18

A la mañana siguiente, tratando de evitar a los inquilinos de Deedee, Shahid cruzó el vestíbulo con cautela. Pero la puerta de la calle se abrió de golpe y apareció Brownlow como una tromba, escupiendo migas de croissant.

– ¡Hola, Tariq! ¿Tenemos la suerte de que nos hayas alquilado una habitación?

– ¿Cómo? Pues… no.

– ¿Qué haces aquí, entonces? -Brownlow lanzó a Shahid una mirada perpleja antes de añadir, sombríamente-: Ah, ya entiendo. Te estás tirando a mi mujer.

– Y que lo diga.

– ¿Va en serio?

– Bastante.

– Hay que joderse.

Shahid miró sorprendido a Brownlow; profesor de inglés y la palabra que más utilizaba era joder.

– A mí también me interesaban esas cosas, por supuesto -prosiguió Brownlow-. Cuando era más joven. Pero suponía que tu religión era muy estricta en esa cuestión. Debo haber interpretado mal el Corán. A lo mejor podrías enmendar mis errores en la materia algún día. O si no, consultaré a Riaz esta tarde.

– Buena idea.

– ¿Vas a la Facultad?

– Sí.

– Espera unos minutos y nos haremos compañía. Charlaremos. Pillaremos un croissant.

Brownlow tropezó en el primer escalón, recobró el equilibrio y subió a saltos la escalera.

Shahid seguía esperando cuando Deedee apareció en pijama. Tenía la expresión vidriosa del sueño.

Shahid la besó en los ojos. Ella se acurrucó contra él.

– Así que se ha descubierto todo.

– Sí. Te veré en la Facultad.

– Eso espero. ¿Shahid?

– ¿Sí?

– Dame otro beso.


Tenía que apretar el paso para mantenerse a la altura de Brownlow, que gritaba:

– Mis más sinceros parabienes.

– Muchas gracias -repuso Shahid, temeroso de preguntar qué había hecho para merecer ese homenaje.

– Estuve en Cambridge a finales de los sesenta, ¿sabes?

– ¿Los mejores años?

– Ni mucho menos. Pero tomé parte en la rebelión. Sartre era mi dios. -Miró a Shahid, como temiendo tratarle con aire condescendiente por mencionar a alguien que no conocía-. Y Fanon, desde luego, por quien Deedee siente a veces cierto interés. Los estudiantes constituían entonces una fuerza unida; eso era cuando la educación humanística contaba para algo. Recuerdo que pensaba: hemos derribado la barrera, han caído los muros del miedo y la sumisión, ya no tenemos que rebajarnos ante los dioses de la autoridad. Podemos sentar las bases de una historia más sensual.

Brownlow se detuvo, agitó el puño y empezó a mover las caderas mientras entonaba frente al gentío de la hora punta:

– Lyndon B. Johnson, LBJ, ¿a cuántos niños has quemado hoy? LBJ, LBJ, ¿a cuántos niños has quemado hoy? -Miró frenéticamente a Shahid y estuvo a punto de rodearle con el brazo, pero se contuvo-. ¿Lo has oído alguna vez?

– Hasta ahora, no.

– Lamento decirlo, pero me resulta increíble que haya jóvenes que nunca han experimentado esa impetuosa libertad. ¡Pero vosotros, Riaz, Chad y también las mujeres, en la época más reaccionaria desde la posguerra, lo estáis haciendo, no estáis aislados del pueblo ni os han intimidado! ¡Sois los modernos, la grandeza y la dignidad está de vuestra parte, ya lo creo!

– Pero en los sesenta -argüyó Shahid-, ya sabe, en aquella efervescencia social, no les gustaba la censura, ¿verdad?

– ¡Con la fuerza de nuestro aliento abríamos todas las puertas, las arrancábamos de sus goznes, mandábamos sus casas por los aires!

– Qué época tan alentadora -comentó Shahid-. Pero hace poco, Deedee, miss Osgood, quiero decir, mencionó una frase que repetían entonces. Y todavía la sostiene: «La imaginación al poder.»

– Debió aprenderla de algún amigo nuestro -repuso Brownlow con impaciencia.

– Entonces, ¿está a favor de censurar a ese escritor?

Brownlow dejó caer los brazos y pestañeó.

– Ya veo adónde quieres ir a parar. Ojalá…, ojalá sólo fuese una cuestión literaria. Pero no creerás que los liberales, que no hacen sino acalorarse con discursos pretenciosos, luchan por la libertad de expresión, ¿verdad?

– Yo creo…

– Sólo apoyan a su miserable clase. ¿Cuándo les habéis importado algo vosotros, los trabajadores asiáticos y vuestra lucha? En vuestro país nadie os coloniza, ni os humilla, ni os insulta. Y los liberales, que siempre han sido gente de lo más débil y complaciente, se cagan por la pata abajo porque sois una amenaza para su poder. El liberalismo no puede sobrevivir a esas fuerzas. Y si te encuentras con alguno, no olvides decirle que muy pronto se le van a prender fuego los pantalones.

