Capítulo 39

– Nada que señalar -dijo Justin cuando Veyrenc y Adamsberg fueron a tomar el relevo a las dos cincuenta y cinco de la madrugada.

Adamsberg rodeó la casa y se reunió con Estalére, que hacía concienzudamente su ronda mirando alternativamente la casa y los prados.

– Nada -confirmó Estalére-, Salvo que todavía no duerme -dijo señalando la luz a través de las contraventanas.

– Tiene más en que pensar que con que soñar.

– Será eso.

– ¿Qué comes?

– Un terrón de azúcar. Es bueno para conservar la energía. ¿Quiere uno?

– No, gracias, Estalére. Últimamente, hay algo en los terrones de azúcar que me horripila.

– ¿Una alergia? -se inquietó el cabo abriendo sus inmensos ojos verdes.

Adamsberg tampoco había podido pegar ojo, a pesar de sus tentativas de hacer provisión de sueño antes de la noche de guardia. Zerk y Mo estaban en peligro, a punto de desaparecer en África -¿y por qué su Zerk seguía hasta ese punto el destino de Mo?-. El asesino de Ordebec se le escapaba como el auténtico espectro apestoso que era, como para creer que todos tenían razón y que nadie podría atrapar al señor Hellequin, el de la larga cabellera; la familia Clermont seguía inexpugnable, aunque había esa historia de las mechas cortas. Un elemento tan nimio que se disolvía al primer examen. A menos que la doncella expulsada tuviera razón y que Salvador 1, Christian, hubiera vuelto a su casa con el pelo corto. Salido a las ocho de la tarde con el pelo largo, vuelto a las dos de la madrugada con el pelo corto. Corto como cuando Mo se afeitaba la cabeza si el fuego lo atacaba. Para que no se vieran las mechas quemadas, las calvas, para que la policía no sospechara. Pero era Christophe, y no Christian, quien había acompañado a su padre. Y sus trajes estaban impecables, y no habían sido enviados a la tintorería.

Adamsberg se concentró en la vigilancia. La luna iluminaba bastante bien los prados y el linde del bosque, pese a que, como había señalado Émeri, se habían acumulado nubes al oeste. Parecía que, después de quince días de calor sin lluvia, los normandos empezaban a encontrar inquietante esa anomalía. Ese asunto de nubes al oeste se estaba convirtiendo en idea fija.

A las cuatro de la madrugada, las luces seguían encendidas en las dos salas de la planta baja, la cocina y el baño. Que Mortembot estuviera despierto no tenía nada extraño; pero los insomnes que conocía Adamsberg apagaban casi todas las luces salvo la de la habitación donde se acurrucaban. A menos que Mortembot, helado de miedo, no se hubiera atrevido a dejar la casa a oscuras. A las cinco, fue a ver a Veyrenc.

– ¿Te parece normal? -le preguntó.

– No.

– ¿Controlamos?

– Sí.

Adamsberg llamó a la puerta de la forma convenida. Cuatro golpes largos, dos cortos, tres largos. Repitió el código varias veces sin obtener respuesta.

– Abre -dijo a Veyrenc- y prepara tu arma. Quédate fuera mientras entro a comprobar.

Adamsberg, empuñando el arma, amartillada, recorrió las habitaciones vacías pegado a las paredes. No vio un libro abierto, ni un televisor encendido, ni a Mortembot. En la cocina, los restos de una cena fría que el hombre no había tenido energía para acabar. Ropa en el cuarto de baño, la misma que llevaba poco antes en la gendarmería. Mortembot sólo había podido desaparecer por la ventana del tejado, esperando que uno de los policías doblara la esquina para saltar al suelo. No había confiado en ellos, había preferido desaparecer. Adamsberg abrió la puerta del retrete, y el gordo cuerpo se derrumbó a sus pies, de espaldas. La sangre había inundado el suelo, y Mortembot, con el pantalón bajado hasta las caderas, tenía la garganta horadada por un largo y grueso proyectil de acero. Un perno de ballesta, si Adamsberg no se equivocaba. Llevaba muerto al menos tres horas. El cristal del ventanuco estaba roto, en el suelo.

El comisario llamó a Veyrenc.

– Alcanzado directamente en la garganta mientras meaba. Mira la altura -dijo Adamsberg posicionándose delante del retrete, frente al ventanuco-. El proyectil le ha dado directamente en el cuello.

– Joder, Jean-Baptiste, la ventana tiene un barrote de hierro; a cada lado no hay más de veinte centímetros de ancho. ¿Qué es esta flecha? ¿Un arquero tras la ventana? ¡Pero Estalére lo habría visto!

– Es un perno, un perno de ballesta muy poderoso.

Veyrenc silbó entre los dientes, de ira o de sorpresa.

– Pues menuda arma medieval.

– No tan medieval, Louis. Por lo que sobresale de la herida, apostaría por un perno con punta para caza, muy contemporáneo. Ligero, sólido y preciso, con aletas afiladas como hojas de afeitar, que provocan hemorragia. Muerte segura.

– Siempre y cuando se pueda apuntar -dijo Veyrenc, rodeando el cuerpo y apoyando el rostro entre el barrote y el marco del ventanuco-. Mira el espacio. Apenas puedo pasar el brazo. Con suerte, el tirador se habrá apostado a menos de cinco metros para lograr un disparo así sin chocar con el barrote. Estalére lo habría visto. La luz de farola de la carretera llega hasta allí.

