Primero necesitaba escapar del barrio de Zulma, con sus embajadas, salones de peluquería, modistos y coches elegantes, en cuyas calles transversales casi esperaba encontrarse con coches de caballos y carrozas, caballeros con sombrero de copa y mujeres con faldas ahuecadas. ¿Para qué tanto acomodo?
Estaba tomando cariño a la zarrapastrosa variedad de su residencia, con sus chalados y sus miserias, donde todo el mundo llevaba los zapatos rotos. Su residencia, así es como la consideraba ahora. En Londres, con tal de encontrar el lugar adecuado, se podía uno considerar un ciudadano en cuanto fuese dos veces a la tienda del barrio.
Necesitaba dinero. Afortunadamente llevaba su tarjeta bancaria y sacó todo lo que le permitía el cajero automático. Dejó rápidamente atrás el sombrío Knightsbridge Barracks y bordeó el parque. Frente al Albert Hall saltó a un autobús. Para volver, tenía que hacer dos transbordos.
En el Morlock era temprano. La única música que se oía era del tocadiscos de monedas. El camarero tenía el labio partido y un parche sobre el ojo. Cuando Shahid entró, estaba pasando un canuto por encima de la barra a la dueña, una mujer arruinada de casi cuarenta años que tenía alineados frente a sí tres vodkas con naranja. El camarero le reconoció y hasta lo saludó con la cabeza, cosa que Shahid agradeció. Se había convertido en parroquiano. Había chicos en torno a la barra, como de costumbre.
– Una cerveza pequeña.
Todos le lanzaron una breve mirada, más alarmados por su energía que por otra cosa, y siguieron hablando en murmullos.
El camarero sacudió la cabeza.
– No hay cerveza hasta mañana.
Shahid nunca había estado en un pub donde no hubiera cerveza.
– Una cerveza, entonces.
– No des la murga. Sólo pelotazos, a menos que te traigas la cerveza del pub de enfrente.
– Vale. Un Jack Daniels.
Se sentó en una silla rota y observó a los chicos, que circulaban entre el bar y los servicios.
No sabía qué hacer. No podía volver a casa por si Riaz o los otros le necesitaban; y estaba desesperado por ver a Deedee. No le gustaría verlo en aquel estado; siempre la hacía enfadar. Ya se le debía de haber acabado la paciencia.
Cuando fue por otra copa, uno de los chicos de la barra le ofreció un paquete de cosméticos sin abrir.
– ¿Quieres una crema antiarrugas para tu novia?
– No le hace falta -replicó-. ¿Dónde la has robado?
– En Boots.
– Estoy buscando al cabrón de Strapper.
El chico se encogió de hombros.
– Strap aparecerá mañana a mediodía. O a lo mejor nos hace el honor esta noche. Es un tipo listo.
– ¿Vale la pena esperar?
– Siempre vale la pena esperar a Strap, ¿no?
Shahid volvió a sentarse y, al cabo de una hora más o menos, le pasaron un canuto de jamaicana. Un chiflado intentó besarle, confundiéndolo con su mujer, y tuvo que rescatarle el camarero, deseoso de practicar su boxeo de pies y puños.
Perdió la noción del tiempo. Varias horas después ayudaron a entrar al objeto de su búsqueda, sujetándolo contra la barra.
Strapper, con la mandíbula temblorosa, movía incesantemente la cabeza. Sólo era capaz de articular una pregunta: por qué todo estaba «desintegrándose, coño».
– Porque se está desintegrando -le explicó uno de sus colegas.
– Ah, sí -repuso Strapper-. Se me había olvidado.
Shahid fue a buscarle una cerveza al pub de enfrente. Cuando volvió, Strapper estaba tumbado en unos asientos. Shahid se inclinó sobre él como un médico que hiciera una pregunta indispensable a un paciente e intentó hacerse oír, con la esperanza de que se abriera un espacio en su mente llena de droga. Cuando al fin el caos se disipó durante unos segundos, Shahid le explicó lo que quería saber.
– Sí, bueno, hay un montón de cabrones tras los huevos de tu hermano -contestó Strapper-. Y no les falta razón, tío.
– Por favor, Strapper, me dijiste que los blancos son egoístas. Necesito tu ayuda. Creí que querías al pueblo asiático.
– Cuando andan jodiendo por ahí a la occidental, no. Ahora todos queréis ser como nosotros. Es un cambio pernicioso.
