Capítulo 18

Una nueva reunión juntó a todos los miembros de la Brigada en la sala del concilio, bajo los ventiladores, que funcionaban a toda máquina. Era domingo, pero las órdenes del dispositivo de emergencia del ministerio habían anulado toda pausa y todo festivo hasta la resolución del caso Mohamed. Por una vez, Danglard estaba presente desde por la mañana, lo que le daba aspecto de hombre vencido por la vida sin haber tratado siquiera de resistir. Todo el mundo sabía que su rostro no se desarrugaría hasta mediodía aproximadamente. Adamsberg había tenido tiempo de fingir leer los informes sobre el registro de la Cité des Buttes, que había durado en vano hasta las dos y veinte de la madrugada.

– ¿Dónde está Violette? -preguntó Estalére, sirviendo la primera ronda de cafés.

– En inmersión en casa de los Clermont-Brasseur, se ha hecho contratar como miembro del personal.

Nöel lanzó un largo silbido admirativo.

– Ninguno de nosotros debe mencionarlo, ni tratar de contactarla. Está oficialmente en un cursillo en Toulon, para una formación acelerada de quince días en informática.

– ¿Cómo ha conseguido entrar allí? -preguntó Nöel.

– Era su intención y la materializó.

– Estimulante ejemplo -observó Voisenet con voz lánguida-. Si pudiéramos materializar nuestras intenciones…

– Olvídelo, Voisenet -dijo Adamsberg-. Retancourt no puede ser un modelo para nadie, utiliza facultades no reproducibles.

– No cabe ninguna duda -confirmó Mordent con seriedad.

– Anulamos, pues, todo el dispositivo de vigilancia. Pasamos a otra cosa.

– Pero seguimos persiguiendo a Mo, ¿no? -preguntó Morel.

– Por supuesto. Esa sigue siendo la misión prioritaria. Pero algunos de ustedes han de mantenerse disponibles. Pasamos a Normandía. Nos han encargado el caso de Ordebec.

Danglard levantó bruscamente la cabeza y su rostro se arrugó de disgusto.

– ¿Ha hecho eso, comisario? -dijo.

– Yo no. El capitán Émeri se ha visto obligado a renunciar. Tomó dos asesinatos por un suicidio y un accidente. Le han quitado el caso.

– ¿Y por qué nos lo endilgan a nosotros? -preguntó Justin.

– Porque yo estaba allí cuando encontraron el primer cuerpo y cuando atacaron a la segunda víctima. Porque el capitán Émeri ha influido. Porque quizá tengamos una posibilidad, desde allí, de deslizamos en la fortaleza de los Clermont-Brasseur.

Adamsberg mentía. No creía en el poder del conde de Ordebec. Émeri había hecho espejear ese detalle para darle un pretexto. Adamsberg acudía porque desafiar al Ejército Furioso lo atraía de un modo casi irreprimible. Y porque el escondite sería excelente para Mo.

– No veo la relación con los Clermont -dijo Mordent.

– Allí hay un viejo conde que podría abrirnos puertas. En sus tiempos tuvo negocios con Antoine Clermont.

– De acuerdo -dijo Morel-, ¿Cómo se presenta la cosa? ¿De qué se trata?

– Hubo un asesinato, de un hombre, y un intento de asesinato de una anciana. Se cree que no sobrevivirá. Están anunciadas otras tres muertes.

– ¿Anunciadas?

– Sí. Porque esos crímenes están directamente relacionados con una especie de cohorte apestosa, una historia muy antigua.

– ¿Una cohorte de qué?

– De muertos armados. Lleva siglos pasando por la zona y se lleva consigo a los vivos culpables de alguna fechoría.

– Perfecto -dijo Nöel-, o sea que hace nuestro trabajo, en cierto modo.

– Un poco más, porque los mata. Danglard, explíqueles rápidamente qué es el Ejército Furioso.

– No estoy de acuerdo en que nos metamos en eso -masculló el comandante-. Seguro que ha tenido usted algo que ver en este encargo, de alguna manera. Y no soy favorable, en absoluto.

