Capítulo 2

Llegó a la Brigada una hora y media después, con la camiseta negra empapada en sudor y los pensamientos recolocados. No era frecuente que un pensamiento, bueno o malo, permaneciera mucho tiempo en la mente de Adamsberg. Cabía preguntarse si tenía una mente, decía a menudo su madre. Dictó su informe para el comisario con gripe, pasó por recepción a recoger los mensajes. El cabo Gardon, encargado de la centralita, inclinaba la cabeza para captar el soplo de un pequeño ventilador colocado en el suelo. Dejaba revolotear su pelo fino en la corriente de aire fresco, como si estuviera sentado bajo el casco de una peluquería.

– El teniente Veyrenc lo está esperando en el café, comisario -dijo sin enderezarse.

– ¿En el café o en la brasserie?

– En el café, en el Cubilete.

– Veyrenc ya no es teniente, Gardon. Hasta esta tarde a última hora no sabremos si se reengancha.

– De todos modos, lo está esperando en el café.

Adamsberg contempló unos instantes al cabo, preguntándose si Gardon tenía una mente y, en caso afirmativo, qué tendría dentro.

Se sentó en la mesa de Veyrenc, y los dos hombres se saludaron con sonrisa clara y un largo apretón de manos. A Adamsberg el recuerdo de la aparición de Veyrenc en Serbia [1]todavía le daba a veces un escalofrío en la espalda. Pidió una ensalada y, mientras comía lentamente, hizo un relato bastante largo sobre la señora Lucette Tuilot, el señor Julien Tuilot, Toni, Marie, su amor, el mendrugo, el pedal del cubo de basura, las contraventanas cerradas, la empanadilla de carne de los martes. De vez en cuando iba echando ojeadas a través de la ventana del café, que Lucette Tuilot habría limpiado mucho mejor.

Veyrenc pidió dos cafés al dueño, un hombre grueso cuyo humor, siempre gruñón, empeoraba con el calor. Su mujer, una corsa menuda y muda, pasaba cual hada negra llevando los platos.

– Un día -dijo Adamsberg señalándola con un gesto- lo asfixiará con dos puñados de miga de pan.

– Es muy posible -asintió Veyrenc.

– Sigue esperando en la acera -dijo Adamsberg tras una nueva mirada por la ventana-. Lleva casi una hora esperando bajo este sol de plomo. No sabe qué hacer, qué decidir.

Veyrenc siguió la mirada de Adamsberg, que examinaba a una mujer bajita y enjuta, pulcramente vestida con una bata floreada de las que no se encuentran en las tiendas de París.

– No puedes estar seguro de que esté allí por ti. No está frente a la Brigada, va y viene a diez metros de allí. Debe de tener una cita y le han dado plantón.

– Es por mí, Veyrenc, no cabe duda. ¿A quién se le ocurriría dar cita a alguien en esta calle? Tiene miedo, eso es lo que me preocupa.

– Es porque no es de París.

– Incluso puede que sea la primera vez que viene. Lo cual quiere decir que tiene un problema serio. Lo cual no resuelve el tuyo, Veyrenc: llevas meses pensando con los pies en tu río y aún no te has decidido.

– Podrías ampliar el plazo.

– Ya lo hice. A las seis de esta tarde tienes que haber firmado, o no. Que volver a ser policía o no. Te quedan cuatro horas y media -añadió al desgaire Adamsberg mientras consultaba el reloj, más exactamente los dos relojes que llevaba en la muñeca sin que nadie supiera exactamente por qué.

– Tengo todo el tiempo del mundo -dijo Veyrenc removiendo el café.

El comisario Adamsberg y el exteniente Louis Veyrenc de Bilhc, oriundos de sendos pueblos de los Pirineos, tenían en común una especie de tranquilidad desprendida que resultaba bastante desconcertante. En Adamsberg podía presentar todos los signos de una falta de atención y una indiferencia chocantes. En Veyrenc, ese desapego generaba alejamientos inexplicables y una obstinación persistente, en ocasiones maciza y silenciosa, eventual mente marcada por arranques de ira. Cosas de la vieja montaña, decía Adamsberg sin buscar más justificación. La vieja montaña no puede producir gramíneas divertidas y juguetonas como las hierbas ondulantes de las grandes praderas.