– ¿A qué se refiere?

– Ya sabes a lo que me refiero -afirmó Brownlow con una estrepitosa carcajada. Torció bruscamente frente a los guardias de seguridad y le hizo el signo de la paz-. Ciao.

Aquella mañana, Shahid trabajó en la biblioteca lo más tranquilamente que pudo. No quería marcharse, tenía un presentimiento de lo que le esperaba fuera; pero era ridículo; estudiaba en la Facultad, no podía ocultarse.

A la hora del almuerzo fue a la cafetería y no vio a nadie conocido. Volvía a su pupitre, deseando pasar la tarde leyendo, cuando se cruzó con Hat y Sadiq, que iban discutiendo acaloradamente. Instintivamente trató de mezclarse con la multitud que se dirigía a las aulas. Pero Hat le había visto y, aunque Shahid mantuvo la cabeza agachada, se abrió paso entre la gente, gritando:

– Oye, yaar, adivina lo que ha hecho esa tía! Ahora mismo. Sadiq no se lo puede creer. Chad se va a subir por las paredes.

– ¿Qué estáis tramando?

Hat se ofendió.

– Vamos, hombre, no te pongas así, la cosa está empezando. -En señal de amistad lo tomó del brazo-. ¿Dónde estuviste anoche?

– Estuve ocupado…

– ¿Con qué? Te perdiste la reunión. Sin tus curiosos comentarios, no fue tan entretenida, hermano.

– Cuéntaselo, Hat, yaar -Sadiq no podía contenerse.

– Muy bien, vale -dijo Hat, dirigiéndose a Shahid, aun cuando éste trataba de alejarse-. Esa mujer, esta mañana, miss Osgood. Cogió el libro. ¿Y sabes lo que dijo, agitándolo como si fuera una compresa? Dijo: esto es literatura, el tema que vamos a tratar en la clase de hoy…, Orwell y todo eso. Hay amenazas, la libertad se derrumba.

– ¿Y qué pasó, entonces?

– Hay una siria y una hermana iraquí, y un paquistaní…

– Era yo, idiota-intervino Sadiq.

– Ah, sí. Se molestaron de que les restregaran la mierda en la cara. «¿Alguna idea?», pregunta ella, paseándose como una dictadora. «¿Alguna idea?» «Yo le daré una idea, profesora», digo yo. «Guarde ese libro antes de que… antes de que yo… Ya sabe lo que le digo, ¿verdad, miss Deedee Osgood?»

– ¿Por qué dijiste eso, Hat?

– Oye, ¿y por qué no? ¿Qué te pasa? Le digo claramente que nuestros padres pagan impuestos, que aquí deben enseñarse la erudición y las brillantes ideas británicas, que son la envidia del mundo, y no tacos.

– ¿Y qué dijo ella?

– Siguió con lo suyo. «Estamos en un aula. Debe haber comentarios, debate, discusión.»

– Insistió, entonces.

– Hasta que empecé a dar puñetazos en el pupitre, hermano. Y los demás me siguieron, haciendo ruido todos juntos. No me lo esperaba, apenas conozco a esa gente.

– Aparte de mí -le recordó Sadiq.

– ¿Cómo reaccionó? -quiso saber Shahid.

– Cerró la boca en el acto. Democracia en acción. Protesta estudiantil a tope. Se lo he contado a Brownlow y me ha dicho que tienen que escucharnos. Nuestras voces sofocadas por gente como Osgood, con mentalidad colonialista… Para ella somos sirvientes, no personas educadas. Así que miss Deedee tuvo que guardar el libro antes de que alguien se lo metiera en…

– ¿Se enfadó?

– ¿Ella? Ahí no acaba la cosa, hombre. ¡Nos vamos a enfadar nosotros!

– ¿Cómo es eso?

– Acabo de pasar frente a la sala de profesores y de allí salía la Osgood con un montón de hojas. Me puso esto en la mano. -Mostró una fotocopia-. Ha establecido un programa, que empezará mañana. Historia de la censura: importancia de la inmoralidad. Platón, los puritanos, Milton. -Miró la hoja con atención-. ¿Cómo se pronuncia esto? Baudelaire, Brecht. En fin, todos esos blancos como se llamen.

– Parece interesante -observó Shahid-. ¿Dónde hay que apuntarse?

– Oye, me hace gracia tu sentido del humor. Pero será mejor que te guardes los chistes, ya sabes lo que quiero decir, por tu propio bien.

Una vez más, Shahid trató de marcharse.

– Hasta luego.

– Vamos por ahí -le indicó Hat, dándole un codazo.

– Tengo que recoger los libros.

– ¡Demasiado tarde para libros! ¡Legión Extranjera a tope!

