Capítulo 43

– ¿Cómo una cochinilla? -repitió Adamsberg por segunda vez.

No había vuelto de la gendarmería y del hospital hasta las siete de la tarde. Veyrenc lo esperaba ante la entrada del camino de la posada y le resumió lo esencial de la cosecha. Los análisis de los técnicos de Lisieux habían resultado estériles, el taburete del asesino era de tipo común, de los que usa cualquier pescador; la ballesta era efectivamente la de Herbier, sólo llevaba las huellas de éste; Estalére y Justin habían vuelto a la Brigada, y Léo iba recobrando parte de sus fuerzas pero seguía callada.

– Una cochinilla de dos centímetros. En el omóplato izquierdo de Valleray y en el de Lina.

– ¿Como si llevaran una especie de insecto gordo pintado en la espalda?

– No quisiera fastidiarte como Danglard, pero la cochinilla no es un insecto. Es un crustáceo.

– ¿Un crustáceo? ¿Como una gamba, quieres decir? ¿Una gamba sin agua?

– Una gamba terrestre, sí. Prueba de ello es que tiene catorce patas. Los insectos tienen seis. Por eso las arañas, que tienen ocho, tampoco son insectos.

– ¿Me estás tomando el pelo? ¿Estás intentando decirme que las arañas son gambas de tierra?

Al tiempo que Veyrenc abría los caminos de la ciencia a Adamsberg, se preguntaba por qué el comisario no reaccionaba ante la noticia de que Hippolyte y Lina fueran hijos naturales de Valleray.

– No, son arácnidos.

– Eso modifica alguna cosa -dijo Adamsberg-, pero ¿qué?

– No modifica demasiado la visión que se tiene de la cochinilla. Es un crustáceo que no se come, eso es todo. Si bien cabe preguntarse qué hace con ellas Martin.

– Te estoy hablando de Valleray. Si un tipo tiene una marca así en la espalda y otras dos personas también, ¿son obligatoriamente de la misma familia?

– Seguro. Y la descripción de Danglard era precisa. Tamaño de dos centímetros, color violeta, cuerpo ovalado alargado y como dos antenas en la parte superior.

– O sea un crustáceo.

– Sí. Teniendo en cuenta que Valleray no quería que lo desnudaran, cabe deducir con seguridad que sabe que esa mancha puede traicionarlo. O sea que sabe que los dos hijos Vendermot son suyos.

– Pero ellos no lo saben, Louis. Hippo me dijo, y era rabiosamente sincero, que la única cosa que sentía en esta vida era ser hijo del cabronazo de su padre.

– Eso significa que el conde se guarda de decírselo. Se ocupó de ellos de pequeños, confió su educación a Léo, amparó al joven Hippo cuando lo sintió amenazado, pero se negó a reconocer a sus hijos. A quienes deja malvivir con la madre.

– Miedo al escándalo, estabilidad de la herencia. Bastante feo, al fin y al cabo, el conde de Valleray.

– ¿Lo habías encontrado simpático?

– No es la palabra exacta. Lo había encontrado franco y decidido. Generoso también.

– Pues resulta más bien falso y cobarde.

– O está encaramado a la roca de sus ancestros sin atreverse a moverse. Como una anémona. No, por favor, no me digas que las anémonas no son anémonas. Moluscos, supongo.

– No, cnidarias.

– Muy bien -admitió Adamsberg-, cnidarias. Dime sólo que Hellebaud es un ave y todo irá bien.

– Es un ave. Bueno, lo era. Desde que confunde tu zapato con su medio natural, las cosas cambian.

Adamsberg cogió un cigarrillo a Veyrenc y prosiguió su marcha lenta.

– Después de que el conde se casara con Léo muy joven -dijo-, cedió a las presiones del clan Valleray y se divorció para casarse con una mujer bien nacida, viuda y con un hijo.

– ¿Denis Valleray no es hijo suyo?

– Eso, Louis, lo sabe todo el mundo. Es hijo de su mujer, lo adoptó cuando tenía tres años.

– ¿No tuvo más hijos?

– Oficialmente no. Se rumorea que el conde era estéril, ahora sabemos que no. Imagínate que en Ordebec se enteren de que tuvo dos hijos con una asistenta.

– ¿La madre Vendermot era empleada en el castillo?

– No. Pero estuvo unos quince años trabajando en una especie de hotel-palacio cerca de Ordebec. Debía de ser una chica irresistible si tenía el pecho de Lina. ¿Te he hablado ya del pecho de Lina?

– Sí. Y hasta lo he visto. Me encontré con ella cuando salía del bufete.

– ¿Y qué hiciste? -preguntó Adamsberg con una mirada rápida al teniente.

– Lo mismo que tú. La miré.

– ¿Y?

– Pues que tienes razón. Le entra a uno como hambre.

– Seguramente el conde y la joven señora Vendermot se veían en ese hotel-palacio. Resultado, dos hijos. Por parte de la madre, el conde no tenía nada que temer. No iba a anunciar a los cuatro vientos que Hippo y Lina eran hijos del conde. Porque, tal y como nos han descrito al padre Vendermot, podría haberla matado, y a los hijos también.

– Podría haber hablado después de la muerte del padre.

– Habrá querido evitar el deshonor -dijo Adamsberg-, Ella tiene su reputación.

– Así que Valleray estaba tranquilo. Salvo por esa mancha que podía traicionarlo. ¿Qué relación puede tener eso con el señor Hellequin?

– Ninguna, al fin y al cabo. El conde tiene dos hijos naturales, muy bien. Nada que tenga que ver ni de lejos con los tres asesinatos. Estoy cansado de pensar, Louis. Voy a sentarme bajo el manzano.

– Igual llueve.

– Sí, ya lo he visto, está nublado al oeste.

Sin saber por qué, Adamsberg decidió ir a pasar una parte de la noche al camino de Bonneval. Lo recorrió entero, incapaz de distinguir una sola mora en la oscuridad, y volvió a sentarse en el tronco donde Gand reclamaba los terrones de azúcar. Se quedó allí más de una hora, pasivo, e incluso receptivo a cualquier visita súbita del Señor, que no se dignó a visitarlo. Quizá porque no sentía nada en la soledad del bosque, ni desazón ni aprensión, ni siquiera cuando el paso ruidoso de un ciervo le hizo volverse. Ni siquiera cuando una lechuza sopló cerca de él, con ese sonido tan particular que imita la respiración humana. Eso suponiendo que la lechuza fuera un ave, tal como pensaba. En cambio, parecía seguro que Valleray era un hombre de poco valor humano, y esa idea disgustaba a Adamsberg. Autócrata, egoísta, sin amor por su hijo adoptado. Sumiso ante las reglas del honor de la familia. Pero ¿por qué iba a decidir casarse de nuevo con Léo, a sus ochenta y ocho años? ¿Por qué esa provocación? ¿Por qué en el último tramo del camino, provocar un escándalo después de toda una vida de sumisión? Precisamente para desprenderse de esa servidumbre demasiado larga, quizá. A veces sucede que algunos levantan la cabeza en el último momento. En ese caso, todo cambiaría, por supuesto.

Un estrépito más ruidoso le dio una breve esperanza; una cabalgata, jadeos. Se puso en pie, atento, dispuesto a eclipsarse ante la llegada del Señor de larga cabellera. Pero era sólo un grupo de jabalíes corriendo hacia el revolcadero. No, pensó Adamsberg poniéndose de nuevo en camino. No interesaba a Hellequin. El ancestro prefería las mujeres, como Lina, y él le daba la razón.


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