– Te compraré mierda, después. Tengo dinero.
Strapper casi abrió los ojos.
– ¿Cómo has dicho?
– Necesito saber si podemos encontrarlo.
– ¿A quién?
– A Chili. Tengo dinero.
– ¿Dónde?
Shahid se lo mostró.
– Joder, alguien de tu familia tiene dinero de verdad.
Shahid le ayudó a ponerse en pie y echaron a andar. Strapper, que parecía haberse recobrado, iba como nuevo, casi contoneándose, escupiendo y maldiciendo.
– Por aquí.
Se habían alejado unas cuantas calles. Strapper se desvió bruscamente hacia el Fallen Angel, con Shahid pegado a sus talones. En la puerta, Strapper extendió la mano.
– Dame dinero.
– ¿Qué?
– Venga, tío, dame. ¿No quieres acabar bien la noche?
Después de la transacción, Shahid esperaba, con cierto optimismo, ver a su hermano en la barra del Fallen Angel. En cambio, Strapper siguió a un camello a los servicios. Luego tomó una copa con él, dejando a Shahid sentado al otro extremo del pub antes de que el dueño reconociera a Strapper y los echara a la calle entre muchas amenazas y casi algún puñetazo.
Con Strapper cada vez más animado, por lo que fuese, a medida que recorrían los pubs, pronto se pusieron en marcha. Caminaron entre infectos bloques de viviendas municipales y callejones mal alumbrados, subieron parques y bajaron junto a la línea del metro, por donde sólo suicidas y «artistas de la pintada» se atrevían a ir. Momentos después llegaron a un barrio residencial, donde pararon en una farmacia. Allí Shahid, obedeciendo instrucciones, compró un jarabe para la tos: Strapper lo engulló de un trago, se limpió la boca con la manga y arrojó el frasco a un seto.
Mientras avanzaban por el borde de la acera de lo que Strapper llamaba «antiguo Londinium» -que Shahid no conocía-, Shahid notó que la gente lo miraba de otra manera. Las mujeres aferraban los bolsos y les echaban la cremallera. Los chicos más jóvenes se apartaban. Otros lo saludaban respetuosamente con movimientos de cabeza, como soldados a un oficial. Con algunos, asomados a una ventana o a la puerta de un pub en la acera de enfrente, Strapper intercambiaba un oscuro sistema de señales que empezaba con una interrogación de las cejas, seguida de una expresión grave con participación de los labios, y finalmente rematada con una pregunta formulada con la mano. La respuesta era una mirada primero inquisitiva y luego afirmativa o negativa, confirmada por una sonrisa y un gesto de adiós o por un mensaje enviado con el dedo y otro gesto de la mano, que indicaba: «Te veré luego con el material.»
Algo debió dar a Strapper ganas de hablar. Mientras seguían caminando, hizo a Shahid una amplia exposición de su vida y milagros con las drogas, empezando con los deslumbrantes éxtasis que había tenido recientemente, su color, si eran galletas o discos, cómo se fabricaban, importaban y comercializaban, aunque no podía ser muy explícito en esto último por motivos de seguridad. Comentó la calidad del colocón que se obtenía tomando dos, cuatro o seis a la vez -Strapper había llegado a diez (estaba orgulloso de que, pese a sus esfuerzos, no había logrado minar su organismo)-, las saludables ventajas de escalonar o incluso limitar las dosis y el efecto que producían mezcladas con alcohol, hierba, hash, coca o diversas combinaciones de todo eso en distintos momentos del tripi; el éxtasis malo o «marrón», lo abominable que era, sobre todo si uno se desmadraba demasiado bailando: la gente se quemaba, lo había visto con sus propios ojos en Liverpool, vacilones hechos mierda, y otros, horteras de fin de semana por lo general, que se pasaban y se ahogaban en su propio vómito como en Spinal Tap.
Las fiestas a las que había ido el año anterior en almacenes y al aire libre, el «verano de amor»: así era como había conocido Gran Bretaña, caminando, a dedo, durmiendo en el suelo, mezclándose con los viajeros, viviendo en tiendas de campaña. Las aventuras corridas al saltar una verja y meterse en un espacio que contenía tres mil personas prácticamente desnudas, gente importante, bailando como una sola sin violencia, el nuevo sueño del ácido, aún vivo, todavía. El espíritu y la generosidad de algunos que conoció en ese ambiente que, ridiculizados y marginados por la sociedad convencional, le acogerían en sus casas en aquel mismo momento, sin preguntas, compartiendo todo lo que tuvieran, porque se entendían entre sí como si hubieran combatido juntos; había sido amor colectivo y unidad espiritual. Aventuras en varios centros de rehabilitación por toda la ciudad y cuántas veces se había fugado o lo habían echado a patadas por tomar drogas o follar en el sótano del centro.
