Capítulo 7

La temperatura era de irnos seis grados menos en Norman- día y, en cuanto llegó a la estación de autobuses, casi desierta, Adamsberg movió la cabeza en el viento fresco, haciéndolo soplar en la nuca y detrás de las orejas en un movimiento casi animal, en cierto modo como lo haría un caballo para espantar los tábanos. Rodeó Ordebec por el norte y, al cabo de media hora, ponía el pie en el camino de Bonneval, indicado por un viejo letrero pintado a mano. Era un sendero estrecho, a diferencia de lo que había imaginado, sin duda porque la idea de que por allí tenían que pasar cientos de hombres de armas le había dado la visión de una avenida de caballerías ancha e impresionante, bajo una bóveda cerrada de grandes hayas. El camino era en realidad mucho más modesto, hecho de un par de roderas separadas por un lomo herboso y bordeado por dos fosos de drenaje invadidos por las zarzas, de retoños de olmo y de avellano. Muchas moras estaban ya en su punto -muy adelantadas, debido al calor anormal-, y Adamsberg recogió unas cuantas mientras se adentraba por el sendero. Avanzaba despacio, recorriendo los bordes con la mirada, comiendo sin prisa las frutas que sostenía en la mano. Había muchas moscas, que se precipitaban sobre su cara para sorber el sudor.

Cada tres minutos, se paraba para reconstituir su reserva de moras, arañando su vieja camisa negra con las zarzas. A medio camino de su exploración, se detuvo bruscamente al recordar que no había dejado ningún mensaje a Zerk. Estaba tan acostumbrado a la soledad que avisar a los demás de sus ausencias le exigía esfuerzo. Marcó el número.

– Hellebaud se ha levantado -explicó el joven-. Ha comido el alpiste él solo. Eso sí, luego ha cagado encima de la mesa.

– Así son las cosas cuando vuelve la vida. Pon un plástico sobre la mesa estos días. Hay uno en el desván. No volveré hasta la noche, Zerk. Estoy en el camino de Bonneval.

– ¿Y los ves?

– No, todavía es de día. Miro a ver si encuentro el cuerpo del cazador. Nadie ha pasado por aquí desde hace tres semanas; está lleno de moras, están adelantadas. Si llama Violette, no le digas dónde estoy, no le gustaría.

– Claro -dijo Zerk, y Adamsberg se dijo que su hijo era más listo de lo que parecía. Migaja a migaja, iba acumulando un poco de información sobre él-. He cambiado la bombilla de la cocina. La de la escalera tampoco funciona. ¿La cambio también?

– Sí, pero no pongas una luz muy fuerte. No me gusta cuando se ve todo.

– Si te encuentras con el Ejército, llámame.

– No creo que pueda, Zerk. Su paso debe de producir interferencias. El choque de dos tiempos diferentes.

– Seguro -aprobó el joven antes de colgar.

Adamsberg avanzó cien metros más, explorando los bordes del camino. Porque Herbier estaba muerto, estaba convencido de eso, y era su único punto de acuerdo con la mujer Vendermot que saldría volando si se le soplaba encima. Momento en que Adamsberg se dio cuenta de que ya había olvidado el nombre de las semillas del diente de león.

Había una silueta en el camino, y Adamsberg entornó los ojos mientras avanzaba más lentamente. Una silueta muy larga, sentada en un tronco de árbol, tan vieja y encogida que temió darle un susto.

– Hello -dijo la anciana al verlo llegar.

– Hello -respondió Adamsberg sorprendido-. «Hello» era de las pocas palabras que se sabía en inglés, además de «yes» y «no».

– Ha tardado desde la estación -dijo.

– He estado cogiendo moras -explicó Adamsberg, preguntándose cómo una voz tan segura podía salir de esa carcasa tan estrecha. Estrecha pero intensa-. ¿Sabe quién soy?

– No del todo. Lionel le ha visto bajar del tren y tomar el autobús. Bernard me lo ha dicho y, entre una cosa y otra, aquí está usted. Por los tiempos que corren y con las cosas que pasan, no puede ser muchas cosas más que un policía de la ciudad. La cosa tiene mala pinta. Aunque, todo sea dicho, Michel Herbier no es una gran pérdida.

La anciana sorbió ruidosamente por la grandísima nariz pasándose el dorso de la mano para recoger una gota.

– ¿Y usted me estaba esperando?

