Su vecino Lucio detuvo a Adamsberg, que cruzaba el pequeño jardín para volver a su casa.
– Hombre, hola -saludó el viejo.
– Hola, Lucio.
– Una buena cervecita te sentará de maravilla. Con el calor que hace.
– Ahora no, Lucio.
– Y con los problemas tan jodidos que tienes.
– ¿Tengo problemas jodidos?
– Hombre, seguro.
Adamsberg nunca descuidaba los avisos de Lucio, y esperó en el jardín que el viejo español volviera con un par de cervezas frescas. De tanto mear Lucio regularmente al pie del haya, Adamsberg tenía la impresión de que la hierba se agostaba en la base del tronco. O quizá fuera efecto del calor.
El viejo abrió las dos botellas -con él, nada de latas- y le ofreció una.
– Dos tipos husmeando -dijo Lucio entre trago y trago.
– ¿Aquí?
– Sí. Como si tal cosa. Como dos tipos que pasan por la calle. Y cuanto más actúa uno como si tal cosa, más se nota que algo hay. Hurgamierdas, vamos. Los hurgamierdas nunca andan con la cabeza erguida ni con la cabeza gacha como todo el mundo. Ponen los ojos en todas partes, como si se pasearan por una calle turística. Pero nuestra calle no es turística, ¿eh, hombre?
– No.
– Son hurgamierdas, y lo que les interesaba era tu casa.
– Localizando.
– Y apuntar las idas y venidas de tu hijo, quizá para saber cuándo está vacía la casa.
– Hurgamierdas -murmuró Adamsberg-, Tipos que un día acabarán asfixiados con miga de pan.
– ¿Por qué quieres asfixiarlos con miga de pan?
Adamsberg abrió los brazos sin contestar.
– Pues te lo digo yo -prosiguió Lucio-. Si los hurgamierdas buscan el modo de entrar en tu casa, es que estás en apuros.
Adamsberg sopló en el cuello de la botella para que sonara un breve silbido -cosa que no podía hacerse con una lata, explicaba Lucio no sin razón-, y se sentó en la vieja caja de madera que su vecino había instalado bajo el haya.
– ¿Has hecho alguna tontería, hombre?
– No.
– ¿Con quién te metes?
– Con tierras prohibidas.
– Muy poco razonable, amigo. En caso de necesidad, si tienes algo o alguien que poner a salvo, ya sabes dónde tengo la llave de socorro.
– Sí. Debajo del cubo lleno de grava, detrás del cobertizo.
– Mejor métetela en el bolsillo. Tú verás, hombre -añadió Lucio mientras se alejaba.
La mesa estaba puesta sobre el hule ensuciado por Hellebaud. Zerk y Momo esperaban la llegada de Adamsberg para cenar. Zerk había preparado pasta con migas de atún y salsa de tomate, una variante del arroz con atún y tomate que había puesto unos días antes. Adamsberg pensó en pedirle que modificara un poco los menús, pero renunció enseguida, no tenía sentido criticar a un hijo desconocido por un asunto de atún. Y menos aún delante de un Mo desconocido. Zerk disponía trocitos de pescado junto al plato, y Hellebaud picoteaba con frenesí.
– Está mucho mejor -dijo Adamsberg.
– Sí -confirmó Zerk.
Adamsberg nunca se sentía incómodo en los silencios de grupo y no tenía el instinto compulsivo de llenar los blancos a toda costa. Los ángeles, como se decía, podían pasar tantas veces como quisieran sin que a él le molestara. Su hijo parecía cortado por el mismo patrón, y Mo estaba demasiado intimidado para atreverse a sacar un tema de conversación. Pero era de los que quedaban desmontados por el paso de los ángeles.
– ¿Es usted diabolista? -preguntó con un hilo de voz al comisario.
Adamsberg miró al joven sin comprender, mientras masticaba dificultosamente su bocado. No hay nada más denso y seco que el atún al vapor, y estaba pensando en eso cuando Mo le hizo esa pregunta.
– No entiendo, Mo.
– ¿Le gusta jugar al diábolo?
Adamsberg volvió a servirse salsa de tomate y consideró que ser diabolista o jugar al diábolo debía de significar algo así como «jugar con el diablo» entre los jóvenes de la barriada de Mo.
– A veces no nos queda más remedio -contestó.
– ¿Pero no juega en profesionales?
Adamsberg interrumpió su masticación y tomó un sorbo de agua.
– Creo que no estamos hablando de lo mismo. ¿Qué entiendes por «diábolo»?