Y un relato de cómo, los sábados por la noche, los parroquianos del Morlock solían apretujarse en unos taxis para salir escapados al campo, donde buscaban un lugar apartado con buenas vistas, hacían una fogata y se quedaban hasta la mañana siguiente, tripeando, charlando, bailando alrededor del fuego.
– La próxima vez tienes que venir con nosotros -le invitó.
– ¿Podré?
– Eres bienvenido, tío.
Las drogas, la intensidad e intimidad que creaban constituían el elemento de Strapper y su ámbito de especialización. Mientras narraba sus aventuras de delincuente, dando la impresión de que escudriñaba atentamente los momentos de su despreocupada vida en busca de algún hecho disoluto para aprovechar la ocasión y explotarlo, Shahid envidiaba la vida de Strapper, sin responsabilidades, sin mañana, disfrutando del placer y del dinero tal como iba y venía, siguiendo adelante. Pero al mismo tiempo, pese a cierto grado de inocencia interior, Strapper transmitía un efluvio tan inconfundible de transgresión, superchería y delincuencia que Shahid temía a cada paso que la policía los detuviese sólo por sus andares insolentes. Como mínimo, habría sido imposible que los atendiesen en ningún restaurante. Estaba claro que, siendo Strapper, había muchos sitios a los que no se podía ir. Aquella noche, sin embargo, Shahid podría estar metido en su piel y soportarlo. Pero Strapper siempre tenía que ser fiel a sí mismo, probablemente, y cuando hicieron la siguiente parada, esta vez en una tienda asiática situada en una esquina, donde se llenó los bolsillos de caramelos, patatas fritas, chocolatinas, y donde pudo verle de nuevo el rostro bajo las luces de neón, Shahid tuvo la certeza de que no quería ser como él.
Londres se entremezclaba de forma incesante. A su alrededor, Strapper veía a chicos de su edad con trajes de Armani, Boss, Woodhouse. Miraba a la calzada y veía amplios BMW, Mercedes dorados y Saab turbo descapotables y de color turquesa. Veía mansiones de cinco pisos, cerradas a cal y canto, con dueños de treinta y tantos años, niñeras, asistentas, contratistas de obras. Nada de eso sería suyo, jamás. Y no había nada que hacer. No tenía sentido.
Chili había prometido a Strapper un camino a la prosperidad, diciéndole que conocía a grandes traficantes, importadores, gente de dinero. El cínico Strapper, que con cierto orgullo vivía esa vida pero conocía otras, considerándola inútil y consciente de que su único futuro era la adversidad, se lo creyó. Chili debió de haberle animado de verdad, inyectándole una dosis de esperanza, esa engañosa sustancia cuyos efectos, a diferencia de las otras drogas, no se le pasaban.
– Cuando conocí a Chili-Willy, me llevó en su elegante coche a un montón de pisos de postín, llenos de tías buenas, impresionándome -contó Strapper a Shahid-. Iba tirando el dinero. Me dijo que le había caído simpático. Yo quería vender a lo grande y el tío me dijo que podía ayudarle porque yo sabía cómo funcionaba la calle.
– ¿Qué quería hacer?
– No hacía más que decir que Inglaterra era demasiado pequeña para él; para su cabeza, en todo caso. Estaba deseando largarse a Estados Unidos. El cabrón me aseguró que podíamos ganar dinero y marcharnos juntos.
– Pero ¿dónde está esta noche? -Shahid estaba perdiendo la paciencia-. ¿Queda lejos?
– No sé. ¡Me estoy hartando de buscar al hijoputa ese!
Shahid cogió a Strapper de la chaqueta y lo zarandeó.
– ¡No! ¡Si no lo encontramos pronto esta noche te vas a enterar!
Para sorpresa de Shahid, Strapper se asustó. Quizá pensara que toda la familia era violenta.
– Muy bien, de acuerdo. Pero ¿y si los otros le encuentran antes? Entonces nos estarán esperando.
– ¿De qué estás hablando? -inquirió Shahid-. ¿Quiénes?