– ¡A tope! -coreó Sadiq.

Shahid nunca había visto al grupo tan excitado, con una emoción tan contenida y resuelta.

Chad y los demás estaban reunidos en un aula vacía montando panfletos en varios idiomas. Pero mientras observaba la seguridad con que Riaz daba instrucciones bien calculadas, Shahid se sintió primero confuso y luego desalentado al comprobar que el dirigente llevaba la ropa que le había prestado el día que se conocieron. Bajo la chaqueta, Riaz llevaba la camisa roja de Paul Smith, los vaqueros verdes desteñidos y los calcetines de topos de Chili.

– Chad -dijo Hat-. Echa una ojeada a este panfleto de Deedee Osgood, yaar, es dinamita.

Chad lo miró por encima.

– Yo la dinamitaré después, hermano, no te preocupes. -Se volvió hacia Shahid, que se dirigía a la puerta-. ¿Adónde vas?

– A la biblioteca.

Chad se balanceaba sobre la punta de los pies, como preparándose para echar a correr.

– No seas capullo, vamos a quemar esa aburrida mariconada. -Llevó a Shahid aparte-. Tu tarea consiste en buscar un palo largo…

– ¿Un palo?

– ¿Un palo? -le imitó Chad-. Sí, un palo de escoba.

– ¡Estás loco, hombre, si crees que vas a empezar a pegar a la gente!

– ¡Imbécil! Colgaremos esa basura y la quemaremos para que todo el mundo contemple nuestra protesta y grite hasta quedarse ronco. Y trae cuerda también. ¡Vamos!

– Chad, yo…

– Toma dinero…, ¡y tráeme la vuelta! -Con una palmada, le dejó en la mano un billete de cinco libras-. ¿A qué esperas, a que te metamos un poco de prisa?

– Ese hombre, haya hecho lo que haya hecho, estoy seguro de que no nos ha escupido ni negado el trabajo -dijo Shahid, dándose la vuelta-. Nunca te ha llamado basura paquistaní, ¿verdad?

El rostro de Chad se puso de color arcilla. Dio una patada en el suelo y, de un tirón, hizo volverse a Shahid.

– ¿Cuántas veces tengo que repetirte que ese hijoputa nos ha restregado la mierda por la cara?

– Quiero seguir discutiendo con el hermano Riaz -insistió Shahid, dando un paso hacia él.

– No empieces. ¡Estábamos discutiéndolo y te largaste con aquella azafata! El hermano Riaz está más enfadado que nunca contigo. ¿Qué hay de ese trabajo de máquina que te encargamos?

– Lo siento por ti, Chad. Sin él no eres nada.

– Estoy de acuerdo contigo.

– Sí, un perro sin amo.

– Conque un perro, ¿eh?

Chad lo atenazó prácticamente con los brazos, tirándole de las muñecas hacia abajo, de manera que Shahid, obligado a inclinarse hacia adelante, forcejeó por mantenerse erguido.

– Un perro sarnoso.

– Al menos…, por lo menos reconozco que hace falta un amo. No soy lo bastante arrogante para pretender que puedo hacerlo todo. ¿He hecho yo el mundo? -Empezó a hundir el dedo por debajo de la tráquea de Shahid, como si quisiera clavárselo-. Pero sí sé que, a diferencia de ti, no soy un cobarde.

– Chad…

– ¡Porque tú siempres estás hablando pero nunca actúas! ¿Y sabes por qué? ¡Porque has tenido una vida fácil! ¡Esas chorradas que me contaste el primer día no eran más que para hacerte el interesante! Ah, sí, sé lo mentiroso que eres. ¡Se tomarán medidas!

Shahid recordaba la forma en que Chili se reía echando la cabeza atrás cuando alguien le insultaba, como si la idea de que le dieran un puñetazo fuese divertida. De todas formas, Chili sabía kárate y no solían pegarle. Con todo, Shahid dedicó su más amable sonrisa a la lisa y ancha cara de Chad.

Chad lo agarró por la pechera de la camisa, lo atrajo hacia sí y lo lanzó hacia la puerta. Shahid salió de la Facultad; no de buena gana, pero al menos estaría lejos de ellos. Tendría tiempo para pensar.

Iba caminando, presa de agitación, sin preocuparse de la dirección que tomaba, cuando Tahira lo alcanzó a la carrera. El pañuelo se le había caído de la cabeza; mechones de pelo le quebraban el óvalo de la cara, que restableció con todo cuidado.

– He visto lo que ha pasado, Shahid. Chss. -Le puso un dedo en los labios-. No te sientas humillado, pero recuerda, esto sólo es una etapa del camino. Te estás comportando como si fuese todo el viaje. -Quería decirle algo más, pero le resultaba difícil-. Desde el principio… me gustas.

– ¿Que te gusto?

– ¿De qué te sorprendes? Eres más tolerante que los demás. Pero ¿por qué estás siempre pensando en otra cosa?

