Capítulo 49

La reunión de balance empezó en la Brigada el domingo a las nueve y media de la mañana, un 15 de agosto, con catorce miembros presentes. Adamsberg había esperado a Retancourt con impaciencia y, en señal de gratitud y de admiración, le había apretado el hombro en una efusión ruda, un poco militar, un gesto que a Émeri le habría gustado. Un espaldarazo para saludar al más brillante de los soldados. Retancourt, que perdía toda sutileza cuando la colocaban en el terreno de lo emocional, había sacudido la cabeza como un niño reacio y enfurruñado, reservando la satisfacción para más tarde, es decir para ella sola.

Los agentes se habían sentado en círculo alrededor de la gran mesa. Mercadet y Mordent tomaban las notas para el acta. A Adamsberg le gustaban muy poco esas reuniones en que tenía que resumir, explicar, dar órdenes y concluir. Su atención le fallaba por cualquier cosa, huyendo del deber en cualquier momento, y Danglard siempre se colocaba a su lado para traerlo de vuelta a la realidad cuando era necesario. Pero a esas horas Danglard estaba en Oporto con Momo-Mecha-Corta tras haber evacuado a Zerk hacia Roma y disponiéndose probablemente a regresar a París. Adamsberg lo esperaba a última hora de la tarde. Luego dejarían pasar unos días por verosimilitud, y el pseudo delator alertaría a la Brigada. Mo sería traído como un trofeo a las manos del comisario. Adamsberg estaba revisando un poco su papel mientras la teniente Froissy exponía el desarrollo de las tareas de los últimos días; entre otras, un sangriento enfrentamiento entre dos empleados de una compañía de seguros en que uno había llamado al otro «maricón lunar» y se encontró con el bazo desgarrado con un abrecartas y salvó la vida por los pelos.

– Al parecer -precisó Justin, siempre meticuloso-, lo problemático no era «maricón», sino «lunar».

– Pero ¿qué es un maricón lunar? -preguntó Adamsberg.

– Nadie lo sabe, ni siquiera el que lo dijo. Se lo preguntamos.

– De acuerdo -dijo Adamsberg poniéndose a dibujar en la libreta que tenía sobre las rodillas-. ¿La niña del gerbillo?

– El tribunal ha dado su aprobación para que la acoja una hermanastra que vive en Vendée. El juez ha ordenado que se dé a la niña asistencia psiquiátrica. La hermana acepta también al gerbillo. Que también es niña, según el médico.

– Buena mujer -opinó Mordent con una rápida sacudida del cuello largo y flaco, cosa que hacía cada vez que lanzaba un comentario, como para darle énfasis. Como el aspecto de Mordent recordaba el de una vieja garza desplumada, ese gesto siempre evocaba para Adamsberg el cloqueo del ave tragándose un buen pez. Eso suponiendo que la garza fuera un ave y el pez un pez.

– ¿Y su tío abuelo?

– Detenido. Cargos considerados por el juez: secuestro, violencia y maltrato. Por lo menos, no hay violación. Lo que pasa es que el tío abuelo no quería dejársela a nadie más.

– De acuerdo -repitió Adamsberg dibujando el manzano inclinado del desayuno.

Del mismo modo que no podía memorizar las palabras de la forense más de unos segundos, cada rama y cada ramilla del manzano había permanecido intacta y nítida en su memoria.

– Julien Tuilot -anunció el teniente Nöel.

– El asesinato con miga de pan.

– Exacto.

– Un arma única en su género -dijo Adamsberg pasando la página de la libreta-. Tan eficaz y silenciosa como una ballesta, pero que exige una proximidad total.

– ¿Qué tiene eso que ver?

Adamsberg hizo un gesto para indicar que ya lo explicaría en otro momento, y se puso a dibujar el rostro del doctor Merlán.

– Está en prisión preventiva -dijo Nöel-, Una prima suya se dispone a pagar su defensa aduciendo que a él le saboteó la vida la tiranía de su esposa.

– Lucette Tuilot.

– Sí. Esa prima le ha llevado crucigramas a la cárcel. No lleva allí ni doce días y ya ha organizado un torneo con otros detenidos, nivel debutante.

– O sea que está en plena forma si no me equivoco.

– Nunca ha estado tan estupendo, según la prima.

Se hizo un silencio. Todos se volvieron hacia Retancourt, cuyo papel estelar en el caso Clermont-Brasseur conocían aun sin tener los detalles. Adamsberg hizo señas a Estalére para que trajera los cafés.

– Seguimos buscando a Momo-Mecha-Corta -inició Adamsberg-, pero él no incendió el Mercedes.

Durante el bastante largo relato de Retancourt -el primer traje, el segundo traje, el corte de pelo, la doncella, el labrador, el olor a gasolina-, Estalére distribuía los cafés, e iba proponiendo leche y azúcar alrededor de la mesa, cuidando su estilo y poniendo toda su atención. El teniente Mercadet alzó silencioso la mano para rechazar el ofrecimiento, lo cual mortificó a Estalére, que estaba convencido de que el teniente siempre ponía azúcar al café.

– Ya no -le explicó Mercadet en voz baja-. Estoy a régimen -dijo llevándose la mano al vientre.

Ya más tranquilo, Estalére acabó la ronda mientras Adamsberg se inmovilizaba sin razón. Sorprendido por una pregunta de Morel, se dio cuenta de que Retancourt finalizaba su informe y él se había perdido una parte.

– ¿Dónde está Danglard? -repitió Morel.