– No sabes nada, ¿verdad?
Siguieron caminando un trecho.
– Por aquí, paqui.
Cruzaron una puerta y pasaron a un jardín lleno de piezas oxidadas de coches y frigoríficos viejos. Llegaron a la parte de atrás de una casa medio en ruinas con las ventanas tapiadas con ladrillos; dentro, en lugar de puertas había cortinas oscuras.
– ¡Chili! -llamó Shahid.
Escucharon.
– ¡Chili!
En alguna parte de la maloliente penumbra Shahid reconoció el inconfundible gruñido de Chili.
– Entra.
Avanzaron a tientas hasta dar con él. Así que allí era donde había naufragado el sueño de papá.
– Si él pudiera verte -murmuró Shahid.
– Habla más alto -dijo Chili.
En casa tenía un guardarropa lleno de trajes que ocupaba una pared, lino para el verano y lana para el invierno, colocados según el color, colgando como un arco iris. Había abrigos de cachemir, bufandas de Paul Smith, paraguas de Cardin. Sus maletas eran del cuero más fino y poroso. Tenía un cajón lleno de gafas de sol con la marca grabada; un armario rebosante de juguetes electrónicos -calculadoras, consolas de videojuegos, un CD portátil, agendas-, todo en el inevitable color de aquella época, negro mate. En un estante tenía sus colonias, todas de Guerlain y compradas en París.
Chili se había pasado la cuarta parte de su vida delante del espejo, y otra cuarta parte acariciando sus valiosas pertenencias. Shahid tenía prohibido tocar cualquier objeto, aunque alguna vez Chili le llamaba para enseñarle un traje nuevo, que él tenía que alabar sin reservas mientras su hermano lo exhibía pavoneándose. En las fiestas, se abría la chaqueta, riendo, delante de completos desconocidos para enseñarles la etiqueta, los bolsillos de espléndida costura o los preciosos botones. Otra habitación de la casa de papá se había convertido en un gimnasio donde Chili se «reconstruía el cuerpo». En el camino de entrada, Tipoo limpiaba sus coches.
Ahora, a la luz de una simple bombilla que funcionaba con pilas y sentado en un colchón con la espalda apoyada en una pared desconchada, llevaba una camiseta sucia y calcetines de distinto color, uno azul y otro marrón. De los labios le colgaba medio cigarrillo. Guiñaba los ojos. Bebía vodka de una taza sin lavar.
Shahid y Strapper habían pasado por una habitación en la que había varios yonquis tumbados en el suelo. Entre ellos había una negra desnuda, pero nadie hacía caso. Shahid no tenía idea de a qué parte de la ciudad lo había conducido Strapper.
– Será mejor que hablemos -anunció Shahid.
Chili cerró los ojos.
Shahid se tumbó junto a su hermano, que no dejaba de pasarse la lengua por los resecos y cuarteados labios.
– Por eso he venido a buscarte, Chili, para hablar de algunas cosas.
– ¿Sí?
Pero Shahid se sintió repentinamente cansado; no tenía ganas de moverse más aquella noche. Descansaría un poco para recobrar las fuerzas.
Al otro lado de la habitación, Strapper se acomodó con la navaja, el encendedor y la bolsita de droga para hacer un porro. Le daba igual dónde se encontrase, en todas partes parecía estar a gusto, como si no pudiera distinguir entre el espacio propio y el ajeno.
Shahid se quedó dormido.
Se despertó. No podía haber pasado mucho tiempo. De pronto se incorporó y dijo:
– Por favor.
– ¿Por favor? -Chili despeinó a su hermano-. Te hablaré, te diré lo que sea, pero sin un estimulante soy hombre muerto.
– No me vengas con ésas. -Strapper esbozó una tortuosa sonrisa y mostró un sobre-. Porque ya te he surtido.
– ¡Surtido! -Chili se puso prácticamente en posición de firmes-. ¡Qué bien dicho! ¡Excelente, míster Strapper!
El elogio de Chili le animó; a Strapper le encantaba complacer a su antiguo amigo.
– Sí, supongo que sí. Pero sólo queda un poco. Y después…, ya sabes.
– ¿Qué?
– Tiene que ser crack.
Chili miró a Shahid, hizo a Strapper un imperceptible movimiento de cabeza y dijo:
– El caso es que son malos tiempos, Strap, tengo que reconocerlo. Ya sabes que, provisionalmente, me han suspendido la puñetera paga.
