Capítulo 35

Veyrenc no dormía. De pie, vigilaba por la ventana. Danglard había tenido un aspecto singular durante toda la velada; Danglard anticipaba un placer, una victoria; Danglard meditaba una jugada. Una jugada de profesional, consideraba Veyrenc, porque el comandante no era hombre de visitar los burdeles de Lisieux señalados por Émeri. O lo habría anunciado sin tapujos. La amabilidad que había desplegado con él, acallando sus celos pueriles, había acabado de alertar a Veyrenc. Suponía que Danglard estaba a punto de realizar un avance en la investigación sin decir nada a nadie, con el fin de asegurarse una ventaja respecto a Adamsberg. Mañana presentaría orgulloso su tributo al comisario. Eso a Veyrenc no le importaba en absoluto. Del mismo modo que no le molestaba el proyecto que agitaba la cabeza normalmente bien estructurada del comisario. Pero en un caso en que se suceden los asesinatos, uno no va solo.

A la una y media de la mañana, Danglard no había aparecido. Decepcionado, Veyrenc se tumbó en la cama vestido.

Danglard había puesto el despertador a las cinco cincuenta y se había dormido rápidamente, cosa que no solía pasarle, salvo cuando la excitación por un acto que llevar a cabo le mandaba dormir rápido y bien. A las seis y veinticinco de la mañana, se puso al volante, desbloqueó el freno de mano y dejó rodar el coche sin ruido por el camino, para no despertar a nadie. Arrancó el motor una vez en la carretera y recorrió veintidós kilómetros con el parasol bajado. La persona que lo había contactado, hombre o mujer, le había pedido que no se hiciera notar. El hecho de que esa persona lo hubiera tomado erróneamente por el comisario era un buen golpe de suerte. Había encontrado el mensaje en el bolsillo de su chaqueta el día anterior, escrito a lápiz y con la mano izquierda, o con mano autodidacta. Comisario, tengo argo que decirle sobre Glayeux, pero a condisión de que sea a bescondidas. Mui peligroso. Nos vemos en la estasión de Cérenay, anden A, a las seis y cincuenta esactamente. GRAZIAS. Baila -esta palabra había sido tachada y reescrita varias veces- muy discreto, sobre todo no yege tarde.

Repasando los acontecimientos del día anterior, Danglard había adquirido la certidumbre de que el autor de la nota sólo había podido deslizársela en el bolsillo cuando se encontraba en medio del gentío que se había formado delante de la casa de Glayeux. Antes, en el hospital, no la tenía.

El comandante aparcó bajo una hilera de árboles y fue al andén A rodeando discretamente la pequeña estación. El edificio estaba situado en las afueras del pueblo, y estaba cerrado y desierto. Tampoco había nadie en las vías. Danglard consultó el panel de los horarios, y comprobó que no paraba ningún tren en Cérenay antes de las once y doce minutos. O sea que no habría nadie por los parajes en cuatro horas. La persona había elegido un lugar excepcional donde la soledad estaba garantizada.

A las seis y cuarenta y ocho en el reloj de la estación, Danglard se sentó en un banco del andén, encogido, como de costumbre, impaciente y un poco agotado. No había dormido más que unas horas y, con menos de nueve horas de sueño, su energía quedaba hecha trizas. Pero la idea de dejar clavado a Veyrenc en el poste de salida lo estimuló, aportándole una nueva sonrisa y un sentimiento de expansión. Llevaba más de veinte años trabajando con Adamsberg, y la complicidad espontánea del comisario y del teniente Veyrenc lo horripilaba en sentido propio. Danglard era demasiado inteligente para alimentarse de engaños, y sabía que su aversión era una simple cuestión de celos vergonzosos. Ni siquiera estaba seguro de que Veyrenc tratara de disputarle el puesto, pero la tentación era irreprimible. Marcar el paso para tomar ventaja a Veyrenc. Danglard alzó la cabeza, tragó saliva, apartando una vaga sensación de indignidad. Adamsberg no era ni su referencia ni su modelo. Todo lo contrario, las maneras de actuar y de pensar de ese hombre solían contrariarlo. Pero su estima, incluso su afecto, le era necesario, como si ese ser flotante pudiera protegerlo o justificarlo de ser. A las seis y cincuenta y un minutos, sintió un violento dolor en la nuca, se llevó a ella la mano y cayó al suelo del andén. Un minuto después, el cuerpo del comandante estaba tendido, atravesado, en la vía.

La visibilidad en el andén era tan total que Veyrenc sólo había podido encontrar un punto de observación a doscientos metros de Danglard, detrás de un puesto de desvío. El ángulo de visión no era bueno, y cuando vislumbró al hombre, éste estaba ya a dos metros del comandante. El golpe que le dio en la carótida con el canto de la mano y el hundimiento de Danglard duraron sólo unos segundos. Cuando el hombre se puso a hacer rodar el cuerpo hacia el borde del andén, Veyrenc ya había iniciado su carrera. Estaba todavía a unos cuarenta metros cuando Danglard cayó sobre los raíles. El hombre ya huía, a zancadas seguras y eficaces.

