14

Shahid asistió a dos clases y fue a la biblioteca. Era un estudiante organizado, capaz de recordar montones de datos y quitárselos de la cabeza después de un examen. Había comprendido lo que había que hacer, y con disciplina y concentración pasaría el curso sin apuros ni tener que estudiar por la noche. Cada vez le resultaba más aburrido, pero es que las cosas habían sido un poco raras últimamente.

Al salir a la calle vio que había salido el sol. A los londinenses les encantaban los días templados, y al menor atisbo de luminosidad se quitaban el abrigo, iban a Boots y se compraban gafas de sol. A la hora de comer paseaban por los parques, donde aquel año los narcisos y los iris empezaban a salir pronto, y levantaban esperanzados la cara al cielo. O bien, si seguía apretando el frío del invierno, iban al pub en grupo y se quedaban hasta las dos y media, comiendo budín de riñones y carne picada con cerveza rubia.

En un pub irlandés del barrio, Shahid tomó un emparedado de queso con gruesas tostadas de pan moreno, que untó de mostaza, encurtidos y salsa de tomate. No bebió nada; sabía que el pub estaría lleno de oficinistas, no de estudiantes. No se encontraría con ninguno de los hermanos.

Se recompensó por el esfuerzo de la mañana sacando una novela. Leyó con un lápiz en la mano, intentando ver la forma en que el autor lograba un efecto para reconstruirlo en su cuaderno de apuntes y modificarlo luego con sus propios personajes. Luego empezó un relato que tenía intención de titular «La carne, la carne».

Aquello era colosal, mucho más que satisfactorio; su imaginación bullía y se afianzaba. Seguro de sí y con ganas de trabajar, intuyó lo que podía hacer. ¿Había algo mejor? Entonces, una secretaria empezó a bailar por el pub, después de poner «Kiss» en el tocadiscos.

Poco antes se había sentado en clase de Deedee. Aquella mañana debía de haber tenido reunión -asistía a muchas, porque iban a privatizar la Facultad – y llevaba un traje de chaqueta negro con unos relucientes mocasines de color burdeos, un tanto deformados. Algo la había puesto irritable, de mal humor. Fulminó a un alumno que no había oído hablar de Freud. Recorrió el aula con aire enérgico y se quitó la chaqueta, bajo la cual llevaba una blusa de seda encarnada. De cuando en cuando se sentaba en el escritorio, balanceando las piernas como si quisiera patear a los alumnos y ajustándose bien la falda entre los muslos. Y lo hacía, pensó Shahid, con deliberación. Pero ella creía que la educación debía ser estimulante. Al final dio las gracias a los alumnos; cuando Shahid recogió sus cosas, Deedee ya había salido del aula.

– Deedee -la llamó-. Espera un momento.

Estaba en las estrechas escaleras, cercada por los «Tres grados cero», una afrocaribeña, una india y una irlandesa con el pelo rosa. Tenía un pequeño grupo de admiradoras que desfallecían en cuanto asomaba inesperadamente por una esquina. Pero aquellas tres eran las más devotas, se vestían como ella y la estudiaban como si fuese Madonna.

Shahid siguió a las admiradoras, que se apresuraban tras ella, y estaba a punto de alcanzarlas cuando Deedee se detuvo a hablar con Tariq, uno de los hermanos. Sabiendo que no era prudente que lo vieran con ella, dio un par de veces la vuelta al edificio. Al volver, las admiradoras estaban plantadas frente a la puerta de la sala de profesores. Esperó media hora, inútilmente. Se fue al pub.

Luego se marchó a casa, a ver si había llamado.

Se dio cuenta, al subir las escaleras, de que se había olvidado de Chili. Por la mañana, cuando Shahid se marchaba a la Facultad, Chili se había levantado del suelo y se había derrumbado en la cama con los ojos abiertos. Pero ya se había ido, y la taza de café que le había preparado estaba intacta junto a la cama.

Shahid estaba trabajando en el manuscrito de Riaz cuando Hat llamó a la puerta.

