A las dos de la madrugada, Danglard había acabado su informe. A las seis y media, Adamsberg recibía la llamada del secretario general del director de la prefectura, seguida de la del director en persona, luego la del secretario del ministro, y por fin la del ministro de Interior a las nueve y cuarto. En el mismo instante, el joven Mo entraba en la cocina con una camiseta que le venía grande, prestada por Zerk, en tímida busca de pitanza. Zerk, con el palomo apoyado en un brazo, se levantó para calentar el café. Las persianas del lado que daba al jardín se habían quedado cerradas, y Zerk había clavado con chinchetas un trozo de tela floreada, bastante fea, delante de la ventana de la puerta acristalada -por el calor, había explicado a Lucio-, Mo tenía orden de no acercarse a ninguna de las ventanas del piso de arriba. Con dos señas, Adamsberg impuso un silencio inmediato a los dos jóvenes y les pidió que salieran de la estancia.
– No, señor ministro, no tiene ninguna posibilidad de salirse con la suya. Sí, todas las gendarmerías están en alerta desde ayer a las diez menos veinte de la noche. Sí, también todos los puestos fronterizos. No creo que sea útil, señor ministro, el teniente Mercadet no tiene la culpa de nada.
– Rodarán cabezas y deben rodar, comisario Adamsberg, usted lo sabe, ¿verdad? Los Clermont-Brasseur están indignados por la incuria de sus servicios. Yo mismo lo estoy, señor comisario. Me han dicho que tiene usted a un enfermo en su Brigada. En una Brigada que supuestamente es un polo de excelencia.
– ¿Un enfermo, señor ministro?
– Un hipersomniaco. El incapaz que se dejó robar el arma. ¿A usted le parece normal dormirse durante un arresto? Yo digo que es una falta, comisario Adamsberg, una falta colosal.
– Le han informado mal, señor ministro. El teniente Mercadet es uno de los hombres más resistentes de mi equipo. Había dormido sólo dos horas la noche anterior, y estaba haciendo horas extras. Hacía una temperatura de 34° en la sala de interrogatorio.
– ¿Quién vigilaba al detenido con él?
– El cabo Estalére.
– ¿Un buen elemento?
– Excelente.
– ¿Entonces por qué se ausentó? No hay ninguna explicación sobre este punto en el informe.
– Para ir a buscar refrescos.
– ¡Falta! Falta enorme. Rodarán cabezas. Refrescar al detenido Mohamed Issam Benatmane no es, desde luego, la mejor manera de hacerlo hablar.
– Los refrescos eran para los agentes, señor ministro.
– Haber avisado a un colega. Falta, falta gravísima. No hay que quedarse solo con un detenido. Eso vale para usted también, comisario, que lo dejó entrar en su despacho sin ningún auxiliar. Y que se mostró incapaz de desarmar a un delincuente de veinte años. Falta incalculable.
Con unas gotas de café, Adamsberg iba dibujando formas sinuosas en el hule que cubría la mesa, trazando caminos entre las deyecciones de Hellebaud. Pensó un instante en la resistencia extrema que ofrece el excremento de pájaro al lavado. Había en ello un enigma químico para el cual Danglard no tendría respuesta, era malo en ciencias.
– Christian Clermont-Brasseur ha pedido su expulsión inmediata, así como la de sus dos impedidos, y la idea me tienta. No obstante, aquí consideramos que todavía lo necesitamos a usted. Ocho días, Adamsberg, ni uno más.
Adamsberg reunió la totalidad de su equipo en la gran sala de reuniones, llamada sala capitular, según la denominación erudita de Danglard. Antes de salir de su casa, había agravado la herida que tenía en la barbilla frotándola con un estropajo de lavar los platos, surcándose la piel de estrías rojas. Muy bien, había opinado Zerk, que había realzado la equimosis con vistosa mercromina.
Le resultaba desagradable lanzar a sus agentes en una vana persecución de Mo, teniéndolo sentado en su propia mesa, pero la situación no dejaba alternativa alguna. Distribuyó las misiones, y cada cual estudió la hoja de ruta en silencio. Su mirada recorrió los rostros de los diecinueve adjuntos presentes, aturdidos ante la nueva situación. Sólo Retancourt parecía secretamente divertida, lo cual lo inquietó un poco. La expresión consternada de Mercadet reavivó el picor en la nuca. Había contraído esa bola de electricidad frecuentando al capitán Émeri, y tendría que devolvérsela tarde o temprano.
– ¿Ocho días? -repitió el cabo Lamarre-. ¿Qué sentido tiene? Si está escondido en medio de un bosque, podemos tardar semanas en localizarlo.
– Ocho días para mí -precisó Adamsberg sin mencionar la suerte igualmente precaria de Mercadet y Estalére-, Si fracaso, el comandante Danglard será nombrado probablemente para dirigir la Brigada, y el trabajo seguirá.
– No recuerdo haberme quedado dormido en la sala de interrogatorio -dijo Mercadet con voz empañada de culpabilidad-. Todo es culpa mía. Pero no me acuerdo. Si empiezo a quedarme dormido sin darme cuenta, ya no valgo nada para el servicio.
