A la mañana siguiente, de camino al aula de Deedee Osgood -esperaba sus clases con mayor afán que las demás-, Shahid aplicó la oreja a la puerta de Riaz. Como de costumbre, no oyó el menor ruido. Los extraños acontecimientos de la noche anterior -los desconocidos a quienes había abierto su corazón, la ropa robada y el riesgo de pillar una neumonía por ir desnudo, la visita del carnicero y el cuchillo, la discusión sobre literatura y los calcetines granates- quizá habían sido una alucinación. O, a lo mejor, Riaz había ido a la mezquita.
La Facultad era un incómodo edificio Victoriano, antiguo instituto de enseñanza media, a veinte minutos a pie. Albergaba un sesenta por ciento de negros y asiáticos, con una biblioteca deficiente y sin instalaciones deportivas. Su reputación se basaba menos en el ámbito académico que en las rivalidades de bandas, drogas, robos y violencia política. Se decía que en la cárcel de Wandsworth se celebraban reuniones de alumnos.
En la hora punta de la mañana, mientras pasaba los torniquetes frente a los dos guardias de seguridad que a veces registraban a los estudiantes en busca de armas y entraba a la sombría cafetería del sótano para tomar un café, Shahid se sintió más animado que en todo lo que llevaba de curso. Desayunó con dos compañeras de clase, una asiática con salwar kamiz y chaqueta vaquera y su amiga, una joven negra con un amplio mono blanco, zapatillas de deporte y gafas doradas de montura redonda.
Estaba impaciente por ver a Deedee Osgood.
La había conocido gracias a la discoteca Zap de Brighton, frente al mar. Era un sitio tan sensacional que los chicos de Londres lo tomaban por asalto con el último tren de los sábados. Bailaban toda la noche, follaban y montaban juergas en la playa hasta el amanecer y luego volvían a tomar el tren para estar en casa a la hora de la comida. Shahid iba por primera vez. Después de romper con su novia quiso salir de nuevo, de modo que un amigo le dijo una noche que le llevaría al local más animado que conocía.
Nunca había escuchado música tan rápida; el ritmo electrónico era como una perforadora. Todo el mundo llevaba pantalones elásticos de ciclista y camisetas blancas con sonrientes rostros amarillos. Se abrazaban, besaban y acariciaban con inocencia paradisíaca. De madrugada entabló conversación con un chico negro de Londres que consideraba una gran mujer a su profesora.
Consciente de que había llegado el momento de tomar la iniciativa, fue a Londres a conocerla. Tras llamar a la puerta, justo antes de que ella se presentara, pensó que era una estudiante. Su despacho no era tres veces mayor que una cabina de teléfono. Sobre el escritorio, clavadas en la pared, había fotografías de Prince, Madonna y Oscar Wilde con una cita debajo: «Toda limitación es cárcel.»
Deedee le preguntó por la vida que llevaba en Sevenoaks y por sus lecturas. Pese a sus difíciles preguntas sobre Wright y Ellison, Alice Walker y Toni Morrison, Shahid notó que tenía buena disposición hacia él.
Al verle mirar la fotografía de Prince, le preguntó:
– ¿Te gusta Prince?
Shahid asintió.
– ¿Por qué?
– Pues por el sonido -contestó sin pensar.
– ¿Y nada más?
Comprendiendo que aquello no era simple conversación sino que formaba parte de la entrevista, se esforzó por ordenar las ideas para expresarlas bien, pero hacía meses que apenas hablaba con alguien medio inteligente. Ella trató de sonsacarle:
– Es medio negro y medio blanco, medio hombre y medio mujer, de estatura menos que media, femenino pero también macho. Su trabajo contiene y amplía la historia de la música negra americana, Little Richard, James Brown, Sly Stone, Hendrix…
– Es un artista torrencial. Toca soul y funk, rock y rap…
Y así siguió, hablando con toda compostura, es decir, en tanto ella no cruzó las piernas tirándose de la falda. Hasta entonces había logrado mantener los ojos apartados de sus pechos y sus piernas. Pero la elocuencia del movimiento -que en aquella habitación equivalía a una avalancha erótica de susurros y gemidos- fue tan sensacional y su efecto tan parecido al de un concierto de Prince, que su imaginación empezó a buscar un medio con el que pudiera grabar el murmullo de sus muslos para añadirle luego una base rítmica y escucharlo con los auriculares.
– ¿Por qué no escribes un trabajo sobre él?
– ¿Para el curso?
Nada podía complacerle más.