Veyrenc saltó a las vías, agarró el rostro de Danglard, que le pareció lívido a la luz del amanecer. La boca estaba abierta y blanda, los ojos cerrados. Veyrenc encontró el pulso, levantó los párpados sobre los ojos vacíos. Danglard estaba sonado, drogado, o moribundo. Un gran hematoma se estaba formando ya a un lado del cuello, alrededor de una clara marca de pinchazo. El teniente deslizó los brazos bajo los hombros del comandante para izarlo al andén, pero los noventa y cinco kilos de ese cuerpo inerte parecían imposibles de desplazar. Necesitaba ayuda. Se levantaba sudoroso para llamar a Adamsberg cuando oyó el silbido característico de un tren avanzando a lo lejos a gran velocidad. Horrorizado, vio llegar por la izquierda la masa ruidosa de la máquina, lanzada en línea recta. Veyrenc se tiró sobre el cuerpo de Danglard y, multiplicando su esfuerzo, lo tumbó entre los raíles, estirándole los brazos a lo largo del cuerpo. El tren lanzó un pitido que pareció un grito desesperado; el teniente se subió de un salto al andén, se apartó rodando. Los vagones pasaron mugiendo, y el fragor se alejó, dejándolo incapaz de moverse, ya fuera porque la potencia del esfuerzo le había desgarrado los músculos, o porque enfrentarse a la visión de Danglard le resultaba intolerable. Con la cabeza rodeada por su brazo, sintió sus mejillas mojadas de lágrimas. Un fragmento de información, uno solo, revoloteaba en su mente vacía. El espacio entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren es sólo de veinte centímetros.

Quince minutos después, probablemente, el teniente acabó apoyándose en los codos y aproximándose a la vía. Sujetándose la cabeza con las manos, abrió los ojos de golpe. Danglard parecía un muerto cuidadosamente dispuesto entre los raíles relucientes, como en una camilla de lujo; pero Danglard estaba intacto. Veyrenc dejó caer la frente sobre el brazo, extrajo el móvil y llamó a Adamsberg. Venir enseguida, estación de Cérenay. Luego sacó el revólver, quitó el seguro y lo asió firmemente con la mano derecha, el índice en el gatillo. Y cerró los ojos. El espacio entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren es sólo de veinte centímetros. Recordó la historia, el año pasado, en la vía del rápido París-Granville. El hombre estaba tan ebrio e inerte cuando el tren le pasó por encima que su ausencia total de reflejos le había salvado la vida. Sintió un hormigueo en las piernas y empezó a moverlas lentamente. Parecían reaccionar como algodón y, al mismo tiempo, pesar como bloques de granito. Veinte centímetros. Era una suerte que la ausencia radical de musculatura en Danglard le hubiera permitido aplastarse entre los raíles como un harapo.

Cuando oyó correr detrás de él, estaba sentado con las piernas cruzadas en el andén, con la mirada clavada en Danglard, como si esa atención de cada instante hubiera podido evitarle el paso de otro tren o el deslizamiento hacia la muerte. Le había hablado con frases ineptas, aguanta, no te muevas, respira, sin obtener ni un parpadeo por respuesta. Pero ahora veía con claridad los blandos labios estremecerse con cada respiración, y vigilaba esa pequeña palpitación. Empezaba a recobrar el entendimiento. El tipo que había citado a Danglard había concebido un plan irreprochable haciendo que lo arrollara el rápido Caen-París a una hora en que no intervendría ningún testigo. Lo habrían descubierto varias horas después, y para entonces el anestesiante, fuera cual fuera, ya habría desaparecido del cuerpo. Ni siquiera se les habría ocurrido buscar un anestesiante. ¿Qué habrían dicho en el informe? Que la melancolía de Danglard había empeorado mucho en los últimos tiempos, que temía morir en Ordebec. Que, completamente borracho, había ido a tumbarse sobre los raíles para suicidarse. Extraña elección, por supuesto, pero dado que el delirio de un hombre ebrio y suicida no se mide con regla, habrían llegado a esa conclusión.

Volvió los ojos hacia la mano que se posaba sobre su hombro, la de Adamsberg.

– Baja enseguida -dijo Veyrenc-. No puedo moverme.

Émeri y Blériot ya habían agarrado el cuerpo de Danglard por los hombros, y Adamsberg saltó a las vías para levantarle las piernas. Luego Blériot fue incapaz de subirse solo al andén, y hubo que ayudarlo tirándole de las manos.

