Danglard había reservado una mesa redonda y se sentó con satisfacción. Esa primera cena en Ordebec, en un viejo restaurante de vigas bajas marcaba una pausa en sus aprensiones. Zerk se reunió con ellos puntual y les guiñó ligeramente un ojo para indicar que todo iba bien en la casa del bosque. Adamsberg había insistido de nuevo para que Émeri cenara con ellos, y el capitán había acabado por aceptar.
– Al Palomo le ha gustado mucho la idea del palomo -dijo Zerk a Adamsberg en voz baja y natural-, los he dejado en plena conversación. A Hellebaud le encanta cuando el Palomo juega al yoyó. Cuando la bobina llega al suelo, la picotea con todas sus fuerzas.
– Tengo la impresión de que Hellebaud se está alejando de su camino natural. Esperamos al capitán Émeri. Es un tipo alto, marcial y rubio, con un uniforme impecable. Lo llamarás «capitán».
– Muy bien.
– Es descendiente del mariscal Davout; un tipo de la época de Napoleón que nunca fue vencido, y eso es muy importante para él. No metas la pata con eso.
– No hay peligro.
– Aquí están. El tipo moreno y gordo es el cabo Blériot.
– Lo llamo «cabo».
– Exactamente.
Apenas servidos los primeros, Zerk se puso a comer antes que los demás, tal como Adamsberg acostumbraba hacer antes de que Danglard le inculcara los rudimentos del saber estar. Zerk hacía además mucho ruido al masticar, tendría que decírselo. No se había fijado en eso en París. Pero en el ambiente un tanto estirado de ese inicio de velada, tenía la impresión de que sólo se oía a su hijo.
– ¿Cómo va Gand? -preguntó Adamsberg al cabo Blériot. Léo ha conseguido hablarme esta tarde. Su perro la preocupa.
– ¿Ha hablado? -se sorprendió Émeri.
– Sí. Me he quedado casi dos horas junto a ella, y ha hablado. El médico, uno que se llama más o menos Fletán, ni siquiera se ha mostrado satisfecho. Mi método no ha debido de gustarle.
– Merlán -sopló Danglard.
– ¿Y ha esperado todo este tiempo para decírmelo? -exclamó Émeri- Pero ¿qué demonios ha dicho?
– Muy poca cosa. Ha saludado varias veces. Luego ha dicho «Gand» y «azúcar». Eso es todo. Le he asegurado que el cabo daba azúcar al perro todos los días.
– Y es verdad -confirmó Blériot-, aunque no me parezca bien. Pero Gand se planta delante de la caja de azúcar todas las tardes a las seis. Tiene el reloj interno de los intoxicados.
– Mejor. No me habría gustado mentir a Léo. Ahora que habla -dijo Adamsberg volviéndose hacia Émeri-, creo que sería prudente poner vigilancia delante de su habitación.
– Maldita sea, Adamsberg, ¿ha visto cuántos hombres tengo aquí? Éste y la mitad de otro, que divide su servicio entre Ordebec y Saint-Venon. Medio hombre desde todos los puntos de vista. Medio listo, medio tonto, medio dócil, medio colérico, medio sucio y medio limpio. ¿Qué quiere que haga con eso?
– Podríamos instalar una cámara de vigilancia en la habitación -sugirió el cabo.
– Dos cámaras -dijo Danglard-, Una que grabe a toda persona que entre, otra junto a la cama de Léo.
– Muy bien -aprobó Émeri-. Pero los técnicos tienen que venir de Lisieux, no esperen que el dispositivo sea operativo antes de mañana a las tres de la tarde.
– En cuanto a proteger a los otros dos prendidos -añadió Adamsberg-, el vidriero y el arboricultor, podemos destacar a dos hombres de París. El vidriero primero.
– He hablado con Glayeux -dijo Émeri sacudiendo la cabeza-, Se niega en rotundo a cualquier vigilancia. Conozco al bicho, se sentiría muy humillado si la gente creyera que está impresionado por las locuras de la hija Vendermot. No es un tipo de los que se someten así como así.
– ¿Valiente? -preguntó Danglard.
– Más bien violento, pendenciero, muy bien educado, inspirado y sin escrúpulos. Tiene mucho talento para las vidrieras, no cabe duda. No es un hombre simpático, ya se lo dije, y lo verá usted mismo. Que conste que no lo digo porque sea homosexual, pero es homosexual.
– ¿Se sabe en Ordebec?
– No lo oculta; su novio vive aquí, trabaja en el periódico. Es lo opuesto a Glayeux: muy atento, cae bien a todo el mundo.
– ¿Viven juntos? -preguntó Danglard.