– Nos necesitan en el East End -anunció al entrar.

Shahid volvió a la mesa y continuó escribiendo en el ordenador. Hat se acercó a él por detrás y le puso las manos en los hombros.

– La familia se muda al otro piso. El marido sigue en el hospital. Necesitan ayuda para sacar las cosas.

– Aparta los ojos de lo que estoy haciendo.

Automáticamente, Hat dio un paso atrás.

– ¿No quieres venir?

– No me toca a mí. Tengo que pasarle esto a Riaz.

– Déjalo, de momento.

– Me limito a cumplir órdenes.

– Riaz quiere verte -suspiró Hat-. Ha pasado algo más.

– ¿Qué?

– Chad lo mantiene en secreto.

– Como siempre.

– Vamos, Shahid; venga, muchacho. Ya sé que Chad tiene sus rarezas y todo eso. Pero ¿no te apetece un poco de bindi?

Por el camino hicieron un alto en el restaurante del padre de Hat.

Hat le hizo sentarse y le llevó comida y un poco del fuerte chutney de manzana que hacía su padre. Luego, picando rábanos de una fuente, se inclinó sobre la mesa.

– Prueba este chana, yaar -dijo, metiendo el tenedor entre los garbanzos y levantándolo hacia la boca de Shahid-. Pero, Shahid, ¿qué te pasa, muchacho? Hemos notado que estás un poco raro. Alguien ha dicho que ocultas algo.

– ¿Tú lo crees, Hat?

– Yo no puedo decir que te haya visto hacer nada malo.

– Pero ¿alguien sí?

– Estás angustiado por algo. ¿Qué te pasa? ¿Sigues sin creer?

Shahid no contestó. Hat le caía bien; no quería entrar con él en un tema que podía acabar en discusión. De manera que, pese a que Hat le miraba con afecto, como diciendo: «Aquí tienes a alguien que te escuchará, si quieres contárselo», cosa que Shahid le agradecía, se limitó a responder:

– No te preocupes por mí, Hat, sólo estoy pensando en un problema personal.

– No olvides que soy tu amigo -le recordó Hat.

Mientras bajaban con gran esfuerzo camas, guardarropa, nevera, televisión y juguetes de los crios a la camioneta, Shahid se cruzó con Chad en la escalera y le oyó decir:

– Qué bien, ¿no?, la decisión de los iraníes.

– ¿Lo de la fatwa?

– Sí.

– Lo mencionaron hoy en la Facultad -intervino Shahid-. Pero no lo entendí bien. No lo dirán en serio, ¿verdad?

– Ese libro lleva mucho tiempo circulando impunemente por ahí -contestó Chad-. Nos ha insultado a todos: al profeta, a sus mujeres, a toda su familia. Es un sacrilegio y una blasfemia. El castigo es la muerte. Ese individuo irá al patíbulo.

– ¿Estás seguro de que es necesario?

– Está escrito.

A Shahid le había gustado Los hijos de la medianoche; admiraba a su autor. No comprendía la indignación de Chad.

– Y si nos ha insultado, ¿no podemos olvidarlo tranquilamente? -sugirió-. Si algún imbécil te llama hijoputa en el pub, es mejor no hacer caso, ¿sabes? No debías dejar que te afectaran esas cosas.

Chad lo miró con recelo.

– ¿De qué hablas?

– ¿Qué?

– ¿Qué quieres decir exactamente?

– Pues lo que he dicho.

Chad sacudió la cabeza con aire de incredulidad.

Pronto resultó que las cosas ya habían ido muy lejos. Mientras se cruzaban unos con otros con los enseres de la familia, Shahid comentó el asunto con Tahira, Sadiq y Tariq. Todos estaban de acuerdo. Riaz había comunicado a Chad que se congratulaban de la medida del ayatolá, y Chad había transmitido la noticia al grupo.

Chad y Shahid se encontraron en el piso vacío.

– Eso no es todo -dijo Chad, lanzándole una mirada severa-. Hay más pruebas contra él. Nadie puede dudarlo ya.