– En los estudios.

Ella le lanzó una mirada traviesa.

– ¿O es en otra persona? -Hubo una pausa. Ella esperaba, pero Shahid fue prudente y no contestó-. Me pregunto quién será. Déjame adivinar. Creo que es… -Él echó a andar-. No te vayas, por favor. Nos han encargado algo. ¡Shahid!

Ella lo condujo bruscamente a una ferretería, donde compraron una escoba y un rollo de cuerda. Fuera, Shahid trató de que le cogiera las compras, diciendo:

– Lleva esto al hermano Riaz.

Tahira no lo consintió; sabía lo que pretendía hacer. Le hizo volver rápidamente a la Facultad.

– No es momento de abandonar. Tenemos que creer en algo y defenderlo; de otro modo, nos vencerán.

Era antes del almuerzo en un día normal y corriente; las clases estaban llenas. Pronto se congregaría todo el mundo en el patio. Y allí estaba él, guardando la llama con el hermano Riaz, Chad y los demás. ¡Estupendo!

Ahora quería colaborar/entregarse al amargo nihilismo, la destrucción y el odio. Le encantaría que la locura le recorriese el cuerpo, como si asistiera a un desmadre de adolescentes en Kent.

Vio de pronto a un guardia de seguridad que bajaba por las escaleras. Seguro que adivinaría su sentimiento de culpa. Dando por sentado que la escoba era un arma, le pararía para interrogarlo antes de llevárselo. Lo expulsarían de la universidad. Por la tarde estaría en el tren, en compañía de sus maletas. Aquella noche se sentaría junto a su madre mientras Tipoo le traía el té, convertido ya en el «cabeza de familia».

Ocultó la cuerda en la chaqueta y se puso a barrer.

– Pero ¿qué haces? -exclamó Tahira-. ¡Shahid!

Ya no distinguía entre la cordura y la demencia, la injusticia de la razón, el bien del mal. ¿Por dónde empezar? Por ahí no se iba a ningún sitio. Pero ¿por dónde, entonces? ¿Quién sabía? ¿Cómo se les haría justicia? Todo estaba en marcha; nada podía detenerse, el mundo era un torbellino, las brújulas giraban aturdidas. En su mente, la historia se sumía en el caos y él caía dando tumbos por el espacio. ¿Dónde aterrizaría? Si el guardia le preguntaba cuántas eran dos y dos, ¿qué le contestaría?

Con la mayor calma de que era capaz, pero sin saber lo que hacía, limpió el suelo con la escoba.

Cuando el guardia de seguridad pasó de largo, Shahid, perseguido por Tahira, se dirigió a la parte trasera del edificio, hacia el patio, donde iba a celebrarse la manifestación. Por el camino, quería volver a ver a Deedee.

Pasaron frente a la caseta donde enseñaba a «sus chicas», alumnas negras que estudiaban moda. Una de ellas, un tanto cohibida, estaba subida en una silla. Las demás aplaudían entre risitas nerviosas. Deedee también reía, señalando los zapatos de la chica. ¡Qué vitalidad tenía; cómo disfrutaba la gente en sus clases!

Shahid cerró los ojos y siguió andando.

– ¿Qué ocurre? -inquirió Deedee a su espalda, empujándolo detrás de la caseta-. ¿Estás enfermo?

Era un gesto de brusca intimidad, con su rostro suave y su aliento muy cerca de él. Tahira se quedó rezagada, observando.

A Shahid le castañeteaban los dientes. Deedee quería protegerlo, y en aquel momento él no podía agradecérselo más. Ella miró la escoba y la cuerda como si fueran pruebas en un proceso.

– ¿Estás ayudando al conserje o es que vas a montar en esa escoba?

Se le cayó la cuerda y se agachó a recogerla.

– Ha habido un accidente.

– ¿Dónde?

– Se ha roto algo. Tengo que arreglarlo.

– ¡Dime la verdad! ¿Para qué es la cuerda?

Él le apartó las manos.

– ¡Déjame en paz!

– Sabes que te quiero. ¿Sientes algo parecido por mí?

– ¿De dónde sacas esa idea? Tengo que irme ya.

– ¿Qué estabas haciendo? -le preguntó Tahira, cuando él logró desprenderse de Deedee y seguir su camino.

– Me está corrigiendo un ejercicio.

– Esa mujer es muy mala.

– ¿En qué sentido?

– Riaz tiene pruebas de que sus familiares son nudistas.

– No sabía que fuesen tan interesantes.

– ¿Te gusta ser cínico, Shahid?

– Pensándolo bien…

– ¿Qué?

– Me parece que sí.

Ella lo miraba fascinada.

Shahid tendió a Chad la escoba y la cuerda.

– Bien, muy bien -aprobó Chad, lanzando una mirada a Tahira-. Eres de lo que no hay. Llévalo tú.