– De eso nada, joven. Estoy esperando a mi perro. Se ha encaprichado de la perra de la granja de los Longes, que está ahí detrás. Si no lo traigo a que la cubra de vez en cuando, pierde los nervios. Renoux, el granjero de los Longes, está furioso, dice que no quiere tener el patio lleno de bastardos. Pero ¿qué le voy a hacer? Nada. Y con la gripe de verano que arrastro, llevaba diez días sin traerlo.

– ¿Y no tiene miedo aquí sola, en este camino?

– ¿De qué?

– Del Ejército Furioso -aventuró Adamsberg.

– Qué va -dijo la mujer sacudiendo la cabeza-. Para empezar, no es de noche; y aunque lo fuera, yo no lo veo. Ese don no lo tiene cualquiera.

Adamsberg veía una mora enorme por encima de la cabeza de la alta mujer, pero no se atrevió a molestarla para eso. Extraño, pensó, cómo vuelve instintivamente en el hombre el espíritu de la recolección con sólo haber dado veinte pasos en el bosque. Le habría gustado a mi amigo prehistoriador, Mathias. Porque, si lo piensas, lo fascinante es recolectar; porque lo que es la mora en sí, no puede decirse que sea apasionante.

– Me llamo Léone -dijo la mujer enjugándose una nueva gota que le asomaba por la nariz-. Pero me llaman Léo.

– Jean-Baptiste Adamsberg, comisario de la Brigada Criminal de París. Encantado de conocerla -añadió educadamente-. Voy a proseguir mi camino.

– Si a quien busca es a Herbier, no lo encontrará por aquí.

Está descuajaringado en medio de su sangre ya negra a dos pasos de la capilla de San Antonio.

– ¿Muerto?

– Sí, desde hace tiempo. No es que nadie vaya a llorar, pero no da gusto verlo. Quien lo hiciera no se anduvo con chiquitas, no se le ve la cabeza siquiera.

– ¿Lo encontraron los gendarmes?

– No, joven, lo encontré yo. Voy a menudo a poner un ramo en la capilla, no me gusta dejar abandonado a San Antonio. San Antonio protege a los animales. ¿Tiene algún animal?

– Tengo un palomo enfermo.

– Pues es la ocasión, ya ve. Cuando pase por la capilla, tenga un pensamiento. También ayuda a encontrar las cosas perdidas. Con la edad, pierdo cosas.

– ¿No la ha impactado? ¿Ver ese cadáver ahí arriba?

– Cuando uno se lo espera no es lo mismo. Yo ya sabía que lo habían matado.

– ¿Por el Ejército?

– Por mi edad, joven. Aquí ni un pájaro puede poner un huevo sin que yo me entere o lo presienta. Por ejemplo, puede estar seguro de que esta noche una raposa le ha echado el diente a una gallina de la granja de Deveneux. Sólo tiene tres patas y un muñón por cola.

– ¿El granjero?

– La raposa, he visto sus excrementos. Pero, créame, se las arregla bien. El año pasado, un paro carbonero se prendó de ella. Vivía subido a su lomo, y la raposa nunca se lo comió. Sólo a él, ojo, a los demás ya es otra cosa. Hay muchos detalles en este mundo, ¿se ha fijado alguna vez? Y como cada detalle no se reproduce nunca bajo la misma forma y provoca el surgimiento de otros detalles, la cosa va para largo, para largo. Si el Herbier hubiera estado vivo, habría acabado matando a la raposa y, por lo tanto, al carbonero. Eso habría implicado otra guerra en las elecciones municipales. Pero no sé si el carbonero habrá vuelto este año. Mala pata.

– ¿Ya están allí los gendarmes? ¿Los ha avisado?

– ¿Cómo quiere que lo haga? Tengo que esperar al perro. Si tiene prisa, llámelos usted.

– No creo que sea buena idea -dijo Adamsberg al cabo de un instante-. A los gendarmes no les gusta que un tipo de París se meta en sus asuntos.

– Entonces ¿por qué está aquí?

– Porque una mujer de aquí fue a verme. Así que he venido.

– ¿La señora Vendermot? Seguro que teme por sus hijos. Tan seguro como que habría hecho mejor callándose. Pero esta historia le da tanto miedo que no ha podido evitar ir a buscar ayuda.

Un gran perro beige de largas orejas blandas irrumpió con estrépito de entre los matorrales, ladrando, y fue a apoyar la cabeza en las escuálidas piernas de su ama, cerrando los ojos, como en señal de agradecimiento.

