En el pasillo del hospital, la preocupación había abolido las relaciones de cortesía más básicas, y nadie se dirigía la palabra. Lina tuvo un escalofrío, el chal cayó de nuevo al suelo. Danglard fue más rápido que Adamsberg. En dos de sus torpes zancadas, ya estaba detrás de ella y le volvía a colocar el chal sobre los hombros, con una lentitud y un esmero un tanto trasnochados.
Irradiado, pensó Adamsberg, mientras Émeri, que fruncía las cejas rubias, parecía desaprobar la escena. Todos irradiados, concluyó Adamsberg. Todos en sus manos, esta mujer cuenta lo que quiere, atrapa a quien quiere.
Luego las miradas volvieron a su posición fija, dirigidas a la puerta cerrada de la habitación, a la expectativa de que el pomo girara, como se espera un levantamiento de telón excepcional. Todos tan inmóviles como las vacas de los prados.
– Ya está otra vez en funcionamiento, ya hace runrún -anunció simplemente el médico al salir.
Se extrajo un gran pañuelo blanco del bolsillo, se enjugó la frente metódicamente, reteniendo la puerta con la mano.
– Puede pasar -dijo al conde-. Pero no diga ni una palabra. No intente hacerla hablar ahora. No antes de quince días. Necesitará por lo menos todo ese tiempo para aceptar. No hay que precipitar las cosas bajo ningún concepto; si no, volverá al limbo. Si todos me dan su palabra, les permito que entren a verla.
Todas las cabezas asintieron juntas.
– Pero ¿quién puede darme su palabra de que hará que se respete la consigna? -insistió el doctor Hellebaud.
– Yo -dijo Merlán, en quien nadie se había fijado y que seguía a Hellebaud, un poco encogido por la conmoción.
– Le tomo la palabra, querido colega. Usted acompañará, o hará acompañar, a cada visitante. O lo haré responsable de cualquier recaída.
– Confíe en mí. Soy médico, no permitiré que nadie eche a perder este trabajo.
Hellebaud asintió y dejó al conde aproximarse a la cama, con Danglard sosteniéndole el brazo tembloroso. Se quedó un momento inmóvil y boquiabierto frente a una Léo de mejillas sonrosadas, respiración regular, que lo saludó con una sonrisa y una mirada viva. El conde posó los dedos sobre las manos de la anciana, que habían recuperado su tibieza. Se volvió hacia el doctor para darle las gracias, o idolatrarlo, y vaciló de repente agarrándose al brazo de Danglard.
– Cuidado -dijo Hellebaud torciendo el gesto-. Shock, síncope vasovagal. Siéntelo, quítele la camisa. ¿Se le han puesto azules los pies?
Valleray se había derrumbado sobre una silla, y Danglard tuvo mucha dificultad en desvestirlo. El conde, en su confusión, lo rechazaba cuanto podía, como si se negara en rotundo a verse desnudo y humillado en una habitación de hospital.
– Le horroriza -comentó el doctor Merlán, lacónico-. Un día, en su casa, nos hizo el mismo numerito. Menos mal que yo estaba allí.
– ¿Se marea a menudo? -preguntó Adamsberg.
– No, la última vez fue hace un año. Un exceso de estrés, nada grave al final. Más miedo que otra cosa. ¿Por qué me pregunta eso, comisario?
– Por Léo.
– No se preocupe. Es un tipo robusto. Léo lo tendrá todavía muchos años.