– Ah, no. Glayeux vive con Mortembot, el arboricultor.
– ¿Las dos próximas víctimas del Ejército Furioso viven bajo el mismo techo?
– Desde hace años. Son primos, inseparables desde su juventud. Pero Mortembot no es homosexual.
– ¿Herbier también era homosexual? -preguntó Danglard.
– ¿Piensa en una matanza homófoba?
– Cabría planteárselo.
– Herbier no era homosexual, seguro. Más bien un heterosexual bestial tendente a violador. Y no olvide que quien señaló a las víctimas «prendidas» fue Lina. No tengo ninguna razón para pensar que esa chica tiene algo contra los homosexuales. En cuestión de sexualidad, Lina lleva, cómo decirlo, una vida más bien libre.
– Magnífico pecho -dijo el cabo-. Para comérselo.
– Ya está bien, Blériot -dijo Émeri-. Este tipo de comentario no ayuda a nada.
– Todo cuenta -dijo Adamsberg, que, al igual que su hijo, olvidaba cuidar sus maneras en la mesa y rebañaba la salsa con el pan-, Émeri, se supone que las víctimas señaladas por el Ejército son mala gente, ¿encaja eso con el vidriero y su primo?
– No sólo encaja perfectamente, sino que además es de notoriedad pública.
– ¿Qué se les reprocha?
– Sendos episodios que quedaron en la sombra. Ninguna de mis investigaciones dio resultado, me dio mucha rabia. ¿Y si nos desplazáramos para tomar el café? Aquí tienen un pequeño salón donde tengo el privilegio de poder fumar.
Al levantarse, el capitán volvió a mirar a Zerk, mal vestido con una vieja camiseta muy larga, y pareció preguntarse qué coño pintaba allí el retoño de Adamsberg.
– ¿Tu hijo trabaja contigo? -preguntó mientras se dirigían hacia el saloncito-. ¿Quiere ser policía o qué?
– No. Tiene que hacer un reportaje sobre las hojas podridas, y era una ocasión. Para un periódico sueco.
– ¿Hojas podridas? ¿Te refieres a la prensa? ¿A los periódicos?
– No, a las otras, a las del bosque.
– Se trata del microambiente de la descomposición de los vegetales -intervino Danglard acudiendo en ayuda del comisario.
– Ah, bien -dijo Émeri eligiendo una silla muy recta para sentarse, mientras los demás se instalaban en los sofás.
Zerk ofreció cigarrillos a todos, y Danglard pidió otra botella. Compartir sólo dos botellas entre cinco le había causado un sufrimiento irritante durante la cena.
– Alrededor de Glayeux y de Mortembot hubo dos muertes violentas -explicó Émeri mientras llenaba los vasos-. Hace siete años, el compañero de trabajo de Glayeux se cayó del andamio de la iglesia de Louverain. Estaban los dos arriba, a unos veinte metros, restaurando las vidrieras de la nave. Hace cuatro años, la madre de Mortembot murió en la trastienda del local. Resbaló en la escalera de mano, se agarró a una estantería metálica, que se le derrumbó encima, cargada de macetas y jardineras llenas de kilos de tierra. Dos accidentes impecables. Y una característica común: la caída. Abrí investigaciones en ambos casos.
– ¿Con qué elementos? -preguntó Danglard tomando su vino, aliviado.
– En realidad, porque Glayeux y Mortembot son dos hijos de puta, cada uno en su estilo. Dos ratas de alcantarilla, y se ve a la legua.
– Hay ratas de alcantarilla simpáticas -observó Adamsberg-, Toni y Marie, por ejemplo.
– ¿Quiénes son?
– Dos ratas enamoradas, pero olvídalas -contestó Adamsberg sacudiendo la cabeza.
– Pues ellos no son simpáticos, Adamsberg. Venderían su alma por conseguir dinero y éxitos, y estoy convencido de que eso es lo que hicieron.
– La vendieron al señor Hellequin -dijo Danglard.
– Por qué no, comandante. No soy el único que lo piensa. Cuando ardió la granja de Buisson, no dieron ni un céntimo en la colecta para ayudar a la familia. Son así. Consideran a todos los habitantes de Ordebec como paletos indignos de su interés.
– ¿Con qué motivo abrió la primera investigación?
– Por el gran interés que tenía Glayeux en deshacerse de su colega. El pequeño Tétard [6] -así se apellidaba- era mucho más joven que él, pero estaba mejorando mucho en su terreno, era incluso excelente. Los municipios de la zona empezaban a encargarle trabajos, prefiriéndolo a Glayeux. Estaba claro que el jovenzuelo acabaría suplantando a Glayeux rápidamente. Un mes antes de su caída, el ayuntamiento de Coutances…, ¿conoce su catedral?
