Hacía dos años que Adamsberg no había vuelto a ver a Momo-Mecha-Corta, debía de tener ya veintitrés años; demasiado mayor para seguir jugando con las cerillas, demasiado joven para abandonar la lucha. Tenía las mejillas sombreadas de barba, pero esa nueva nota viril no lo volvía más impresionante.
El joven había sido llevado a la sala de los interrogatorios, sin luz natural, sin ventilador. Adamsberg lo observó a través del cristal: encogido en la silla, con la mirada baja. Los tenientes Nöel y Morel lo estaban interrogando. Nöel daba vueltas a su alrededor jugando al desgaire con el yoyó que había quitado al chico. Momo había ganado bastantes campeonatos con ese artilugio.
– ¿Quién le ha asignado a Nöel? -preguntó Adamsberg.
– Acaba de tomar el relevo -explicó incómodo Danglard.
El interrogatorio duraba desde por la mañana, y el comandante Danglard no había hecho nada aún para interrumpirlo. Momo llevaba horas aferrándose a la misma versión: había esperado solo en el parque de la zona Fresnay, había encontrado esas zapatillas nuevas en el armario, las había sacado de la bolsa. Si tenía gasolina en las manos, venía de éstas. No sabía quién era Antoine Clermont-Brasseur. Ni idea.
– ¿Le han dado de comer? -preguntó Adamsberg.
– Sí.
– ¿De beber?
– Dos Coca-Colas. Joder, comisario, ¿qué se ha creído? No estamos torturándolo.
– Ha llamado el prefecto en persona -intervino Danglard-. Es preciso que Momo haya cantado esta noche. Ordenes del Ministerio de Interior.
– ¿Dónde están las zapatillas de marras?
– Aquí -dijo Danglard señalando una mesa-. Todavía apestan a gasolina.
Adamsberg las examinó sin tocarlas y sacudió la cabeza.
– Empapadas hasta la punta de los cordones -dijo.
El cabo Estalére se reunió con ellos a paso rápido, seguido de Mercadet teléfono en mano. Sin la protección inexplicada de Adamsberg, el joven Estalére habría abandonado hace tiempo la Brigada para ser destinado a alguna comisaría pequeña de fuera de la capital. Todos sus colegas consideraban en mayor o menor grado que Estalére no estaba a la altura, incluso que era un completo cretino. Abría desmesuradamente al mundo sus grandísimos ojos verdes, como si se afanara en no perderse un solo detalle, pero constantemente pasaba de largo ante las evidencias más manifiestas. El comisario lo trataba como un brote en devenir, asegurando que su potencial se desarrollaría el día menos pensado. Cada día, el joven empleaba meticulosos esfuerzos por aprender y comprender. Pero desde hacía dos años, nadie había visto aún ese tierno brote robustecerse. Estalére seguía a Adamsberg paso a paso como un viajero que mirara fijamente la brújula, completamente desprovisto de sentido crítico, e idolatraba simultáneamente a la teniente Retancourt. El antagonismo entre las maneras de ser de uno y otra lo sumía en grandes perplejidades. Adamsberg recorría senderos sinuosos mientras que Retancourt avanzaba en línea recta hacia el objetivo, conforme al mecanismo realista de un búfalo encaminándose a un abrevadero. De modo que el joven cabo se detenía a menudo en la bifurcación de ambos caminos, incapaz de decidirse sobre qué dirección había que tomar. En esos momentos de máximo extravío, se iba a preparar cafés para toda la Brigada. Eso lo hacía a la perfección, ya que había memorizado las preferencias de cada cual, por ínfimas que fueran.
– Comisario -resolló Estalére-, ha ocurrido una catástrofe en el laboratorio.
El joven se interrumpió para consultar su nota.
– Las muestras tomadas de Momo son inutilizables. Se ha producido un sesgo de polución en el lugar del almacenaje.
– Dicho de otro modo -intervino Mercadet, de momento perfectamente despierto-, uno de los técnicos ha derramado una taza de café sobre las placas.
– De té -corrigió Estalére-. Enzo Lalonde tendrá que venir para volver a hacer los análisis, pero no tendremos los resultados hasta mañana.
– Contratiempo -murmuró Adamsberg.
– Pero como los últimos rastros de gasolina pueden desaparecer, el prefecto ha ordenado atar las manos a Momo para que no toque ninguna superficie.
– ¿Está informado el prefecto del sesgo de polución?
– Llama al laboratorio cada hora -dijo Mercadet-. El tipo de la taza de café ha pasado un mal rato.
– De té, el tipo de la taza de té.
– Viene a ser lo mismo, Estalére -dijo Adamsberg-. Danglard, llame al prefecto y dígale que no sirve de nada vengarse en el técnico y que tendremos la confesión de Mo esta noche antes de las diez.