Danglard levantó las manos en un gesto de rechazo, preguntándose al mismo tiempo de dónde le venía esa repulsión por el caso de Ordebec. Había soñado dos veces con el Ejército de Hellequin desde que se había complacido en describírselo a Zerk y Adamsberg. Pero no lo había pasado bien en sus sueños, donde se debatía contra la sensación turbia de que corría hacia su perdición.

– Cuéntelo de todos modos -dijo Adamsberg observando a su adjunto con atención, percibiendo miedo en su repliegue. En Danglard, pese a que era un auténtico ateo desprovisto de misticismo, la superstición podía abrirse caminos bastante anchos tomando aquellos, siempre abiertos, de sus ansiosos pensamientos.

El comandante se encogió de hombros con aparente seguridad y se levantó, según su costumbre, para exponer la situación medieval a los agentes de la Brigada.

– Dese cierta prisa, Danglard -le pidió Adamsberg-, No hace falta que cite los textos.

Inútil recomendación. La presentación de Danglard duró cuarenta minutos, divirtiendo a los agentes de la plúmbea realidad del caso Clermont. Sólo Froissy se eclipsó unos instantes para ir a comer unos crackers con paté. Hubo varios ademanes de aprobación. Todos sabían que acababa de añadir a su reserva una colección de terrinas delicadas, como paté de liebre con setas de cardo, que más de uno encontraba tentadoras. Cuando Froissy volvió a la mesa, la elocuencia de Danglard focalizaba totalmente la atención de los miembros de la Brigada; sobre todo el espectáculo formidable del Ejército Hellequin -formidable en el sentido estricto de la palabra, precisó el comandante, es decir, susceptible de inspirar terror.

– ¿Al cazador lo mató Lina? -preguntó Lamarre-. ¿Va a ejecutar a todos los que salían en su visión?

– ¿Como si obedeciera, en cierto modo? -añadió Justin.

– Puede -intervino Adamsberg-. En Ordebec se dice que toda la familia Vendermot está loca. Pero lo cierto es que allí todos los habitantes sufren la influencia del Ejército. Lleva pasando por la zona demasiado tiempo, y ésas no son sus primeras víctimas. Nadie se siente tranquilo con esa leyenda, y muchos la temen de verdad. Si muere otra de las víctimas señaladas, la ciudad entrará en convulsión. Peor aún en lo que se refiere a la cuarta víctima, porque no tiene nombre.

– De modo que mucha gente puede imaginarse a sí misma como cuarta víctima -dijo Mordent tomando apuntes.

– ¿Los que se sienten culpables de algo?

– No, los que lo son realmente -precisó Adamsberg-, Los estafadores, los cabrones, los asesinos insospechados e impunes. A todos ellos el paso del Ejército de Hellequin los puede aterrar mucho más que un control de la policía. Porque allí están convencidos de que Hellequin sabe, de que Hellequin ve.

– Lo contrario de lo que piensan de la policía -observó Nöel.

– Supongamos -propuso Justin, con su constante afán de precisión- que una persona tema ser la cuarta víctima señalada por ese Hellequin. El cuarto «prendido», como ha dicho usted. No veo en qué puede servirle matar a los demás «prendidos».

– Sí -replicó Danglard-, porque hay una tradición marginal, aunque no unánimemente admitida, según la cual quien ejecute los designios de Hellequin puede salvarse de su propio destino.

– A cambio de su buen servicio -comentó Mordent, que, como coleccionista de cuentos y leyendas, seguía tomando apuntes de esa historia que desconocía.

– Un colaboracionista recompensado, en cierto modo -dijo Nöel.

– Esa es la idea, sí -confirmó Danglard-, Pero es reciente, de principios del siglo XIX. Otra hipótesis peligrosa es que una persona, sin creerse «prendida», piense que las acusaciones de Hellequin son ciertas y quiera cumplir su voluntad. Para que se haga justicia verdadera.

– ¿Qué podía saber esa Léo?

– Imposible adivinarlo. Estaba sola cuando encontró el cuerpo de Herbier.

– ¿Cuál es el plan? -preguntó Justin-. ¿Cómo nos repartimos?

– No hay plan. No tengo tiempo de planear nada desde hace tiempo.

Desde siempre, corrigió callado Danglard, cuya repulsión por la operación de Ordebec acrecentaba su agresividad.