– Las faltas son múltiples, Mercadet. Usted se durmió, Estalére salió de la sala, no registramos a Mo, y yo lo dejé entrar solo en mi despacho.
– Aunque lo encontremos antes de que pasen ocho días, lo echarán a usted para dar ejemplo -dijo.
– Es posible, Nöel. Pero todavía nos queda una salida. Y si no, me queda la montaña. O sea nada grave. Primera urgencia: estén preparados para una inspección sorpresa de nuestros locales durante la jornada. Así que recurrimos al dispositivo de apariencias nivel máximo. Mercadet, vaya a descansar ahora, deberá estar perfectamente despierto cuando se presenten. Y luego haga desaparecer sus colchonetas. Voisenet, evacúe sus revistas de ictiología. Froissy, ni rastro de comida en los armarios, y guarde sus acuarelas. Danglard, vacíe sus reservas. Retancourt, ocúpese de trasladar al gato y sus cuencos a un coche.¿Quémás? No debemos descuidar ningún detalle.
– ¿La cuerda? Preguntó Morel.
– ¿Qué cuerda?
– La que rodeaba las patas del palomo. El laboratorio nos la ha enviado, está en la mesa de las muestras con los resultados del análisis. Si se ponen a hacer preguntas, no será buen momento para hablarles del pájaro.
– Me llevo la cuerda -dijo Adamsberg mientras percibía en el semblante de Froissy la angustia que la embargaba ante la idea de deshacerse de sus reservas alimentarias-. Por otra parte, hay una buena noticia en medio de la tormenta. Por una vez, el inspector de división Brézillon está con nosotros. No tendremos problemas por ese lado.
– ¿Motivo? -preguntó Mordent.
– Los Clermont-Brasseur devastaron el negocio de su padre, una importación de mineral boliviano. Una vil operación de predadores que no les perdona. Sólo tiene un deseo, que «se ponga a esos perros en el banquillo», son sus palabras.
– No hay banquillo que valga -dijo Retancourt-. La familia Clermont no es culpable.
– Era sólo para darles una idea de la disposición del inspector.
De nuevo los ojos ligeramente irónicos de Retancourt, a menos que estuviera equivocado.
– Vamos allá -dijo Adamsberg levantándose, tirando al mismo tiempo al suelo la bola de electricidad-. Depuración del local. Mercadet, quédese un momento y acompáñeme.
Sentado frente a Adamsberg, Mercadet se retorcía las minúsculas manos. Un tipo honrado, escrupuloso; frágil también, y a quien Adamsberg precipitaba al borde de la depresión, del odio a sí mismo.
– Prefiero que me despida ahora -dijo Mercadet frotándose las ojeras con dignidad-. Ese tipo habría podido matarlo. Si tengo que quedarme dormido sin darme cuenta, prefiero irme. Ya no era fiable antes, pero ahora me he vuelto peligroso, incontrolable.
– Teniente -dijo Adamsberg inclinándose sobre la mesa-, dije que se había quedado usted dormido. Pero no se había quedado dormido. Mo no le quitó el arma.
– Es muy amable por su parte tratar de ayudarme, comisario. Pero, cuando me desperté allí arriba, no tenía ni mi arma ni mi móvil. Los tenía Mo.
– Los tenía porque se los había dado yo. Se los di porque yo mismo se los había quitado a usted. Allí arriba, en la sala de la máquina de bebidas. ¿Entiende la historia?
– No -dijo Mercadet alzando un rostro estupefacto.
– Yo, Mercadet. Había que conseguir que Mo huyera antes de que lo encerraran. Mo nunca ha matado a nadie. No tuve elección en lo referente a los medios, lo tuve que implicar a usted.
– ¿Mo no le amenazó?
– No.
– ¿Usted le abrió las rejas?
– Sí.
– Caramba.
Adamsberg se echó hacia atrás, a la espera de que Mercadet digiriera la información, cosa que normalmente hacía bastante rápido.
– De acuerdo -dijo Mercadet, que levantaba la cabeza-. Prefiero mil veces eso a la idea de haberme quedado dormido en la sala. Y si Mo no mató al viejo, era lo único que se podía hacer.
– Y lo único que hay que callar, Mercadet. Sólo lo ha intuido Danglard. Pero usted, Estalére y yo saltaremos probablemente dentro de ocho días. Y yo no le pedí a usted su opinión.
– Era lo único que se podía hacer -repitió Mercadet-. Al menos, mi sueño habrá servido para algo.
– Eso seguro. Sin usted en la Brigada, no veo qué otra cosa habría podido inventar.
El ala de mariposa. Mercadet parpadea en Brasil, y Mo se fuga en Texas.
– ¿Por eso me hizo hacer horas extras ayer?
– Sí.
– Muy bueno. No me di cuenta de nada.
– Pero vamos a saltar, teniente.
– Salvo si echa el guante a uno de los hijos Clermont.