– El juego -dijo Mo ruborizándose-. El doble cono de caucho que se hace rodar con una cuerda atada a dos varas -añadió imitando el gesto del jugador.
– De acuerdo, el diábolo -confirmó Adamsberg-, No, no juego al diábolo. Ni al yoyó.
Mo volvió a concentrarse en su plato, decepcionado por el fracaso en su tentativa y buscando otra rama en la que posarse.
– ¿Es muy importante para usted? Me refiero al palomo.
– A ti también, Mo, te ataron las patas.
– ¿Quién? -preguntó Mo.
– Los grandes de este mundo que se ocupan de ti.
Adamsberg se levantó, apartó una esquina de la cortina clavada en la puerta, observó el jardín al caer la noche, Lucio sentado en la caja leyendo el periódico.
– Vamos a tener que pensar un poco -dijo poniéndose a dar vueltas alrededor de la mesa-. Dos hurgamierdas han estado merodeando por aquí hoy. No te preocupes, Mo, tenemos algo de tiempo, ésos no han venido por ti.
– ¿Policías?
– Más bien guardias cercanos al ministerio. Quieren saber qué me ronda por la cabeza exactamente acerca de los Clermont-Brasseur. Hay un asunto de cordones que los preocupa. Ya te explicaré más adelante, Mo. Es su único punto frágil. Tu desaparición los aterroriza.
– ¿Qué buscan aquí? -preguntó Zerk.
– Comprobar si tengo o no documentos que demuestren que estamos llevando una investigación oficiosa sobre los Clermont-Brasseur. Es decir, entrar en nuestra ausencia. Mo no puede quedarse aquí.
– ¿Hay que llevárselo esta noche?
– Hay vigilancia en todas las carreteras, Zerk. Tenemos que pensar un poco -repitió.
Zerk dio una calada, ceñudo.
– Si vigilan en la calle, Mo no podrá subirse a un coche.
Adamsberg seguía dando vueltas alrededor de la mesa al tiempo que notaba en su hijo posibilidades de acción rápida e incluso de pragmatismo.
– Pasaremos por casa de Lucio y de allí a la calle de atrás.
Adamsberg se inmovilizó, atento a un ruido de hierba pisada fuera. Inmediatamente después, llamaron a la puerta. Mo ya se había levantado, plato en mano y había retrocedido hacia la escalera.
– Retancourt -anunció la fuerte voz de la teniente-. ¿Se puede, comisario?
Adamsberg indicó a Mo, con un gesto del pulgar, la dirección del sótano, y abrió. Era una casa antigua, y la teniente se agachó para no darse con el dintel de la puerta al entrar. La cocina parecía más exigua cuando estaba en ella Retancourt.
– Es importante -dijo ésta.
– ¿Ha cenado, Violette? -preguntó Zerk, a quien la visión de la teniente parecía iluminar.
– No tiene importancia.
– Voy a recalentar la cena -dijo Zerk, poniéndose inmediatamente manos a la obra.
El palomo dio unos brincos sobre la mesa, colocándose a diez centímetros del brazo de Retancourt.
– Me reconoce un poco, ¿no? Parece recuperado.
– Sí, pero no vuela.
– No se sabe si es físico o mental -precisó Zerk muy serio-. Hice un intento en el jardín, pero se queda allí picoteando, como si hubiera olvidado que puede despegar.
– Bien -dijo Retancourt sentándose en la silla más sólida-. He modificado su plan para el seguimiento de los hermanos Clermont.
– ¿No le gusta?
– No. Demasiado clásico, demasiado largo, arriesgado y sin posibilidades de éxito.
– Es posible -admitió Adamsberg, que sabía que, desde el día anterior, había debido tomar todas las decisiones con prisa y quizá sin discernimiento. Las críticas de Retancourt no le afectaban nunca-. ¿Tiene otra idea? -añadió.
– Incrustarse in situ. Es lo único.
– Clásico también -respondió Adamsberg-, pero imposible. La casa es inviolable.
Zerk depositó un plato de pasta al atún recalentado delante de Retancourt. Adamsberg supuso que Violette se zamparía el pescado sin darse ni cuenta.
– ¿Tienes un poco de vino? -preguntó-. No te molestes, sé dónde está, ahora bajo.
– No, voy yo -dijo Zerk precipitadamente.
– Casi inviolable, es verdad. Así que me he jugado el todo por el todo.
Adamsberg sintió un leve estremecimiento.