Sadiq había conseguido una lata de gasolina. Hat había llevado unos altavoces de su habitación y un micrófono prestado por la Facultad. Mientras, otros hermanos y hermanas distribuían panfletos en la cafetería, en las escaleras, en la sala de descanso, después de situarse a la salida de las últimas clases de la mañana.

Shahid, Sadiq y otros cuantos salieron al patio de la Facultad, un recinto cerrado y tan severamente asfaltado como el recreo de un colegio, donde los alumnos jugaban al baloncesto. Riaz lo había escogido para la manifestación.

A la salida de clase los estudiantes empezaban a congregarse allí. Algunos se subían a pupitres abandonados para ver mejor. En torno al patio se abrían ventanas y se asomaban racimos de cabezas. Se oían vítores y abucheos. Hat hacía pasar a la gente al patio ordenando a grandes voces que no hicieran ruido. Para su sorpresa, Shahid vio que Brownlow ayudaba a Hat. Observó el ambiente festivo, las risas y la despreocupada curiosidad, los chicos evolucionando con los patines.

El patio estaba casi lleno cuando Chad ató el libro al palo de escoba y lo agitó en el aire. Cerca, una pareja no dejaba de besarse en la boca, alzando la vista de vez en cuando -girando la chica el índice sobre la sien-, incluso cuando Hat empapó las páginas con gasolina.

Dos guardias de seguridad se dirigían hacia Chad. Tenían que impedirlo: no podían haberles concedido permiso para aquella manifestación en el recinto de la Facultad. Iban a poner fin al asunto, sin duda. Pero Shahid no deseaba, en aquel momento, que interrumpieran el acto. Desde luego no se habría vuelto de espaldas, asqueado. Quería ver cómo ardía cada página.

Cuando los guardias se acercaban a Chad, Brownlow se dirigió a ellos, extendiendo los brazos en un gesto de calma, y empezó a darles explicaciones. Pero le había vuelto el tartamudeo y los guardias, divertidos, intercambiaron miradas, más interesados en la conducta de aquel profesor que en el acontecimiento mismo, pues al fin y al cabo se desenvolvía pacíficamente. Shahid no ignoraba, sin embargo, que Brownlow se jugaba la carrera participando en la manifestación.

Shahid vio que Deedee había salido del edificio y se había quedado al fondo, con algunas de sus alumnas y admiradoras.

– ¡Dios mío! -gritó, llevándose una mano a la cabeza-. ¡Qué nos está pasando!

Impetuosa y resuelta, se abrió paso a codazos entre el gentío hasta llegar a Brownlow. Estaba lo bastante furiosa como para darle un tortazo, pero la gente la miraba embobada y no habría sido buena idea. Reprendió a su marido, que miró a Riaz, sacudió la cabeza y tartamudeó aún más, haciendo inútiles y espasmódicos gestos con los labios. Deedee se movió en torno a él, buscando algo con que llamar la atención, pero los estudiantes empezaron a reírse de ellos por elegir aquel momento para una disputa «conyugal».

Riaz respiró hondo. Se subió a la caja que había colocado Hat y empuñó el micrófono que le tendía Sadiq. Hasta entonces, esperando a un lado, Riaz había tenido un aspecto insignificante, aturdido incluso, como el que Lenin debió de tener en la Estación de Finlandia cuando por fin llegó el momento de actuar.

– Buenas tardes -dijo para probar, carraspeando.

– ¿Qué vais a hacer con ese libro? -resonó la voz de Deedee.

Riaz pareció estremecerse antes de dirigirse hacia ella a través de las cabezas que se volvían.

– Si me permite, quisiera decir algo.

– Vais a quemarlo, ¿verdad?

Eso era ayudarle. Riaz se dirigió al público.

– Lo explicaré dentro de un momento.

– ¿Entendéis verdaderamente lo que significa eso?

– Perdóneme, pero ¿es que las autoridades van a amordazar a un asiático, impidiéndole expresarse libremente?

– No, no -murmuró la gente.

– Pero ¿por qué no lo leéis primero? -inquirió ella.

– ¡Deja hablar al hermano! -gritó alguien desde una ventana.

– ¡Le toca a él! -convino otra voz entre el público.

– ¡Dilo, hermano!

– ¡Adelante, tío!

– ¡Habla ya!

– ¿Lo ve usted? -dijo Riaz, mientras las voces subían de tono-. ¡Esto es democracia!

– ¡Democracia! -remedó ella.

– ¿Puedo empezar?

– Creo que vosotros…

– ¿Es que los partidarios de la supremacía blanca van a darnos esta tarde lecciones de democracia? ¿O nos permitirán ejercerla, por una vez?

El público se volvió expectante a Deedee, que escrutaba la multitud buscando apoyo. Se encontró con la mirada de Shahid; lo miró fijamente un momento. Esbozó una sonrisa, como para decir: nosotros nos comprendemos, pero en cambio echó a andar con aire abatido.