– Sí -aseguró Danglard.
– Coutances acababa de elegir a Tétard para restaurar las vidrieras del crucero. No era moco de pavo. Si el jovenzuelo lo hacía bien, estaba lanzado. Y Glayeux prácticamente hundido, y humillado. Pero Tétard se cayó. Y el ayuntamiento de Coutances se conformó con Glayeux.
– Claro -murmuró Adamsberg-. ¿Qué resultados dio el examen del andamio?
– No era reglamentario; las tablas estaban mal sujetas a los tubos metálicos, las sujeciones estaban flojas. Glayeux y Tétard estaban trabajando en vidrieras distintas, o sea sobre tablas distintas. A Glayeux le bastaba aflojar unas cuerdas y desplazar una tabla durante la noche, tenía la llave de la iglesia mientras duraban las obras, y luego ponerla en equilibrio inestable al borde del tubo. Así de fácil.
– Imposible de demostrar.
– No -dijo Émeri con amargura-. Ni siquiera pudimos inculpar a Glayeux por falta profesional porque había sido Tétard el encargado de montar el andamio con un primo suyo. Tampoco hubo pruebas en lo de Mortembot. No estaba en la trastienda cuando la madre cayó, estaba descargando una entrega en el almacén. Pero no es difícil hacer caer una escalera a distancia. Basta atar una cuerda a uno de los pies y tirar desde lejos. Al oír el estrépito, Mortembot se precipitó en su ayuda con un empleado. Pero no había ninguna cuerda.
Émeri miró a Adamsberg con cierta insistencia, como si lo desafiara a encontrar la solución.
– No había hecho un nudo -dijo Adamsberg-, Se limitó a pasar la cuerda alrededor del pie de la escalera. Sólo tuvo que tirar de uno de los cabos desde donde estuviera para traer hacia sí toda la cuerda. Le habrá llevado apenas unos segundos si la cuerda se deslizaba bien.
– Exactamente. Y no deja huella.
– No todo el mundo puede dejar miga de pan en algún sitio.
Émeri volvió a servirse café, comprendiendo que había un gran número de frases de Adamsberg que valía mejor dejar sin respuesta. Había creído en la reputación de ese policía, pero, sin prejuzgar lo que pudiera pasar después, parecía claro que Adamsberg no seguía una vía exactamente normal. O que él no era normal. En cualquier caso, un tipo tranquilo que, tal como esperaba, no lo había dejado de lado en esta investigación.
– ¿Mortembot no se entendía con su madre?
– Que yo sepa, sí. Incluso se mostraba más bien sumiso con ella. Salvo que a su madre la indignaba que su hijo viviera con su primo, porque Glayeux era homosexual, y eso la avergonzaba. No paraba de darle la lata con eso. Le exigía que volviera a casa, amenazándolo con privarlo de una parte de la herencia si no accedía. Mortembot iba diciendo que sí para que lo dejara en paz, pero no cambiaba de vida. Y las discusiones volvían a empezar. El dinero, el negocio, la libertad, eso es lo que él quería. Debió de considerar que la mujer había vivido bastante, y me imagino que Glayeux lo iba animando. Era el tipo de mujer capaz de vivir doscientos años sin dejar de ocuparse de la tienda. Era maniática, pero tenía sus razones. Dicen que la calidad de las plantas ha bajado desde su muerte. Vende fucsias que se mueren al primer invierno. Y eso que conseguir que se muera una fucsia tiene mérito. Es un chapucero con los esquejes, eso dicen.
– Ah, sí -dijo Adamsberg, que no había hecho esquejes en su vida.
– Los acorralé a ambos tanto como pude, con arresto sin sueño y toda la pesca. Glayeux se quedó riéndose, despectivo, esperando a que pasara. Mortembot ni siquiera tuvo la decencia de fingir lamentar la pérdida de su madre. Se convertía en el único propietario del vivero y las sucursales, un negocio muy importante. El es del género flemático, un gordo plácido, no reaccionaba a ninguna provocación o amenaza. No pude hacer nada, pero para mí son asesinos de la clase más interesada y cínica. Y, si existiera el señor Hellequin, sí, eligiría a hombres así para llevárselos.
– ¿Cómo se toman la amenaza del Ejército Furioso?
– Como se tomaron las investigaciones. Les importa un rábano, y consideran a Lina como una pirada histérica, incluso una asesina.
– Lo cual podría no ser falso -dijo Danglard, que cerraba a medias los ojos.