Shahid supuso que era a eso a lo que Hat se había referido antes.

– ¿Qué pruebas?

– No voy a decírtelo ahora; hay mucho que hacer -repuso Chad, saboreando el secreto.

Para entonces, el resto del grupo, que había terminado aquella fase de la mudanza, se había reunido en torno a él.

– Ah, ¿de qué se trata? -preguntó Tahira.

Chad disfrutaba de aquel momento, pero no podía decir más; sin embargo, tenía que ofrecerles algo.

– Lo único que puedo decir, sólo para orientar vuestra curiosidad, es que hemos recibido una señal milagrosa.

– ¡Una señal! -aplaudió Tahira-. ¿Qué suerte tenemos? ¿De qué clase?

– Una flecha.

– ¿Una flecha? -repitió Shahid.

– Sí, una flecha que apunta directamente al autor.

– ¿Qué tipo de flecha? -quiso saber Hat.

– ¡No seas idiota! ¡Cuántos tipos de flecha hay, joder! -exclamó Chad que, a punto de insultar a Hat, se contuvo ante la sonrisa de advertencia de Tahira-. Sólo diré una cosa. Es una flecha en forma de fruto.

Se quedaron pensándolo.

– Será un plátano -concluyó Hat.

– No, no es un plátano. ¡Te voy a dar un guantazo que te va a volver la cara del revés!

Cerraron la camioneta, condujeron unos tres kilómetros y, dirigidos por la aliviada mujer, lo desembalaron todo en un piso casi idéntico de un barrio bengalí. Luego, cuando se cansaron, Chad les mandó subir a la camioneta vacía. En vez de conducirlos a casa, los llevó a las afueras del norte de Londres.

Tras recorrer unos kilómetros en un tenso silencio, Chad anunció:

– Esto es estrictamente confidencial, pero creo que ya puedo revelaros que la flecha es una berenjena de huevo.

– ¿Cómo?

– Escucha y calla.

– ¿Qué es una berenjena de huevo? -inquirió Hat-. ¿Cómo se puede plantar un huevo?

– Échate la cremallera, Farhat -le ordenó Tahira.

– ¿En qué se parece una berenjena a una flecha? -preguntó Shahid.

– ¡Pandilla de estúpidos! -gritó Chad, quitando las manos del volante y llevándoselas de golpe a las orejas.

La camioneta se desvió al centro de la carretera y ellos le gritaron que de vez en cuando mirase por el parabrisas.

– ¡Entonces, escuchadme! ¡No creéis problemas a vuestro hermano!

Les contó que, al partir una berenjena, un devoto matrimonio del lugar descubrió que Dios había grabado palabras sagradas en la esponjosa pulpa. Mulana Darapuria había confirmado que la berenjena era un símbolo sagrado.

– Y la hemos expuesto -concluyó Chad.

– ¿Dónde?

Chad señaló hacia adelante.

– Estoy autorizado para comunicaros que nos estamos acercando al sitio donde se expone la berenjena.

Chad añadió que Riaz había organizado una cuadrilla de hermanos que, en colaboración con algunos entusiastas de la localidad que ya se encontraban en sus puestos, vigilaban la puerta de la casa para garantizar el orden entre la muchedumbre y para evitar que la prensa asumiera una actitud sensacionalista sobre el mensaje divino, que se estaba borrando rápidamente. Como en el piso donde habían montado guardia, se organizarían turnos.

Shahid vio que Riaz los estaba esperando con otros hermanos y hermanas de la universidad que vivían en la zona. El grupo de Chad entró en fila en la casita del extrarradio. En la habitación de la entrada, guiñando los ojos, Shahid observó la reseca pulpa de la berenjena. Hat, Tariq y Tahira estaban a su lado.

– Puedo leerlo -anunció Tahira-. Dios me ha concedido la visión.

– ¿Lo ves tú, Hat? -preguntó Shahid.

Dio la impresión de que Hat asentía.