– Hello, Gand -dijo enjugándose la nariz mientras el perro se secaba la trufa en su falda gris-. Ya ve que parece contento.

Léo se sacó un terrón de azúcar del bolsillo y lo metió en la boca del perro. Luego Gand se puso a dar vueltas alrededor de Adamsberg, loco de curiosidad.

– Ya, Gand -dijo Adamsberg dándole palmadas en el cuello.

– Su verdadero nombre es Gandul. Desde muy bebé, ya era un gandumbas. Siempre hay quien dice que, aparte de follisquear a diestro y siniestro, no sabe hacer nada. Y yo digo que más vale eso que andar pegando mordiscos a todo el mundo.

La anciana se levantó, desplegando toda su carcasa inclinada, y se apoyó en dos bastones.

– Si vuelve a su casa para llamarlos, ¿me permite acompañarla? -pidió Adamsberg.

– Por supuesto, me encanta la compañía. Pero no ando deprisa, tardaremos media hora atajando por el bosque. Antes, cuando vivía Ernest, transformé la granja en posada. Ofrecíamos habitación y desayuno. En aquella época, siempre había gente, y muchos jóvenes. Había alegría, movimiento. Tuve que parar hace doce años, y ahora está más tristón. Así que, cuando encuentro compañía, no hago ascos. No hablar con nadie no es bueno.

– Dicen que a los normandos no les gusta mucho hablar -aventuró Adamsberg mientras echaba a andar detrás de la mujer, que iba exhalando un ligero olor a hoguera.

– No es que no les guste hablar, es que no les gusta contestar. No es lo mismo.

– Entonces, ¿cómo hacen para preguntar?

– Se las arreglan. ¿Se viene hasta la posada? El perro tiene hambre.

– La acompaño. ¿A qué hora pasa el último tren?

– El último tren, joven, ha pasado hará un cuarto de hora largo. Está el de Lisieux, pero el último autobús sale dentro de diez minutos, no llega.

Adamsberg no había previsto hacer noche en Normandía. No se había llevado nada, aparte de unos cuantos billetes, el carnet de identidad y las llaves. El Ejército Furioso lo inmovilizaba allí. Sin preocuparse por ello, la anciana iba sorteando árboles con vivacidad, apoyándose en los bastones. Parecía un saltamontes avanzando a saltos por encima de las raíces.

– ¿Hay un hotel en Ordebec?

– No es un hotel, es una conejera -afirmó la anciana con su voz fuerte-. Y está en obras. Tendrá usted donde alojarse, supongo.

Adamsberg recordó la reticencia a formular preguntas directas, que ya le había creado dificultades en el pueblo de Haroncourt [4]. Al igual que Léone, los hombres de Haroncourt salvaban el obstáculo afirmando algo, lo que sea, con objeto de suscitar una respuesta.

– Contará usted con dormir en algún sitio, supongo -declaró de nuevo Léo-. Vamos Gand. Siempre tiene que mear en todos los árboles.

– Tengo un vecino que hace lo mismo -dijo Adamsberg pensando en Lucio-. No, no conozco a nadie aquí.

– Puede usted dormir en la paja, claro. Estos días está haciendo un calor anormal, pero de madrugada está todo mojado. Viene usted de otra región, supongo.

– De Béarn.

– Debe de estar al este.

– En el suroeste, cerca de España.

– Y ya ha venido alguna vez por aquí, digo yo.

– Tengo amigos en el café de Haroncourt.

– ¿Haroncourt, en el Eure? ¿En el café que hay cerca del mercado?

– Sí, allí tengo amigos. Robert sobre todo.

Léo se detuvo en seco, y Gand aprovechó para elegir otro árbol. La anciana reanudó la marcha sin dejar de murmurar en unos cincuenta metros.

– Robert es un primo segundo -acabó diciendo, todavía bajo el efecto de la sorpresa-. Un buen primo segundo.

– Me dio unas cuernas de ciervo. Las tengo todavía en mi despacho.

– Está bien que lo hiciera, eso es que lo apreciaba. No se dan cuernas de ciervo al primer forano que pasa.

– Eso espero.

– Se trata de Robert Binet, ¿no?

– Sí.

Adamsberg cubrió otro centenar de metros en la estela de la anciana. Empezaba a atisbarse el trazo de una carretera a través de los troncos.

– Si es usted amigo de Robert, ya es otra cosa. Podría alojarse en Chez Léo, si eso no es demasiado diferente de lo que usted pensaba hacer. Chez Léo es mi casa, es el nombre de la posada.

