– No durará mucho -dijo Danglard, y al pronto Adamsberg no supo si se refería al Ejército Furioso o al vino, viendo que su hijo sólo había traído una botella.
Adamsberg cogió un cigarrillo del paquete de Zerk, gesto que le recordaba sistemáticamente su primer encuentro, casi una matanza [3]. Desde entonces, había vuelto a fumar, casi siempre tabaco de Zerk. Danglard atacó el primer vaso.
– Supongo que la mujer molinillo no habrá querido hablar del asunto al capitán de Ordebec.
– Se niega a planteárselo siquiera.
– Es totalmente normal. No le haría ninguna gracia. Usted también, comisario, podrá olvidar después todo lo que le cuente yo ahora. ¿Se sabe algo del cazador desaparecido?
– Que es un carnicero salvaje y, peor aún, que sólo mata hembras y crías. Ha sido expulsado de la Liga de Caza local, nadie quiere cazar con él.
– O sea un mal tipo, ¿no es así? Un violento, un asesino -preguntó Danglard tomando un sorbo.
– Eso parece.
– Encaja muy bien. Esa mujer, Lina, vive en Ordebec mismo, ¿no?
– Eso creo.
– ¿Nunca ha oído hablar del pueblo de Ordebec? Un gran compositor vivió allí un tiempo.
– No es el tema, comandante.
– Pero es una nota positiva. El resto es más inquietante. ¿Y el Ejército? ¿Pasó por el camino de Bonneval?
– Es el nombre que pronunció la mujer -contestó Adamsberg sorprendido-. ¿La oyó mencionarlo?
– No, pero es uno de los grimweld conocidos, pasa por el bosque de Alance. Puede estar seguro de que no hay un habitante de Ordebec que lo ignore y de que hablan a menudo de esta historia, aunque preferirían olvidarla.
– No conozco esa palabra, Danglard. Grimweld.
– Así se llama el camino por donde pasa la Mesnada Hellequin, o el Ejército Furioso, si lo prefiere, o la Gran Cacería. Muy pocos hombres o mujeres lo ven. Uno de esos hombres es bastante famoso. El también lo vio pasar por Bonneval, como Lina. Se llama Gauchelin y es cura.
Danglard tomó dos tragos seguidos y sonrió. Adamsberg tiró la ceniza en la chimenea fría y esperó. Esa sonrisa un tanto provocadora que plisaba las blandas mejillas del comandante no le anunciaba nada bueno, salvo que Danglard se sentía por fin a gusto.
– Ocurrió a principios de febrero de 1091. Has escogido bien el vino, Armel. Pero no habrá bastante.
– ¿Cuándo? -preguntó Zerk, que había acercado el taburete a la chimenea y escuchaba atentamente al comandante, con el vaso en la mano y los codos apoyados en las rodillas.
– A finales del siglo XI, cuatro años antes de que partiera la Primera Cruzada.
– Joder -dijo Adamsberg a media voz, con la desagradable impresión de haber sido liado por la mujer menuda de Ordebec, por leve molinillo que fuera.
– Sí -aprobó Danglard-. Mucho esfuerzo para nada, comisario. Pero sigue usted queriendo entender el miedo de la mujer, ¿no es así?
– Quizá.
– Entonces hay que conocer la historia de Gauchelin. Y necesitaré otra botella -repitió-. Somos tres.
Zerk se levantó de un salto.
– Ya voy -dijo.
Adamsberg lo vio de nuevo acariciar ligeramente al palomo con el dedo.
– Coge dinero del aparador -dijo mecánicamente, como un padre.
Siete minutos después, tranquilizado por la presencia de otra botella, Danglard se sirvió otro vaso y empezó la historia de Gauchelin, pero se interrumpió, alzando los ojos hacia el techo.
– Pero quizá la crónica de Hélinand de Froidmont, de principios del siglo XIII, da una idea más nítida de los hechos. Deme unos instantes para hacer memoria, no es un texto que consulte todos los días.
– Hágalo -dijo Adamsberg desconcertado.
Desde que había comprendido que estaban alejándose hacia las oscuridades de la Edad Media, abandonando a Michel Herbier a su suerte, la historia de la mujer menuda y de su terror se presentaba bajo una perspectiva con la que no sabía qué hacer.
Se levantó, fue a servirse un vaso modesto y lanzó una mirada al palomo. El Ejército Furioso ya no tenía que ver con él, y se había equivocado acerca de la evanescente señora Vendermot. Esa mujer no lo necesitaba. Era una inofensiva demente, suficientemente loca para temer que las estanterías se le cayeran encima, incluso las del siglo XI.
