A cinco kilómetros de Ordebec, Adamsberg disminuyó la velocidad, atravesando el pequeño pueblo de Charny-la-Vieille.
– Ahora, Danglard, tengo algo que hacer antes de entrar de lleno en Ordebec. Le sugiero que me espere aquí; volveré a buscarlo dentro de media hora.
Danglard asintió.
– Así no me enteraré de nada, así no me veré involucrado.
– Algo de eso hay.
– Es simpático por su parte querer protegerme. Pero, cuando me hizo redactar el falso informe, me metió hasta el cuello en sus tejemanejes.
– Nadie le pidió que metiera sus narices en eso.
– Es mi trabajo instalar quitamiedos en su camino.
– No me ha contestado, Danglard. ¿Me espera aquí?
– No. Voy con usted.
– La continuación puede no gustarle.
– No me gusta Ordebec de todos modos.
– Se equivoca, es precioso. Al llegar, se ve la gran iglesia que domina la colina, la pequeña ciudad a sus pies, las casas de madera y adobe, le gustará. Alrededor, los prados están pintados con todos los matices de verde y, sobre ese verde están puestas multitud de vacas inmóviles. No he visto una sola vaca moverse en ellos, me pregunto por qué.
– Eso es porque hay que mirarlas un buen rato.
– Seguramente.
Adamsberg había localizado los lugares descritos por la señora Vendermot, la casa de los vecinos Hébrard, el bosque Bigard, el antiguo vertedero. Pasó sin detenerse delante del buzón de Herbier, siguió un centenar de metros y se adentró a la izquierda por un fragoso camino campestre.
– Entraremos por detrás, por el bosque.
– ¿Entraremos adónde?
– A la casa donde vivía el primer muerto, el cazador. Actuamos rápido y sin hacer ruido.
Adamsberg prosiguió por un sendero apenas apto para circular y aparcó bajo los árboles. Rodeó rápidamente el coche y abrió el maletero.
– Ya pasó todo, Mo. Vas a estar al fresco. La casa está a treinta metros a través del bosque.
Danglard asintió callado al ver al joven salir del maletero. Lo creía evacuado a los Pirineos, o ya en el extranjero, con papeles falsos, Adamsberg era capaz de eso. Pero era peor todavía. Llevar a Momo con ellos le parecía aún más inconsecuente.
Adamsberg hizo saltar los precintos, depositó el equipaje de Mo y visitó rápidamente la casa. Una estancia luminosa, una pequeña habitación casi limpia y una cocina desde donde se veía el verde con seis o siete vacas puestas encima.
– Es bonito -dijo Mo, que sólo había visto el campo una vez en su vida, muy rápido, y nunca el mar-. Puedo ver árboles, el cielo y los prados. ¡Joder! -dijo súbitamente-, ¿Eso son vacas? -añadió pegándose a la ventana.
– Retrocede, Mo, aléjate de la ventana. Sí, son vacas.
– Joder.
– ¿No las habías visto nunca?
– Nunca de verdad.
– Pues tendrás todo el tiempo del mundo para mirarlas, incluso para verlas desplazarse. Pero permanece a un metro de las ventanas. Por la noche, no enciendas ninguna luz, por supuesto.
Y cuando fumes, siéntate en el suelo, la brasa se ve desde muy lejos. Podrás comer caliente, la cocina no se ve desde la ventana.
Y podrás lavarte, el agua no está cortada. Zerk llegará dentro de poco con comida.
Mo dio unas vueltas por su nuevo dominio, sin mostrar mucha aprensión ante la idea de quedar recluido allí, dirigiendo constantemente su mirada hacia la ventana.
– Nunca había conocido a nadie como Zerk -dijo-. Nunca había conocido a nadie que me compre lápices de colores, aparte de mi madre. Pero lo ha educado usted, comisario, es normal que sea así.
Adamsberg consideró que no era el momento de explicar a Mo que no había conocido la existencia de su hijo hasta hacía unas semanas, y que era inútil romper tan pronto sus ilusiones, contando que había descuidado a su madre con una despreocupación total. La chica le había escrito, él apenas si había leído la carta, no se había enterado de nada.
– Muy bien educado -confirmó Danglard, que no bromeaba con la paternidad, un terreno en el que consideraba que Adamsberg estaba por debajo de todo.
– Voy a colocar de nuevo los precintos. No uses el móvil más que en caso de urgencia. Incluso si te aburres como una ostra, no llames a nadie, no flaquees, todos tus conocidos están bajo escucha.
– No se preocupe, comisario, tengo mucho que ver. Y todas esas vacas. Hay lo menos doce. En la cárcel, tendría a diez tipos en la chepa y ninguna ventana. Mirar vacas y toros yo solo es ya un milagro.
– No hay toros, Mo. No los mezclan, salvo en la época de la monta. Son vacas.
– Vale.
Adamsberg comprobó que el bosque estuviera desierto antes de saludar a Mo y abrir sin ruido la puerta. Sacó de su bolsa una pistola de cera y volvió a colocar tranquilamente los precintos. Danglard vigilaba los alrededores inquieto.
– Esto no me gusta nada -murmuró.
– Más tarde, Danglard.
Una vez en la carretera principal, Adamsberg llamó al capitán Émeri para avisarlo de que llegaba a Ordebec.
– Paso antes por el hospital -dijo.
– No te reconocerá, Adamsberg. ¿Puedo invitarte a cenar?
Adamsberg lanzó una mirada a Danglard, que sacudió la cabeza. En sus malas rachas, y Danglard estaba atravesando una, no cabía duda, tanto más difícil por cuanto carecía de motivo, el comandante se ayudaba estableciendo cada día modestas etapas deseables, como la elección de un traje nuevo, la adquisición de un libro antiguo o una comida refinada en algún restaurante; de este modo, cada fase depresiva producía peligrosos agujeros en su presupuesto. Retirar a Danglard su cena en el Jabalí corredor, que había seleccionado minuciosamente, sería apagar la humilde vela que se había encendido para ese día.
– He prometido a mi hijo una cena en el Jabalí corredor. Venga con nosotros, Émeri.
– Muy buen establecimiento, pero es una gran lástima -respondió Émeri con sequedad-. Esperaba hacerle los honores de mi mesa.
– Otra vez será, Émeri.
– Creo que hemos tocado un nervio sensible -comentó Adamsberg después de colgar, un poco sorprendido, puesto que todavía ignoraba la neurosis que unía al capitán a su sala Imperio por un exigente cordón umbilical.
Adamsberg se reunió con Zerk delante del hospital, tal como estaba previsto. El joven ya había hecho la compra, y Adamsberg lo abrazó deslizando en su bolsa la pistola de cera, el sello y el plano de situación del domicilio de Herbier.
– ¿Cómo está la casa? -preguntó.
– Limpia. Los gendarmes han quitado toda la caza.
– ¿Qué hago con el palomo?
– Está instalado. Te está esperando.
– No me refería a Mo, sino a Hellebaud. Lleva dos horas en el coche y no le gusta.
– Llévatelo -dijo Adamsberg al cabo de un rato-. Déjaselo a Mo, le hará compañía, así tendrá a quien hablar. Mirará las vacas, pero las de aquí no se mueven.
– ¿El comandante estaba contigo cuando dejaste al palomo?
– Sí.
– ¿Cómo se lo ha tomado?
– Bastante mal. Todavía tiene la idea de que es un delito y una locura.
– ¿Ah, sí? Todo lo contrario, es de lo más razonable -dijo Zerk levantando las bolsas de la compra.