Adamsberg oyó claramente la llamada de la anciana que se aburría, sin saber si iba a decidirse. Sin embargo, como había dicho a Veyrenc, las decisiones están tomadas mucho antes de que uno las enuncie. No tenía donde alojarse, y la ruda anciana le caía bien. Pese a que se sentía un poco atrapado, como si Léo lo hubiera organizado todo de antemano.

Cinco minutos después, vislumbraba Chez Léo, una larga casa antigua de una sola planta, que se aguantaba en pie no se sabía cómo desde hacía décadas.

– Siéntese en el banco -dijo Léo-. Vamos a llamar a Émeri. No es mal tipo, al contrario. Se da aires de vez en cuando porque tenía un antepasado mariscal bajo Napoleón. Pero en conjunto es apreciado. Lo que pasa es que su oficio lo deforma. De tanto desconfiar de todo el mundo, de tanto castigar, uno no puede ir mejorando con la edad. Supongo que a usted le pasa lo mismo.

– Seguramente.

– Léo acercó un taburete al teléfono.

– En fin -suspiró mientras marcaba el número-, la policía es un mal necesario. Durante la guerra, era un mal a secas. Seguro que más de uno se fue con el Ejército Furioso. Vamos a encender la chimenea, que está refrescando. Sabrá hacer fuego, supongo. Encontrará la leñera saliendo a la izquierda. Hello, Louis, aquí Léo.

Cuando Adamsberg volvió con una brazada de leña, Léo estaba en plena conversación. Estaba claro que Émeri llevaba las de perder. Con mano decidida, Léo tendió el auricular al comisario.

– Pues porque siempre voy a llevar flores a San Antonio, ya lo sabes. Oye, Louis, no irás a tocarme las narices porque he encontrado un cadáver, ¿no? Si te hubieras dado más maña, lo habrías encontrado solito y me habrías ahorrado molestias.

– No te embales, Léo, te creo.

– También está la moto, metida en el ramaje de los avellanos. Para mí que le dieron cita y que escondió la moto ahí dentro para que no se la robaran.

– Voy al lugar, Léo, y luego paso a verte. No estarás acostada a las ocho, ¿verdad?

– A las ocho estaré terminando de cenar. Y no me gusta que me molesten cuando estoy comiendo.

– Ocho y media.

– No me va bien, ha venido a verme un primo de Haroncourt. No sería cortés hacerle ver gendarmes el día de su llegada. Y además estoy cansada. Andar por el bosque no es propio de mi edad.

– Por eso mismo me pregunto por qué anduviste hasta la capilla.

– Ya te lo he dicho. Para llevar las flores.

– Nunca dices más que un cuarto de lo que sabes.

– El resto no te interesaría. Harías mejor en darte prisa, antes de que se lo coman los animales. Y si quieres verme, que sea mañana.

Adamsberg colgó el auricular y se puso a encender el fuego.

– Louis Nicolas no puede hacerme nada -explicó Léone-. Le salvé la vida cuando era un mocoso. El muy trasto había ido a zambullirse en la laguna Jeanlin. Lo agarré por el fondillo. Así que conmigo no puede gastar aires de mariscal del imperio.

– ¿Es de por aquí?

– Nació aquí.

– Entonces, ¿cómo puede ser que lo destinaran aquí? No se destina a los policías a su lugar de origen.

– Ya lo sé, joven. Pero tenía once años cuando se fue de Ordebec, y sus padres no tenían a nadie aquí. Pasó mucho tiempo cerca de Toulon, más tarde en Lyon, y luego obtuvo la dispensa. No se puede decir que conozca realmente a la gente de por aquí. Además, lo protege el conde, así que no hay problema.

– El conde de aquí.

– Rémy, el conde de Ordebec. Tomará sopa, supongo.

– Gracias -dijo Adamsberg tendiéndole el plato.

– Es de zanahorias. De segundo, hay salteado de carne con nata.

– Émeri dice que Lina está loca de atar.

– Eso no es verdad -dijo Léone metiéndose una gran cucharada en la pequeña boca-. Es una cría pizpireta y estupenda. Además, no estaba equivocada: Herbier está muerto y más que muerto. Así que Louis Nicolas va a ir a por ella; más claro, el agua.

Adamsberg limpió el plato de la sopa con pan, como hacía Léo, y trajo la fuente de salteado. Ternera con judías, y olor de hoguera.

