Los dos jóvenes se habían ido relevando en la carretera, durmiendo por turnos; Mo con el pelo recién cortado y luciendo gafas y bigote, modificación superficial pero tranquilizadora, puesto que así aparecía en la foto que Veyrenc había puesto en el carnet de identidad. Mo estaba fascinado por ese falso documento, e iba dándole vueltas para admirarlo, pensando que los policías estaban mucho más dotados en ilegalidades de alta calidad que su banda de aficionados de la Cité des Buttes. Zerk había tomado exclusivamente carreteras sin peajes, y encontraron el primer control en la vía rápida que rodeaba Saumur.
– Haz como que duermes, Mo -dijo entre dientes-. Cuando me paren, te despierto, rebuscas en tus cosas, sacas el carnet. Pon cara de tío que no comprende, que nunca comprende gran cosa. Piensa en algo simple, piensa en Hellebaud, concéntrate bien en él.
– O en las vacas -dijo Mo con voz azorada.
– Sí, y no hables. Limítate a alguna seña con la cabeza, con cara de sueño.
Dos gendarmes se dirigieron lentamente hacia el vehículo, como dos tipos atontados de aburrimiento y por fin aliviados al tener algo a lo que hincar el diente. Uno dio pesadamente la vuelta al vehículo, con una linterna; el otro alumbró rápidamente las caras de los jóvenes mientras cogía los papeles.
– Las placas de matrícula son nuevas -dijo.
– Sí -dijo Zerk-. Las mandé poner hará quince días.
– El coche tiene siete años y las placas son nuevas.
– Así es París -explicó Zerk-. Me hundieron los parachoques delantero y trasero. Las placas estaban abolladas, y las mandé cambiar.
– ¿Por qué? ¿No se leían los números?
– Sí. Pero ya sabe usted, señor cabo, que en esa ciudad, cuando uno lleva las placas abolladas, los demás no tienen reparos en darle golpes al aparcar.
– ¿No es usted de París?
– De los Pirineos.
– Eso siempre es mejor que la capital -contestó el gendarme con una especie de sonrisa, devolviéndole los papeles.
Avanzaron en silencio por la carretera durante varios minutos, mientras el ritmo de sus corazones se normalizaba.
– Has estado de lo más -dijo Mo-. No se me habría ocurrido.
– Tenemos que pararnos para estropear las placas. Unas cuantas patadas.
– Y un poco de hollín del tubo de escape.
– Aprovecharemos para comer algo. Métete el carnet de identidad en el bolsillo del pantalón. Que se tuerza un poco. Lo llevamos todo muy nuevo.
A las once de la mañana, pasaron otro control en Angouléme. A las cuatro de la tarde, Zerk detenía el coche en un camino de montaña, cerca de Laruns.
– Descansamos una hora, Mo, pero no más. Tenemos que pasar.
– ¿Estamos en la frontera?
– Casi. Pasaremos a España por Socques. ¿Y sabes qué haremos luego? Iremos a comer al pequeño hostal de Hoz de Jaca, estaremos como príncipes. Y luego iremos a dormir a Berdún. Mañana, a Granada; doce horas de carretera.
– Y nos ducharemos también. Tengo la impresión de que apestamos.
– No cabe duda de que apestamos. Y dos tipos que apestan, enseguida llaman la atención.
– A tu padre se le va a caer el pelo. Por mi culpa. ¿Cómo crees que se lo tomará?
– No lo sé -dijo Zerk bebiendo agua a morro-. No lo conozco.
– ¿Cómo? -dijo Mo cogiendo la botella.
– Me encontró hace sólo dos meses.
– ¿Eres un niño abandonado? Joder. Pues te pareces a él.
– No, digo que me encontró cuando yo ya tenía veintiocho años. Antes no sabía ni que existía.
– Joder -repitió Mo frotándose las mejillas-. Mi padre es lo contrario. Sabía que existía, pero nunca trató de encontrarme.
– Él tampoco. Fui yo quien se le vino encima. Creo que los padres son algo muy complicado, Mo.
– Yo creo que es mejor dormir una hora.
Mo tuvo la impresión de que la voz de Zerk se había quebrado un poco. Por su padre o por el cansancio. Los dos jóvenes se acurrucaron, buscando una posición para dormir.
– ¿Zerk?
– ¿Sí?
– Hay una cosilla que puedo hacer por tu padre, a cambio.
– ¿Encontrar al asesino de Clermont?
– No, encontrar al que ató las patas a Hellebaud.
– El hijo de puta.
– Sí.
– Eso no es una cosilla. Pero no podrás encontrarlo.
– En el aparador de tu casa, la cesta de fresas donde había plumas, ¿eso fue lo que usasteis para llevar a Hellebaud?
– ¿Y qué? -dijo Zerk incorporándose.
– ¿La cuerda que había dentro era la que le sujetaba las patas?
– Sí, mi padre lo conservó para analizarlo. ¿Qué más?
– Pues que era una cuerda de diábolo.
Zerk se sentó, se encendió un cigarrillo, dio otro a Mo y abrió la ventanilla.
– ¿Cómo lo sabes, Mo?
– Se usan cuerdas especiales para deslizar el diábolo. Si no, se gastan, se retuercen, y se jode el invento.
– ¿Son las mismas que las del yoyó?
– No, porque el diábolo desgasta la cuerda por en medio, incluso lo aplasta, así que tiene que ser de nailon reforzado.
– Vale, ¿y luego?
– No se encuentra en cualquier sitio. Se vende en las tiendas de diábolos. Y no hay muchas en París.
– Incluso así -dijo Zerk tras un momento de reflexión. Vigilando las tiendas no vamos a averiguar quién utilizó eso para torturar al palomo.
– Hay una manera -insistió Mo-. Porque esa cuerda no era de profesional, no creo que tuviera el alma trenzada.
– ¿El alma? -se inquietó Zerk.
– El corazón, el núcleo. Los profesionales eligen las cuerdas más caras, que se venden en rollos de diez o de veinticinco metros. Pero ésa no. Esa se vende con el diábolo y los palos, en kit.
– ¿Y entonces?
– Que no parece desgastada. Pero a lo mejor la gente que trabaja con tu padre podría ver eso con lupa…
– O con microscopio -confirmó Zerk-, Pero ¿qué más da que esté nueva?
– Pues ¿por qué el hijo de puta malgastaría la cuerda nueva de su diábolo? ¿Por qué elige ésa y no un cordel de cocina?
– ¿Por qué la tiene en casa, a mano?
– Eso es. Su padre tiene una tienda de diábolos. Y el tío cogió un trozo de un rollo grande; un trozo nuevo. Y eligió la cuerda menos cara. O sea que su padre es mayorista, y la vende a los que fabrican kits. Y mayoristas, a lo mejor hay uno solo en París. No debe de vivir lejos de la comisaría, porque Hellebaud, después, no pudo recorrer kilómetros.
Zerk fumaba con los ojos entornados, observando a Mo.
– ¿Estuviste pensando mucho en esto? -preguntó.
– Sí, tuve tiempo en la casa vacía. ¿Te parece que es una gilipollez.
– Me parece que, en cuanto podamos conectarnos a Internet, tendremos la dirección de la tienda y el apellido del hijo de puta.
– Pero no podemos conectarnos.
– No, puede que estemos fugados durante años. Salvo si puedes encontrar al hijo de puta que te ató las patas a ti.
– No podemos luchar igual. Los Clermont son todo el país.
– Incluso varios países.