Lina no se había ido al trabajo, la casa Vendermot quedó revolucionada con el anuncio de la detención del capitán Émeri, representante de las fuerzas del orden. Un poco como si la iglesia de Ordebec se hubiera vuelto campanario abajo. Tras la lectura del informe de Adamsberg -que Veyrenc había redactado ampliamente-, el comandante Bourlant decidió alertar al juez, que a su vez ordenó la detención provisional. Nadie en Ordebec ignoraba que Louis Nicolas Émeri estaba en una celda en Lisieux.
Pero sobre todo, el conde había mandado llevar una carta solemne a la familia Vendermot, informándolos de la verdadera ascendencia de Hippolyte y Lina. Le había parecido menos degradante, explicó a Adamsberg, que los hijos se enteraran por él antes que por los rumores, que serían rápidos y dañinos, como siempre.
A su vuelta del castillo, Adamsberg los encontró errabundos en el comedor, a casi mediodía; yendo y viniendo como bolas de billar que se entrechocaran sobre un fieltro irregular; hablando de pie, dando vueltas alrededor de la mesa grande, que todavía estaba puesta.
La llegada de Adamsberg pareció pasar inadvertida. Martin iba majando algo con un mortero casi vacío, mientras Hippo, que normalmente era el amo de la casa, recorría la estancia deslizando el dedo por la pared, como para dibujar una línea invisible. Un juego de niños, se dijo Adamsberg. Hippo reconstruía su existencia, y eso le habría llevado mucho tiempo. Antonin vigilaba ansioso la marcha rápida de su hermano mayor, desplazándose constantemente para evitar que lo golpeara al pasar. Lina se obcecaba con una de las sillas a la que rascaba con la uña las desconchaduras de la pintura, con tal intensidad que se habría dicho que de ese nuevo trabajo dependía toda su vida. Sólo la madre estaba inmóvil, retraída en su sillón. Toda su postura, cabizbaja, con las enjutas piernas apretadas, los brazos alrededor del torso, proclamaba la vergüenza que la aplastaba y de la que no sabía cómo desprenderse. Ahora todos sabían que se había acostado con el conde, que había engañado al padre, y todo Ordebec iba a comentar el hecho hasta el infinito.
Sin saludar a nadie -pues pensaba que no eran capaces de oírlo-, Adamsberg fue primero hasta la madre y le dejó el ramo de flores sobre las rodillas. Lo cual, aparentemente, agravó su malestar. No era digna de que le regalaran flores. Adamsberg insistió, le cogió las manos una tras otra y las posó sobre los tallos. Luego se volvió hacia Martin.
– ¿Aceptarías hacernos un café?
Esa intervención, y el paso al tuteo, pareció cambiar el centro de la atención de la familia. Martin dejó el mortero y se dirigió hacia la cocina rascándose la cabeza. Adamsberg sacó él mismo los tazones del aparador y los dispuso en la mesa sucia, apartando unos platos en una esquina. Uno a uno, les pidió que se sentaran. Lina fue la última en aceptar y, una vez instalada, atacó con la uña las desconchaduras de la pintura de la pata de la silla. Adamsberg no creía tener ningún talento de psicólogo, y lo asaltaron unas breves ganas de salir corriendo. Cogió la cafetera de las manos de Martin y llenó todos los tazones, llevó uno a la madre, que lo rechazó con las manos todavía crispadas en el ramo. Tenía la sensación de no haber bebido nunca tanto café como allí. Hippo también rechazó el tazón y destapó una cerveza.
– Vuestra madre temía por vosotros -empezó Adamsberg-, y tenía cien veces razón.
Vio las miradas bajas. Todos inclinaban la cabeza hacia el suelo, como si se recogieran para una misa.
– Si ninguno de vosotros es capaz de defenderla, ¿quién lo va a hacer?
Martin alargó la mano hacia el mortero, pero se retuvo.
– El conde la salvó de la locura -aventuró Adamsberg-. Ninguno de vosotros puede imaginar el infierno que vivía. Valleray os protegió a todos, eso se lo debéis. Impidió que Hippo acabara con un disparo de fusil, como el perro. Eso también se lo debéis. Con él, vuestra madre os puso a salvo a todos. Ella sola no podía hacerlo. Hizo su trabajo de madre, eso es todo.
Adamsberg no estaba seguro de lo que acababa de decir, de si la madre se habría vuelto loca o no, de si el padre habría disparado a Hippolyte, pero no era momento para una exposición detallada.
– ¿Fue el conde quien mató a padre? -preguntó Hippo.
Ruptura del silencio por el cabeza de familia, era buena señal. Adamsberg se sintió aliviado, aunque lamentó no tener a mano un cigarrillo de Zerk o de Veyrenc.
– No. Quién mató a padre es algo que no sabremos nunca. Herbier, quizá.
– Sí, es posible -intervino Lina con viveza-. Había habido una escena violenta la semana anterior. Herbier pedía dinero a mi padre. Gritaban mucho.
– Claro -dijo Antonin abriendo por fin los ojos-. Herbier debía de saber lo de Hippo y Lina, debió de hacer chantaje a Vendermot. Padre nunca habría soportado que todo Ordebec se enterara.
– Pero, entonces -objetó Hippo-, sería padre quien habría matado a Herbier.