– Ya verá a la familia. No se sorprenda demasiado, los tres hermanos también están tarados. Te lo dije, Adamsberg, tienen razones a mansalva. Su padre los destrozó literalmente. Pero, si quieres que todo vaya bien, nunca te acerques bruscamente a Antonin.
– ¿Es peligroso?
– Al contrario. Tiene miedo en cuanto alguien se aproxima a él, y toda la familia hace piña para protegerlo. Está convencido de que su cuerpo está hecho en parte de arcilla.
– Ya me hablaste de eso.
– De arcilla desmoronadiza. Antonin cree que se romperá si recibe un choque violento. Está totalmente pirado. Aparte de eso, parece normal.
– ¿Trabaja?
– Hace cosas con su ordenador sin salir de casa. No te sorprendas si no entiendes todo lo que dice el mayor, Hippolyte, a quien todo el mundo llama Hippo, hasta el punto de que acaba asociándolo a un hipopótamo. No le va mal, por la envergadura, o por el peso. Cuando le da, pronuncia las frases al revés.
– ¿En «resve»?
– No, invierte las palabras letra a letra.
Émeri se interrumpió para pensar y, desistiendo, sacó una hoja y un papel de su bolsa.
– Suponga que quiere decir «¿Qué tal está, comisario?», el resultado será el siguiente -y Émeri se aplicó a escribir letra a letra en el papel-: «¿Euq lat atse, oirasimoc?».
Y pasó la hoja a Adamsberg, que la examinó estupefacto. Danglard había abierto los ojos ante la llegada de una nueva experiencia intelectual.
– Pero hay que ser un genio para hacer esto -dijo Danglard frunciendo las cejas.
– Es un genio. Toda la familia lo es en su estilo. Por eso son respetados aquí, y por eso nadie se acerca mucho a ellos. Un poco como con seres sobrenaturales. Hay quien considera que habría que deshacerse de ellos, hay quien dice que sería muy peligroso. Con todo el talento que tiene, Hippolyte nunca ha buscado un empleo. Se ocupa de la casa, del huerto, del vergel, de las aves del corral. Esa casa es una especie de autarquía.
– ¿Y el tercero?
– Martin es menos impresionante, pero no te fíes de las apariencias. Es delgado y largo como una gamba morena, con grandes patas. Va por los prados y bosques recogiendo todo tipo de bichos para comérselos, saltamontes, orugas, mariposas, hormigas, qué sé yo.
– ¿Se los come crudos?
– No, los cocina. Como plato principal o como condimento. Inmundo. Pero tiene su clientela en la zona, para las mermeladas de hormiga, por sus virtudes terapéuticas.
– ¿Toda la familia come de eso?
– Sobre todo Antonin. Inicialmente, Martin se puso a recoger insectos por él, para consolidar su arcilla. Que se dice «allicra» en la lengua de Hippolyte.
– ¿Y la hija? Aparte de que ve al Ejército Furioso.
– Nada más que señalar, salvo que entiende sin problema las frases al revés de su hermano Hippo. No es que sea tan difícil hacerlas, pero se necesita un buen cerebro.
– ¿Aceptan visitas?
– Son muy hospitalarios con los que consienten en ir a su casa. Abiertos, más bien alegres, incluso Antonin. Los que los temen dicen que esa cordialidad es fingida, para atraer gente a su casa, y que, una vez que entras allí, estás perdido. No les caigo bien, por las razones que te he dicho, y porque los considero tarados; pero si no les hablas de mí, todo irá bien.
– ¿Quién era inteligente, el padre o la madre?
– Ninguno de los dos. A la madre ya la viste en París si no me equivoco. Es muy corriente. No hace ningún ruido, ayuda a la intendencia. Si quieres resultarle agradable, llévale unas flores. Es algo que le encanta, porque la bestia torturadora, su marido, nunca le regaló flores. Luego las seca colgándolas boca abajo.
– ¿Por qué dices «torturador»?
Émeri se levantó torciendo el gesto.
– Ve a verlos primero. Pero antes -añadió con una sonrisa- pasa por el camino de Bonneval, coge un trocito de tierra y métetelo en el bolsillo. Por aquí se dice que protege de los poderes de Lina. No olvides que esa chica es la puerta abierta en el muro que separa a los vivos de los muertos. Con un trozo de tierra estás a salvo. Pero, como no hay nada fácil, no te acerques a ella a menos de un metro, porque dicen que huele, con la nariz quiero decir, si llevas tierra del camino. Y no le gusta.
Al dirigirse hacia el coche junto a Danglard, Adamsberg se puso la mano sobre el bolsillo del pantalón, preguntándose qué espíritu le habría soplado mucho antes esa idea de coger un fragmento de tierra de Bonneval. Y por qué llevaba el trozo encima.