Shahid salió fuera a tomar el aire y se apoyó en un muro frente a la casa. Resolvió no entrar de nuevo y volver a su habitación. Se dirigía a la parada del autobús cuando se encontró con Riaz, que daba vueltas ansiosamente, con los párpados enrojecidos por la tensión. Pareció alegrarse de ver a Shahid.

Shahid se dio cuenta de que era muy raro ver a Riaz solo; incluso cuando trabajaba en su escritorio siempre había alguien con él.

– Assalam aleikum -le saludó.

– Salam, hermano.

Observaron en silencio al gentío. Shahid pensó en lo que quería decirle, ahora que tenía oportunidad.

El excitado pero paciente público hacía cola de cuatro en fondo a lo largo de la cerca de varias casas adosadas e idénticas. No hacía calor, y muchos iban bien abrigados. Podían estar haciendo cola para ver una película india, pero entonces no habría habido tantos ancianos con aspecto de salir únicamente para visitar a los parientes, asistir a un entierro o presenciar un milagro. Había un ambiente festivo, además, y se saludaban a gritos, paseaban, chismorreaban.

Un anciano a quien Shahid conocía del consultorio de Riaz dejó la cola y se acercó a ellos, quejándose de que los ricos de la localidad -propietarios de restaurantes, importadores, dueños de prósperas tiendas de aparatos eléctricos y de artículos deportivos-habían llegado a la Casa del Milagro conducidos por sus chóferes. O habían aparcado en doble fila dirigiéndose tranquilamente a la casa y saltándose la cola.

– Fijaos, mirad.

Una pareja estaba haciendo lo que acababa de describir. El hombre, rechoncho, llevaba una camisa blanca como de seda y unos pantalones negros, muy ajustados. Tenía gafas refractantes, una cadena en el cuello, un anillo en la oreja y una gruesa pulsera, todo de oro. Un manojo de llaves se balanceaba de su cinturón de piel de cocodrilo. Con el pelo peinado en una densa masa sobre la cabeza, teñido de alheña, parecía que le hubieran colocado una hogaza de pan en el cráneo a guisa de corona. La mujer, de tez más clara que el hombre, llevaba una ajustada camiseta rosa, vaqueros blancos y zapatos blancos de tacón. Sin joyas, porque no podía competir con el marido.

Shahid afirmó que los suyos y él harían lo posible para evitar ese comportamiento.

– ¿Lo matarías por escribir un libro? -preguntó súbitamente a Riaz.

Riaz tenía poca presencia física. Shahid se lo imaginó en el colegio, en un rincón del patio de recreo, con la cara entre las manos, tratando de esquivar los golpes de los abusones.

– Sin remisión. Es lo menos que le haría. ¿Sugieres que no es justo?

– Me revuelve un poco las tripas.

– ¿Y por qué?

– Es un hecho muy violento.

– A veces hay violencia, sí, cuando se comete una maldad.

– Pero ¿no predicamos el amor, hermano?

Riaz le puso la mano en la espalda; se alejaron de la casa.

– ¿Eres anarquista?

Shahid titubeó.

– No creo.

– ¿Y entonces? Para integrar los diversos elementos, en la sociedad tiene que haber orden. Todos estamos indignados.

– Lo sé, pero…

– ¿Es que no estás con tu gente? Míralos, vienen de aldeas, son medio analfabetos y aquí no los quieren. Continuamente sufren la pobreza y el insulto. ¿Acaso no tenemos que darles voz en este país donde presuntamente impera la libertad de expresión? ¿No somos, al fin y al cabo, los afortunados?

– ¿Afortunados, hermano?

– Somos personas de cierta instrucción. No estamos esclavizados, día y noche, en una tienda o una fábrica. Pero eso significa que tenemos otras tareas, ¿no? No podemos olvidarnos de nuestra gente y vivir sólo para nosotros.

– No.

– Y si lo hiciéramos, ¿no significaría eso que habríamos asimilado por completo la moral occidental, que es absolutamente individualista?

Riaz se interrumpió para saludar a alguien.