– No con suerte, Louis. Con una ballesta de polea, una compuesta por ejemplo. A cuarenta metros, con visor y óptica de noche, el hombre no podía fallar. Incluso a cincuenta metros si es bueno. Y para poseer un arma así, tiene que ser bueno. En cualquier caso, eso significa que el asesino estaba en el bosque, apostado justo en el linde. Disparo perfectamente silencioso. Tuvo todo el tiempo del mundo para irse antes de que la policía descubriera el estropicio.

– ¿Entiendes de ballestas?

– Fui tirador de elite sin querer, durante el servicio. Me hicieron disparar con todos los artilugios imaginables.

– Es curioso -dijo Veyrenc volviéndose-. Se había cambiado.

Adamsberg marcaba el número de Émeri.

– ¿Cambiado de qué? -dijo.

– De ropa. Mortembot se había cambiado de ropa. Polo y pantalón de deporte grises a juego. ¿Para qué, si tenía que quedarse enclaustrado en su casa?

– Para limpiarse de su paso por el calabozo, ¿no? Me parece normal. Émeri, ¿te despierto? Ven a galope, Mortembot ha muerto.

– ¿No podía esperar a mañana? -preguntó Veyrenc.

– ¿El qué?

– Para cambiarse.

– Joder, Louis, qué más da. Fue a mear, el asesino esperaba ese momento. Mortembot se presentó de cara, a plena luz delante del ventanuco, inmóvil. Un blanco perfecto. Cayó en silencio. El señor Hellequin se lo llevó, y encima a la antigua.

– A la antigua versión comando, tú mismo lo has dicho.

– Para un disparo así, es lo único que se me ocurre. Pero en fin, es un armatoste de más de tres kilos y de casi un metro de largo. Incluso plegable, no se disimula debajo de una chaqueta. El tipo tenía que saber dónde deshacerse de eso después.

– ¿Quién posee un chisme así hoy en día?

– Muchos cazadores. Es el arma típica de los furtivos que van a las piezas grandes, por la discreción. También se llama «arma de ocio», un aparato de sexta categoría, de posesión libre, considerado como un juego o un deporte. Menudo juego.

– ¿Por qué no se te ocurrió?

Adamsberg miró detenidamente el ventanuco, el cristal roto, el barrote de hierro.

– Sobre todo pensé que, con el obstáculo del cristal, cualquier disparo se vería desviado. De bala o de flecha. El resultado era demasiado incierto para que un asesino se atreviera a disparar por aquí. Pero mira bien este cristal, Louis. Eso es lo que no habíamos comprobado.

Émeri entraba en la casa con sólo dos botones de la chaqueta abrochados.

– Lo siento, Émeri -dijo Adamsberg-. Un perno de ballesta a través del ventanuco del retrete. Cuando el hombre estaba meando.

– ¿El ventanuco? ¡Pero si tiene un barrote!

– Pues pasó, Émeri. Le dio de lleno en la garganta.

– ¿Una ballesta? Pero si eso sólo vale para herir a un ciervo a diez metros.

– Ésta no, Émeri. ¿Has avisado a Lisieux?

– Ya vienen. Asumes tú la responsabilidad, Adamsberg. Tú eres el encargado del caso. Y son tus hombres los que estaban de guardia.

– Mis hombres no pueden ver a cuarenta metros en un bosque. Y deberías haber previsto el acceso por el ventanuco. Tú eras el encargado de hacer el inventario de los riesgos del lugar.

– ¿Y de prever un disparo de ballesta por un agujero de ratón?

– Yo diría que de rata.

– Este agujero de rata tenía un cristal grueso que habría desviado cualquier proyectil. El tirador no podía elegir este acceso.

– Mira el cristal, Émeri. No ha quedado ni un fragmento de vidrio enganchado a la madera. Había sido cuidadosamente recortado, de modo que un simple empujón de dedo habría bastado para hacerlo caer.

– De modo que no desvió el disparo.

– No. Y no nos hemos fijado en la marca del diamante en el marco.

– Eso no explica que el asesino haya elegido la ballesta.

– Por el silencio. Añade a eso que conocía la casa de Mortembot. Hay moqueta por todas partes, hasta en el retrete. El cristal cayó sin hacer ruido.

Émeri se subió el cuello de la chaqueta, refunfuñando malhumorado.

– La gente de por aquí tiene más bien fusiles. Si no quería alertar, el asesino habría podido disparar con silenciador y bala subsónica.

– Aun así, hace ruido. Más o menos como un 22 de aire comprimido, o sea mucho más que una ballesta.

– Pero se oye el ruido de la cuerda.

– No es un ruido que uno se espere. De lejos, se puede tomar la vibración por un aleteo. Y es un arma de las de Hellequin, ¿no?

– Sí, dijo Émeri con amargura.

– Piensa en ello, Émeri. Es una elección no sólo técnicamente perfecta, también artística. Histórica y poética.

– El disparo a Herbier no fue poético.

– Digamos que va evolucionando. Que se va refinando.

– ¿Crees que el asesino se toma por Hellequin?

– No tengo ni idea. Sólo sé que es un excelente ballestero. Tenemos al menos eso como punto de partida. Investigar los clubes de tiro, espulgar los nombres de los miembros.

– ¿Por qué se cambió? -preguntó Émeri mirando el cuerpo de Mortembot.

– Para limpiarse del calabozo -dijo Veyrenc.

– La celda está limpia. Y las mantas también. ¿Tú qué crees, Adamsberg?

– Sólo me pregunto por qué a ti y a Veyrenc os sorprende tanto que se haya cambiado. Aunque bueno, todo cuenta -dijo señalando el ventanuco con lasitud-. Incluso un agujero de rata. Sobre todo un agujero de rata.


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