– No he podido hacer la compra, todas las tiendas estaban cerradas -dijo Veyrenc vaciando una bolsa de provisiones en la mesa-. He tenido que saquear el armario de Froissy; habrá que reponer cuanto antes.
Retancourt se había apoyado de espaldas contra la chimenea apagada; su cabeza rubia sobrepasaba ampliamente el manto de piedra. Adamsberg se preguntó en qué habitación de la casa la iba a instalar, teniendo en cuenta que todas las camas eran antiguas, es decir demasiado cortas para sus dimensiones corporales. Violette miraba a Veyrenc y Adamsberg preparar los bocadillos de paté de liebre con setas de cardo, con una expresión bastante jovial en la cara. Nunca se sabía por qué Retancourt adoptaba, según los días, un semblante hosco o amable, nadie preguntaba. Incluso sonriente, el aspecto de la oronda fémina acostumbraba tener un cariz rugoso y ligeramente impresionante, que disuadía de hacer confidencias o preguntas a la ligera. Igual que no se da una palmada amistosa -en el fondo irrespetuosa- en el tronco de una secuoya milenaria. Cualquiera que fuera su aspecto, Retancourt imponía deferencia, a veces devoción.
Tras la sumaria comida -pero el paté de Froissy era indiscutiblemente suculento-, Adamsberg les dibujó un plano de la zona. Desde la posada de Léo, tomar el sendero hacia el sudeste y atajar campo a través, torcer para tomar el camino de tierra de la Bessonniére y llegar hasta el viejo pozo.
– Un paseo de seis kilómetros. No he encontrado nada mejor que ese pozo. El pozo de Oison. Me había fijado en él bordeando el Touques.
– ¿Qué es el Touques? -se informó Retancourt, siempre precisa.
– El río de aquí. El pozo está en el municipio de al lado, lleva cuarenta años abandonado, tiene unos doce metros de profundidad. Es fácil y tentador empujar a alguien para que caiga en él.
– Si el hombre en cuestión se asoma lo suficiente -dijo Veyrenc.
– Cuento con ello. El asesino ya ha llevado a cabo este tipo de maniobra empujando a Denis por la ventana. Se le da bien.
– Tan bien que Denis no se suicidó -constató Veyrenc.
– Lo mataron. Es la cuarta víctima.
– Y no la última.
– Exacto.
Adamsberg dejó el lápiz y expuso sus últimos razonamientos -si es que se podía llamar eso así-. Retancourt frunció la nariz varias veces, como siempre incomodada por la manera que tenía el comisario de llegar hasta el final. Pero el final lo había alcanzado; eso tenía que admitirlo.
– Lo cual explica, por supuesto, que no haya dejado ninguna huella -dijo Veyrenc, a quien esos nuevos elementos volvían meditabundo.
Retancourt, por su parte, volvía a los elementos pragmáticos de la acción.
– ¿Es ancho el brocal?
– No, treinta centímetros aproximadamente. Y sobre todo es muy bajo.
– Puede encajar -aprobó Retancourt-. ¿Y el diámetro del pozo?
– Suficiente.
– ¿Cómo procedemos?
– A veinticinco metros de allí, hay una antigua granja. Un granero con dos puertas de madera desvencijadas. Nos quedaremos allí; no podemos escondernos más cerca. Cuidado, Hippo es un tipo muy cachas, existe un riesgo considerable.
– Es peligroso -dijo Veyrenc-. Ponemos una vida en juego.
– No nos queda más remedio. No hay prueba, salvo unos cuantos envoltorios de terrón de azúcar fuera de contexto.
– ¿Los has conservado?
– En uno de los toneles del sótano.
– Igual tienen todavía alguna huella, no ha llovido durante semanas.
– Pero no será una prueba. Sentarse en un tronco y comer azúcar no es un crimen.
– Tenemos las palabras de Léo.
– Palabras de una anciana conmocionada. Y soy el único que las oyó.
– Con Danglard.
– Que no prestaba atención.
– Eso no valdrá nunca -confirmó Retancourt-. No hay más solución que el flag.
– Peligroso -repitió Veyrenc.
– Por eso está aquí Retancourt, Louis. Correrá más rápido y con más seguridad. Puede atrapar al hombre si empieza a caer. Ella tendrá la cuerda, en caso de necesidad.
Veyrenc encendió un cigarrillo, sacudió la cabeza sin expresar disgusto. Que colocaran la fuerza de Retancourt por encima de la suya era una evidencia indiscutible. Ella habría sido capaz, sin duda, de subir a Danglard al andén.
– Si no nos sale bien, el hombre está muerto, y nosotros también.
– No puede salir mal -objetó tranquilamente Retancourt-. Si es que sucede.
– Sucederá -aseguró Adamsberg-. El tipo no puede hacer otra cosa. Además, matarlo le gustará mucho.
– Pongamos que sí -dijo Retancourt, tendiendo el vaso para que se lo llenaran.
– Violette -dijo con suavidad Adamsberg mientras obedecía-, es el tercer vaso. Y necesitamos toda su fuerza.
Retancourt se encogió de hombros como si el comisario acabara de proferir una tontería indigna de su rango.