Shahid vio que, en el jardín de al lado, un blanco de edad avanzada y su mujer habían montado una mesa para vender zumo de frutas y bocadillos, pasando comida y bebida por encima de la cerca y echando el dinero en una caja de hojalata. En la mesa habían puesto un letrero con la palabra «hallal» escrita a mano suponiendo que les daría cierta inmunidad.

Shahid observó al hombre cuya amistad había deseado y que, como él pero con menos motivos, parecía allí extrañamente fuera de lugar. Riaz adoraba a «su gente», pero cuando no la ayudaba directamente parecía incómodo con ella. Riaz tenía poco: ni mujer ni hijos, ni carrera ni aficiones, ni casa ni pertenencias. El sentido de su vida era la fe y la idea de que conocía la verdad sobre cómo debía vivir la gente. Esa resolución era la que le hacía poderoso y, para Shahid ahora, bastante digno de lástima.

Riaz volvió a reunirse con él y, con el ingenuo entusiasmo que adoptaba al hablar del tema, le preguntó:

– Dime, ¿cómo va la mecanografía?

– Quería decirte, hermano…

– ¿Sí?

– Que he corregido algunas cosas.

– Excelente -comentó, dando una palmada-. ¿Estás traduciendo mi obra al inglés?

– No. Es cuestión más bien de…

– ¿Pulirlo?

– Sí.

– Bien. Chad me ha informado de que te pasas las noches dándole a las teclas del ordenador.

– Así es.

– Cuando empiezo a componer tengo esa misma obsesión. -Riaz meditó un momento antes de añadir-: Dime una cosa, ¿de qué hablas exactamente cuando escribes cosas tuyas?

– De la vida, supongo.

– ¿En general, o desde algún punto de vista concreto?

– No hay punto de vista -afirmó rotundamente Shahid.

– ¿No hay punto de vista? Yo siempre parto de alguno. Ojalá dispusiera de más horas para escribir. ¿De dónde sacas el tiempo?

– Supongo que llevarás una disciplina, ¿no, hermano?

– Hay tanta gente que me necesita -dijo Riaz, haciendo una mueca-. Tengo cien cartas contestadas en mi habitación. Las necesidades particulares carecen de importancia. Dice Chad que te han publicado algún trabajo.

– Un relato. En una revista. Lo escribí hace tiempo.

– Vaya, me impresionas.

– Gracias.

– ¿Cómo se titulaba?

– ¿Qué? Bueno…, no importa. Pero en el que estoy trabajando ahora se llama «La alfombra de la oración».

– ¿Lo van a publicar?

– A lo mejor.

– Me interesa, porque pensaba que a los extranjeros como nosotros difícilmente nos aceptarían. Los blancos son muy estrechos de miras y sin duda no admitirán en su mundo a gente como nosotros, ¿verdad?

– Ah, no, no hay nada que esté tan de moda como los extranjeros.

– ¿Cómo es eso? -preguntó Riaz, perplejo.

– La novedad -contestó Shahid, encogiéndose de hombros-. Incluso alguien como tú, hermano, podría suscitar una amplia atención si los medios de comunicación le conociesen. Piensa en la cantidad de gente a la que podrías dirigir tus palabras.

– Los medios de comunicación, sí. Esa es exactamente la dirección que debemos tomar. Tenemos que utilizar todos los canales para transmitir el mensaje de la fe. Espero que pronto presentes a la prensa nacional un artículo sobre este tema de la blasfemia. ¿Ya has pensado en hacerlo?

– No… No lo he pensado.

– Pero ¿no es ése el trabajo que debes hacer para tu gente? Recuerda que las masas son más sencillas y sabias que nosotros. Hay que aprender mucho de ellas. ¿Crees que uno debe separarse del pueblo a que pertenece?

– Ese asunto de la pertenencia, hermano. Ojalá lo entendiera. ¿Te gusta vivir en Inglatera, por ejemplo?

Riaz parpadeó y miró en torno; era como si nunca hubiese considerado la cuestión.