Unos estudiantes resollaron y empezaron a sisear. Otros rieron disimuladamente. Una voz se abrió paso entre los murmullos de incertidumbre.

– ¡Lárgate, zorra blanca!

– ¡Sí! -gritó otra voz, y otra.

Deedee agitó el puño hacia Riaz y gritó:

– ¡Salvadnos de nuestros salvadores!

Desapareció a toda prisa.

– Gracias -dijo Riaz-. Por fin. Ahora podré empezar.

Riaz utilizó su ironía habitual, haciendo hábiles pausas mientras desarrollaba su argumento típico sobre los crímenes cometidos por los blancos contra negros y asiáticos en nombre de la libertad. Dios, como un viento favorable, estaba de su lado. Shahid recordó cuando Brownlow manifestó su deseo de creer en Dios. En aquel momento lo consideró una afirmación cínica, pero ahora no estaba tan seguro. ¡Qué ventajas podía procurar Dios… en determinadas circunstancias de la vida!

Riaz habló brevemente antes de mirar a Chad y levantar un dedo. Chad ladeó el libro. Las hojas temblaron en la brisa como las alas de un pájaro. Hat les aplicó un mechero. Sadiq y Tahira retrocedieron de un salto. El humo cubrió el volumen antes de ascender en el aire.

La gente gritó y vociferó como si estuviera en una exhibición de fuegos artificiales. Se alzaron puños hacia el libro, convertido en un ramillete de llamas. Y el antiguo Trevor Buss, Mohamed Shahabuddin Alí-Sha, alias Hermano Chad, que lo enarbolaba hacia el cielo, soltó una carcajada de triunfo.

Sadiq empezó a dar vítores; como Hat, Tariq y los demás, con intensa satisfacción. Shahid se había mezclado con la multitud, ni en primera fila ni detrás. Esperaba que sus amigos no le vigilaran. Pero ¿cómo evitar sus ojos? Miró hacia ellos y Hat le vio. Con expresión culpable, como si no disfrutase tanto como debiera, apartó inmediatamente la vista. Quería parecer neutral, pero sabía que era imposible. No es que no sintiera nada, como muchos de los presentes. Más que otra cosa, se sentía avergonzado. No podía sumarse a los demás, pero tampoco apartarse de ellos.

Observando entre la multitud la expresión de Chad, se alegró. ¡No quería que su rostro mostrara alguna vez aquella extática rigidez! Le asombraba la imbecilidad de la manifestación. ¡Qué estrechez de miras, qué poca inteligencia, qué… vergonzoso era todo! Pero ¿acaso era mejor él por carecer de su fervor, por intentar escabullirse? No, peor; por su tibieza. ¡No era lo bastante simple!

– Esto no está bien -dijo a uno que estaba a su lado-. ¿Qué le pasa a nuestra comunidad?

– ¿Qué más te da? -le respondió el estudiante-. No es más que un libro.

Un estremecimiento recorrió los capítulos; páginas chamuscadas remolinearon entre la multitud. Un párrafo tomó la dirección de Kilburn; varios pasajes volaron hacia Westbourne Park; media cubierta se disparó a las alturas.

– ¡Eh! -gritó alguien-. ¡Han llamado a la policía!

La policía no era bien vista en la Facultad: era más probable que estallaran disturbios con su presencia que con la quema de literatura. De inmediato, con expresiones de desprecio, la multitud empezó a dispersarse en todas direcciones. Por lo que fuese, el micrófono se desconectó. Sadiq se precipitó a arreglarlo.

Riaz hizo megáfono con las manos y gritó confusas consignas. Los miembros de su cuadrilla prestaron atención, pero les distrajo una conmoción a la entrada del patio, adónde se dirigió Shahid. Era Deedee. Acababa de salir del edificio con tres policías. Señaló a Riaz y a Chad. Entonces Brownlow se apresuró hacia ellos y empezó a hablarles.

Chad escapó a la calle por una puerta lateral del patio, llevando el socarrado y maloliente libro por encima de la cabeza como un paraguas destrozado y gritando incoherencias en urdu. Riaz se tambaleó en la caja y cayó de costado. Recobró la compostura y se quedó parado, mirando en torno, sin saber qué hacer.

Hat, Sadiq y Shahid recogieron los altavoces y los metieron a toda prisa en el edificio justo cuando los bomberos aparecían por la otra puerta.


Habían quemado el libro. La ceremonia había resultado un poco pobre, pero era lo que querían y ya estaba hecho. Pese a las llamas, no había ocurrido un desastre ni se habían producido víctimas directas. La decana pretendía castigar a los incendiarios de libros, pero Shahid dudaba de que tomara medidas por miedo a exacerbar la situación. Sospechaba desde tiempo atrás del grupo de Riaz pero, temiendo acusaciones de racismo, les había asignado un cuarto para sus oraciones y por lo demás solía evitarlos, incluso cuando ponían carteles sediciosos.