Despedirse aquel día y coger el metro hasta la estación Victoria fue odioso. La ciudad se había convertido en un arrabal; las afueras, en la campiña inglesa. El tren le devolvió a la casa donde su padre ya no estaba. No es que con la muerte de papá hubiese disminuido el número de personas que vivían en ella, pero su ausencia en el centro de las cosas la había hecho más cruelmente anárquica, sobre todo desde la vuelta de Zulma, la mujer de Chili, que había convertido a Shahid en el blanco favorito de sus pullas. Pero al menos tenía una tarea que cumplir; durante muchísimo tiempo sólo escucharía a Prince.
Sin embargo le desconcertaba la libertad del temario que enseñaba Deedee. Ella y otros posmodernos alentaban a sus alumnos a estudiar cualquier cosa que les interesase, desde el pelo de Madonna a la historia de la cazadora de cuero. ¿Se trataba realmente de conocimientos científicos, o sólo de una distracción disfrazada con la jerga de moda? ¿La enseñanza que se impartía en mejores universidades servía a los estudiantes para sacar provecho en la vida? ¿Sería aquel sitio como esas asociaciones juveniles que simplemente valían para que los revoltosos no se metieran en líos?
Lo ignoraba. Pero por fin se marcharía, leería, escribiría y conocería a gente inteligente con la que discutir. Quizá hasta la propia Deedee Osgood encontraría tiempo para hablar con él. A la profesora le había gustado lo mucho que había leído. En casa seguía teniendo algunos amigos del colegio, pero en los últimos tres años se había desinteresado de la mayoría de ellos; había llegado a despreciar a algunos por su falta de expectativas. Casi todos estaban sin empleo. Y sus padres, por lo general patriotas y orgullosos de la bandera británica, no sabían nada de su propia cultura. Pocos tenían siquiera libros en casa; no libros que hubiesen escogido y abierto, sino incluso manuales de jardinería, atlas, selecciones del Reader's Digest.
El verano pasó despacio. En agosto empezó a embalar cosas para la universidad; cada día estaba más impaciente por llegar.
– Escuchad.
Aquella mañana parecía especialmente aguda y provocadora. Shahid corrió a ocupar su asiento habitual, que llamaban «el pesebre», en medio de la primera fila. Desde allí no se le escapaba ni uno solo de sus gestos.
Mientras los demás estudiantes se sentaban en «el círculo» y «los dioses», ella puso una cinta que Shahid reconoció. Hacía mucho que Chili había pasado el «Star Spangled Banner» de Hendrix a Shahid, quien prefería a George Clinton. Dos chicos se taparon las orejas con los dedos y Sadiq -un asiático discreto con quien Shahid había charlado- hizo girar los ojos en las órbitas. Por un momento, la profesora pareció confusa. Shahid les habría dado un buen puñetazo. ¿Qué otra profesora empezaría la mañana con Hendrix?
– ¿Qué representa eso? -preguntó ella.
Shahid levantó la mano en seguida. No podía quedarse quieto.
– ¿Sí, Shahid?
– Estados Unidos.
– Estados Unidos, en efecto. Nuestro tema de hoy.
Para su alivio, ella no se desanimó. Sin notas, y como si se dirigiera individualmente a cada estudiante, explicó que, en la época de Elvis Presley, los negros no podían siquiera ver una película en el centro de Washington, la capital. Las relaciones interraciales eran ilegales en medio país. Emmett Till, que tenía quince años, fue linchado en 1955 por silbar a una mujer blanca. Con tono emocionado habló de King, Malcolm, Cleaver, Davis y los activistas de los derechos humanos que recorrían el Sur en autobús.
Shahid escuchaba exultante y tomaba notas sin parar. La historia de una lucha, vivita y coleando: ¿cómo había vivido tanto tiempo sin saber eso? ¿Dónde habían guardado esos conocimientos? ¿A quién más se los estaban ocultando?
La profesora concluyó poniendo «What's Going on?» de Marvin Gaye.
Como Shahid quería seguir escuchando a Deedee durante el resto de la mañana y también por la tarde, así como, pensándolo bien, durante todo el fin de semana, le hizo una pregunta y prosiguió con una hipótesis, seguida de una duda y una indagación en los hechos. Podría haber seguido, pero la grosera clase estaba inquieta por las patatas fritas de la pausa matinal.
Fue el primero en salir, y se dirigió a la biblioteca a ordenar los apuntes. Pero al salir del aula -una decrépita construcción en la parte de atrás de la Facultad -, oyó que le llamaban suavemente. Deedee iba tras él, con libros, periódicos y ejercicios cayéndosele, como siempre, de los brazos.