– Esta nunca será mi casa -aseguró-. Jamás llegaré a comprenderla enteramente. ¿Y tú?

– Me va bien. En ningún otro sitio me sentiría más a gusto.

– Estábamos muy preocupados por ti. Espero que el hermano Chad, a quien he puesto a cargo de tu salud espiritual, te haya ayudado.

– ¿Chad? Claro que sí.

– ¿Y ya estás tranquilo?

– ¿Tranquilo? Tengo muchas dudas, Riaz.

– ¡Olvídalas! -exclamó Riaz con la enérgica confianza que Shahid admiraba en él.

– Pero Riaz…

– ¡Sólo cree en la verdad! Esos intelectuales se enredan en sus propios hilos. Fíjate en el doctor Brownlow. ¿Quién querría ser un payaso tan inteligente, tan atormentado? Al final queda el impulso de la fe y la confianza en Dios. Pero también hay algo de razón en lo que dices.

Shahid miró ansiosamente a Riaz.

– ¿Algo de razón?

– Ya sabes cómo le encanta decir a cierta gente que somos antidemocráticos. ¿Por qué no deberíamos comentar todos los aspectos de este asunto?

– Desde luego debemos discutirlo sin prejuicios.

– ¿Por qué no? ¿Comunicarás a los hermanos y hermanas interesados la hora y el lugar? -Shahid asintió-. ¿Por qué no mañana por la mañana? ¿Y harás el favor de escribir el borrador de un artículo sobre la arrogancia occidental en relación con nuestro derecho a no ser insultados?

– Después de la discusión -prometió Shahid.

– Muy bien. Creo que tienes grandes dotes de persuasión.

– Gracias.

En aquel momento todo el mundo se volvió.

Un Escort rojo se había parado con un chirrido frente a la casa sagrada. Por lo que fuese, quizá porque la jornada había sido tan inverosímil, Shahid pensó que la casa o la multitud iban a sufrir un ataque.

Del coche saltó un muchacho con una camiseta negra de redecilla y pantalones de cuero, mirando con fiereza al gentío, como desafiándolo. Abrió la puerta trasera y otro chico, con media melena de color platino y una oreja vendada, salió dando tumbos. Ambos se quedaron en posición de firmes junto al coche, como niños que pretenden ser duros y pasan el rato buscando camorra.

Riaz hizo un pequeño gesto de cabeza, satisfecho.

– Pero esto no puede superarse.

Shahid vio a Brownlow, que estaba frente a la verja de la casa sonriendo hacia el coche. Igual que los demás, observó que un individuo voluminoso, con una expresiva sonrisa estampada en su florido y reluciente rostro, que al parecer iba tumbado en el asiento trasero del coche, descolgaba las piernas en la acera frente a la expectante multitud.

– Tranquilos, gatitos -dijo a sus chicos-. Esta es una celebración cultural.

– ¡Dios todopoderoso! -exclamó con una carcajada un espectador blanco-. ¡Pero si es el Mesías de Goma!

– ¡Hola, amigos! ¡Hola a todos!

El individuo agitó la mano hacia la multitud y no pareció desanimarse cuando nadie, ni siquiera los niños, le devolvió el saludo.

– No es musulmán, ¿verdad? -preguntó la acompañante del espectador.

– Todavía no.

– Entonces, ¿qué hace aquí?

– Entorpecer -respondió el espectador, encogiéndose de hombros.

El Mesías de Goma pareció avanzar de puntillas hacia la casa, pues, en comparación con el resto del cuerpo, tenía unos pies diminutos. Y con las manos oscilando al extremo de los codos, que sobresalían a los costados como dos barandillas, daba la impresión de que acariciaba a la gente al pasar. Aunque correctamente vestido -chaqueta, chaleco, camisa y corbata-, la ropa no le caía bien, unas prendas le quedaban estrechas y otras demasiado anchas; la camisa, por ejemplo, era ambas cosas a la vez por donde menos convenía, y la rígida corbata verde parecía colgar de la camisa como un pepino.