Adamsberg entró en la sala de interrogatorio sujetando las zapatillas con la punta de los dedos. Momo sonrió aliviado al reconocerlo, pero el comisario sacudió la cabeza.
– No, Mo. Es el fin de tus hazañas de jefe pandillero. ¿Eres consciente de a quién has incendiado esta vez? ¿Sabes quién es?
– Me lo han dicho. El tipo que hace edificios y metales. Clermont.
– Y que los vende, Mo. En el mundo entero.
– Sí, que los vende.
– Dicho de otro modo, has carbonizado a uno de los pilares de la economía de este país. Ni más ni menos. ¿Lo pillas?
– No fui yo, comisario.
– No es lo que te pregunto. Te pregunto si lo pillas.
– Sí.
– ¿Qué es lo que pillas?
– Que es un pilar de la economía de este país -dijo Mo con un deje de sollozo en la voz.
– O sea que has incendiado el país. Ahora mismo, mientras te hablo, la casa Clermont-Brasseur está desorientada, y las bolsas europeas se inquietan. ¿Lo tienes claro? No, no me vengas con tus cuentos de cita misteriosa, parque, zapatillas desconocidas. Lo que quiero saber es si lo mataste por casualidad o si ibas especialmente por Clermont-Brasseur. Homicidio involuntario o premeditado, la diferencia será grande.
– Por favor, comisario.
– No muevas las manos. ¿Ibas por él? ¿Querías que tu nombre entrara en la Historia? Si es lo que querías, lo has conseguido. Ponte estos guantes y calza las zapatillas. Una sola, será suficiente.
– No son mías.
– Ponte una -dijo Adamsberg elevando la voz.
Nöel, que se había quedado para escuchar tras el cristal, se encogió de hombros, descontento.
– Está empujándolo al borde de las lágrimas y a todo trapo. Luego dicen que soy yo la bestia parda de la Brigada.
– Vale ya, Nöel -dijo Mercadet-. Tenemos órdenes. El incendio de Momo se ha propagado hasta el Elíseo. Hace falta una confesión.
– ¿Y desde cuándo el comisario obedece tan pronto unas órdenes?
– Desde que está entre la espada y la pared. ¿No te parece normal querer salvar el pellejo?
– Claro que me parece normal. Pero no en él -dijo Nöel alejándose-. Incluso me parece decepcionante.
Adamsberg salió de la sala y le pasó las zapatillas a Estalére. Se cruzó con las miradas ambiguas de sus adjuntos, particularmente la del comandante Danglard.
– Siga usted, Mercadet. Tengo que ocuparme de lo de Normandía. Ahora que Mo ha perdido confianza en mí, rodará cuesta abajo bastante rápido. Póngale un ventilador, le sudarán menos las manos. Y mándelo a mi despacho en cuanto el técnico haya recogido las nuevas muestras.
– Creía que era usted hostil a la acusación -dijo Danglard en tono un tanto afectado.
– Pero luego le he visto los ojos. Lo hizo él, Danglard. Es triste, pero lo hizo él. Intencionadamente o no, es lo que no sabemos todavía.
Si había algo que Danglard reprobaba más que nada en Adamsberg, era ese modo de considerar sus propias sensaciones como hechos probados. Adamsberg replicaba que las sensaciones eran hechos, elementos materiales que tenían tanto valor como un análisis de laboratorio. Que el cerebro era el más gigantesco de los laboratorios, perfectamente capaz de seriar y analizar los datos recibidos, como por ejemplo una mirada, y extraer resultados casi seguros. Esa falsa lógica exasperaba a Danglard.
– No se trata de ver o no ver, comisario, sino de saber.
– Y sabemos, Danglard. Mo inmoló al viejo en el altar de sus convicciones. Hoy en Ordebec, un tipo ha estrellado la cabeza de una anciana como se estrella un vaso contra el suelo. No estoy de humor para andarme con miramientos con los asesinos.
– Esta mañana, usted pensaba que Momo había caído en una trampa. Esta mañana, decía que se habría deshecho por fuerza de las zapatillas en lugar de guardarlas en el armario, preparadas para los acusadores.
– Se ha creído más listo. Lo suficiente para conseguir unas zapatillas de basket nuevas y hacernos creer que le han cargado el muerto. Pero el muerto es suyo, Danglard.
– ¿Por su mirada?
– Por ejemplo.
– ¿Y qué pruebas ha encontrado en su mirada?
– Orgullo, crueldad, y ahora mismo un acojone tremendo.
– ¿Las ha dosificado, analizado?
– Ya se lo he dicho, Danglard -respondió Adamsberg con una suavidad un tanto amenazante-, no estoy para hostias.
– Detestable -murmuró secamente Danglard.
Adamsberg iba marcando en su móvil el número del hospital de Ordebec. Hizo una seña con la mano a Danglard, una especie de barrido indiferente.
– Váyase a su casa, comandante, es lo mejor que puede hacer.
