Adamsberg entró con paso lento en el patio del hospital, que empezaba a conocer tan bien como el bar de la Brigada. Danglard se había negado a llevar la ropa de paciente, se había quitado la camisa reglamentaria de tejido de papel azul, y estaba sentado en la cama con su traje de chaqueta, por sucio que estuviera. La enfermera lo había desaprobado altamente, por la falta de higiene que implicaba. Pero como era un ex suicida, y un tren le había pasado por encima -un hecho que forzaba al respeto-, no se había atrevido a obligarlo.
– Necesitaría ropa más adecuada -fue la primera frase de Danglard.
Al tiempo, sus ojos se deslizaban hacia la pared, huyendo de su vergüenza, su ridículo y su degradación, que sobre todo no quería leer en la mirada de Adamsberg. El doctor Merlán le había resumido lo esencial de los acontecimientos sin formular opinión alguna, y Danglard no sabía como enfrentarse a sí mismo. No había sido profesional, había sido grotesco y, lo peor de todo, imbécil. Él, Danglard, el gran cerebro. Los celos primarios, el deseo agudo de aplastar a Veyrenc no habían dejado un solo resquicio para la menor parcela de dignidad e inteligencia. Puede que esas parcelas hubieran tratado de manifestarse, de decir algo, pero él no había oído nada, no había querido saber nada. Como el peor de los cretinos, ese peor que lleva a la destrucción. Y era aquél a quien había querido humillar quien lo había protegido y que había estado a punto de dejar la vida bajo las ruedas del tren. Él, Veyrenc de Bilhc, quien había tenido el reflejo, el valor y la capacidad de estirarlo entre los raíles. Él mismo, rumiaba Danglard, no habría llevado a cabo esa triple hazaña. Sin duda no se le habría ocurrido desplazar el cuerpo y seguramente no habría tenido la fuerza para hacerlo. Y quizá, peor aún, habría huido antes de intentarlo, con prisa por volver al andén.
El rostro del comandante estaba gris de desamparo. Parecía una rata pillada en un pasillo, y no acurrucada en una buena hogaza de pan en casa de Julien Tuilot.
– ¿Le duele? -preguntó Adamsberg.
– Sólo si muevo la cabeza.
– Al parecer no tuvo usted consciencia de que el rápido le pasaba por encima -dijo Adamsberg sin introducir ninguna nota de consuelo en la voz.
– No. Resulta humillante vivir una experiencia así sin acordarse de nada, ¿no? -dijo Danglard tratando de poner un grano de ironía.
– Eso no es lo que resulta humillante.
– Si al menos hubiera estado más borracho que de costumbre…
– Ni siquiera, Danglard. Al contrario, se controló usted en casa de Émeri para conservar la cabeza más o menos despejada con el fin de lograr su operación en solitario.
Danglard alzó los ojos hacia el techo amarillo y decidió mantener fija esa posición. Había visto la mirada de Adamsberg y había percibido el brillo preciso en sus pupilas. Brillo de largo alcance que él trataba de evitar. Brillo raro que no aparecía en el comisario más que en estado de ira, de interés intenso o de irrupción de idea.
– Veyrenc, en cambio, sí lo sintió, el paso del tren -insistió Adamsberg.
Rabioso contra la mediocridad de Danglard, decepcionado, desolado, lo estaba sin lugar a dudas. Sentía la necesidad de obligarlo a mirar y a saber. Y así, solo, se fue, llena de hiel el alma…
– ¿Cómo está? -preguntó Danglard entre dientes, apenas audible.
– Durmiendo. Recuperándose. Será una suerte si no le salen más mechas rojas. O mechas blancas.
– ¿Cómo lo sabía?
– Igual que yo lo sabía. Es usted mal conspirador, comandante. La ilusión de un proyecto secreto, excitante y arrogante se leía en su cara y en sus gestos durante toda la cena.
– ¿Por qué se quedó en vela Veyrenc?