– Me han gustado tus preguntas.
– Gracias, señorita.
– Por amor de Dios -exclamó ella con un respingo-, no me llames eso.
Él apretó el paso para mantenerse a su altura mientras atravesaban la Facultad. Dos chicas de su clase se cruzaron con ellos y una le siseó:
– ¡Ayudante de profe!
El optimismo le volvía imprudente; el servilismo era el menor de sus miedos; tenía que dar un salto adelante, ¡era su vida! Con la mayor despreocupación que pudo mostrar, preguntó:
– ¿Tienes algo que hacer ahora?
– Vaya, ¿es que quieres hacer algo?
– Tomar café.
Ella lo miró.
– ¿Y por qué no?
No pensó en preguntarle si quería ir a algún sitio fuera de la Facultad. Así que hicieron cola para el café antes de sentarse, un tanto cohibidos, en el centro de la cafetería. Algunos estudiantes lanzaban miradas en su dirección. Ella era popular, pero resultaba inhabitual que un alumno y un miembro del claustro se sentaran juntos. Suscitaron risitas y comentarios.
Quizá por eso no tuvieron, al principio, mucho que decir. Ella parecía un poco incómoda y reservada, como si no supiera qué hacían allí. A lo mejor esperaba que él empezara a quejarse de que hasta ahora la Facultad no le estaba entusiasmando.
– ¿Te gustan tus alumnos? -le preguntó.
– Soy partidaria -contestó ella, mordaz- de prestar la mayor atención a mis alumnos…, pero sólo cuando lo merecen.
¿Se estaba refiriendo a él?, se preguntó Shahid. Pero no; prosiguió explicando que muchas veces se veía tentada a tratarlos como una madre, sobre todo a las asiáticas. Dos de ellas incluso fueron a vivir a su casa.
– Fue difícil.
– ¿En qué sentido?
Ella estuvo a punto de contestar, pero se contuvo con una mueca.
– Dejaremos esta conversación para más adelante. Creo que te interesará.
Responsabilidad. Dificultad. Ella asumía las cosas; no tenía miedo.
Ella le preguntó cómo lo llevaba. Se había sentido solo, contestó él, y a veces no sabía qué hacer consigo mismo, sobre todo por la noche. Afortunadamente, en los últimos días había conocido a gente interesante. Pero ¿quién te interesa aquí? ¿Qué clase de gente? ¿Chicas o chicos?
– Nuevos amigos, simplemente.
– Vale, lo siento -dijo ella, ruborizándose.
– No importa -repuso él, también un tanto nervioso-. ¿Has leído algo interesante últimamente?
– Ah, sí.
Sabía escuchar y le gustaba hablar de libros, sobre todo si estaban escritos por mujeres. Adoptaba, también, una actitud desconsiderada, como si no siempre sintiera la necesidad de molestarse en emplear buenos modales; había cosas más urgentes. Shahid se preguntó si no habría sido hippy -habían sido muy románticos, ¿no?, y desdeñaban las convenciones sociales-, porque fumaba y se reía de sí misma; y de pronto bostezaba, estirando los brazos; parecía increíblemente cansada; la estaba aburriendo. Sus deseos eran fuertes pero confusos, con ella las cosas podían desbordarse; aquella Facultad le resultaba demasiado pequeña. Quería que él lo supiese, imaginó Shahid, pero resultaba difícil: ella era profesora y tenía que recordarlo cuando estaba con estudiantes, podrían interpretarla mal; si hablaban, muchas cosas debían quedar implícitas.
Ésta es una mujer, quería decir él; y su curiosidad lo abarcaba todo. Los demás, al parecer, carecían de ese estímulo. Sintió la necesidad de dar un par de veces la vuelta al edificio para tomar el aire y recordar quién era, antes de volver con ella menos confuso. Pero no quería separarse de ella ahora, no quería ser él quien dijera: «Ya nos veremos.»
Dijo que su clase le había dado ganas de pasarse el día en la biblioteca.
Ella recogió sus innumerables cosas.
– Te acompaño.
La biblioteca también estaba en el sótano, y era una sala alargada, estrecha y calurosa, como un submarino. Habían rayado los pupitres con navajas y robado muchos libros. Pero pocos estudiantes la frecuentaban y allí se sentía solo y feliz.
– Eres buen estudiante -rio ella-. A diferencia de la mayoría.
– ¿Por qué no son buenos los demás?
– Porque saben que no hay trabajo. No están aquí para aprender, sino para no estar acogidos al paro. Nunca he conocido esa falta de ideales.