– George Rugman Rudder -informó Riaz a Shahid. Miró a Brownlow, que le guiñó un ojo-. El laborista elegido para primera autoridad del distrito. Nuestro amigo el doctor Brownlow conoce a todos esos políticos municipales. Ha logrado cosas espléndidas en nuestro favor.

Un fotógrafo había empezado a tomar fotos, Riaz, Brownlow y Rugman Rudder se estrecharon la maño ante el objetivo. Brownlow se apartó luego para dejar que Riaz y Rudder se fotografiasen juntos. Mientras, un periodista tomaba notas.

– Gracias por venir, míster Rudder -dijo Riaz-. Estábamos seguros de que vendría a presentar sus respetos.

– Pues claro, naturalmente. ¡Qué maravillosa multitud, adorando el fruto de la tierra! ¡Qué berenjena tan popular, cúspide de la mesa vegetariana! ¡Qué medio de comunicación tan saludable es el milagro! ¡Gracias a Dios que no fue escogido un municipio conservador!

Brownlow parecía un tanto consternado, pero Riaz repuso:

– Míster Rudder, le doy de nuevo mis más expresivas gracias por hacerse cargo de todos los problemas de seguridad y de tráfico suscitados por nuestra causa. Y por permitirnos utilizar públicamente un domicilio particular. Somos conscientes de la ilegalidad que esto suele representar. El conjunto de nuestra colectividad, tan frecuentemente humillada, le está eternamente agradecida. Es usted un verdadero amigo de Asia.

– ¡Es nuestro amigo! -gritó Chad, saltando con la punta de los pies.

– ¡El amigo de Asia! -apostilló Hat.

– ¡El mejor amigo de Asia! -gorjeó Tahira.

Riaz empezó a aplaudir; Chad y Hat siguieron su ejemplo y hasta Brownlow juntó las manos en una especie de saludo hindú. Entre la multitud, otros empezaron a mostrar su agradecimiento, entonando:

– ¡Rudder, Rudder… es nuestro hermano!

– Sí, y seré recompensado en el cielo, no cabe duda -repuso Rudder, sonriendo beatíficamente a sus ceñudos muchachos. En tono más bajo, y dirigiéndose a Brownlow y Riaz, añadió-: Naturalmente, he tenido que hacer un uso bastante generoso de mi influencia, como ustedes ya habrán observado, para contrarrestar una fuerte oposición de tipo racial a la utilización pública de un domicilio particular. -Bajó aún más la voz-. Eso se debe a que nuestro partido apoya a las minorías étnicas, tengan ustedes la absoluta seguridad. Los adventistas del séptimo día me han manifestado su profunda satisfacción y, según me han dicho, mencionan mis dolencias en sus plegarias. Los rastafaris me estrechan la mano cuando saco a pasear a mi perro. Todo esto es muy apreciado al este de Londres. Pero, por otra parte, usted es lo bastante inteligente, Riaz, un verdadero sabelotodo -por un momento, pareció que Rudder iba a hacerle cosquillas en el mentón-, para adivinar que esto no puede durar eternamente.

– Somos conscientes de ello, míster Rudder -dijo Brownlow-. Por eso hemos pensado en el ayuntamiento.

– Sí, en el ayuntamiento -repitió Riaz.

– ¿Cómo?

– Para la salvaguardia pública del santo milagro -explicó Riaz.

– ¿El ayuntamiento? -exclamó Rudder, como si Riaz hubiese sugerido que le colocaran la berenjena en la nariz.

– No hay ninguna razón que lo impida -insistió Brownlow, seguro de sí-. Acaba usted de afirmar su fe en diversas religiones.

– Cosa que le agradecemos desde el fondo de nuestro corazón -remachó Riaz.

– ¡Gracias de nuevo, amigo de Asia! -gritó Hat.

– ¡Hermano Rudder!

– ¡Chss! -ordenó Tahira.

La mano del periodista volaba sobre el papel.