– Ahora viene el doctor Merlán -dijo Émeri inclinado sobre el pecho de Danglard-. En mi opinión, está completamente drogado, pero no en peligro. Los latidos son lentos, pero regulares. ¿Qué ha pasado, teniente?

– Un tipo -dijo Veyrenc con voz todavía lacia.

– ¿No puedes levantarte? -le preguntó Adamsberg.

– No creo. ¿No tendrás un poco de aguardiente, o algo?

– Yo sí -dijo Blériot sacando una petaca barata-. No son ni las ocho, va a ser fuertecillo.

– Es lo que me hace falta -aseguró Veyrenc.

– ¿Ha desayunado?

– No, he estado toda la noche en vela.

Veyrenc tomó un trago con la mueca convencional que señala que, efectivamente, el líquido era fuertecillo. Después de tomar otro, devolvió la petaca a Blériot.

– ¿Puedes hablar? -preguntó Adamsberg, que se había sentado con las piernas cruzadas a su lado, fijándose en los surcos claros que habían dejado las lágrimas en las mejillas de Veyrenc.

– Sí. Es el susto, nada más. He sobrepasado mi medida física.

– ¿Por qué has estado en vela?

– Porque Danglard meditaba una jugada imbécil en solitario.

– ¿Tú también lo habías notado?

– Sí. Quería adelantarme, y a mí me pareció peligroso. Creí que Danglard saldría anoche, pero no se fue hasta las seis y media de la mañana. Cogí el otro coche y lo seguí de lejos. Llegamos aquí -dijo Veyrenc mostrando el lugar con gesto vago-. Un tipo lo golpeó en el cuello, y creo que luego le inyectó algo, antes de tirarlo a la vía, atravesado. Corrí, el tipo también. Y cuando traté de sacar de allí a Danglard, imposible. Entonces llegó el tren.

– El rápido Caen-París -dijo con gravedad Émeri-, el que pasa a las seis cincuenta y seis.

– Sí -dijo Veyrenc bajando un poco la cabeza-. Y realmente, se puede decir que es rápido.

– Joder -dijo Adamsberg entre dientes.

¿Por qué había sido Veyrenc quien había vigilado a Danglard? ¿Por qué no él? ¿Por qué había dejado al teniente precipitarse a ese infierno? Porque el plan de Danglard estaba dirigido contra Veyrenc, y Adamsberg lo había considerado como algo nimio. Un asunto entre hombres.

– Sólo tuve tiempo para desplazarlo y estirarlo entre los raíles, no sé ni cómo, y de subirme al andén, no sé ni cómo. Joder, Danglard pesaba mucho, y el borde del andén estaba muy alto. El viento del tren me rozó la espalda. Veinte centímetros. Hay veinte centímetros entre la parte superior de un cuerpo, de un cuerpo flojo, de un cuerpo ebrio, y la parte inferior de un tren.

– No sé si se me habría ocurrido -dijo Blériot, que miraba a Veyrenc con una expresión un tanto alelada. Al mismo tiempo, observaba fascinado la cabellera castaña de ese teniente, sembrada de una quincena de mechas rojas anormales, que formaban como amapolas en un campo de tierra parda.

– ¿Y el tipo? -preguntó Émeri-. ¿Podría tener la corpulencia de Hippolyte?

– Sí, era fuerte. Pero yo estaba lejos, y él llevaba pasamontañas y guantes.

– ¿Qué más llevaba de ropa?

– Zapatillas deportivas y una especie de sudadera. Azul marino o verde oscuro, no lo sé. Ayúdame, Jean-Baptiste, ahora me puedo levantar.

– ¿Por qué no me llamaste cuando lo seguiste? ¿Por qué te fuiste solo?

– Era un asunto entre él y yo. Una iniciativa grotesca de Danglard, era inútil meterte en eso. No imaginaba que la cosa cobrara esas proporciones. Y así, solo, se fue, llena de hiel el alma…

Veyrenc interrumpió su principio de versificación encogiéndose de hombros.

– No -masculló-, no me apetece.

El doctor Merlán había llegado y se afanaba junto al comandante Danglard. Iba sacudiendo regularmente la cabeza, repitiendo «le ha pasado un tren por encima, le ha pasado un tren por encima», como tratando de convencerse del carácter excepcional del acontecimiento que vivía.

– Probablemente, una buena dosis de anestesia -dijo volviéndose a levantar y llamando a dos enfermeros-; pero tengo la impresión de que el efecto se ha disipado casi. Nos lo llevamos, voy a acelerar suavemente el despertar. Pero la elocución no se restablecerá hasta dentro de dos horas, no venga antes, comisario. Tiene contusiones, debidas al golpe en la carótida y la caída a las vías. Pero no se ha roto nada, creo. Le ha pasado un tren por encima, no me lo puedo creer.