– Sí -dijo Lina-, por eso era su hacha. Padre intentó matar a Herbier, pero el otro le pudo.
– De todos modos -confirmó Martin-, si Lina vio a Herbier en el Ejército Furioso, es que había cometido algún crimen. Lo de Mortembot y Glayeux se sabía; lo de Herbier, no.
– Eso es -concluyó Hippo-. Herbier partió la cabeza a padre.
– Seguramente -aprobó Adamsberg-. Así todos los cabos quedan atados, todo queda acabado.
– ¿Por qué dice que mi madre tenía razones para tener miedo? -preguntó Antonin-. Émeri no nos ha matado a nosotros.
– Pero iba a mataros a vosotros. Era su objetivo final: asesinar a Hippo y Lina, y hacer que la responsabilidad recayera en un habitante cualquiera de Ordebec enloquecido de miedo por las muertes provocadas por el Ejército Furioso.
– Como en 1777.
– Exactamente. Pero la muerte del vizconde lo atrasó todo. También fue Émeri quien lo empujó por la ventana. Pero ya se acabó -dijo volviéndose hacia la madre, cuyo rostro parecía alzarse, como si, una vez enunciados y hasta defendidos sus actos, pudiera por fin salir un poco de su estupor-. El tiempo del miedo se acabó -insistió-. Se acabó también la maldición del clan Vendermot. La matanza habrá tenido al menos este efecto positivo: se sabrá que ninguno de vosotros era el asesino y que todos vosotros erais las víctimas.
– Y ya no impresionaremos a nadie -dijo Hippo con una sonrisa de decepción.
– Lástima quizá -dijo Adamsberg-. Te conviertes en un hombre de cinco dedos.
– Menos mal que mamá se quedó con los dedos cortados -suspiró Antonin.
Adamsberg pasó todavía una hora con ellos antes de despedirse, echando una última mirada a Lina. Antes de salir, puso las manos sobre los hombros de la madre y le pidió que lo acompañara hasta el camino. Intimidada, la mujer menuda dejó las flores y cogió un barreño, diciendo que aprovecharía para recoger la ropa tendida.
A lo largo de la cuerda atada a dos manzanos, Adamsberg ayudaba a la madre a desprender la ropa seca y echarla doblada en el barreño. No veía ningún modo delicado de abordar el tema.
– Herbier podría haber matado a su marido -dijo en voz baja-, ¿qué opina usted de eso?
– Está bien -susurró la mujer.
– Pero es falso. Lo mató usted.
La madre soltó la pinza y se agarró a la cuerda con las dos manos.
– Sólo lo sabemos usted y yo, señora Vendermot. El crimen ha prescrito, y nadie volverá sobre el tema. No tuvo usted elección. Era él o ellos. Me refiero a los dos hijos de Valleray. Él iba a matarlos. Usted los salvó de la única manera posible.
– ¿Cómo lo supo?
– Porque en realidad somos tres en saberlo. Usted, yo, y el conde. Si el asunto pudo silenciarse, fue porque intervino él. Me lo confirmó esta mañana.
– Vendermot quería matar a los niños. Se había enterado.
– ¿Por quién?
– Por nadie. Había ido a entregar unas piezas de carpintería al castillo, y Valleray le ayudaba a descargar. El conde se enganchó en uno de los dientes de la excavadora, y se le desgarró la camisa de arriba abajo. Vio la marca.
– Pero hay alguien más que lo sabe. A medias sólo.
La mujer volvió el semblante horrorizado hacia Adamsberg.
– Se trata de Lina. Ella le vio matarlo cuando era una niña. Por eso después limpió el mango. Quiso borrarlo todo, hundirlo todo en el olvido. Por eso tuvo esa primera crisis poco después.
– ¿Qué crisis?
– Su primera visión del Ejército Furioso. Vio a Vendermot prendido. Así, el señor Hellequin se convertía en responsable del crimen, ya no era usted. Y Lina siguió cultivando esa idea loca.
– ¿A propósito?
– No, para protegerse. Pero habría que desembarazarla de la pesadilla.
– No se puede. Son cosas que uno no puede evitar.
– Quizá pueda usted, diciéndole la verdad.
– Nunca -dijo la mujer menuda agarrándose de nuevo al tendedero.
– En algún repliegue de su cabeza, Lina lo sospecha. Y si Lina lo sospecha, sus hermanos también. Los ayudaría saber que lo hizo usted y por qué.
– Nunca.
– Usted elige, señora Vendermot. Usted imagina. La arcilla de Antonin se solidificará, Martin dejará de comer bichos. Lina quedará liberada. Piénselo, usted es la madre.
– Es sobre todo la arcilla lo que me preocupa -dijo muy flojo.
Tan flojo que Adamsberg no dudó que, si en ese instante hubiera soplado viento, la habría dispersado como los paracaídas plumosos del diente de león. Una mujer frágil y desamparada que había partido en dos a su marido con un par de hachazos. El diente de león es una flor humilde y muy resistente.
– Pero hay dos cosas que no cambiarán -añadió Adamsberg-. Hippo seguirá hablando al revés. Y el Ejército de Hellequin seguirá pasando por Ordebec.
– Por supuesto -dijo la madre con firmeza-. Eso no tiene nada que ver.