– Me dijiste que tu parienta está forrada.
– No me tiene mucho cariño, en estos momentos. No sé por qué. ¿Te he dicho que tiene una fuerza física considerable?
– ¿Por qué no te pones a trabajar otra vez? -le sugirió Shahid.
– ¿Trabajar? ¿Para qué coño?
– Sólo es una sugerencia.
– Pues métetela donde te quepa.
Strapper reía entre dientes.
– Los viajes son un gran negocio -dijo Shahid con todo el entusiasmo que pudo-. Eso decía papá.
– A mí me gusta viajar de vez en cuando -convino Strapper-. La gente siempre necesita evadirse.
Chili cortó tres rayas y aspiró una.
– A mí me lo vas a decir. Se tumban al sol, follan, arman ruido, no aprenden nada de lo que ven y se vuelven a casa. -Se volvió a Strapper-. Quiere que haga eso durante el resto de mi vida.
– Es un empleo, trabajo -insistió Shahid.
Chili inhaló la segunda raya.
– Ahí tienes a nuestros paisanos, los paquis, en sus mugrientas tiendas, secos, sin gracia, con sus hijos gordos y sus feas hijas mirándote, cogiendo el dinero. Aplican unos precios exorbitantes, porque tienen abierto veinticuatro horas. Los nuevos judíos, todo el mundo los odia. Dentro de unos años, los hijos darán una patada en la boca a sus padres. No se conformarán con pasarse la vida en una tienda cutre. -Y, anticipándose a la objeción de Shahid, añadió-: No es que quedarse aquí sea una maravilla, tampoco. Pero… -Chili solía ponerse agresivo cuando le pinchaban mucho-. ¡Vete tú a trabajar allí si tanto te gusta! ¡Te cedo mi puesto! Pero tú tampoco irás. ¡Eres demasiado intelectual, joder! A nuestra generación no le da por sacrificarse. Mira, Strap, fíjate en este idealista -concluyó inhalando la tercera raya y señalando a su hermano-. Es un soñador con grandes esperanzas.
– Como yo -repuso Strapper.
– ¿Tú?
– Sí, tío, yo.
– ¡Lo tuyo no son sueños, sino alucinaciones de drogota! -replicó Chili con una risa entrecortada.
Strapper lanzó un lapo que salpicó el polvo a los pies de Chili.
– ¡Cuidado con lo que dices! ¡Cabrón!
Chili trató de calmarlo.
– Pero hay cosas que Shahid quiere hacer de verdad, que se las cree.
– Sé dibujar un poco -anunció Strapper, buscándose un lápiz en los bolsillos-. ¡Dame un papel!
– ¿Te has fijado en que Shahid tiene temperamento artístico?
Strapper señaló con la navaja a Shahid.
– ¡Lo tiene todo, joder, y pasta también!
– ¿Tienes dinero? -preguntó Chili a Shahid.
– Un poco -contestó Shahid, tratando de olvidarse de Strapper.
– Pues dámelo. ¡Tanto hablar! ¡Por amor de Dios, Shahid, entiéndelo! ¿No somos hermanos?
Shahid no tuvo fuerzas para negarse; vació los bolsillos y se lo dio todo.
Justo en aquel momento Chili alzó la cabeza y Shahid vio que su hermano tenía miedo por primera vez en la vida y que había perdido toda capacidad de resistencia. Acababa de entrar un hombre blanco de mediana edad, corta estatura y vestido con ropa informal, como un empleado de banca en fin de semana, seguido por un individuo más alto, de mala catadura, cuya cabeza se ladeaba y movía como si la columna vertebral no pudiera con ella. A la vista de la pareja, Strapper pareció fundirse con las sombras de la habitación.
– ¿Qué? -dijo el primer hombre, breve y eficaz.
Sin decir palabra, pero con una sonrisa obsequiosa, Chili se inclinó y le entregó el dinero de Shahid. El desconocido lo contó, profirió un bufido de desprecio y dio un paso hacia Chili, que levantó la mano en un gesto defensivo. Sabía lo que tenía que hacer. Sacó las llaves del coche y las soltó en la mano del recién llegado.
– Eso está mejor.
– Depósito a tope, además -informó Chili.
– ¿Cómo?
– Que tiene el depósito lleno.
Los hombres se marcharon. Shahid abrió la boca, pero Chili se llevó un dedo a los labios.