– La historia la cuenta su tío Hellebaud -precisó Danglard, que ya se dirigía sólo al joven.
– ¿El tío de Hélinand de Froidmont? -preguntó Zerk muy concentrado.
– Exactamente, su tío paterno. Dice así: Cuando, hacia mediodía, yo y mi sirviente nos aproximábamos a dicho bosque, él, que me precedía cabalgando rápido para que fueran preparándome el albergue, oyó un gran tumulto en el bosque, como de numerosos relinchos de caballos, fragor de armas y clamor de una multitud de hombres yendo al asalto. Aterrorizados, él y su caballo volvieron hasta mí. Cuando le pregunté por qué había dado media vuelta, respondió: «No he conseguido que avance mi caballo, ni azotándolo ni espoleándolo, y yo mismo he sentido tal terror que no he podido seguir adelante, pues he visto y oído cosas asombrosas».
Danglard tendió el brazo hacia el joven.
– Armel -Danglard se negaba en rotundo a llamar al joven por su nombre de guerra, «Zerk», y recriminaba enérgicamente al comisario por hacerlo-, lléname el vaso y sabrás lo que vio esa mujer, Lina. Sabrás el terror de sus noches.
Zerk sirvió al comandante con la solicitud de quien teme que una historia se interrumpa, y volvió a sentarse junto a Danglard. No había tenido padre, nadie le había contado historias. Su madre trabajaba por las noches limpiando en la fábrica de pescado.
– Gracias, Armel. Y el sirviente prosiguió: El bosque está lleno de almas de muertos y de demonios. Les he oído decir y gritar: «Ya tenemos al preboste de Arques, vamos a prender al arzobispo de Reims». A lo que respondí: «Imprimamos en nuestra frente la señal de la cruz y avancemos sin peligro».
– Eso lo dijo el tío Hellebaud.
– Así es. Y dijo Hellebaud: Cuando avanzamos y llegamos al bosque, ya se extendía la oscuridad y, sin embargo, oí las voces confusas y el fragor de las armas y los relinchos de los caballos, pero no logré ver las sombras ni entender sus voces. Cuando volvimos a casa, encontramos al arzobispo en las últimas, y no sobrevivió quince días después de que oyéramos las voces. Dedujimos que se lo habían llevado los espíritus que habían dicho que lo prenderían.
– No se corresponde con lo que contó la madre de Lina -intervino Adamsberg con voz sorda-. No dijo que su hija oyera voces ni relinchos, ni que hubiera visto sombras. Sólo vio a Michel Herbier y a otros tres con los hombres de ese Ejército.
– Eso es porque la madre no se habrá atrevido a decirlo todo. Y porque en Ordebec no hace falta dar precisiones. Allí, cuando alguien dice: «He visto pasar al Ejército Furioso», todo el mundo sabe de qué va la cosa. Voy a describirle mejor al Ejército que ve Lina, y entenderá que sus noches no sean dulces. Y si hay algo seguro, comisario, es que en Ordebec debe de llevar una vida muy difícil. Sin duda la rehúyen, la temen más que a un nublado. Creo que la madre habrá venido a hablar con usted para proteger a su hija, sobre todo por eso.
– ¿Qué ve? -preguntó Zerk con el cigarrillo colgando de los labios.
– Armel, ese viejo ejército que extiende su fragor no está intacto. Los caballos y sus jinetes están descarnados, les faltan brazos y piernas. Es un ejército muerto, medio putrefacto, aullante y feroz, que no encuentra el cielo. Imagina eso.
– Sí -asintió Zerk llenándole de nuevo el vaso-. ¿Me permite un momento, comandante? Son las diez, debo ocuparme del palomo. Son las instrucciones que me han dado.
– ¿Quién?
– Violette Retancourt.
– Entonces hazlo.
Zerk se activó concienzudamente con la rebanada de pan tostado mojada, el frasco y el cuentagotas. Empezaba a cogerle el tranquillo. Volvió a sentarse, turbado.
– No mejora -dijo con tristeza a su padre-. Hijo de puta.
– Lo encontraré -dijo Adamsberg con suavidad.
– ¿De verdad piensa investigar sobre el torturador del palomo? -preguntó Danglard bastante sorprendido.
– No lo dude, Danglard -contestó Adamsberg-. ¿Por qué no?
Danglard esperó que la mirada de Zerk se posara sobre él para reemprender la narración sobre el Ejército Furioso. Estaba cada vez más asombrado por el parecido entre padre e hijo, por la similitud de sus miradas anegadas, sin fulgor ni precisión, de pupilas indistintas, inasibles. Salvo, en el caso de Adamsberg, cuando una pavesa brillaba fugaz, como destella a veces el sol en las algas pardas, en marea baja.