– Porque pensó bien. Pensó que, si algo podía entusiasmarlo de ese modo, algo que usted quería llevar a cabo solo, probablemente se trataba de algo dirigido contra él. Por ejemplo, conseguir una información nueva. En cambio usted, comandante, olvidó que cuando un informador desea conservar el anonimato, no se presenta en persona. Escribe sin dar cita. Incluso Estalére se habría olido la trampa. Usted no. Veyrenc sí. Por último y sobre todo, pensó que, en una masacre así, uno no actúa solo. Salvo si quiere conseguir un laurel solito y si ese deseo lo hace olvidar la evidencia. Porque recibió usted un mensaje, ¿no, Danglard? Una cita.
– Sí.
– ¿Cuándo? ¿Cómo?
– Encontré la nota en el bolsillo de mi chaqueta. El tipo debió de deslizarlo allí en medio del gentío que se formó delante de la casa de Glayeux.
– ¿Lo ha conservado?
– No.
– Estupendo, comandante. ¿Por qué?
Danglard se ramoneó varias veces el interior de las mejillas antes de decidirse a contestar.
– No quería que se supiera que me había quedado un mensaje. Que había actuado con premeditación. Pensaba inventar una versión plausible tras haber recogido la información.
– ¿Por ejemplo?
– Que me había fijado en alguien en la multitud. Que me había informado sobre ese alguien. Que había ido a dar una vuelta por Cérenay para saber más. Algo anodino.
– Algo digno, en el fondo.
– Sí -musitó Danglard-. Algo digno.
– Pues le ha salido rana -dijo Adamsberg levantándose, recorriendo los pocos metros de la habitación, rodeando la cama del comandante.
– Vale -dijo Danglard-, Me caí en el foso del estiércol y me fui hundiendo.
– Algo así me ocurrió antes que a usted, ¿lo recuerda?
– Sí.
– Así que no ha inventado nada. Lo más difícil no es caer, sino limpiarse después. ¿Cómo era el mensaje?
– Una escritura analfabeta, con muchas faltas. Real o fingida, todo es posible. En cualquier caso, si estaba trucada, estaba muy bien hecha. Sobre todo la palabra «baila», tachada varias veces.
– ¿Qué decía?
– Que fuera al andén de la estación de Cérenay a las seis cincuenta en punto. Supuse que el tipo vivía en ese pueblo.
– No lo creo. La ventaja de Cérenay es que por allí pasan los trenes. A las seis cincuenta y seis. En cambio, la estación de Ordebec está abandonada. ¿Qué dijo Merlán sobre la droga?
Los ojos de Adamsberg habían recobrado su estado casi normal, acuoso, «algoso», decían algunos, obligados a inventar una palabra para describir ese aspecto fundido, indistinto, casi pastoso.
– Según los primeros resultados, no me queda nada en el cuerpo. Piensa que se trata de un anestesiante usado por los veterinarios y calculado para dejarme k.o. un cuarto de hora y volatilizarse. Clorhidrato de ketamina en dosis baja, puesto que no tuve alucinaciones. Comisario, ¿se puede hacer algo? Quiero decir: ¿se puede hacer que la Brigada no se entere de este episodio?
– No veo ninguna objeción en lo que a mí respecta. Pero somos tres los que lo sabemos. Así que no es conmigo con quien hay que tratar el asunto, sino con Veyrenc. Después de todo, él podría tener la tentación de tomar la revancha. Sería comprensible.
– Sí.
– ¿Se lo mando?
– Todavía no.
– En el fondo -dijo Adamsberg dirigiéndose hacia la puerta-, no se equivocaba usted imaginando que se iba a jugar la vida en Ordebec. En cuanto al porqué habrán querido matarlo, comandante, tendrá usted que reflexionar, reunir todos los fragmentos. Encontrar qué es lo que el asesino temió en usted.
– ¡No! -gritó casi Danglard cuando Adamsberg abría la puerta-. No, no era yo. El tipo me tomó por usted. La nota empezaba con «Comisario». Es a usted a quien quiso matar. Usted no tiene pinta de un policía de París, yo sí. Cuando llegué a la casa de Glayeux con el traje gris, el tipo creyó que yo era el comisario.
– Es lo que piensa también Lina. Y no sé por qué lo piensa. Le dejo, Danglard, tengo que distribuir las rondas alrededor de la casa de Mortembot.
– ¿Va a ver a Veyrenc?
– Si se ha despertado.
– ¿Podría decirle una cosa? De mi parte.
– Ni hablar, Danglard. Eso le corresponde a usted.