetecía que fueran a comer. Él no tenía que pensar en nada. Se miraron el uno al otro, como diciendo: ¿qué nueva aventura es ésta?

– Hasta que deje de ser divertido -dijo ella.

– Hasta entonces -convino él.

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