Tenía que avisarla, pero ¿dónde estaba? Volvió corriendo a la Facultad, pero nadie sabía nada de ella. Cogió el metro y corrió hasta su casa, donde uno de los inquilinos le informó de que a esas horas normalmente ya estaba de vuelta. Pero hoy no había señales de ella. Shahid garabateó una nota, donde le decía que se pusiera inmediatamente en contacto con él, y la dejó en la mesa del vestíbulo.
Shahid caminó largo rato hasta sentirse agotado y comprobar que se había perdido. Por fin encontró un teléfono y llamó a Deedee varias veces, pensando que ya habría vuelto. Tenía conectado el contestador. El miedo le atenazaba el pecho; se movía con dificultad. Su organismo sabía que había hecho algo irreversible.
Tomó un autobús y acabó en el Morlock, donde se sentó con un vaso de cerveza, tan perdido ahora como cualquiera de los que andaban por allí. Pero seguía creyendo que Riaz era compasivo y que le escucharía, que el hermano comprendía y aceptaba los sentimientos. Si pudiera hablar con él, la situación de Deedee y la suya propia podría resolverse. Pero Chad no debía estar presente, porque le impediría quedarse a solas con Riaz. ¿Qué hacer?
Meditó una y otra vez todos los aspectos de la cuestión antes de tomarse otras dos cervezas. Luego salió del pub, se le había ocurrido una idea.
Los tubos fluorescentes emitían un zumbido. Hat pareció sobresaltarse. Era como si el rostro de Shahid le causara tanta tristeza que no quisiera reconocerlo. Pero algo se agitaba en su interior, como si pensara en lo que debía hacer. Shahid no dejaba de sonreír y saludarle con la cabeza, aunque le resultaba difícil, pues Hat se dedicaba a servir a los clientes como si él no existiera.
Al final, Shahid se quedó solo en el restaurante. Hat limpiaba con un paño el mostrador de cristal.
– No te acerques a mí.
– Tengo que preguntarte algo.
– ¿Por qué?
– Por favor, Hat.
– ¿Qué quieres?
– Hat. Somos amigos, Hat.
Hat pareció ablandarse. Llamó a su hermano pequeño, que estaba en la trastienda, y lo hizo quedarse detrás del mostrador. Pero entonces se dirigió a las escaleras del fondo, que llevaban al piso. Shahid se quedó sin saber qué hacer, mirando el reloj del microondas. Estaba a punto de irse, creyendo que Hat sólo quería librarse de él, cuando volvió a aparecer. Nunca le había visto así, con aire receloso y asustadizo.
– Ya sabes lo que has hecho -dijo Hat, cuando se sentaron a una mesa uno frente al otro.
– ¿Qué he hecho?
– ¿Para qué empeorar las cosas, mintiendo?
– Tienes que decírmelo, Hat.
Hat le miró como si le estuviera gastando una broma pesada.
– He hecho una copia de los poemas de Riaz en mi impresora.
– ¿Ya?
– Sí.
– Entiendo. -Shahid asintió con la cabeza-. Lo comprendo.
– ¡No podíamos creerlo!
– ¡No había acabado lo que estaba haciendo!
– ¿Acabado?
– Los poemas en prosa…
Hat se rio sin alegría.
– ¿Cómo crees que se sintió el hermano Riaz, tan orgulloso como estaba, deseando que sus poesías salieran impresas y en limpio para disponer del texto y enseñarlas a sus amigos? Sé que esperaba ganar algún dinero con ellas.
– No he tocado para nada el manuscrito original.
– Nunca le había visto tan emocionado. Después ocultó bien sus sentimientos. Es una persona digna. Pero estaba deshecho. Todos lo estábamos.
Shahid recordó haber leído:
La arena barrida por el viento habla de adulterio en el país sin Dios,
donde reinan Lucifer y los imperialistas,
las muchachas sin velo huelen a Occidente y envidian a las impúdicas.