– Salgamos -dijo Adamsberg pagando de repente la comida-, la mujer se irá si no. Mira, ya se está desanimando, la invade la duda.

– Yo también dudo -dijo Veyrenc tomándose el café de un trago-. Pero a mí no me ayudas.

– No.

– Muy bien. Así va el que vacila, por meandros, rodeos, / Solo y sin una mano que le brinde socorro.

– Uno siempre conoce su decisión mucho antes de tomarla. En realidad, desde el principio. Por eso los consejos no sirven de nada. Salvo para decirte una vez más que tus versificaciones irritan al comandante Danglard. No le gusta que se destroce el arte poético.

Adamsberg saludó al dueño con gesto sobrio. Era inútil decirle nada, al orondo hombre no le gustaba; o, para ser más precisos, no le gustaba ser simpático. Era como su establecimiento: desangelado, ostensiblemente popular y casi hostil a la clientela. La lucha era áspera entre ese orgulloso bareto y la opulenta brasserie de enfrente. A medida que la Brasserie des Philosophes acentuaba su aspecto de vieja burguesa rica y estirada, el Cubilete empobrecía su apariencia, en una lucha social sin piedad entre ambos establecimientos. «Algún día», mascullaba el comandante Danglard, «habrá un muerto». Sin contar con la corsa menuda que atiborraría el gaznate a su marido con miga de pan.

Al salir del café, Adamsberg bufó al contacto con el aire ardiente y se dirigió con cautela hacia la mujer bajita y enjuta, que seguía apostada a unos pasos de la Brigada. Había una paloma en el suelo, delante de la puerta del edificio, y pensó que, si al pasar hacía que el pájaro levantara el vuelo, la mujer volaría con él por mimetismo. Como si fuera leve, volátil, capaz de desaparecer cual brizna al viento. De cerca, calculó que debía de tener unos sesenta y cinco años. Había tenido cuidado de ir a la peluquería antes de viajar a la capital, unos bucles amarillentos resistían en sus cabellos grises. Cuando habló Adamsberg, la paloma no se inmutó, y la mujer se volvió hacia él con semblante temeroso. Adamsberg se expresó lentamente, preguntándole si necesitaba ayuda.

– No, gracias -contestó la mujer desviando la mirada.

– ¿No quiere entrar? -dijo Adamsberg señalando el viejo edificio de la Brigada Criminal-, Para hablar con un policía, o algo. Porque en esta calle, aparte de eso, no hay gran cosa más que hacer.

– Pero, si la policía no le hace caso a uno, no sirve de nada ir allí -dijo ella retrocediendo unos pasos-. La policía no la cree a una, ¿sabe?

– Pero es allí adónde iba usted, ¿no? A la Brigada…

La mujer bajó las cejas casi transparentes.

– ¿Es la primera vez que viene a París?

– Sí, desde luego. Y tengo que estar de vuelta esta noche. No tienen que darse cuenta.

– ¿Ha venido a ver a un policía?

– Sí. Bueno, puede que sí.

– Soy policía. Trabajo allí.

La mujer echó una ojeada al atuendo un tanto descuidado de Adamsberg y pareció decepcionada o escéptica.

– Entonces debe de conocerlos bien.

– Sí.

– ¿A todos?

– Sí.

La mujer abrió su gran bolso marrón, raído por los lados, y sacó un papel que desdobló con esmero.

– El señor comisario Adamsberg -leyó con aplicación-. ¿Lo conoce?

– Sí. ¿Viene de lejos para verlo?

– De Ordebec -dijo como si esa confesión personal le costara.

– No me suena.

– Digamos que está cerca de Lisieux.

