Por la mañana, Adamsberg se puso el pantalón y salió sin hacer ruido, descalzo en la hierba húmeda. Eran las seis y media, y el rocío aún no se había evaporado. Había dormido perfectamente en un viejo colchón de lana, con una depresión en medio en la que se había hundido como un pájaro en su nido. Caminó por el prado durante varios minutos antes de encontrar lo que buscaba, un palito de madera flexible cuya extremidad, una vez aplastada en forma de escobilla pudiera proporcionarle un sucedáneo de cepillo de dientes. Estaba pelando la punta del palito cuando Léo se asomó a la ventana.
– ¡Hello! El capitán Émeri ha llamado y ha dicho que vaya usted allá, y no parece de buen humor. Venga, el café está caliente. Se resfría uno andando fuera descalzo.
– ¿Cómo ha sabido que estaba aquí? -preguntó al reunirse con ella.
– No se habrá tragado el cuento del primo. Habrá relacionado las cosas con el parisino que se bajó ayer del autocar. Ha dicho que no le gustaba tener a un policía en la chepa ni que yo lo disimule. Ni que esto fuera un complot, ni que fuera la guerra. Puede crearle problemas, ¿sabe?
– Le diré la verdad. Que he venido a ver qué aspecto tiene un grimweld -dijo Adamsberg cortando una ancha rebanada.
– Exactamente. Y que no había hotel.
– Eso es.
– Si tiene que pasar por el cuartel, no tendrá tiempo de tomar el tren de las nueve menos diez para Lisieux. El siguiente es a las catorce y treinta y cinco en Cérenay. Ojo, porque hay que contar media hora larga en autocar. Saliendo de aquí, va a la derecha y otra vez a la derecha; luego sigue unos ochocientos metros hacia el centro. La gendarmería está justo detrás de la plazoleta. Deje el tazón, ya recojo yo.
Adamsberg recorrió un kilómetro escaso campo a través y se presentó en la recepción de la gendarmería, curiosamente recién pintada de amarillo vivo como si fuera un centro de vacaciones.
– Comisario Jean-Baptiste Adamsberg -anunció a un cabo orondo-. El capitán me está esperando.
– Así es -respondió el hombre lanzándole una mirada un tanto temerosa, la mirada de un hombre que no habría querido estar en su pellejo-. Siga el pasillo, y es el despacho del fondo. La puerta está abierta.
Adamsberg se detuvo en el umbral, observando durante unos segundos al capitán Émeri, que estaba dando vueltas en el despacho, nervioso, tenso, pero elegante con su uniforme ajustado. Un tipo apuesto de cuarenta y tantos años, facciones regulares, pelo abundante y todavía rubio, que llevaba sin vientre la camisa militar de hombreras.
– ¿Qué pasa? -preguntó Émeri volviéndose hacia Adamsberg-. ¿Quién le ha dicho que pase?
– Usted, capitán. Me ha convocado esta mañana a primera hora.
– ¿Adamsberg? -dijo Émeri detallando rápidamente el atuendo del comisario, que, aparte de llevar ropa sin forma, no había podido afeitarse ni peinarse.
– Siento venir con barba -dijo Adamsberg estrechándole la mano-, no pensaba quedarme en Ordebec esta noche.
– Siéntese, comisario -dijo Émeri sin desprender la mirada de Adamsberg.
No lograba hacer encajar ese nombre célebre, para bien o para mal, con un hombre tan bajito y de aspecto tan modesto, que, desde el rostro moreno hasta la vestimenta negra, le parecía dislocado, inclasificable o, por lo menos, disconforme. Busco su mirada sin encontrarla realmente y se detuvo en la sonrisa, tan agradable como lejana. El discurso ofensivo que había previsto se había perdido en parte en su perplejidad, como si se hubiera estrellado no contra el obstáculo de un muro, sino contra una ausencia total de obstáculo. Y no veía cómo agredir, agarrar siquiera, una ausencia de obstáculo. Fue Adamsberg quien rompió el hielo.
– Léone me ha informado de su descontento, capitán -dijo eligiendo sus palabras-. Pero hay un malentendido. Ayer hacía en París una temperatura de 36°, y acababa de atrapar a un anciano que había matado a su mujer con miga de pan.
– ¿Con miga de pan?
– Metiéndole dos puñados gordos de miga de pan compacta en la garganta. De modo que me sentí tentado por la idea de ir a tomar el fresco en un grimweld. Lo entiende usted, supongo.