Había empezado de buena fe a copiar la obra de Riaz, pero había encontrado palabras, luego frases y versos, que se resistía a transcribir. En cuanto dejó de hacerlo, el entusiasmo lo había arrebatado. Había estado pasándolo bien con Deedee; parecía lógico expresar el misterio de aquella maravilla.
– Era un homenaje -explicó Shahid.
– ¿A qué, yaar?
– A la pasión.
Hat pareció a punto de estrangular a Shahid.
– A mí se me pueden ocurrir obscenidades, pero esas cosas… Eres una rata de alcantarilla.
– ¿Tú no tienes fantasías sexuales?
A Hat casi se le salieron los ojos de las órbitas.
– Todo el mundo sabe que me gusta mirar y eso. Pero no me pongo a escribir cosas de chicas que cruzan las piernas…
– Y del olor de su pelo, de la piel de las corvas…
– ¡Sí! Los aromas de su cuerpo y esas historias; todos oliéndose…, ya sabes, el como se llame.
– ¿Es que Dios no nos ha dado el «como se llame»?
– ¡Yo no lo pondría por escrito! No lo mezclaría con palabras religiosas, ¿entiendes?
– Lo has leído, entonces.
– ¿El qué?
– Hat, aparte de los comentarios negativos que has hecho, ¿te ha gustado algo de lo que he escrito? ¿Te ha gustado, Hat?
Por un momento Shahid pensó que Hat iba a ceder y que su amistad se reanudaría. Lo que compartían era seguramente más profundo que todo aquello, ¿no? Pero le miraba con perplejidad teñida de cólera. Y no hacía más que volver la cabeza, como si esperase que apareciese alguien para aconsejarle.
– ¡Eres un demonio rabioso! ¡Un agente doble que trabaja para el otro bando!
– Sigo siendo tu amigo, Hat, si eso te vale.
– ¿Por qué nos has deshonrado, entonces? ¿Cómo puedes haber hecho eso al hermano Riaz? ¿Puedo preguntarte qué daño te ha hecho?
Shahid comprendió que era incapaz de explicarlo, se sentía demasiado avergonzado; quería dejar de lamentarse. Hat tenía razón. Habían quemado un libro; pero ¿qué había hecho él? Abusar de la confianza de un amigo sin siquiera ponerse a pensarlo. ¿Cómo podía quejarse ahora?
– Chad ha dicho que el hermano Riaz te salvó la vida una vez. ¿Es cierto?
– Sí.
– ¿Qué?
– Es verdad. Me salvó.
– Te salvó. ¿Por eso te has vuelto contra él?
– Por favor, Hat, créeme. Estaba experimentando, jugando con palabras e ideas.
– Crees que puedes jugar con todo, ¿no es eso? Pues te aseguro que hay cosas que no son divertidas.
– Ésas suelen ser las más graciosas.
– ¿Cómo podría decírtelo? ¿Es que ya no crees en nada?
– ¡No sé! Pero me hace falta algo, Hat. Necesito orden y equilibrio.
– Bien. ¡Pero nuestra religión no admite experimentos, no puede probarse como un traje para ver si a uno le sienta bien!
La aversión de Hat estaba acalorando a Shahid. Sintió deseos de agarrarle de las solapas y decirle: Hat, sigo siendo el mismo, no me he convertido en otra persona desde la primera vez que nos vimos…
Se inclinó hacia adelante.
– Por favor, Hat, ayúdame.
– ¿Cómo?
– Quiero hablar con Riaz a solas. Sólo media hora. Tengo que explicarle todo. ¿Hablarás con él sin que se entere Chad?
Pero Hat no quería ni entenderlo.
– El hermano Chad y todos nosotros confiábamos en ti, menos Tahira, que desde el principio dijo que eras un egoísta y tenías una sonrisa perversa. Y luego Riaz te encomendó sus generosas palabras. ¡Habría sido un privilegio para cualquiera de nosotros! Pero a ti te consideraba especial. -Cuantos más ejemplos citaba, más se agravaba su afrenta hasta el punto de resultarle inconcebible la magnitud de sus crímenes-. ¿Y cómo puedes pensar en molestar al hermano Riaz en estos momentos? Está muy ocupado haciendo planes.