– ¿Así es como ve las cosas? -preguntó Adamsberg.
– Quizá. Un joven como Mo se habría atado los cordones por detrás y por delante. No he entendido cómo puede ser que las puntas estén empapadas de gasolina.
– Bravo.
– ¿Lo había visto usted?
– Sí. ¿Y por qué piensa primero en uno de los hijos?
– Imagínese las pérdidas si Clermont padre se hubiera casado con la mujer de la limpieza y hubiera adoptado a sus hijos. Se dice que los hijos no tienen el genio diabólico del viejo Antoine y que se han lanzado en operaciones poco acertadas. Sobre todo Christian. Un perturbado, un tahúr; le gustaba gastarse en un día la extracción diaria de un pozo petrolífero.
Mercadet sacudió la cabeza suspirando.
– Y ni siquiera sabemos si conducía él -concluyó levantándose.
– Teniente -lo retuvo Adamsberg-, Necesitamos un silencio absoluto, un silencio que durará siempre.
– Vivo solo, comisario.
Cuando se hubo ido Mercadet, Adamsberg dio unas vueltas en su despacho, colocó las cuernas arrimadas a la pared. Brézillon y su odio a los Clermont-Brasseur. El inspector de división podría dejarse seducir por la idea de llegar hasta ellos vía el conde de Ordebec. En cuyo caso tenía una posibilidad de que le confiaran el caso normando. En cuyo caso se enfrentaría al Ejército Furioso. Una perspectiva que ejercía sobre él una atracción indescifrable, que parecía ascender de las profundidades más arcaicas. Recordó a un hombre muy joven, una noche, inclinado sobre el parapeto de un puente, observando fijamente el agua que corría a raudales abajo. Tenía un gorro en la mano, y su problema, había explicado a Adamsberg, era la tentación imperiosa de tirarlo al agua cuando en realidad no quería desprenderse de él. Y el joven trataba de comprender por qué deseaba hasta ese punto hacer ese gesto que no quería hacer. Al final se fue corriendo sin soltar el gorro, como si huyera de un lugar imantado. Adamsberg comprendía mejor ahora la estúpida historia del gorro en el puente. La cabalgata de corceles negros pasaba por sus pensamientos, susurrándole oscuras e insistentes invitaciones, hasta el punto en que se sentía importunado por el agrio realismo de los asuntos político-financieros de los Clermont-Brasseur. Sólo el rostro de Mo, ramita bajo sus pies de gigantes, le daba energía para trabajar en ello. Los secretos de los Clermont no tenían sorpresa, aburrían por pragmáticos, lo cual tornaba todavía más desoladora la muerte atroz del viejo industrial. En cambio, Ordebec le enviaba una música ininteligible y disonante, una composición de quimeras e ilusiones, que lo atraía como los raudales corriendo bajo el puente.
No podía permitirse desertar demasiado tiempo de la Brigada en un día tan tumultuoso, y tomó un coche para ir a ver a Brézillon. Fue en el segundo semáforo cuando descubrió que se había llevado el vehículo donde Retancourt había escondido al gato y sus cuencos. Disminuyó la velocidad para no derramar el agua. La teniente no le perdonaría nunca que el animal quedara deshidratado.
Brézillon lo recibió con una sonrisa impaciente, dándole palmadas de complicidad en el hombro. Una atmósfera excepcional que no le impidió dirigirse al comisario empezando con su frase acostumbrada.
– Ya sabe usted que no apruebo mucho sus métodos, Adamsberg. Informales, sin visibilidad, ni para la jerarquía ni para los subordinados, sin los elementos factuales necesarios para señalar el itinerario. Pero podrían tener su lado bueno para el caso que nos reúne, dado que esta vez debemos encontrar un pasaje oscuro.
Adamsberg dejó pasar la introducción antes de exponer el excelente argumento factual que constituían las zapatillas de basket mal anudadas por el incendiario. No era fácil interrumpir los largos monólogos del inspector de división.
– Me gusta -comentó Brézillon mientras aplastaba la colilla con el pulgar, gesto imperioso que era habitual en él-. Haría bien en apagar el teléfono móvil antes de que sigamos. Está usted bajo escucha desde la huida del sospechoso, desde que muestra tan poco entusiasmo por encontrar a ese Mohamed. Es decir, al animal elegido para el sacrificio -precisó después de que Adamsberg desmontara su móvil-, ¿Estamos de acuerdo? Nunca pensé que ese joven insignificante pudiera quemar por casualidad a uno de los magnates de nuestras finanzas. Le han dado a usted ocho días, lo sé, y no lo veo triunfar en tan poco tiempo. Por una parte, porque es usted lento. Por otra, porque tiene el camino cortado. No obstante, estoy dispuesto a apoyarlo por todos los medios deseables y legales para intentar el asalto contra los hermanos. Huelga decir, Adamsberg, que, como todos, creo a fondo en la culpabilidad del árabe y que, pase lo que pase al clan Clermont, no aprobaré ese escándalo. Encuentre la vía.