Unos estudiantes iban a la cafetería; otros asistían a clase y frecuentaban la biblioteca. La normalidad se restablecía rápidamente. Las instituciones británicas podían estar podridas, pero existían desde hacía mucho y aún se mantenían en pie; aunque a Shahid le desagradara pensarlo, aquel ataque sin importancia, o incluso docenas de atentados semejantes, no representaba una gran amenaza.

Ahora no podía ir a la biblioteca. Recogió sus cosas, a sabiendas de que debía estar con Deedee. Pero tenía miedo de su zozobra y de su propia capacidad de afrontarla, de que estuviera enfadada con él, de que aquello hubiera sido demasiado y de que se hubiese acabado todo entre los dos.

En la puerta del aula, Deedee había clavado un aviso de que cancelaba sus clases. Shahid supuso que estaría discutiendo la situación en el decanato.

Frente a la Facultad, había una página chamuscada en una alcantarilla. Pero los autobuses circulaban, los puestos de kebab estaban abiertos, la gente empujaba cochecitos de niños y volvía del trabajo a casa. En las escaleras del metro un cura se había agachado a leer la Biblia a un mendigo adolescente que se pasaba el día allí sentado. Ninguna de aquellas personas tenía noticia de que cerca habían quemado un libro. Y a muy pocas, quizá, les habría importado. No obstante, por la mañana había estallado otra bomba en la City: había controles en muchas calles. Sabía que sería un error pensar que todo seguiría igual.

Quería volver a su habitación, cerrar de un portazo, sentarse y coger la pluma; así recobraría la razón. La destrucción de un libro -un libro que era una pregunta- representaba una actitud ante la vida que tenía que considerar.

Estaba subiendo las escaleras cuando, cerca de su piso, oyó voces conocidas. Soltó un taco. Deben de haberse reunido en la habitación de Riaz. Estuvo por volverse. Se iría. Había abandonado el grupo. No es que hubiera tomado una decisión: la alianza había concluido en el momento en que Hat empapó el libro de gasolina. Había aprendido mucho de lo que no le gustaba; ahora se entregaría a la inseguridad. El conocimiento quizá viniese de la ignorancia, y no de la certidumbre. Eso esperaba.

Esperaba, también, que la separación fuese sencilla. O al menos que no hubiese confrontación. No quería exponer sus razones ni tampoco verlos durante una temporada. Al mismo tiempo no deseaba evitar a sus antiguos amigos como si fuese un delincuente o un paria. La vida en la Facultad sería insoportable.

Y no quería que le obligaran a marcharse de la residencia. No podría pasar frente a la habitación de Riaz sin que se dieran cuenta.

Llegó a lo alto de las escaleras y vio que no estaban en la habitación de Riaz. Chad, Hat, Tahira, Sadiq, Tariq y Nina habían abierto su puerta que, desde que la forzó Chili, no cerraba bien.


Permaneció en pie ante su mirada hostil. Guardaron silencio. No había sitio donde sentarse. Hat estaba junto al ordenador, abanicándose con un disquete. Shahid señaló la pantalla.

– ¿Quieres que te eche una mano con eso? Chad se levantó, arrebató el disco a Hat y se lo guardó en el bolsillo. Hat apartó la vista.

– ¡Vamos a verla ahora mismo! -sugirió Sadiq, reanudando la conversación.

Hat miró a Shahid con aire culpable.

– No está en su despacho.

– ¿Lo comprobaste, entonces? -preguntó Chad.

Su respuesta fue casi inaudible.

– Me dijiste que lo hiciera.

– Bien.

Hubo un silencio.

– Una cosa es cierta -dijo Sadiq, al cabo-. Envió contra nosotros al Estado británico.

– Sin ningún escrúpulo -convino Chad-. Está en contra de la autoridad, pero intentó que nos detuvieran. Una hipocresía increíble.

– He averiguado algo que voy a deciros para vuestra información -anunció Sadiq-, Osgood escoge a sus amantes entre los alumnos caribeños y asiáticos. Demostrado. -Tahira y Chad se miraron. Hat asintió gravemente. Sadiq prosiguió-: Hay pruebas. En la Facultad se sabe que se lo monta con dos rastafaris. Por motivos políticos, ahora sólo elige amantes negros o asiáticos.

Tahira se ajustó el pañuelo.

– Nuestro pueblo siempre ha sido un objeto sexual para los blancos. No es raro que detesten nuestra modestia.

– Esa sacerdotisa de la pornografía anima a los hermanos de color a que tomen drogas -continuó Sadiq-. Cuando se la follan, se la oye por medio Londres, como la alarma de un coche. Y al final, suele abortar. ¡Tiene una cuenta de crédito con la clínica!

– Sadiq -le reconvino Tahira-. Te entusiasmas demasiado con esas cosas.