Siete de los miembros de la Brigada se habían agrupado alrededor de ellos para seguir el altercado. Estalére tenía el semblante descompuesto.
– Y todos ustedes también, si temen que la continuación no les guste. Sólo necesito a dos hombres aquí con Mo. Mercadet y Estalére.
El grupo se dispersó en silencio, estupefacto y reprobador. Danglard, trémulo de ira, se había alejado a grandes zancadas, tan rápido como se lo permitían sus andares, tan peculiares, basados en dos largas piernas que parecían tan poco fiables como un par de cirios parcialmente derretidos. Bajó la escalera en espiral que conducía al sótano, extirpó la botella de vino blanco que ocultaba tras la gran caldera y bebió varios tragos seguidos. Lástima, se dijo, para una vez que había aguantado hasta las siete de la tarde sin beber. Se sentó sobre la caja que le servía de silla en ese subsuelo, esforzándose en respirar tranquilamente para apaciguar su furia y, sobre todo, el dolor de su decepción. Un estado de casi pánico para él, que había tenido en tanta estima a Adamsberg, que había contado tanto con los atractivos itinerarios de su mente, con su actitud desapegada y, sí, con su suavidad un tanto simple y prácticamente invariable. Pero el tiempo había pasado, y los éxitos repetidos habían corrompido la naturaleza primigenia de Adamsberg. La certidumbre y la seguridad se infiltraban en su conciencia, acarreando con ellas materia nueva, ambición, altanería, rigidez. La famosa indolencia de Adamsberg estaba pivotando, y empezaba a mostrar su cara negra.
Danglard volvió a dejar la botella en su escondite, desconsolado. Iba oyendo la puerta de la Brigada cerrarse: los agentes seguían la consigna y abandonaban poco a poco el edificio, en espera de un mañana mejor. El dócil Estalére permanecía junto a Momo, en compañía del teniente Mercadet, que probablemente se estaba quedando dormido a su lado. El ciclo de vela y sueño de Mercadet era aproximadamente de tres horas y media. Avergonzado por este hándicap, el teniente no estaba en situación de desafiar al comisario.
Danglard se levantó sin energía, proyectando el pensamiento hacia la cena de esa noche con sus cinco hijos, para ahuyentar los ecos de su discusión. Sus cinco hijos, pensó farruco, agarrándose a la barandilla para subir la escalera. Allí estaba su vida, y no con Adamsberg. Dimitir, ¿por qué no ir a Londres, donde vivía su amante, a quien veía tan poco? Esa casi resolución le insufló una sensación de orgullo, inyectando un poco de dinamismo en su mente afligida.
Adamsberg, encerrado en su despacho, permanecía atento a los chasquidos de la puerta de la Brigada a medida que los subordinados, desconcertados, iban abandonando ese lugar infectado por el malestar y el resentimiento. Había hecho lo que había que hacer, y no se reprochaba nada. Cierta grosería en su manera de actuar, si acaso, pero la urgencia no le había dejado alternativa. El ataque de ira de Danglard le había sorprendido. Resultaba curioso que su viejo amigo no le hubiera apoyado y seguido, como casi siempre. Más aún teniendo en cuenta que Danglard no dudaba de la culpabilidad de Mo. Su inteligencia tan sutil le había fallado. Pero las grandes pulsiones de ansiedad del comandante a menudo le ocultaban la verdad más sencilla, deformándolo todo a su paso, cerrándole todo acceso a la evidencia. Nunca por mucho tiempo.
Hacia las ocho, oyó los pasos cansinos de Mercadet, que le traía a Mo. En una hora, el destino del joven incendiario habría quedado resuelto, y al día siguiente habría que afrontar las reacciones de los colegas. La única que temía de verdad era la de Retancourt. Pero no debía vacilar. Pensaran lo que pensaran Retancourt o Danglard, no cabía duda de que él había visto trazado en la mirada de Mo el ineludible camino a seguir. Se levantó para abrir la puerta mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo. Léo seguía viva, allí en Ordebec.
– Siéntate -dijo a Mo, que entraba bajando la cabeza para disimular los ojos. Adamsberg lo había oído llorar, sus defensas estaban cediendo.
– No me ha dicho nada -informó Mercadet con voz neutra.
– Todo habrá acabado dentro de poco -dijo Adamsberg presionando el hombro del joven para hacerlo sentarse-, Mercadet, póngale las esposas y vaya a descansar arriba.
Es decir en la pequeña habitación que ocupaban la máquina de bebidas y el cuenco del gato donde el teniente había instalado colchonetas en el suelo para acoger sus siestas cíclicas. Mercadet aprovechaba para llevar el gato hasta su comida y dormir con él. Según Retancourt, desde que el gato y el teniente colaboraban de ese modo, el sueño de Mercadet había mejorado y sus siestas eran menos largas.