– Puede.
– He recogido y comido muchas moras -y Adamsberg vio que las manchas negras de las frutas no habían desaparecido aún de las palmas de sus manos-. No había previsto cruzarme con Léone. Estaba esperando su perro en el camino. Ella tampoco había previsto encontrar el cuerpo de Herbier en la capilla. Y por respeto hacia sus prerrogativas, no fui a ver la escena del crimen. Ya no había tren, me ofreció hospitalidad. No me esperaba fumar un auténtico habano con un calvados gran reserva delante de la chimenea, pero eso fue lo que hicimos. Una persona estupenda, como diría ella, pero mucho más que eso.
– ¿Sabe por qué esa persona estupenda fuma auténticos puros de Cuba? -preguntó Émeri con una primera sonrisa-, ¿Sabe quién es?
– No me ha dicho su apellido.
– No me sorprende. Léo es Léone Marie de Valleray, condesa de Ordebec. ¿Un café, comisario?
– Por favor.
Léo, condesa de Ordebec. Que vive en una granja antigua y destartalada, que ha vivido del comercio de la posada. Léo, que engulle grandes cucharadas de sopa, que escupe fragmentos de tabaco. El capitán Émeri volvía con dos tazas de café, sonriendo francamente esta vez, dejando traslucir la «buena naturaleza» que había descrito Léo, directa y acogedora.
– ¿Sorprendido?
– Bastante. Es pobre. Y Léo me ha dicho que el conde de Ordebec tiene fortuna.
– Es la primera mujer del conde, pero eso fue hace sesenta años. Un amor apasionado de jovenzuelos. Fue un escándalo de mil demonios en la familia condal, y las presiones fueron tales que a los dos años se divorciaron. Dicen que siguieron viéndose durante mucho tiempo. Pero luego, al madurar, cada cual tomó su camino. No hablemos más de Léo -dijo Émeri dejando de sonreír-. Cuando llegó usted al camino, ¿no sabía nada? Quiero decir: cuando me llamó ayer por la mañana desde París ¿no sabía que Herbier estaba muerto, y muerto junto a la capilla?
– No.
– Pongamos que es verdad. ¿Suele hacer esto a menudo, irse de la Brigada para dar un paseo por el bosque bajo cualquier pretexto?
– Sí.
Émeri tomó un sorbo de café y levantó la cabeza.
– ¿De verdad?
– Sí. Y además había habido toda esa miga de pan por la mañana.
– ¿Qué dicen de eso sus hombres?
– Entre mis hombres, capitán, hay un hipersomniaco que se queda roque en el momento menos pensado, un zoólogo especialista en peces, sobre todo de río, una bulímica que desaparece para aprovisionarse, uno con cuello de garza vieja versado en cuentos y leyendas, un monstruo de saber pegado al vino blanco, y todo a juego. No pueden permitirse mostrarse muy formalistas.
– ¿Y trabajan?
– Mucho.
– ¿Qué le dijo Léo cuando se la encontró?
– Me saludó; ya sabía que era policía y que venía de París.
– No me sorprende, tiene mil veces más olfato que su perro. A ella incluso le chocaría que yo llame a eso olfato. Tiene su teoría sobre los efectos conjugados de los detalles unos en otros. Lo de la mariposa que mueve las alas en Nueva York y la explosión que se produce luego en Bangkok. No recuerdo de dónde sale esa historia.
Adamsberg sacudió la cabeza, igual de ignorante.
– Léo insiste en el ala de mariposa -prosiguió Émeri-. Dice que lo esencial es percibir el instante en que se mueve. Y no cuando todo explota después. Y tiene talento para eso, hay que reconocerlo. Lina ve pasar al Ejército Furioso. Es el ala de mariposa. Su patrón lo cuenta por ahí, Léo se entera, la madre se asusta, el vicario le da su nombre, ¿me equivoco?, la mujer toma el tren, su historia lo seduce, hace 36° en París, la mujer ha muerto ahogada con miga de pan, el frescor del grimweld resulta tentador, Léo espera en el camino, y aquí está sentado.
– Lo cual no es exactamente una explosión.
– Pero la muerte de Herbier sí. Es la explosión del sueño de Lina en la realidad. Como si el sueño hubiera hecho salir al lobo del bosque.
– El señor Hellequin señaló a sus víctimas, y un hombre se cree legitimado para matarlas. ¿Es lo que piensa usted? ¿Que la visión de Lina ha hecho surgir un asesino?