Normandía, pensó Adamsberg, lo cual podía explicar la reticencia a hablar de la mujer. El comisario había conocido a varios normandos, unos «calladizos» a quienes había tardado días en domesticar. Como si soltar unas cuantas palabras equivaliera a dar un doblón de oro no necesariamente merecido. Adamsberg echó a andar, animando a la mujer a que lo acompañara.

– Hay policía en Lisieux -dijo-. Incluso puede que la haya en Ordebec. En su tierra hay gendarmes, ¿no?

– No me harían caso. Pero el vicario de Lisieux, que conoce al cura de Mesnil-Beauchamp, dijo que el comisario de aquí podría escucharme. El viaje me ha salido caro.

– ¿Se trata de algo grave?

– Sí, claro que es grave.

– ¿Un asesinato? -insistió Adamsberg.

– Puede, sí. Bueno, no. Es gente que va a morir. Tengo que avisar a la policía, ¿no?

– ¿Gente que va a morir? ¿Han recibido amenazas?

Ese hombre la tranquilizaba un poco. París la asustaba, y su decisión todavía más: irse a escondidas, engañar a los hijos. ¿Y si el tren no la llevaba de vuelta a tiempo? ¿Y si llegaba tarde al autobús de línea? El policía hablaba con suavidad, un poco como si cantara. Sin duda no era de su tierra. No, más bien un hombrecillo del sur, de piel morena y rasgos marcados. A él le habría contado de buena gana su historia, pero el vicario había sido muy tajante. Tenía que ser al comisario Adamsberg y a nadie más. Y el vicario no era cualquiera; era primo del antiguo fiscal de Rouen, que sabía mucho de policías. Le había dado el nombre de Adamsberg a regañadientes, desaconsejándole que hablara y seguro de que la mujer no haría el viaje. Pero no podía quedarse agazapada mientras se desarrollaban los acontecimientos. No fuera que pasara algo a los hijos.

– Sólo puedo hablar con este comisario.

– Yo soy el comisario.

La mujer pareció a punto de rebelarse, a pesar de su fragilidad.

– Entonces ¿por qué no lo ha dicho enseguida?

– Tampoco sé quién es usted.

– No serviría de nada. Una dice su nombre, y luego todo el mundo lo airea.

– ¿Y qué más le da?

– Problemas. Nadie debe saberlo.

Una lianta, pensó Adamsberg. Que quizá acabaría un día con dos grandes bolas de miga de pan en la garganta. Pero una lianta aterrorizada por un hecho preciso, y eso seguía preocupándolo. Gente que va a morir.

Habían desandado en dirección a la Brigada.

– Sólo he querido ayudarla. Llevaba rato viéndola aquí fuera.

– ¿Y ese hombre? ¿Va con usted? ¿El también me miraba?

– ¿Qué hombre?

– Ese, el del pelo raro, con mechas naranjas. ¿Va con usted?

Adamsberg alzó la mirada y vio a Veyrenc a veinte metros, apoyado en el marco de la puerta. No había entrado en el edificio; esperaba junto a la paloma, que tampoco se había movido.

– Lo hirieron a cuchilladas de pequeño -dijo Adamsberg-. Y en las cicatrices le ha crecido el pelo así. No le aconsejo hacer alusión al tema.

– No pensaba nada malo, no sé expresarme. Casi no hablo en Ordebec.

– No pasa nada.

– En cambio, mis hijos hablan mucho.

– De acuerdo -dijo Adamsberg-, Pero ¿qué demonios le pasa a esa paloma? -añadió en voz baja-. ¿Por qué no vuela?