– Ese Ejército Furioso siempre lleva consigo unos cuantos hombres o mujeres vivos, que van lanzando alaridos, lamentos por los tormentos que sufren y el fuego. A ellos reconoce el testigo. Exactamente como Lina reconoció al cazador y a los otros tres individuos. Los vivos suplican para que un alma caritativa repare sus inmundas fechorías y así puedan salvarse del tormento. Es lo que cuenta Gauchelin.
– No, Danglard -rogó Adamsberg-, no más Gauchelin. Ya basta, ya tenemos una buena visión de conjunto.
– Ha sido usted quien me ha pedido que venga a contarle lo del Ejército -dijo Danglard en tono pretencioso.
Adamsberg se encogió de hombros. Esos relatos tendían a adormecerlo, y habría preferido que Danglard se limitara a resumirlos. Pero sabía con qué disfrute se regodeaba con ellos el comandante, como si se revolcara en un lago del mejor vino blanco del mundo. Sobre todo ante la mirada patidifusa y admirada de Zerk. Esa diversión borraba al menos el tenaz mal humor de Danglard, que ahora parecía más satisfecho de la vida.
– Gauchelin nos dice -prosiguió Danglard sonriendo, consciente del hastío de Adamsberg-: En esto, pasó una tropa inmensa de gentes a pie. Llevaban sobre los hombros y la nuca, bestias, ropas, objetos de todo tipo y diversos utensilios de los que los bandoleros suelen llevar consigo. Es un texto bello, ¿verdad? -preguntó a Adamsberg con sonrisa acentuada.
– Precioso -concedió Adamsberg sin pensarlo.
– Sobriedad y elegancia, lo tiene todo. Nada que ver con los versos de Veyrenc, que pesan como yunques.
– No es culpa suya, a su abuela le gustaba Racine. Se lo recitaba cada día de su infancia, nada más que Racine. Porque había salvado los volúmenes de su obra en un incendio que hubo en su internado.
– Habría hecho mejor salvando manuales de urbanidad, de cortesía, y enseñándolos a su nieto.
Adamsberg permaneció callado, sin apartar la mirada de Danglard. El proceso de habituación sería largo. De momento, iban hacia un duelo entre ambos hombres, más exactamente -y ésa era una de las causas- entre los dos pesos pesados intelectuales de la Brigada.
– Pero pasemos -añadió Danglard-, Dijo Gauchelin: Todos se lamentaban y se exhortaban, a ir más deprisa. El sacerdote reconoció en ese cortejo a varios de sus vecinos muertos hacía poco y los oyó quejarse de los grandes tormentos que sufrían por sus fechorías. También vio, y aquí nos aproximamos a lo que contó Lina, vio a Landri. En los casos y sesiones judiciales, juzgaba según su capricho y, merced a los presentes que recibía, modificaba sus juicios. Estaba más al servicio de la avaricia y del engaño que al de la equidad. Por eso Landri, vizconde de Ordebec, había sido prendido por el Ejército Furioso. Hacer mala justicia era entonces tan grave como un crimen de sangre. No como ahora, en que a nadie le importa.
– Sí -aprobó Zerk, que parecía no desarrollar ningún espíritu crítico respecto al comandante.
– Pero, bueno -prosiguió Danglard-, sean cuales sean los esfuerzos del testigo cuando vuelve a su casa tras esta visión terrorífica, cualquiera que sea el número de misas que dé, los vivos que haya visto en manos de los caballeros mueren en la semana que sigue a la desaparición. O, en el mejor de los casos, tres semanas después. Y ése es un punto que no hay que olvidar en lo referente a la historia de la mujer menuda, comisario: todos los que son «prendidos» por el Ejército son crápulas, almas negras, explotadores, jueces indignos o asesinos. Y sus fechorías, por lo general, no las conocen sus coetáneos, están impunes. Por eso el Ejército se encarga de ellos. ¿Cuándo lo vio pasar Lina exactamente?
– Hace más de tres semanas.
– Entonces no hay duda -dijo tranquilamente Danglard contemplando su vaso-. Entonces sí, el hombre está muerto. Se lo ha llevado la Mesnada Hellequin.
– ¿Mesnada, comandante? -interrogó Zerk.
– Las huestes de una casa noble -si lo prefieres-. Y Hellequin es su señor.