– Y como no cae muy bien a nadie, ni ella ni sus hermanos -prosiguió Léone sirviendo la carne con gesto un tanto brusco-, será esto una escabechina. No vaya a creer que la gente de aquí es mala, pero siempre tiene miedo de lo que no entiende. Así que Lina, con su don y con sus hermanos, que son un poco raritos, no tiene muy buena fama que digamos.

– Por lo del Ejército Furioso.

– Por eso y por más cosas. La gente dice que tienen al diablo en casa. Aquí, como en todas partes, hay mucha cabeza hueca que enseguida se llena de cualquier cosa, a ser posible de lo peor. Es lo que todo el mundo prefiere, lo peor. Se aburren tanto…

Léone aprobó su propia declaración sacudiendo la barbilla y engulló un buen bocado de carne.

– Tendrá usted su opinión sobre el Ejército Furioso, supongo -dijo Adamsberg empleando el método de Léone para preguntar.

– Depende de cómo se mire. En Ordebec, hay quien piensa que el señor Hellequin está al servicio del demonio. Yo no estoy convencida, pero digo yo que, si los hay que sobreviven porque son santos, como San Antonio, ¿por qué otros no van a sobrevivir porque son malos? Porque eso sí, en la Mesnada son todos malos. Eso no lo sabe usted, ¿verdad?

– Sí.

– Por eso los prenden. Otros piensan que la pobre Lina tiene visiones, que está mal de la cabeza. La chica ha ido a médicos, pero no le han encontrado nada. Otros dicen que su hermano echa boleto de Satanás en la tortilla de setas, y que eso a ella le da alucinaciones. Conocerá usted el boleto de Satanás, supongo. El de pie rojo.

– Sí.

– Ah, bien -dijo Léone un poco decepcionada.

– Sólo da retortijones.

Léone se llevó los platos a la cocina pequeña y oscura y los lavó en silencio, concentrada en su labor. Adamsberg iba secándolos a medida que ella se los pasaba.

– A mí me da lo mismo -prosiguió Léone enjugándose las grandes manos-. Sólo que Lina ve al Ejército, y sobre eso no cabe duda. Que el Ejército exista de verdad o no, no soy quien para juzgarlo. Pero ahora que Herbier ha muerto, los demás van a amenazarla. De hecho, por eso está usted aquí.

La anciana volvió a coger sus bastones y regresó a su sitio en la mesa. Sacó del cajón una caja de puros de buen tamaño. Se pasó uno bajo la nariz, lamió la punta y lo encendió con cuidado, empujando la caja abierta hacia Adamsberg.

– Me los manda un amigo, le vienen de Cuba. Pasé dos años en Cuba, cuatro en Escocia, tres en Argentina y cinco en Madagascar. Con Ernest, abrimos restaurantes en todas partes, vimos mundo. Cocina con nata. Sería tan amable de sacar el calvados, en la parte de abajo del armario, y ponernos dos vasitos. Aceptará beber conmigo, supongo.

Adamsberg obedeció; empezaba a encontrarse muy a gusto en esa pequeña sala mal iluminada, con el puro, el caso, el fuego, la alta y vieja Léo, arrugada como un trapo acartonado.

– ¿Y por qué estoy aquí, Léo? Si me permite que la llame Léo.

– Para proteger a Lina y a sus hermanos. No tengo hijos, y ella es un como si fuera mi hija. Si hay más muertos, me refiero a que si mueren también los otros que vio con el Ejército, habrá un estropicio. Pasó lo mismo en Ordebec un poco antes de la Revolución. El tipo se llamaba François-Benjamin; había visto a cuatro hombres malos prendidos por la Mesnada. Pero sólo supo decir tres de los cuatro nombres. Igual que Lina. Y dos de esos hombres murieron a los once días. La gente cogió tanto miedo, por la cuarta persona sin nombre, que creyeron poder detener la matanza de la Mesnada destruyendo al que la había visto. François-Benjamin murió ensartado a golpes de horca, y luego lo quemaron en la plaza.

– ¿Y el tercero no murió?

– Sí. Y luego el cuarto, en el orden que había indicado François-Benjamin. O sea que de nada sirvió que lo lincharan.

Léo tomó un trago de calvados, hizo unas gárgaras y deglutió con ruido y satisfacción antes de dar una larga calada al puro.