Cansado de la indecisión de la mujer, el comisario la abandonó para dirigirse hacia el pájaro inmóvil cruzándose con Veyrenc y su paso pesado. Muy bien, que se ocupe de ella si es que eso vale la pena. Se las arreglaría muy bien. El rostro compacto de Veyrenc era convincente, persuasivo, y en eso ayudaba poderosamente una sonrisa poco frecuente que alzaba bonitamente la mitad del labio. Una clara ventaja que Adamsberg había detestado [2] durante un tiempo y que los había enfrentado en una rivalidad destructora. Ambos acababan de borrar los pocos fragmentos residuales que quedaban de esa época. Mientras Adamsberg levantaba con las manos la paloma inmóvil, Veyrenc volvió hacia él sin prisa, seguido de la mujer transparente, que jadeaba un poco. En el fondo, era tan insignificante que posiblemente Adamsberg no la habría visto de no ser por el vestido floreado que le dibujaba el contorno. Era probable que, sin el vestido, no se la viera.

– Un hijo de perra le ha atado las patas -dijo a Veyrenc examinando el pájaro sucio.

– ¿Se ocupa también de las palomas? -preguntó la mujer sin ironía-. He visto muchas por aquí. No es muy higiénico.

– Pero ésta no son muchas, es una paloma a secas, una paloma sola. Es la diferencia.

– Claro -dijo la mujer.

Comprensiva y, al fin y al cabo, pasiva. Quizá se hubiera equivocado acerca de ella, y no acabaría con miga de pan en la garganta. Puede que no fuera una lianta. Puede que estuviera realmente en apuros.

– ¿Es porque le gustan las palomas? -preguntó la mujer.

Adamsberg levantó hacia ella su mirada vaga.

– No. Pero no me gustan los hijos de perra que les atan las patas.

– Claro.

– No sé si en su tierra se practica este juego, pero en París existe: atrapar un pájaro, atarle las patas con tres centímetros de cuerda. Entonces la paloma ya sólo puede andar a pasitos minúsculos y no puede volar. Agoniza lentamente de hambre y de sed. Es un juego. Y odio ese juego, y encontraré al tipo que se ha estado divirtiendo con esta paloma.

Adamsberg entró en la Brigada dejando a la mujer y a Veyrenc en la acera. La mujer miraba fijamente el pelo del teniente, muy moreno y estriado de chocantes mechas rojas.

– ¿De verdad va a ocuparse de eso? -preguntó desconcertada-. Pero si es demasiado tarde, ¿sabe? El comisario tenía muchas pulgas saltándole por el brazo. Eso demuestra que la paloma no tiene ni fuerzas para acicalarse.

Adamsberg confió el pájaro al gigante del equipo, la teniente Violette Retancourt, con fe ciega en su capacidad para curar el animal. Si Retancourt no salvaba la paloma, ninguna otra persona podría hacerlo. La mujer, muy alta y gruesa, había torcido el gesto, lo cual no era buena señal. El pájaro estaba en mal estado, la piel de las patas estaba serrada de tanto intentar deshacerse de la cuerda, que se había incrustado en la carne. Estaba desnutrido y deshidratado. Ya vería lo que se podía hacer, había concluido Retancourt. Adamsberg asintió, apretando brevemente los labios, como cada vez que se cruzaba con la crueldad. Y ese trozo de cuerda lo era.

Siguiendo a Veyrenc, la mujer pasó delante de la inmensa teniente con instintiva deferencia. Esta envolvía eficazmente el animal con una tela mojada. Más tarde, contó a Veyrenc, se ocuparía de las patas para tratar de extraer la cuerda. En las anchas manos de Retancourt, la paloma no intentaba siquiera moverse. Se dejaba cuidar, como cualquiera habría hecho en su lugar, inquieto y admirado a la vez.

La mujer se sentó, apaciguada, en el despacho de Adamsberg. Era tan estrecha que sólo ocupaba la mitad de la silla. Veyrenc se puso en una esquina, examinando el lugar que tan familiar le había resultado tiempo atrás. Sólo le quedaban tres horas y media para tomar una decisión. Una decisión ya tomada, según Adamsberg, pero que desconocía. Al atravesar la gran sala común, ya se había encontrado con la mirada hostil del comandante Danglard, que rebuscaba en los archivadores. A Danglard no sólo le molestaban sus versos, también le molestaba él.


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