Lo miró como si fuera a añadir algo más, pero se volvió y le dejó estudiar.
Se dedicó a la asignatura de colonialismo y literatura, resuelto a escribir un ejercicio inmenso, lleno de citas, plagado de notas a pie de página y con una brillante argumentación que requiriese una discusión detallada en el despacho de ella.
Cuando se vio obligado a hacer una pausa a última hora de la tarde, dejando el pupitre envuelto en una niebla de incipiente rabia e iluminación, su concentración había sido tal que se sorprendió al ver que la Facultad seguía funcionando como de costumbre y que los estudiantes continuaban gastándose bromas en la estrecha escalinata que serpenteaba por el centro del edificio.
En la cafetería vio a Chad y Riaz, sentados con Sadiq y un estudiante a quien Shahid conocía de vista. Prestaban atención a un hombre blanco de mediana edad que llevaba gafas de montura de acero, chaqueta de espiguilla y corbata.
Shahid se acercó a su mesa.
– ¿Alguien quiere café?
El hombre blanco hacía esfuerzos por hablar, pero parecía tener algo atascado en la garganta. Emitía una especie de risa brusca y continua, y la nuez le subía y le bajaba como una bola de ping-pong en el chorro de una fuente. Tenía saliva en la barbilla. Shahid temió que fuera a darle algún ataque.
Aprovechando su distracción, se agachó rápidamente bajo la mesa para mirar las extremidades de Riaz. Llevaba el mismo traje y los mismos calcetines que el día anterior. Shahid se sentó con una tímida sonrisa. Riaz no le hizo caso. ¿Y si se había tomado el robo de sus pertenencias tan mal que no sólo se negaba a ponerse la ropa que le había dado, sino que ni siquiera le dirigía la palabra? Le entró pánico. No quería perder a sus nuevos amigos por semejante estupidez. ¿Los habría perdido ya?
Lo ignoraba, porque aquellos amigos seguían cautivados por el hombre que, inducido por un ánimo colectivo, movía la boca y se golpeaba en un lado de la cabeza como tratando de reparar una conexión. Entonces dio un puñetazo en la mesa, estrechó la mano a todos y salió de la cafetería a grandes zancadas, saludando a algunos estudiantes que le respondían con sonrisas burlonas.
– Qué lástima me da de ese hombre -dijo Riaz.
– ¿Conoces al doctor Andrew Brownlow, Shahid? -le preguntó el estudiante desconocido-. A propósito, me llamo Hat.
– Hatter el Loco -apostilló Chad.
– Su padre es el dueño del restaurante al que fuimos -explicó Riaz.
– Hola, Hat. Se come bien.
– Gracias. Siento no haber estado anoche. Me han dicho que dijiste muchas cosas.
– Sí -reconoció Shahid.
– Está bien.
– Sí -convino Chad en tono protector-. No está mal este chico.
Hat tenía la voz suave y el rostro liso como una muchacha. Shahid recordaba haberle visto en clase con los codos sobre el pupitre, la cabeza apoyada en la mano, escribiendo furiosamente. En aquella ocasión había observado lo animado y simpático que era, su tendencia a reír en el momento menos propicio.
– Me parece haber visto al doctor Andrew por ahí -dijo Shahid-. Pero no sé quién es.
– Enseña historia en la Facultad. Hace veinte años estaba en la Universidad de Cambridge…
– El mejor estudiante de su promoción -interrumpió Chad.
– Sí, ya te digo -prosiguió Hat-. Era de clase media alta. Podía haber hecho lo que quisiera. Le querían en Harvard. ¿O era en Yale, Chad?
– Rechazó la oferta.
– Sí, les mandó a paseo. Odiaba a todo el mundo, a su propia clase, a sus padres, todo. Se vino aquí para ayudarnos, a los indios y negros desfavorecidos, a los marginados. No es mal tipo…, para ser marxista-comunista.
– Leninista -le corrigió Sadiq.
– Sí, es marxista-comunista-leninista -prosiguió Hat-. Antirracista con todas sus fuerzas. Odia el fascismo imperialista y la dominación blanca, ¿eh, Riaz?
Le miraron y esperaron. Al cabo de una pausa, Riaz murmuró:
– Andrew Brownlow tiene cierta integridad personal.
Chad asintió.
– El problema es…
– Sí, el problema es… -Hat puso cara de pena, pero estaba conteniendo un aullido-. Que se está volviendo ta-ta-tar-taja.
– Entonces es reciente, ¿no? -preguntó Shahid.