Permanecieron inmóviles, escuchando, temerosos de moverse. Al cabo de unos minutos, Chili cambió de postura e intentó reírse, pero fue un sonido hueco, sin sentido, que casi pareció una queja. Shahid comprendió que se sentía humillado.
Para demostrar que aún podía reaccionar, Chili se puso en pie y se estiró, palmeándose el estómago y flexionando los músculos de los hombros. Luego echó a andar por la habitación y, en broma, dio unos capones a Strapper.
– Ahí dentro hay algo, sí, estoy convencido.
– ¡Por Dios! -gimoteó Strapper-. Esos…
– ¿Qué?
– ¿Se han ido?
– De momento.
– Menos mal. ¡Uf!
– Tranquilo.
– Es fácil decirlo.
– Dame el porro.
– No, tío. Lo necesito. Yo fumo mierda. Y ése también -dijo Strapper, señalando a Shahid.
El muchacho siguió inquieto, rascándose como para quitarse de la piel la ansiedad de los últimos momentos. Shahid volvió la cabeza para mirar al cuarto de al lado, donde sonaba «Electric Ladyland». Chili había recobrado su voz normal. Hablaba de Strapper como si estuviese presentando un monumento a un grupo de turistas.
– Me alegro de que te caiga bien, porque este cabroncete entiende las cosas. Ah, sí. Está metido en la mierda, pero sabe lo que vale, lo que le han hecho y el grado de esperanza que puede asumir, que no es mucho. Por eso tenemos que ayudarle. No nos ocurrirá ninguna desgracia, a menos que lo queramos. -Shahid dirigió a su hermano una mirada de reprobación, pero Chili estaba imparable-. Pero le han hecho daño, prácticamente desde el primer día de su vida. Y no se merece que lo destruyan. ¡Hay que hacer algo por él!
Cuando los ojos de Chili se llenaron de lágrimas, Shahid comprendió que hablaba de Strapper como su padre se hubiese referido a él mismo.
– Basta -dijo Shahid entre sollozos. Temblaba de forma incontrolable-. No sigas, por favor.
– De todos modos -prosiguió Chili, dando al muchacho un último capón inquisitivo-, lee libros. En ese aspecto es mejor que yo. Strapper, ¿cómo se llama ése con el que me diste la lata el otro día?
– La naranja mecánica.
– Eso es -recordó Chili, cortando una pequeña reserva de coca. Sólo con los movimientos se animó-. ¿Lo conoces?
– Puro escapismo -comentó Strapper.
Cogió un rollo de papel pintado y extendió alrededor de un metro en el suelo. Poniéndose de rodillas, empezó a dibujar rápidamente en el dorso del papel, mirando de cuando en cuando a los hermanos. Bajo los dibujos garabateaba palabras ilegibles.
Shahid se cansó pronto de aquello.
– Zulma está harta.
– ¿Cuándo la has visto? -preguntó Chili, alzando la cabeza.
– Está harta de ti.
– ¿Qué más novedades hay?
– Se lleva a Safire a Pakistán.
Hubo una pausa, tras la cual Chili se convirtió en una persona a quien le daba igual todo, que soportaba con indiferencia las vicisitudes de la vida porque una cosa no podía ser peor que otra. Pero, por un momento, una sombra le cruzó el rostro.
Se tumbó y, durante un rato, sólo se incorporó para beber.
– ¿Dónde está tu chica? -dijo al fin-. Llámala y dile que venga. Con ella sí podría hablar. La entiendo, y ella lo sabe. ¿Seguís juntos?
– No sé.
– A propósito, ¿cómo se llama?
– Chili -repuso Shahid-. Creo que si no andas con cuidado, acabarán matándote. Dime qué has hecho, por favor, para que tengas que esconderte.
– No te metas en lo que no te importa.
– Al menos dime lo que piensas hacer.
– Te digo lo mismo.
Shahid se puso en pie y agitó los puños con frustración.
– Chili, hermano, si no tienes nada más que decirme me voy ahora mismo.
– No tengo nada más que decirte.
Shahid miró a Strapper.
– Ya le has oído -dijo el muchacho.
– Hasta luego -dijo Shahid.
– Hermanito… -le llamó Chili.
– ¿Sí?
– No te pierdas.
Shahid salió a tientas de la casa basta encontrar la puerta trasera. Una vez en la calle, se dio cuenta de que no tenía ni idea de dónde se encontraba. Caminó hasta encontrar una estación de metro.