Adamsberg volvió a la chimenea, de nuevo con cierta curiosidad, y se apoyó en la columna de ladrillo. El hecho de que el Ejército señalara a asesinos impunes le interesaba. Súbitamente atisbaba que a los tipos cuyo nombre había desvelado Lina no debía de llegarles la camisa al cuerpo, allá en Ordebec. Que los demás debían de observarlos, preguntarse cosas, como qué fechorías podían haber cometido. Aunque no se crea en ello, se cree de todos modos. La idea perniciosa va cavando su galería. Progresa sin ruido por los espacios indecibles de la mente, huronea, deambula. Si uno la rechaza, se calla, pero luego vuelve.
– ¿Cómo mueren los que son «prendidos»? -preguntó.
– Depende. De fiebre brutal o de asesinato. Cuando no es de enfermedad fulgurante o de accidente, con un ser terrestre convertido en ejecutor de la voluntad implacable del Ejército. Un homicidio, pues, pero un homicidio ordenado por el señor Hellequin. ¿Entiende?
Los dos vasos de vino que había bebido -cosa que no solía hacer- habían disuelto la ligera irritación de Adamsberg. Ahora le parecía, por el contrario, que conocer a una mujer capaz de ver ese Ejército terrible era una experiencia inusual y distraída.
Y que las consecuencias reales de semejante visión podían ser espantosas. Se sirvió medio vaso más y robó un cigarrillo del paquete de su hijo.
– ¿Es una leyenda especial de Ordebec? -preguntó.
Danglard negó con la cabeza.
– No. La Mesnada Hellequin pasa por toda Europa del Norte. Por los países escandinavos, Flandes, y cruza todo el norte de Francia e Inglaterra. Pero siempre recorre los mismos caminos.
Y lleva un milenio cabalgando por el de Bonneval.
Adamsberg acercó una silla y se sentó estirando las piernas, cerrando así el pequeño círculo de los tres hombres ante la chimenea.
– No quita -empezó a decir, y la frase se interrumpió, como solía pasar, por falta de un pensamiento suficientemente preciso para poder proseguir.
Danglard nunca había podido acostumbrarse a las brumas indecisas de la mente del comisario, a su ausencia de ilación y de razonamiento de conjunto.
– No quita -prosiguió Danglard en su lugar- que sólo es la historia de una mujer que tiene la desgracia de estar suficientemente perturbada para tener visiones. Y de una madre suficientemente asustada para creérselas y solicitar la ayuda de la policía.
– No quita que es también una mujer que anuncia varias muertes. Suponga que Michel Herbier no se haya ido, suponga que encuentren el cuerpo.
– Entonces, Lina estará en muy mala situación. ¿Quién dice que no mató a Herbier? ¿Y que no cuenta esa historia para engañar a su entorno?
– ¿Cómo, engañar? -dijo Adamsberg sonriendo-. ¿Cree realmente que los caballeros del Ejército Furioso son sospechosos plausibles para la policía? ¿Cree muy astuto por parte de Lina señalar como culpable a un tipo que lleva mil años cabalgando por la zona? ¿A quién van a detener? ¿Al jefe Hennequin?
– Hellequin. Y es un señor. Quizá un descendiente de Odín.
Danglard volvió a coger el vaso con mano segura.
– Déjelo comisario. Deje a los caballeros sin piernas donde están y a esa Lina con ellos.
Adamsberg asintió, y Danglard vació el vaso. Cuando se hubo ido, Adamsberg dio unas vueltas por la estancia, con la mirada vacía.
– ¿Recuerdas la primera vez que viniste, cuando faltaba una bombilla en el techo?
– Sigue faltando.
– ¿Y si pusiéramos otra?
– Dijiste que no molestaba, que las bombillas funcionan o no.
– Es verdad. Pero llega un día en que hay que dar un paso. Siempre llega un momento en que uno piensa que va a poner una bombilla nueva, en que piensa que llamará mañana mismo al capitán de la gendarmería de Ordebec. Y entonces, sólo queda hacerlo.
– Pero el comandante Danglard no deja de tener razón. La mujer está pirada, seguro. ¿Qué quieres hacer con su Ejército Furioso?
– Lo que me molesta no es su Ejército, Zerk. Es que no me gusta que vengan a anunciarme muertes violentas, de esta manera o de otra.
– Lo entiendo. Entonces me ocuparé de la bombilla.
– ¿Esperas hasta las once para darle de comer?
– Me quedo aquí esta noche para alimentarlo cada hora. Echaré cabezadas en la silla.
Zerk tocó el lomo del pájaro con los dedos.
– Está bastante frío, a pesar del calor que hace.