– Y no tengo ganas de que le pase lo mismo a Lina. Se supone que los tiempos han cambiado, pero eso sólo quiere decir que la gente se ha vuelto más discreta. Quiere decir que no lo harán con horcas y fuego, pero lo harán de otra manera. Aquí, todo el que tiene alguna fechoría en la conciencia está aterrorizado, de eso puede usted estar seguro. Aterrorizados de verse prendidos y aterrorizados de que se sepa.

– ¿Una fechoría grave? ¿Un asesinato?

– No necesariamente. Un expolio, una calumnia o una injusticia. Se quedarían más tranquilos destruyendo a Lina y sus chismes. Porque así se corta la relación con el Ejército, ¿entiende? Eso es lo que piensan. Como antes. No hemos evolucionado, comisario.

– Desde lo sucedido a François-Benjamin, ¿Lina es la primera persona que ha visto al Ejército Furioso?

– Claro que no, comisario -dijo Léo con su voz ronca, en medio de una nube de humo, como si regañara a un alumno decepcionante-. Esto es Ordebec. Hay como mínimo un pasador por generación. El pasador es el que lo ve, el que hace de enlace entre los vivos y el Ejército. Antes de que naciera Lina, era Gilbert. Al parecer puso la mano en la cabeza de la niña, sobre la pila del bautismo, y así le pasó el destino. Y cuando uno tiene el destino, de nada le sirve huir, porque el Ejército siempre acaba trayéndolo de vuelta al grimweld. O grimweld, como dicen en el Este.

– Pero nadie mató a ese Gilbert, ¿o sí?

– No -dijo Léo soplando una gran nube redonda-. Pero la diferencia es que, esta vez, Lina ha hecho lo que François-Benjamin: ver a cuatro, pero ser capaz de nombrar sólo a tres: Herbier, Glayeux y Mortembot. El cuarto no lo dice. Entonces claro: si Glayeux y Mortembot fallecen también, el miedo va a extenderse por todo el pueblo. Puesto que no se sabe quién será el siguiente, nadie va a sentirse a salvo. Aparte de que el anuncio de los nombres de Glayeux y Mortembot ya ha armado un revuelo importante.

– ¿Por qué?

– Por los rumores que corren sobre ellos desde hace tiempo. Son malas personas.

– ¿Qué hacen?

– Glayeux hace vidrieras para todas las iglesias de la región. Es muy habilidoso, pero no es amable. Se cree por encima de los palurdos y no le molesta hacerlo saber. Y eso que su padre era un artesano del hierro forjado en Charmeuil-Othon. Y que, sin palurdos que vayan a misa, no tendría encargos para hacer vidrieras. Mortembot es arboricultor en la carretera de Livarot. Es un taciturno. Es comprensible que, desde que corren los rumores, pasan sus apuros. La clientela ha bajado en el vivero, la gente los evita. Cuando se sepa que Herbier está muerto, la cosa irá a peor. Por eso digo que a Lina le habría valido más callarse. Pero es el problema con los pasadores, que se sienten obligados a hablar para dar una oportunidad a los prendidos. Entenderá usted lo que son los «prendidos», supongo.

– Sí.

– Los pasadores hablan, por si acaso los prendidos consiguen redimirse. De modo que Lina está en peligro y usted podría protegerla.

No puedo hacer nada, Léo. El caso es de Émeri.

– Pero a Émeri no le preocupa Lina. Toda esta historia del Ejército Furioso lo irrita y le da asco. Cree que las cosas han cambiado, que la gente es más razonable.

– Primero buscarán al asesino de Herbier. Y los otros dos siguen vivos. De modo que Lina no está en peligro de momento.

– Puede ser -dijo Léo soplando sobre el resto del cigarro.

Había que salir para ir a la habitación, puesto que cada sala daba directamente al exterior por una puerta muy chirriante que le recordó la de Julien Tuilot, la que habría impedido que lo inculparan si se hubiera atrevido a abrirla. Léo le señaló el dormitorio con la punta del bastón.

– Hay que levantarla para que no rechine demasiado. Buenas noches.

– No sé su apellido, Léo.

– Los policías siempre quieren saber eso. ¿Y el suyo? -dijo Léo escupiendo los fragmentos de tabaco que se le habían quedado pegados a la lengua.

– Jean-Baptiste Adamsberg.

– No se escandalice, en su habitación hay toda una colección de libros de pornografía del siglo XIX. Me los legó un amigo, su familia no los toleraba. Puede hojearlos, claro, pero tenga cuidado con las páginas; son libros viejos, y el papel no es muy resistente.


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