– No es sólo una visión, es una leyenda que impregna Ordebec desde hace mil años. Podemos apostar a que, en secreto, más de tres cuartos de los habitantes temen el paso de los jinetes muertos. Todos temblarían si su nombre fuera anunciado por Hellequin. Pero sin decir nada. Puedo asegurarle que todo el mundo evita el grimweld por la noche, salvo unos cuantos jóvenes que van a probar su hombría. Aquí, pasar una noche en el camino de Bonneval es una especie de rito de iniciación para demostrar que uno se ha hecho hombre. Una novatada medieval, por así decirlo. Pero de allí a que alguien se lo crea tanto como para convertirse en ejecutor de las obras de Hellequin, no. Eso sí, admito un punto: el terror que provoca el Ejército está en la base de la muerte de Herbier. He dicho «muerte», no «asesinato».
– Léo habló de un disparo de fusil.
Émeri asintió. Ahora que sus proyectos combativos se habían desvanecido casi por completo, su pose y su semblante habían abandonado el formalismo. La modificación era llamativa, y Adamsberg volvió a pensar en el diente de león, cerrado de noche, brizna amarillenta, apretujada y disuasiva; abierto de día, opulento y atractivo. Pero, a diferencia de la madre Vendermot, el robusto capitán no tenía nada de una frágil florecilla.
Seguía buscando el nombre de la semilla con paracaídas y se perdió las primeras palabras de la respuesta de Émeri.
– …es su propio fusil, un Darne de cañón recortado. A ese bestia le gustaban los disparos abiertos, para alcanzar la madre y las crías a la vez. Por el impacto, muy próximo, nada impide pensar que pudiera sujetar el arma delante de sí, con el cañón apuntando la frente, y disparar.
– ¿Por qué?
– Por las razones que hemos dicho. Por la aparición del Ejército Furioso. Podemos adivinar la concatenación: Herbier se entera de la predicción. Tiene el alma viciada y lo sabe. Empieza a tener miedo, y todo se hunde. Vacía él mismo los congeladores, como para renegar de todos sus actos de caza, y se mata. Porque dicen que quien se hace justicia no cae en el infierno del Ejército de Hellequin.
– ¿Por qué dice que aproxima el cañón a la frente? ¿El cañón no la tocó?
– No. La distancia del disparo es de al menos una decena de centímetros.
– Habría sido más lógico apoyar el cañón en la frente.
– No necesariamente. Eso depende de lo que quisiera ver antes. Ver la boca del fusil apuntándole. De momento, sólo están sus huellas en la culata.
– Entonces cabe suponer también que un tipo aprovechó la predicción de Lina para desembarazarse de Herbier haciendo que parezca un suicidio.
– Pero no es plausible que ese tipo llegara a vaciar los congeladores. Por aquí hay más cazadores que amantes de los animales. Más aún teniendo en cuenta que los jabalíes causan destrozos acojonantes. No, Adamsberg, ese gesto es de reniego de sus crímenes, es una expiación.
– ¿Y su moto? ¿Por qué la habría escondido entre los avellanos?
– No la escondió. La metió allí para tenerla protegida. Un reflejo, supongo.
– ¿Y por qué habría ido a matarse a la capilla?
– Precisamente. En la leyenda se encuentran a menudo prendidos cerca de los lugares de culto abandonados. ¿Sabe qué es un «prendido»?
– Sí -volvió a decir Adamsberg.
– Así que están cerca de lugares endiablados, o sea los lugares que frecuenta Hellequin. Herbier se mata allí, precediendo su suerte, y evita de este modo el castigo, gracias a su contrición.
Adamsberg llevaba demasiado rato en esa silla, y la impaciencia le hormigueaba en las piernas.
– ¿Puedo andar por su despacho? No sé quedarme sentado mucho tiempo.
Una expresión de franca simpatía relajó definitivamente el rostro del capitán.
– Yo tampoco -dijo con la intensa satisfacción de quien descubre en otro su propio tormento-. Siempre acaba anudándoseme algo en el vientre, depositándome bolas de electricidad nerviosa. Un montón de bolitas que se me pasean por el estómago. Dicen que mi antepasado, el mariscal del Imperio Davout, era nervioso. Tengo que andar una o dos horas al día para descargar la pila. ¿Qué le parece si hablamos mientras damos un paseo por las calles? Son bonitas, ya lo verá.
El capitán condujo a su colega por los estrechos pasajes entre viejos muros de tierra y casas bajas de vigas desgastadas, graneros abandonados y manzanos inclinados.