– Sí, sí, quizá en el ayuntamiento. Hay espacio de sobra -concedió Rudder, echando algo a su amplia panza. Acercando la boca a uno de los chicos, añadió-: Sobre todo las orejas de los que trabajan allí.

– Tiene que ser en el vestíbulo -insistió Riaz.

– Allí ocupará un lugar destacado -comentó Brownlow.

– Sí, seguro -concedió Rudder, frunciendo los labios-. En el vestíbulo.

– Además, ya hay colgado un cuadro de Nelson Mándela.

– Y la máscara africana -añadió Chad.

– No nos meterán en un gueto -advirtió Riaz.

– No, no. De guetos, nada.

– Ya concretaremos, entonces. -Riaz se dirigió a Chad y Hat-. Todo arreglado.

– Estupendo -comentó Chad-. Magnífico.

– ¡Viva, viva! -gritó Hat-. ¡Es un amigo de Asia! ¡Amigo de Asia!

– ¡Amigo de Asia! -corearon otros-. ¡Hermano Rudder!

El periodista escribía, el fotógrafo accionaba el objetivo.

– Cerremos el trato con un apretón de manos -sugirió Brownlow.

Rudder empujó a sus muchachos al interior de la casa, delante de él.

– No hay nada decidido. Ahora permítanme contemplar este milagroso ejemplo de la firma de Dios. Vamos, chicos.

– Qué tipo tan repulsivo y reaccionario -comentó Brownlow cuando Rudder ya no podía oírle-. Pero está en nuestras manos. Le venimos bien.

– Perfecto -dijo Riaz.

– ¡Superior! -gritó Chad.

– ¡Chachi! -coreó Hat.

Shahid entró en la casa detrás de Rudder.

– ¿Es tu primer milagro, Georgie? -preguntó uno de los muchachos al entrar.

– Sólo es hasta la reelección del Partido Laborista -dijo Rudder en el vestíbulo, con un murmullo teatral-. Las revelaciones son una aberración de la fe, por supuesto, un entretenimiento todo lo más. Esperemos que hagan un curry con esta hortaliza azul. Brinjal, creo que la llaman. Me dan ganas de matar a un indio, ¿a vosotros no, chicos?

Shahid tardó horas aquella noche en localizar al grupo para informarle del debate prometido por Riaz. Estaba resuelto a que asistieran todos. Unos, como Tariq, no estaban en casa o cenaban con la familia. En casa de los padres de Sadiq había una habitación llena de colchones donde dormían cuatro o cinco niños; su abuela, que no sabía inglés, estaba sentada en el suelo con las piernas cruzadas, como en el pueblo; había ropa tendida en cuerdas por el cuarto. Shahid tuvo que sentarse una hora con ellos, comiendo hasta no poder más, esperando una oportunidad para transmitir el mensaje y escapar. Tres o cuatro, según le dijeron, estaban en la planta superior del restaurante de Hat, entretenidos con videojuegos: o, según el tío de Hat, acababan de marcharse a la habitación de Riaz con intención, al parecer, de visitar de paso a Shahid.

El otro problema consistía en asegurarse de que asistiesen a la reunión. Sólo se comprometieron a ir cuando Shahid tomó la iniciativa diciendo que Riaz había dado instrucciones de perder las clases si era necesario. Los hermanos y hermanas no comprendían el sentido de la reunión; pensaban que todos lo tenían claro.

En cada casa a la que entraba, Shahid preguntaba si podía llamar por teléfono. Quería hablar con Deedee; podrían verse cuando terminase la gestión. Marcó el número varias veces, pero siempre colgaba antes de que ella contestase. Deedee solía preguntarle: «¿Qué has hecho?» ¿Cómo podría contestarle que había estado custodiando una berenjena?

Así que volvió a su habitación, se hizo un bocadillo de sardinas con pan tostado y siguió pasando al ordenador el manuscrito de Riaz, haciendo alguna que otra corrección.

Luego se acostó pensando en lo que diría por la mañana, si es que era capaz de hablar.

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