– Me voy con Danglard, si acepta, y recurriré a algunos de ustedes si es necesario.

– O sea que seguimos con lo de Mo.

– Eso es. Encuentren a ese tipo. Permanezcan en contacto permanente con las gendarmerías nacionales.

Adamsberg arrastró a Danglard tras disolver la reunión.

– Venga a ver en qué estado está Léo -le dijo-. Y tendrá razones más que de sobra para desear cerrar el paso al Ejército Furioso. Al demente que ejecuta los deseos del señor Hellequin.

– No es razonable -dijo Danglard sacudiendo la cabeza-. Hace falta alguien aquí para dirigir la Brigada.

– ¿De qué tiene miedo, Danglard?

– No tengo miedo.

– Sí que tiene.

– De acuerdo -admitió Danglard-. Pienso que voy a dejar el pellejo en Ordebec, eso es todo. Que será mi último caso.

– Pero bueno, Danglard, ¿por qué?

– He soñado con eso dos veces. Con un caballo, sobre todo, uno con sólo tres patas.

Danglard tuvo un escalofrío, casi una náusea.

– Venga a sentarse -dijo Adamsberg tirándole con suavidad de la manga.

– Lo monta un hombre negro -prosiguió Danglard-. Me golpea, caigo, muero, y eso es todo. Ya lo sé, comisario, no creemos en los sueños.

– ¿Entonces?

– Entonces fui yo quien lo provocó todo contando la historia del Ejército Furioso. Si no, usted se habría quedado en el Ejército Curioso, y las cosas no habrían ido más allá. Pero abrí la caja prohibida, por placer, por erudición. Y la desafié. Por eso Hellequin me va a liquidar allí. No le gusta que se bromee a su costa.

– Imagino que no. Imagino que no es un bromista.

– No me tome el pelo, comisario.

– No habla usted en serio, Danglard, no hasta este punto, ¿verdad?

Danglard sacudió sus hombros lacios.

– Claro que no. Pero me levanto y me duermo con esta idea.

– Es la primera vez que teme algo más que a usted mismo, con lo cual ya tiene usted dos enemigos. Es demasiado, Danglard.

– ¿Qué sugiere?

– Que vayamos allá esta tarde. ¿Y si comemos en un restaurante? ¿Con un buen vino?

– ¿Y si palmo?

– Qué se le va a hacer.

Danglard sonrió y alzó una mirada modificada hacia el comisario. «Qué se le va a hacer.» Esa respuesta le convenía, ponía bruscamente fin a su quejido, como si Adamsberg hubiera pulsado el botón de apagado, desconectando sus temores.

– ¿A qué hora?

Adamsberg consultó sus dos relojes.

– Venga a mi casa dentro de dos horas. Pida a Froissy que le dé dos móviles nuevos y busque el nombre de un buen restaurante.

Cuando el comisario volvió a su casa, todo estaba reluciente, la jaula de Hellebaud preparada, las bolsas de viaje casi cerradas. Zerk estaba metiendo en la de Mo cigarrillos, libros, lápices, crucigramas. Mo lo miraba, como si los guantes de goma que llevaba en las manos le impidieran moverse. Adamsberg sabía que el estatus de hombre buscado, de animal acosado, paraliza durante los primeros días los movimientos naturales del cuerpo. Al cabo de un mes, uno teme hacer ruido al andar; al cabo de tres meses, apenas se atreve a respirar.

– También le he comprado un yoyó nuevo -explicó Zerk-, No es de tan buena calidad como el suyo, pero es que no podía quedarme fuera mucho tiempo. Lucio me sustituyó sentado en la cocina con su transistor. ¿Sabes por qué lleva siempre encima esa radio que chisporrotea? No se oye nada.

– Le gusta oír las voces humanas, pero no lo que dicen.

– ¿Dónde estaré? -preguntó tímidamente Mo.

– En una casa medio de hormigón, medio de madera, apartada de la ciudad y cuyo inquilino acaba de ser asesinado. Está, pues, con precintos de la gendarmería, no puedes encontrar un refugio mejor.

– Pero ¿qué hacemos con los precintos? -preguntó Zerk.