– ¿Planes? ¿Para qué?
– Otros justos castigos.
– ¿Por ejemplo?
– No te lo puedo decir. Pero el libro va a ser condenado por el mismísimo Rugman Rudder. Él, la persona más importante del distrito, dice que es una basura. ¿Cómo puedes discutir eso?
– Entiendo.
– Bien.
– Bueno…
Se pusieron en pie. Shahid extendió la mano para despedirse. Hat retrocedió, mirándolo con ojos desencajados.
– ¿Adónde vas?
– ¿Qué? -preguntó Shahid, confuso-. Será mejor que me vaya. Volveremos a vernos, espero.
– ¡No! ¡Quédate!
– ¿Para qué?
– ¿Quieres comer algo?
– No tengo apetito.
Casi como sin querer, Hat empujó a Shahid. No fue un empujón muy decidido, pero sí repentino, y Shahid, que se disponía a marcharse, dio un traspié y cayó de espaldas contra el frigorífico de las bebidas. El estante de encima, que contenía los encurtidos, se soltó de la pared y los grandes frascos cayeron al suelo, rompiéndose y esparciendo por todas partes su viscoso contenido.
Hat se horrorizó de los efectos de su acción, sobre todo cuando su padre salió corriendo de la trastienda y, sin haber comprendido siquiera la situación, sacudió a Hat un manotazo en la cabeza, resbaló en los encurtidos y – agitando las piernas como si bailara el cancán-, aterrizó con el trasero. Quedó tendido, rebozándose en el puré de mango, aullando maldiciones.
Shahid se levantó, se limpió cuanto pudo las manchas y se dirigió a la puerta. Le dolía en varios sitios, pero no iba a quedarse allí para consolarse. Saldría antes de perder la paciencia y romper algo más.
Alzó la cabeza y vio a Chad, que cruzaba la calle. Quizá supiese que estaba allí, porque se dirigía hacia él. Cuando había subido al piso al comienzo de su conversación, Hat debió de llamarle por teléfono. No parecía venir en plan amistoso.
Shahid salió a toda prisa, siguió calle arriba, cruzó y torció la esquina, apartando con el codo a los transeúntes. Luego se detuvo y miró atrás. En efecto: Chad le estaba persiguiendo. Y aunque voluminoso y de pies grandes, acometía con la ferocidad de un jabalí. Apareció en la calle corriendo, sin mirar, con los puños en alto, la boca resuelta, dispuesto a embestir.
Shahid corría con todas sus fuerzas, pero de vez en cuando bajaba el ritmo y le flaqueaba el paso. Quería hablar con Chad, que parecía desinflarse poco a poco: arrastraba los pies, saltaba sobre una pierna y daba la impresión de querer tumbarse. Pero siempre que Shahid disminuía la marcha, Chad sacaba fuerzas de flaqueza, revivía y continuaba.
Shahid tenía más fuelle que Chad. Lanzándose a fondo lo dejó atrás. Buscó un escape metiéndose en una galería comercial y, a toda marcha, fue pasando Our Price, Habitat, Dixons y el Early Learning Centre. Al fin salió por la parte de atrás. Soltó un ligero grito de alivio al ver que había perdido a Chad. Tambaleándose, se sentó en la acera; el corazón le latía violentamente, la cabeza le daba vueltas.
Esta vez, cuando tocó el timbre de la casa de Deedee, le abrió Brownlow. Shahid le siguió al cuarto de estar y se quedó mirando mientras él quitaba libros de las paredes y los metía en cajas.
– ¿Dónde está Deedee, doctor Brownlow? -preguntó con voz ronca.
Brownlow, lleno de alcohol y agitación, se movía con rapidez, manipulándolo todo a golpes.
Había libros sobre China y la Unión Soviética; guías turísticas de Europa oriental -Deedee le había contado que, durante tres años seguidos, su marido insistió en que pasaran las vacaciones en Albania-; obras de Marcuse, Miliband, Deutscher, Sartre, Benjamin, E. P. Thompson, Norman O. Brown; libros de marxismo e historia, marxismo y libertad, marxismo y democracia, marxismo y cristianismo.