– No es lo que piensa Léo -decía Adamsberg-. Ella no duda que Herbier haya sido asesinado.
– ¿Lo explica?
Adamsberg se encogió de hombros.
– No. Parece saberlo porque lo sabe, eso es todo.
– Es lo malo de ella. Es tan lista que, con los años, siempre cree tener razón. Si la decapitaran, Ordebec perdería buena parte de su cabeza, eso es verdad. Pero, a medida que envejece da menos explicaciones. Su reputación le gusta, de modo que la cultiva. ¿De verdad no ha dado ningún detalle?
– No. Ha dicho que la muerte de Herbier no era ninguna pérdida. Que no le había sorprendido encontrarlo porque sabía que estaba muerto. Me ha hablado más de la raposa y el paro carbonero que de lo que vio en la capilla.
– ¿El carbonero que eligió a la raposa de tres patas?
– Sí, eso es. También me ha hablado de su perro, de la hembra de la granja de al lado, de San Antonio, de su posada, de Lina y de su familia, de usted cuando lo repescó en la laguna.
– Es verdad -dijo Émeri sonriendo-. Le debo la vida, y es mi primer recuerdo. La llaman mi «madre de agua», porque me devolvió a la luz sacándome de la laguna Jeanlin, como una Venus. Mis padres idolatraron a Léo desde entonces y me dieron órdenes de no tocarle un solo pelo. Era en pleno invierno, y Léo salió de la laguna conmigo, helada hasta los huesos. Cuentan que tardó tres días en recobrar el calor. Luego tuvo una pleuresía, y todo el mundo creyó que se quedaba.
– No me habló del frío. Ni me dijo que hubiera estado casada con el conde.
– Nunca presume, se limita a imponer sin ruido sus convicciones, y ya es mucho. A ningún tipo de la zona se le pasaría por la cabeza matar su raposa de tres patas. Salvo a Herbier. La pata y la cola las perdió en una de sus malditas trampas, pero no tuvo tiempo de rematarla.
– Porque Léo lo mató antes de que él matara a la raposa.
– Sería muy capaz -dijo Émeri con bastante alegría.
– ¿Piensa mandar vigilar al siguiente prendido, al vidriero?
– No es vidriero, es creador de vidrieras.
– Sí. Léo dice que tiene talento.
– Glayeux es un cabrón que no tiene miedo a nadie. No es su estilo preocuparse por el Ejército Furioso. Si por desgracia le entrara miedo, qué le vamos a hacer. No se puede impedir que un tipo se quite la vida si se empeña.
– ¿Y si estuviera usted equivocado, capitán? ¿Y si hubieran asesinado a Herbier? En ese caso, podrían matar a Glayeux. A eso me refiero.
– Se obstina usted, Adamsberg.
– También usted, capitán. Porque no le queda otra solución. El suicidio sería un mal menor.
Émeri ralentizó la marcha, se detuvo por fin y sacó los cigarrillos.
– Detalle, comisario.
– La desaparición de Herbier fue señalada hace más de una semana. Aparte de un control domiciliario sin más, usted no ha hecho nada.
– Es la ley, Adamsberg. Si Herbier quería irse sin avisar a nadie, yo no tenía derecho de acosarlo.
– ¿Incluso después del paso del Ejército Furioso?
– Ese tipo de locura no tiene cabida en una investigación de la gendarmería.
– Sí. Usted admite que el Ejército es lo que ha originado todo. Tanto si lo mataron como si se mató. Usted sabía que había sido señalado por Lina y no hizo nada. Y cuando encuentran el cuerpo, ya es demasiado tarde para recoger indicios.
– Piensa que se me van a echar encima, ¿eh?
– Sí.
Émeri dio una calada, expiró el humo como si suspirara, y se apoyó en el viejo muro que bordeaba la calle.
– De acuerdo -admitió-. Se me van a echar encima. O quizá no. Uno no puede ser considerado responsable de un suicidio.
– Y por eso se empeña en que lo sea. La falta es menos grave. En cambio, si es un asesinato, está usted en el lodazal hasta el cuello.
– Nada lo demuestra.
– ¿Por qué no hizo nada para buscar a Herbier?