– Los desharemos y los volveremos a colocar. Ya te enseñaré. De todos modos, la gendarmería no tiene ya por qué ir allí.

– ¿Por qué fue asesinado ese tipo? -preguntó Mo.

– Lo atacó una especie de pestilente coloso local, un tal Hellequin. No te preocupes, no tiene nada contra ti. ¿Por qué has comprado lápices de colores, Zerk?

– Por si quiere dibujar.

– Bueno. ¿Querrás dibujar, Mo?

– No, no creo.

– Bueno -repitió Adamsberg-. Mo se viene conmigo en el coche oficial, en el maletero. El viaje durará unas dos horas, y hará mucho calor ahí dentro. ¿Aguantarás?

– Sí.

– Oirás la voz de otro hombre, la del comandante Danglard. No te preocupes, está al corriente de lo de tu huida. Mejor dicho, lo intuyó sin que yo pudiera hacer nada para evitarlo. Lo que no sabe es que te llevo en el coche. No tardará en saberlo. Danglard es brillante; precede y adivina casi todo, incluso los designios mortíferos del señor Hellequin. Te dejaré en la casa vacía antes de entrar en Ordebec. Zerk, tú llegarás con mi coche y el resto del equipaje. Allí, como sabes usar una cámara, diremos que estás haciendo unas prácticas informales de fotografía y trabajas al mismo tiempo para un encargo que te han hecho como free-lance y que te obliga a recorrer los alrededores. Para una revista, digamos… sueca. Habrá que encontrar una explicación a tus ausencias. A menos que se te ocurra algo mejor.

– No -dijo escuetamente Zerk.

– ¿Qué podrías fotografiar?

– ¿Paisajes? ¿Iglesias?

– Demasiado manido. Busca otra cosa. Un tema que explique tu presencia en los prados o en los bosques si te encuentran allí; pasarás por allí para ir a ver a Mo.

– ¿Flores? -dijo Mo.

– ¿Hojas podridas? -propuso Zerk.

Adamsberg dejó las bolsas de viaje junto a la puerta.

– ¿Por qué quieres fotografiar hojas podridas?

– El que me pide que fotografíe algo eres tú.

– Pero ¿por qué dices «hojas podridas»?

– Porque está bien. ¿Sabes todo lo que se cuece en las hojas podridas? ¿En tan sólo diez centímetros cuadrados de hojas podridas? Los insectos, los gusanos, las larvas, los gases, las esporas de los hongos, las cagadas de los pájaros, las raíces, los microorganismos, las semillas… Hago un reportaje sobre la vida en las hojas podridas para el Svenska Dagbladet.

– ¿El Svenska?

– Un periódico sueco. ¿No es lo que querías?

– Sí -contestó Adamsberg mirando sus relojes-. Pasa con Mo y el equipaje por donde Lucio. Me aparco detrás de su casa y, en cuanto Danglard se reúna conmigo, te aviso para salir.

– Estoy contento de ir -dijo Zerk, con ese acento ingenuo que atravesaba a menudo su elocución.

– Pues no dejes de decírselo a Danglard. El, en cambio, está absolutamente descontento.

Veinte minutos después, Adamsberg salía de París por la autopista del oeste, con el comandante sentado a su derecha, abanicándose con un mapa de Francia, y Mo doblado en el maletero, con un cojín debajo de la cabeza.

Al cabo de tres cuartos de hora de trayecto, el comisario llamó a Émeri.

– Salgo ahora mismo -le dijo-. No me esperes antes de las dos.

– Me alegro de recibirte. El hijoputa de Lisieux está que lo llevan los demonios.

– Pienso instalarme en la posada de Léo. ¿Ves algún inconveniente?

– Ninguno.

– Muy bien. La avisaré.

– No te oirá.

– La avisaré igualmente.

Adamsberg se guardó el aparato en el bolsillo y apretó el acelerador.

– ¿Es necesario ir tan deprisa? -preguntó Danglard-. ¿Qué más da media hora más o menos?

– Vamos deprisa porque hace calor.

– ¿Por qué ha mentido a Émeri sobre nuestra hora de llegada?

– No haga muchas preguntas, comandante.


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