– Pido disculpas. Fijaos en su manera de vestir, con esa ropa tan estrecha, que parece una patata metida en un calcetín.

– Ojalá hubierais estado aquí el año pasado -intervino Chad-. Los posmodernos hicieron renegar de la verdad a una de nuestras chicas. La convencieron de que abandonara a sus amantes padres, que se pusieron en contacto con el hermano Riaz y conmigo. La llevaron a un escondite. Esa pobre gente estaba destrozada. Obligaron a la joven a decir que la religión trata a las mujeres como ciudadanos de segunda clase. Riaz se ocupó personalmente del asunto. La chica fue a una residencia de estudiantes y convino en hablar con sus padres. ¡Hablar! ¿Sabéis dónde estaba? ¡Osgood la había escondido en su casa!

– ¿Esa mujer arrebató una hija a sus padres? -inquirió Tahira.

– ¡Sí! ¿Me atrevería yo a esconder en mi casa a un miembro de la familia Osgood para atiborrarle de propaganda? Si lo hiciera, ¿de que me acusarían? ¡Terrorista! ¡Fanático! ¡Demente! Nunca ganaremos. La idea imperialista no ha muerto.

– ¿Qué le pasó a la chica? -quiso saber Shahid.

– Buena pregunta -contestó Chad-. Porque la asesinaron.

– ¿Sus padres?

– ¿Cómo se te ocurre eso, idiota? No, se suicidó ella, en el Támesis. Eso es lo que pasa cuando las personas no saben lo que son.

– No podemos permitir que vuelva a ocurrir -declaró Tahira-. Vamos a hablar con ella.

– ¡Sí! -exclamó Sadiq.

– El hermano Riaz ha mencionado que, como mínimo, tienen que quitar el puesto a Osgood por sus ataques a las minorías. Y hoy nos ha privado de la libre expresión de nuestras ideas. ¿No es eso censura racista, Shahid?

Shahid bajó la vista.

– ¿Ha hablado alguna vez con nosotros? -inquirió Chad-. ¿Nos ha preguntado por qué no queremos que nos insulten? ¿Ha explicado por qué nuestras ideas siempre son inferiores a las suyas, a pesar de que sermonea con la igualdad a todo el mundo?

– Cree en la igualdad, vale, pero sólo si olvidamos que somos diferentes -añadió Tahira-. Si afirmamos nuestra individualidad, somos inferiores, porque creemos en tonterías.

– ¡Y nos ha vendido al Estado! -insistió Hat.

– Yo jamás hubiera hecho eso -aseguró Chad-. ¡Ni siquiera a mi peor enemigo!

– Vamos a su despacho a dejar las cosas claras -propuso Hat.

– ¡Sí, sí, que nos escuche, que respete nuestra libertad de expresión!

– ¿Qué dices? -preguntó Chad, mirando a Shahid.

– Los de seguridad os detendrán antes de que dirijáis la palabra a Deedee Osgood -advirtió Shahid.

– ¿Cómo lo sabes?

– Os expulsarán, además.

Chad se acercó a él y le dio un manotazo por encima de la cabeza, como si tuviera una avispa en el pelo.

– ¡Yo ya he dejado de estudiar! ¡Seré yo quien los expulse a ellos! ¡No subestimes nuestra fuerza! ¡Si seguimos tus consejos nunca haremos nada, aparte de quedarnos tumbados como gatos panza arriba! No, con mi talento habitual ya he pensado lo que vamos a hacer. Sé dónde vive. Esta noche iremos a su domicilio particular.

– ¿Qué? -dijo Hat.

– Habrá que darle una lección, para que aprenda -explicó Tahira-. ¿No te parece, Shahid?

– Me dan ganas de atizarle con esto -Sadiq extendió el puño-. Para que se acuerde de nosotros.

– Nadie te lo reprocharía. -Chad se dirigió a la puerta-. Riaz nos está esperando en la mezquita. Tenemos que discutir antes de la reunión con míster Rugman Rudder. Está a punto de tomar la decisión sobre lo del ayuntamiento.

Shahid se preguntó si le pedirían que fuese con ellos. Pero Chad sólo se palmeó el bolsillo.

– Gracias por el disco.

– ¿Cuál te llevas?

– Sólo la propiedad del hermano Riaz.

Shahid alargó la mano.

– Devuélvemelo, Chad, por favor.

– Piérdete.

– Pero todavía falta. Te lo daré esta noche, cuando esté terminado.

– Está terminado.

– No, Chad, no lo está.

Las facciones de Chad parecían tan duras como tierra helada.

– Ah, sí. Está terminado. Del todo.

Chad dio la orden de marcha con un gesto. Al salir, Sadiq entonó:

– ¡Profesora, delatora! ¡Profesora, delatora!

Shahid se derrumbó en la cama escuchando cómo los demás se unían al cántico mientras bajaban las escaleras.

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