– Por culpa de los Vendermot. Por culpa de Lina y de los tarados de sus hermanos. No nos entendemos, y yo no quería entrar en su juego. Represento el orden, y ellos el despropósito. Es incompatible. He tenido que trincar a Martin varias veces, por caza furtiva nocturna. Al mayor también, Hippolyte. Apuntó a un grupo de cazadores, les obligó a quitarse la ropa, recogió todas las carabinas y las tiró al río. No podía pagar la multa, o sea que se chupó veinte días de talego. Les encantaría verme hundido. Por eso no me moví. Ni hablar de caer en su trampa.
– ¿Qué trampa?
– Muy sencillo. Lina Vendermot pretende tener una visión; luego desaparece Herbier. Están conchabados. Me lanzo en busca de Herbier, e inmediatamente ponen una denuncia por ejercicio abusivo de la autoridad y atentado a las libertades. Lina hizo derecho, conoce la ley. Suponga que me obstino, que sigo buscando a Herbier. La denuncia sube hasta la dirección general. Un buen día, Herbier reaparece en plena forma, une su voz a las demás y me demanda. Y a mí me cae una sanción o un traslado.
– Entonces, ¿por qué Lina habría dado el nombre de los otros dos rehenes del Ejército?
– Por credibilidad. Es astuta como una comadreja, aunque adopte el aspecto inofensivo de una mujer corpulenta. El Ejército suele prender a varios vivos a la vez, ella lo sabe perfectamente. Señalando a varios prendidos, mareaba la perdiz. Pensé en todo eso. Estaba convencido.
– Pero no era eso.
– No.
Émeri frotó su cigarrillo contra la pared y hundió la colilla entre dos piedras.
– Todo irá bien. Se suicidó.
– No lo creo.
– Joder -dijo Émeri alzando la voz-, ¿qué tienes conmigo? No sabes nada de la historia, no sabes nada de la gente de aquí, acabas de llegar de tu capital sin avisar y ya estás dando órdenes.
– No es mi capital. Soy bearnés.
– ¿Ya mí qué coño me importa?
– Y no son órdenes.
– Voy a decirte lo que va a pasar, Adamsberg. Vas a tomar el tren, voy a cerrar el caso de suicidio, y en tres días todo quedará olvidado. Salvo, claro, si tienes intención de partirme en dos con tu sospecha de asesinato. Basada en aire.
Aire que pasa por su cabeza, en corriente continua entre sus dos oídos, su madre siempre se lo había dicho. Y bajo el aire, no puede echar raíces ninguna idea, ni siquiera quedarse un momento quieta. Bajo el aire o bajo el agua, tanto da. Todo se ondula y se comba. Adamsberg lo sabía y desconfiaba de sí mismo.
– No tengo intención de partirte, Émeri. Sólo digo que yo en tu lugar pondría al siguiente bajo protección. Al vidriero.
– Creador de vidrieras.
– Eso. Ponlo bajo protección.
– Si lo hago, me carbonizo, Adamsberg. ¿No lo entiendes? Querrá decir que no creo en el suicidio de Herbier. Y creo. Si quieres saber mi opinión, Lina tenía todos los motivos para empujar a ese tipo al suicidio, puede que lo haya hecho intencionadamente. Y sobre eso sí que podría abrir una investigación. Incitación al suicidio. Los hijos Vendermot tienen razones más que suficientes para querer enviar a Herbier al demonio. Su padre y él eran un par de bestias a cuál más salvaje.
Émeri reanudó su marcha, con las manos en los bolsillos, deformando la caída impecable de su uniforme.
– ¿Amigos?
– Uña y carne. Dicen que el padre Vendermot tenía una bala argelina en la cabeza, y a eso se atribuían sus crisis de violencia. Pero el sádico de Herbier y él se animaban mutuamente, sobre eso no cabe ninguna duda. Así que aterrorizar a Herbier, abocarlo al suicidio, sería una buena revancha para Lina. Ya te lo he dicho, la chica es astuta. Sus hermanos también, por cierto, pero están todos perjudicados.
Habían llegado a la eminencia más alta de Ordebec, desde donde se dominaba el pueblo y sus campos. El capitán alargó el brazo hacia un punto del Este.
– La casa Vendermot -explicó-. Tienen las contraventanas abiertas. Están levantados. La declaración de Léo puede esperar. Voy a pasar a charlar con ellos. Cuando no está Lina es más fácil hacer hablar a los hermanos. Sobre todo al de arcilla.
– ¿De arcilla?
– Sí, me has oído bien. De arcilla quebradiza. Créeme, toma el tren y olvídalos. Si hay alguna verdad en lo del camino de Bonneval, es que vuelve loca a la gente.