Había discos, y Shahid los miró en cuclillas, aprovechando el momento de calma: Traffic, King Krimson, Nick Drake, Carole King, John Martyn, Iron Stool, Condemned, Police, Eurythmics.
– ¿Dónde está?
– Me voy de aquí para no volver -repuso Brownlow.
– Si lo sabe, dígamelo, por favor.
– Afortunadamente, ya no estoy muy al corriente de las andanzas de mi mujer. Quizá esté proporcionando algunos nombres a la policía.
– Cállese, no sea gilipollas.
Aquello encantó a Brownlow.
– Vaya. ¿Es que no te cuenta cosas?
Shahid abrió una de las cervezas de Brownlow y bebió la mitad de un trago.
– No es eso.
– Menudo lío, de todas formas. Si yo fuera tan atractivo como tú, encontraría algo mejor.
– Pero ¿qué dice?
– Me parece bien que estés con ella, pero esa generación de mujeres espera demasiado de nosotros. ¿Adónde ha llegado el feminismo? Un puñado de mujeres amargadas de clase media que consiguen todo lo que quieren. ¿A qué vienen tantas discusiones y tanta agresividad?
– Doctor Brownlow…
– ¡Cállate! Esas mujeres te hacen bailar a su alrededor como un criado y luego te dejan sin blanca, sin orgullo, sin puñetera cosa, como si tuvieras la culpa de que sean menospreciadas. Un chico como tú, que puede lograr lo que quiera en la vida, debería buscar una rubia joven, tierna, que le diese de mamar…, una serie de novias complacientes. Ah, sí. Eso es lo que haría yo.
Brownlow se relamió los labios.
– Gracias -dijo Shahid-. Muy útil el consejo.
Se dejó caer en una silla. Su respiración era irregular; de los pantalones le subía el olor a chutney de mango. Acabó la lata de cerveza y la tiró al suelo, entre el desorden.
– ¿Quién te persigue? -preguntó Brownlow.
– Dígame primero por qué se lleva los libros.
– Son míos. ¿Por qué no debería llevármelos?
– A lo mejor podríamos hacer una hoguera con ellos para calentarnos, ¿eh?
– No te cachondees de mí.
– Pero ya se le ha acabado el rollo, ¿verdad? Del todo.
– ¿Cómo?
– Que adiós. Le han despedido.
– ¿Cómo lo sabes? De acuerdo, sí. No hace falta ser meteorólogo para saber en qué dirección sopla el viento. [5] Así que tengo mucho tiempo para leer, ¿no? Historia, filosofía, política, literatura. Estoy impaciente.
– ¿Sí?
Shahid se sentía acosado. No podía estarse quieto. Se acercó a la ventana y puso las manos en el cristal. La habitación estaba caldeada, pero sentía soplar el viento por las grietas. Se esforzó por descubrir algún rumor inhabitual proveniente de la ciudad. Temía que Chad y los demás entrasen por el seto con machetes, martillos, cuchillos de trinchar.
– ¿Qué se puede enseñar? -prosiguió Brownlow-. ¿Cómo va a haber algo que enseñar si ya no quedan conocimientos que transmitir?
Shahid cruzó cautelosamente la casa hasta la puerta trasera.
Inspeccionó el jardín antes de atrancar el picaporte con una silla.
– Me iré a vivir a Italia -decía Brownlow-. Aunque sea en una tienda de campaña. Allí saben que sólo se vive una vez y lo aprovechan al máximo.
Shahid se dejó caer en la butaca. Incontrolables temblores le sacudían el cuerpo. Más que cualquier otra cosa, deseaba volver a casa, tumbarse en la cama y pensar en lo que debía hacer. Pero a su habitación, con Riaz al lado, era el último sitio al que podía ir. A menos que cambiaran las cosas, tendría que largarse lo más lejos posible.