– Debería haberme consultado, teniente -dijo.
– Dijo que estaría bajo escucha -replicó Retancourt, engullendo sin empacho un enorme bocado de pescado-. Por cierto, le he traído un nuevo móvil virgen y una tarjeta de recambio. Perteneció al receptador de La Garenne conocido como el Picudo, pero da igual, está muerto. También traigo un mensaje personal que le han llevado a la Brigada esta noche. Del inspector de división.
– ¿Qué ha hecho, Retancourt?
– Nada del otro mundo. Me he presentado en la mansión de los Clermont y he dicho al portero que tenía entendido que se ofrecía un empleo. No sé por qué, debí de impresionar al portero, porque no me echó.
– Sin duda -admitió Adamsberg-, Pero le habrá preguntado de dónde había sacado esa información.
– Claro. Le di el nombre de Clara Verdier, dije que era una amiga de la hija de Christophe Clermont.
– Lo harán comprobar, Retancourt.
– Es posible -dijo sirviéndose de la botella que Zerk había descorchado-. Tu cena está buenísima, Zerk. Pueden comprobar todo lo que quieran, porque es verdad. Y también es verdad que se ofrece un empleo. En esas mansiones hay tanto personal que siempre hay algún puesto subalterno vacante, sobre todo teniendo en cuenta que Christian Salvador 1 tiene fama de ser muy duro con sus empleados. Van y vienen sin parar. Esa Clara fue amiga de mi hermano Bruno, y un día le eché una mano en un asunto de robo a mano armada. La he llamado, y lo confirmará si es necesario.
– Seguro -dijo Adamsberg un poco abrumado.
Era uno de los primeros en reverenciar la anormal potencia de acción-resolución de Retancourt, adaptada a todas las tareas, objetivos y terrenos. Pero siempre sentía cierto aturdimiento cuando se veía confrontado a ella.
– Así que, si no ve inconveniente -dijo Retancourt rebañando la salsa con pan-, empiezo mañana.
– Precise, teniente. ¿El portero la dejó entrar?
– Por supuesto. Me recibió el secretario principal de Christian Salvador 1, un jefezuelo muy desagradable que, a primera vista, no estaba dispuesto a darme el trabajo.
– ¿Qué trabajo es?
– Gestión de la contabilidad doméstica por ordenador. En resumen, he hablado con cierta vehemencia de mis cualidades y, al final, el tipo me ha contratado.
– Sin duda no le quedó más remedio -dijo con suavidad Adamsberg.
– Supongo que no.
Retancourt apuró el vaso y lo dejó ruidosamente en la mesa.
– Este hule no está muy limpio -observó.
– Es el palomo. Zerk limpia como puede, pero sus excrementos atacan el plástico. Me pregunto qué tienen las cagadas de pájaro.
– Ácido, o algo así. ¿Qué hacemos? ¿Acepto el trabajo o no?
En medio de la noche, Adamsberg se despertó y bajó a la cocina. Había olvidado el mensaje del inspector de división que le había traído Retancourt, que seguía encima de la mesa. Lo leyó, sonrió y lo quemó en la chimenea. Brézillon le confiaba el caso de Ordebec.
Frente a él, el Ejército Furioso.
A las seis y media de la mañana, despertó a Zerk y a Mo.
– El señor Hellequin nos brinda su ayuda -dijo, y Zerk encontró que esa frase sonaba como una declaración en una iglesia.
– Violette también -dijo Zerk.
– Sí, también, pero ella lo hace siempre. Me han encargado el caso de Ordebec. Preparaos para salir en el día de hoy. Antes, limpiad toda la casa a fondo, fregad el cuarto de baño con lejía, lavad las sábanas de Mo, frotad todos los sitios donde pueda haber puesto los dedos. Nos lo llevaremos en nuestro coche de policía y lo esconderemos allí. Zerk, ve a buscar mi coche particular al garaje y compra una jaula para Hellebaud. Coge dinero del aparador.
– ¿Aguantan las huellas dactilares en las plumas de palomo? A Hellebaud no le va a gustar que lo frote con un trapo.
– No, no lo limpies.
– ¿El también se va?
– Se va si tú te vas. Si aceptas. Te necesitaré allí para abastecer a Mo en su escondite.
Zerk hizo un gesto de asentimiento.
– Todavía no sé si te vienes conmigo o con mi coche.
– ¿Tienes que pensar un poco?
– Sí, y tengo que pensar rápido.
– No es fácil -dijo Zerk apreciando la dificultad en toda su medida.