– Descansando -dijo rápidamente Adamsberg-. Le pasó un tren por encima. No está herido, pero uno no se repone de estas cosas así como así.

– ¿Le pasó un tren por encima? -preguntó Froissy con la misma expresión estupefacta y admirativa que había tenido el doctor Merlán.

– Veyrenc tuvo el reflejo de estirarlo entre los raíles.

– Veinte centímetros entre la parte superior del cuerpo y la parte inferior del tren -explicó Veyrenc-, Él no se dio cuenta de nada.

Adamsberg se levantó torpemente, abandonando la libreta en la mesa.

– Veyrenc me sustituye para el informe sobre Ordebec -dijo-. Ahora vuelvo.

«Ahora vuelvo», lo que siempre decía, como si fuera altamente posible que algún día no volviera nunca más. Salió de la sala con paso más danzarín que de costumbre y se escapó a la calle. Sabía que se había inmovilizado de golpe, cual vaca de Ordebec, que se había perdido entre cinco y seis minutos de informe. Por qué, era algo que no podía decir y que buscaba mientras caminaba por las aceras. No le preocupaba esa ausencia brutal, ya estaba acostumbrado. No sabía la razón de lo que le pasaba, pero sí la causa. Algo había atravesado su mente como una saeta de ballesta, tan veloz que no había sido capaz de atraparlo. Pero había sido suficiente para petrificarlo. Como cuando había percibido el destello en el agua del puerto de Marsella, como cuando había visto ese cartel en los muros de París, como cuando estuvo insomne en el tren París-Venecia. Y la imagen invisible que había pasado había surcado el campo acuoso de su cerebro, arrastrando en su estela otras figuras imperceptibles que se habían ido enganchando unas a otras como imanes en cadena. No se veía ni el origen ni el término, pero veía Ordebec, y precisamente una puerta, la del viejo coche de Blériot, abierta, a la que no había prestado especial atención. Eso era lo que le había dicho Lucio el día anterior, había una puerta mal cerrada, que batía aún, una picadura que él no había acabado de rascar.

Anduvo lentamente por las calles, con prudencia, alejándose hacia el Sena, adónde lo conducían siempre sus pasos en caso de sacudida. Era en esos momentos cuando Adamsberg, casi inasequible a la ansiedad o a cualquier emoción viva, se tensaba como una cuerda, apretando los puños, esforzándose en captar lo que había visto sin verlo, o pensado sin pensarlo. No había método alguno para desprender la perla de la maraña informe que le presentaban sus pensamientos, sólo sabía que tenía que darse prisa, puesto que su mente era de tal manera que todo en ella se hundía. En ocasiones, había atrapado la perla quedándose totalmente inmóvil, esperando que la tenue imagen remonte vacilante a la superficie; a veces, en cambio, andando, agitando el desorden de sus recuerdos; a veces, durmiendo, dejando que actúen las leyes de la gravedad; y temía, si elegía previamente una estrategia teórica, que se le escapara la presa.

Tras casi una hora de marcha, se sentó en un banco, a la sombra, apoyando la barbilla en las manos. Había perdido el hilo durante el discurso de Retancourt. ¿Qué le había pasado? Nada. Todos los agentes habían permanecido en sus sitios, atentos al relato de la teniente. Mercadet luchaba contra el sueño y tomaba notas con gran esfuerzo. Todos salvo uno. Estalére se había movido. Naturalmente, había servido los cafés, con el acostumbrado perfeccionismo que ponía en esa operación. El joven se había sentido herido porque Mercadet había rechazado el azúcar que solía tomar, y el teniente se había señalado el vientre. Adamsberg apartó las manos de la cara, apretó las rodillas. Mercadet había hecho otro gesto, había levantado la mano en ademán de rechazo. Fue en ese instante cuando pasó por su cabeza el tiro de ballesta. El azúcar, algo pasaba con el puto azúcar desde el principio. El comisario alzó la mano ante sí, imitando el gesto de Mercadet. Repitió el gesto una decena de veces, volvió a ver la puerta del coche abierta, y a Blériot delante del vehículo averiado. Blériot también había rechazado el azúcar cuando se lo había propuesto Émeri para el café. Había levantado silenciosamente la mano, exactamente igual que Mercadet. En la gendarmería, el día en que hablaban de Denis de Valleray. Blériot, con sus bolsillos de la camisa hinchados de terrones de azúcar, pero que sin embargo no había querido endulzarse el café. Blériot.

Adamsberg inmovilizó sus gestos. La perla estaba allí, brillante, en el hueco de la roca. La puerta que no había cerrado. Quince minutos después, se levantó lentamente, para no espantar las sensaciones todavía poco formadas y no comprendidas, y volvió a su casa a pie. No había deshecho la bolsa del día anterior. La cogió, metió a Hellebaud en el zapato y lo introdujo todo, tan silenciosamente como pudo, en el coche. No quería hacer ruido, temiendo que hablar en voz alta perturbara las partículas de sus pensamientos que estaban soldándose torpemente, de modo que envió un simple mensaje a Danglard con el móvil que le había dado Retancourt: Vuelvo allí. En caso de necesidad, mismo lugar, misma hora. Se vio incapaz de ortografiar «necesidad» y cambió la palabra por «apuro». En caso de apuro, mismo lugar misma hora. Luego dirigió otro mensaje al teniente Veyrenc: Ven 20:30 posada Léo. Trae a Retancourt como sea. Que no os vean, id sendero bosque. Trae rollo de cuerda y comida.


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