Brownlow, con la frente llena de sudor, se afanaba ruidosamente, gruñendo mientras dejaba huecos en los estantes y cargaba cajas hasta la puerta, murmurando entre dientes:
– Éste es mío. No. Es suyo. Me lo llevo de todos modos. No, ése no lo quiero, me trae malos recuerdos… -Empezó a tirar libros al suelo-. No tiene sentido que me lleve éste, ni ése, ni aquél. ¿De qué me servirán todos esos textos inútiles?
La relación de Brownlow con Deedee había concluido. Quizá no volvieran a verse más; o si acaso, apenas se saludarían.
Shahid pensó en lo que Riaz dijo un día en la mezquita: sin una moralidad bien definida, sin un marco donde pudiera florecer -determinado por Dios y establecido en la sociedad-, el amor era imposible. De otro modo, las personas se limitaban a celebrar un contrato mutuo durante cierto tiempo. En ese interludio sin fe, esperaban obtener placer y distracción; incluso confiaban en descubrir algo que les faltara. Y si eso no ocurría, abandonarían al otro y seguirían su camino. Una y otra vez.
¿Qué permanencia o conocimiento profundo podría haber en esas circunstancias? Deedee y él se habían entregado a una apremiante intimidad. Habían salido unas cuantas veces, confesándose y compartiendo las pasiones más desinhibidas que podían suscitarse en dos personas. Pero sin duda sus relaciones sexuales no eran más que un intercambio de técnicas y experiencias. Él hacía esto; ella hacía lo otro. ¿Cuánto se conocían el uno al otro? ¿Qué le impedía a ella elegir otros amantes asiáticos o negros? ¿Por qué no lo hacía? A lo mejor tenía uno diferente cada año y utilizaba a los hombres del modo en que Chili se había servido de las mujeres, despidiéndolos en época de exámenes.
Deedee quizá le abandonase. Él podría dejar de verla. ¿Por qué no? ¿Qué había entre ellos? Tal vez un día, no muy lejano, él estaría haciendo lo que Brownlow ahora, separando sus pertenencias. Y, como él, habría otra persona esperanzada guardando cola.
De todos modos, la idea de Riaz causó ahora a Shahid un estremecimiento de repulsión. ¡Qué personaje tan gris y mojigato; qué mentalidad tan estrecha y limitada, cuánto rencor y amargura!
– ¡Oye! -dijo Brownlow-. Échame una mano, ¿quieres?
Sin saber qué hacer y a la espera de que ocurriese algo, Shahid se puso a ayudar a Brownlow. Pero al disponerse a mover un montón de libros observó una cosa reseca, semejante al interior de la oreja de una vaca, colocada sobre una novela.
– ¡Por Dios! ¿Qué es esto? -preguntó, cogiéndola.
– ¿Qué crees que es?
– Tengo curiosidad por saberlo.
– En realidad es una berenjena rancia -confesó Brownlow-. Sí. Eso es.
– ¿La misma?
– ¿Cómo dices?
– ¿Es una que a Deedee se le olvidó poner en remojo, o es la del milagro?
Brownlow se mostró evasivo.
– Algo así. Bueno, sí. En realidad es… la misma.
– ¿Y qué pinta en su cuarto de estar?
– No ha sido intencionado. ¿Qué haría yo con un milagro?
– Dígamelo usted.
– Teníamos que enseñárselo a los colegas de Rudder.
– ¿No los tenían en sus manos?
– Tú deliras. ¿Has tomado drogas? Adivino quién te las ha dado. No puedes decir que no estás recibiendo una buena formación.
Brownlow sonrió maliciosamente.
Shahid abrió otra cerveza.
– Los cabrones no querían exponerla en el ayuntamiento sin haberla visto antes -prosiguió Brownlow-. Y el matrimonio que la descubrió estaba harto de que la gente le pisoteara la casa. Así que la cogimos y se la pasamos a los concejales. Cuando se les acabaron las sonrisitas, me la guardé en el bolsillo sin pensar.
– ¿Van a exponerla en el ayuntamiento junto al retrato de Mandela?
– No creo.
– ¿Cómo es eso?