– Sí, le viene desde que empezaron a derrumbarse los Estados comunistas de Europa oriental. En cuanto cae uno, se le añade otra sílaba a su impedimento, ¿comprendes? En una clase tardó veinte minutos en pronunciar la primera palabra. Empezó Ho… ho… ho… ho… ho… No sabíamos si quería decir Holanda, hoy, hojear, o qué.
– ¿Y qué era, al final? -quiso saber Shahid.
– Hola.
– ¿Hola?
– Sí, idiota, el saludo. Para cuando Cuba se derrumbe, me parece que ni siquiera podrá decir eso.
– Quizá debiera probar con adiós -sugirió Shahid.
– ¡Eso! -exclamó Hat, chocando el puño con él.
– Pero eso le convierte en el mejor oyente -observó Chad-. Le expuse toda mi teoría sobre la evolución de la sociedad y la escuchó de cabo a rabo.
– Entonces es el primero en hacerlo -aventuró Hat.
Sadiq soltó una carcajada. Chad hizo ademán de abofetearle.
– Ten cuidado.
– Comunismo. Qué buena idea, ¿no os parece? -dijo Riaz. Todos lo miraron, sin manifestar acuerdo ni desacuerdo. A Shahid no se le pasó por la cabeza que Riaz se hubiese afiliado recientemente al partido comunista-. Pero, en el fondo -prosiguió-, el ateísmo no conviene realmente a la humanidad.
– No -convino Hat-. De todos modos, sólo una pequeña minoría es atea.
– El ateísmo no durará -explicó Riaz-. Sin religión, la sociedad es imposible. Y sin Dios la gente cree que puede pecar impunemente. No hay moralidad.
– Sólo hay penalidades, ingratitud e indiferencia, como con este thatcherismo -afirmó Chad.
Estaba a punto de continuar, pero Riaz dijo:
– Ésa es una lección bien sabida. Glotonería, nihilismo, hedonismo: el capitalismo en pocas palabras. Junto con ello, asistimos al ocaso del comunismo. Esos revolucionarios ni siquiera han sido capaces de lograr el socialismo en una habitación. En conjunto, estamos presenciando la decadencia del ateísmo.
– Se ha derrumbado -confirmó Chad-. Decían que Dios ha muerto. Pero ha sido al revés. Sin el Creador nadie sabe quién es ni lo que hace.
– Desde luego, el doctor Andrew no sabe lo que hace -terció Hat-. Seguro que conoces a su mujer, Shahid. ¿Deedee Osgood?
– ¿Osgood? ¿Es su mujer?
– Su mujer.
– ¡Pero no puede ser!
– ¿Por qué?
– Porque no es como él.
– ¿Es que te gusta? -inquirió Sadiq-. He visto cómo se te caía la baba.
– Ya sabéis -dijo Chad en tono firme-, sin conciencia de Dios se puede hacer cualquier cosa impunemente. Y entonces está uno perdido. Pero yo sé que Dios me vigila. Y si ve hasta la más mínima puñetera cosa, tengo que tener mucho cuidado con lo que hago.
– Eso es como vivir en un cuarto de cristal, ¿no? -sugirió Shahid-. O en un invernadero.
Shahid volvió a la biblioteca. Su intención era seguir trabajando, dejarse llevar por la inspiración de la mañana. Pero el momento no sólo había pasado, sino que empezaba a notar que el desánimo se abatía como un toldo sobre él.
Ni siquiera podía decidir si recogía sus papeles sentado o de pie; o dejarlo todo y salir a la calle bajo la lluvia fría con los demás locos, tomarse un Big Mac y un batido de leche y hacerse una paja en su habitación. Podría leer y estudiar, pero ¿con qué objeto? Sabía que quería ser una especie de periodista, en el ámbito cultural, en prensa o televisión. En su tiempo libre escribiría cuentos y, posiblemente, una novela. Pero todo quedaba en un futuro demasiado lejano para satisfacerle ahora.
Al recoger los apuntes, descubrió una hoja que él no había dejado allí. El bibliotecario abrió la puerta de su despacho y, a través de sus desiertos dominios, anunció:
– Vamos a cerrar.
Shahid abrió la nota grapada. No levantó la vista hasta que la leyó tres veces.
– No voy a impedírselo -dijo-. Porque tengo prisa.
Empezó a meter sus cosas en la bolsa. Le había escrito una mujer, dándole su dirección e invitándole a visitarla: aquella misma noche.
Ahora sí había motivos para volver a la habitación. Tenía que arreglarse.
Salió de la biblioteca, cruzó la Facultad y se encontró con el tráfico de la hora punta de la tarde. Por primera vez no observó nada en la calle.