Adamsberg vio alejarse la camilla con una vaharada de quebranto retroactivo. Pero no reapareció la bola de electricidad en su nuca. Efecto del tratamiento del doctor Hellebaud, sin duda.

– ¿Léo? -preguntó a Merluza.

– Anoche, se sentó y comió. Le hemos quitado la sonda. Pero no habla, sólo sonríe de vez en cuando, con pinta de tener su idea sobre lo ocurrido sin ser capaz de alcanzarla. Es como si su doctor Hellebaud le hubiera bloqueado la función del habla, como si hubiera bajado el disyuntor para volver a ponerlo en marcha cuando le parezca.

– Es su estilo.

– Le he escrito a su casa de Fleury para darle noticias. Mandando la carta al director, tal como usted me aconsejó.

– Su prisión de Fleury -precisó Adamsberg.

– Lo sé, comisario, pero no me gusta ni decirlo ni pensarlo. Igual que sé que usted fue quien mandó arrestarlo, y no quiero saber nada de sus delitos. ¿No será nada médico, al menos?

– No.

– Le ha pasado un tren por encima, no me lo puedo creer. Sólo los suicidas se tiran a las vías.

– Precisamente, doctor. No es un arma usual. En cambio, como es un método conocido para darse muerte, lo de Danglard tenía que pasar sin problemas por un suicidio. Para todo el personal del hospital, mantenga la versión del suicidio y, en la medida de lo posible, que no haya filtraciones. No quiero alertar al asesino. Que en estos momentos debe de suponer que la víctima está destrozada por las ruedas del rápido. Dejémosle esa certeza durante unas horas.

– Ya veo -dijo Merlán arrugando los ojos, componiendo una expresión más perspicaz de lo necesario-. Quiere usted sorprender, espiar, acechar.

Adamsberg no hizo nada de eso. La ambulancia se alejó, y él echó a andar dando vueltas por el andén A, en un corto recorrido de veinte metros, reacio a alejarse de Veyrenc, a quien el cabo Blériot -lo había visto- había hecho tomar tres o cuatro terrones de azúcar. Blériot el chupador. Sin querer, se fijó en que el cabo no dejaba caer los envoltorios al suelo. Los arrugaba formando una bolita apretada que luego se metía en el bolsillo delantero del pantalón. Émeri, cuyo uniforme estaba por una vez mal coleado, por la prisa que se había dado en vestirse para reunirse con ellos, volvió hacia él sacudiendo la cabeza.

– No veo ninguna pista alrededor del banco. Nada, Adamsberg, no tenemos nada.

Veyrenc pidió con una seña un cigarrillo a Émeri.

– Y no creo que Danglard pueda ayudarnos -dijo Veyrenc-. El tipo llegó por detrás, sin darle tiempo a volverse.

– ¿Cómo puede ser que el conductor del tren no lo viera? -preguntó Blériot.

– A esas horas, tenía el sol de frente -dijo Adamsberg-, iba hacia el este.

– Aunque lo hubiera visto -dijo Émeri-, no habría podido detener el tren hasta varios cientos de metros más allá. Teniente, ¿cómo tuvo usted la idea de seguirlo?

– Por obediencia al reglamento, supongo -dijo Veyrenc son- riendo-. Lo vi salir y lo seguí. Porque uno no va solo en este tipo de casos.

– ¿Y por qué se fue solo? Me parece un hombre más bien prudente, ¿no?

– Pero solitario -añadió Adamsberg para disculparlo.

– Y el que lo citó aquí debió de exigirle que viniera sin escolta -suspiró Émeri-, Como siempre. Nos vemos en la gendarmería para organizar las rondas en casa de Mortembot. Adamsberg, ¿has visto a tus dos hombres de París?

– Deberían estar aquí antes de las dos.

Veyrenc se sentía suficientemente bien para tomar el volante, y Adamsberg lo siguió de cerca hasta la posada de Léo, donde el teniente se alimentó rápidamente con una sopa enlatada y se fue enseguida a la cama. Al volver a su habitación, Adamsberg recordó que el día anterior había olvidado dar alpiste al palomo. Y la ventana se había quedado abierta.

Pero Hellebaud se había acostado en uno de sus zapatos, igual que sus congéneres se instalaban en lo alto de las chimeneas, y lo esperaba pacientemente.

– Hellebaud -dijo Adamsberg levantando zapato y palomo, y dejándolos en la repisa de la ventana-. Tenemos que hablar muy seriamente. Estás saliendo del estado natural, estás cayendo en picado hacia la civilización. Tienes las patas curadas, ya puedes volar. Mira afuera. Hay sol, árboles, hembras, gusanos e insectos a patadas.

Hellebaud emitió un arrullo que a Adamsberg le pareció de buen augurio, de modo que lo afianzó en la repisa.

– Despega cuando quieras -dijo-. No hace falta que me dejes una nota, lo entenderé.

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