– Rudder estaba dispuesto a hacer concesiones. Insistió en que daría su apoyo a la escuela islámica, que sin duda es uno de los proyectos de Riaz, pero se negó a exponer la berenjena. «No es el momento adecuado», repitió. La quema del libro los ha puesto en contra de Riaz: nazis y todo eso.
– ¿Y a usted cómo le ha sentado?
Brownlow empezó a tartamudear. Se llevó la mano a la boca y se inclinó hacia adelante, como si fuese a vomitar. Por fin fue capaz de articular:
– Debo admitir que la q-q-quema se me atascó en la ga-ga-garganta.
– Pero fue incapaz de resistirse a la solidaridad, ¿no?
– Naturalmente. ¿Qué importa si me gustó o no? Le dije a Rudder que Riaz y sus compañeros no son nazis. Y que vuestra causa tiene una extraña legitimidad.
– Ya. ¿Decepcionó a Riaz la negativa de Rudder?
Brownlow se dominó lo bastante para decir:
– D-después de la quema sabía que tendría mucha s-s-suerte si le dejaban siquiera entrar en el despacho de Rudder. Supongo que Rudder no tratará con él durante algún tiempo. Pero dijo una cosa.
– ¿Qué?
– Va a declarar que ese libro es una afrenta y pedirá que lo retiren. Es curioso que el dirigente conservador haya decidido lo mismo. Claro que los dos saben que no se retirará.
– Entonces, ¿por qué lo hacen?
– No seas ingenuo, aquí hay una importante comunidad asiática. Aparte de eso, Riaz es demasiado r-revolucionario para ellos. Para ser franco, al final parecía un poco dolido, como si Inglaterra siempre le tratase con superioridad. Pero no va a darse por vencido. Su obra, o su época, apenas ha comenzado. Ha tenido los obstáculos justos, no demasiados para que resultaran agobiantes pero sí suficientes para distinguirse entre tanto conformismo. Aunque tendrá que aceptar las normas y renunciar a la acción directa. ¿No te lo he dicho? Le han invitado a la televisión.
– ¿A Riaz?
– El productor de un programa de última hora de la noche le ha llamado para preguntarle si quería expresar sus opiniones.
– ¿Y va a ir?
– Dijo que tenía que discutirlo con los demás, pero se sintió halagado.
– Vaya.
– Los ojillos se le pusieron muy brillantes. Está impaciente. La seducción ha comenzado.
– No estoy seguro de que llegue muy lejos.
– ¿No? ¿Por qué?
– Acabará aislado.
– Ya veremos -repuso Brownlow-. Para esa gente de la televisión, Riaz es un fenómeno fascinante. En su vida han visto a un tipo así. Podría acabar teniendo un programa propio.
Brownlow siguió embalado, pero se interrumpía continuamente para mirar a Shahid, que daba vueltas a la berenjena entre las manos, como si quisiera decirle algo.
– El caso es que las religiones, el culto, las supersticiones, las formas de adoración, las plegarias…, algunas son bonitas, otras interesantes, todas tienen su sentido. Pero ¿quién podía imaginar que sobreviviesen al racionalismo? ¡Y justo cuando creías que Dios estaba muerto y enterrado, te das cuenta de que sólo esperaba el momento de resucitar! Cualquier gilipollas está ahora descubriendo que tiene una divinidad en su interior. ¿Y quién soy yo para ponerlo en duda?
– Exactamente. Yo diría que usted no es más que un hijoputa blandengue, doctor Brownlow.
– Gracias. ¿Son ellos los locos o soy yo? ¿En qué situación me deja eso?
– ¿En cuál podría dejarle? ¿Por qué dice eso?
– Porque…, porque todo en lo que creía se ha ido a la mierda, i-idiota. Ahí estuvimos, justo hasta el final de los setenta, discutiendo de la sociedad posterior a la r-revolución, del carácter de la dialéctica, del sentido de la historia. Y mientras tanto, mientras nosotros polemizábamos en nuestros periódicos, ellos nos estaban dando el pego. El pueblo británico no quería e-educación, viviendas, a-arte, justicia, igualdad…
– ¿Por qué?
– Porque son un hatajo de puñeteros gilipollas, avaros y miopes.
– ¿La clase obrera?
– ¡Sí!
– ¿Un hatajo de gilipollas?
– ¡Sí! -Brownlow hizo un esfuerzo por dominarse-. No, no, es más complicado. Es muy complejo. -Estaba sollozando-. No puedo decir que nos hayan traicionado…, ¡aunque lo creo, sí! ¡No es cierto, no es verdad! ¡Se han t-t-traicionado a sí mismos!
Se sacó la camisa del pantalón y se enjugó el rostro con ella. Bajó los brazos de golpe, echó la cabeza atrás y ladeó hacia el techo su frente de pensador, diciendo con labios temblorosos:
– De-de-degüéllame. Por favor. ¡Perdido, con más de cuarenta años…, sin rumbo ni casa! ¡Acaba conmigo antes de que em-m-peoren las cosas!
Shahid se levantó de un salto y se precipitó a la ventana. Creyendo haber oído la tos de Chad, se ocultó tras la polvorienta cortina y escrutó la calle.
– No tiene que suplicar, Brownlow, los degolladores están comprobando la dirección. Vendrán por la parte delantera. ¡Si se queda en esa postura, la redención se producirá en seguida!
Shahid no vio a nadie. Pero estaba oscuro, y si sus enemigos daban con él estaría perdido; y Brownlow, farfullando como el loco de Gogol a la espera de la camisa de fuerza, no estaba en condiciones de protegerle.
– ¿Qué más puede haber? -se lamentó Brownlow, sin haber oído a Shahid.
– ¿Qué me dice del amor?
– ¿El amor? ¿Por qué? ¿Estás enamorado?
– ¿Yo? Pues no sé.
– ¿De mi mujer?
– ¿Por qué me lo pregunta? Yo tampoco estoy seguro de nada.
– Lo sé. Cualquiera que te hubiese visto durante la manifestación contra el libro habría dicho: ese chico está hecho un lío.
– ¿Ah, sí?
– Las cosas se te presentan peor que a mí. -Brownlow logró esbozar una sonrisa afectada-. ¿De quién te escondes? Estás paralizado de miedo. ¿De tus «amigos»? ¿Quieren obligarte a que confieses tus crímenes?
Si Deedee no iba a aparecer, cosa que consideraba probable, Shahid no podía permanecer allí un momento más. No es que en aquel momento le disgustara Brownlow. A veces resultaba irritante, pero Shahid se sentía atraído por su franqueza demencial.
Inspeccionó la calle. No parecía haber peligro. Se volvió para despedirse de Brownlow, que estaba escudriñando los discos.
– Shahid, Shahid, ¿dónde está «Hey Jude»? ¿Conoces ese disco?
– Lo he oído, sí.
– ¿Lo has visto cuando estabas metiendo las narices aquí? «Su mundo es un poco más frío», quiero oír cantar eso a McCartney. Quiero oír a George y a John haciendo: «nah, nah, nah». ¡Tengo que oírlo ahora mismo! -Brownlow se inclinó hacia adelante-. Ese disco, no el de Parlophone, sino el de la manzana en la etiqueta, con «Revolution» en la cara B, el hombre del impermeable, la cara de Paul en Top of the Pops, todo el mundo cantando… -Shahid cruzó de puntillas la habitación-. ¡Lo estoy viendo! ¡Amor, libertad, paz, unión! ¡Todos juntos… y cada cual a lo suyo!
Shahid se volvió y tomó carrerilla, como si fuese a lanzar un penalti. Hizo puntería y asestó a Brownlow una feroz patada en el culo. El profesor salió proyectado como de un trampolín y cayó sobre los libros, terminando con la cabeza metida en una caja vacía. Desde allí dentro, gruñó:
– ¡Lo dice todo… todo!
No se molestó en moverse.
Satisfecho, Shahid recobró el aliento y se dirigió a la puerta. Salió a la cruda noche, pero se le había olvidado algo. Volvió por la berenjena, se la guardó en el bolsillo, cogió una cerveza y se largó.