10

Holiday no estaba borracho, más bien cansado. Había sudado casi todo el alcohol con Rita en la cama. Había buena visibilidad en la autopista y luego en el cinturón interior de Beltway, desde Virginia hasta Maryland. Tenía la mente algo nublada, pero estaba bien.

Iba escuchando la cadena de rock clásico en la radio. No es que fuera muy aficionado a la música, pero conocía el rock de los setenta. Su hermano mayor, al que en otros tiempos idolatraba, ponía los discos en su casa cuando eran pequeños, y ése era el único período de la música al que Holiday todavía prestaba atención. Ahora sonaba un tema en vivo de Humble Pie, Steve Marriot gritaba «Awl royt!»con acento londinense antes de que el grupo atacara un fuerte fraseo de blues-rock.

Holiday ya no veía a su hermano, excepto en Navidad, y sólo para poder ver a sus sobrinos y que supieran que su tío Doc seguía en el mundo. Pero los sobrinos ya se acercaban a la edad universitaria, y Holiday veía que sus visitas anuales tocaban a su fin. Su hermano se dedicaba a las hipotecas, vivía en Germantown, conducía un Nissan Pathfinder que sólo hacía el trayecto del corredor 270, y tenía una esposa a la que Holiday no se follaría ni loco. Su hermano estaba muy lejos de aquel adolescente guay de pelo largo que fuera en otros tiempos, cuando oía a Skynyrd, Thin Lizzy y Clapton en el sótano de sus padres entre caladas a la pipa de agua que exhalaban en las ventanas abiertas. Ahora comprobaba sus acciones cada hora y estudiaba el Consumer Reports antes de cada compra. A Holiday le daban ganas de sacudirlo, pero ni siquiera eso le habría devuelto a su hermano.

Con su hermana muerta hacía tanto tiempo, y tras la desaparición de sus padres, Holiday estaba solo. Lo único que le daba ánimos, lo que le hacía levantarse por las mañanas, se lo habían arrebatado. Antes era policía, ahora llevaba una gorra de mierda, charlaba con gente que no le interesaba lo más mínimo y metía y sacaba maletas del maletero.

Y todo por un compañero que no quiso darle cuartel. Un tipo obsesionado con las reglas, como su hermano. Otro inflexible reprimido.

No le apetecía volver todavía a casa, de manera que salió del cinturón en Georgia Avenue y se dirigió hacia el sur. Todavía tenía tiempo de una copa en el Leo's, tal vez dos, antes de que cerraran.


La familia Ramone cenaba en una mesa con sillas de madera, en la zona abierta entre la cocina y el cuarto de estar. Intentaban cenar siempre juntos, aunque a veces eso implicara cenar muy tarde debido al errático horario de Ramone. Tanto Regina como él venían de familias que tenían esa costumbre, y para ellos era importante. La parte italiana de Ramone pensaba que compartir la comida era algo espiritual que trascendía el ritual.

– La salsa está muy rica, mamá -comentó Diego.

– Gracias.

– Pero sabe un poco a quemado -añadió el niño, mirando a Ramone.

– Tu madre, que ha frito el ajo y la cebolla con un lanzallamas.

– Ya está bien -dijo Regina.

– Era broma, cariño. Está buenísima.

Alana intentaba succionar los espaguetis con la cara casi metida en el cuenco. Le encantaba comer y pensaba y hablaba a menudo de comida. A Ramone le gustaban las mujeres que comían a gusto, y le encantaba ese rasgo en su hija.

– ¿Quieres que te corte eso, peque? -preguntó Diego.

– No.

– Así es más fácil comerlo.

– Que no.

– Estás comiendo como un cerdo -insistió el chico.

– Es verdad -convino Regina.

– Dejadla en paz -terció Ramone.

– Yo sólo quería ayudar.

– Tú a lo tuyo. Mira cómo te has puesto la camisa.

– ¡Jo! -exclamó Diego, al ver las manchas en la ropa.

Charlaron de los deberes de Diego, que insistía en que ya los había hecho en la hora de estudio. Luego pasaron al cambio de Laveranues Coles. Ramone sostenía que Santana Moss era sólo receptor lateral, puesto que tendía a fallar los pases en mitad del campo muchas veces. Diego, que tenía un jersey con el nombre de Moss a la espalda, de cuando jugaba en los Jets, no estaba de acuerdo.

– ¿Quién es Ashley? -preguntó de pronto Regina.

– Una chica del colegio -contestó Diego.

– Es que he visto su nombre en las llamadas recibidas.

– ¿Y qué, es un delito?

– Claro que no -dijo Regina-. ¿Es simpática?

– ¿Cómo es físicamente? -preguntó Ramone.

Diego soltó una risita.

– Mamá, es una chica del colegio, nada más. No estoy saliendo con nadie, ¿vale? -Ya.

– Pero, vamos a ver -terció Ramone-, a ti te gustan las chicas, ¿no?

– Venga ya, papá.

– No, es que empezaba a dudarlo.

– Son cosas mías.

– Porque como nunca hablas de chicas…

– Papá.

– Si no te gustan no pasa nada, ¿eh?

– Papá, no soy gay.

– Si lo fueras te querría igual.

– Gus -dijo Regina.

Charlaron de los Nationals. Diego sostenía que el béisbol era un «deporte de blancos» y Ramone le dijo que se fijara en la cantidad de jugadores negros e hispanos en las grandes ligas. Pero el chico no cedía. Sólo había que fijarse en las caras de los stands del RFK. Ramone convino en que casi todas eran blancas, pero terminó diciendo que no entendía adónde quería llegar.

– Papá ha cerrado hoy un caso -informó Regina.

– ¿Qué es un caso? -preguntó Alana.

– Quiere decir que ha encerrado a un hombre malo.

– El hombre no era tan malo -matizó Ramone-. Aunque sí que hizo algo muy malo. Cometió un grave error.

Después de la cena, Regina le leyó un cuento a Alana, y la niña, que empezaba a aprender, también leyó en voz alta. Ramone y Diego vieron en la tele uno de los partidos de la última liga. Al final del séptimo tiempo, Diego le dio un puñetazo amistoso y se fue a su cuarto. Alana dio un beso a su padre y se retiró también con Regina, que la acostó y le leyó otro cuento. Ramone abrió una cerveza y terminó de ver el partido.

Regina se estaba lavando la cara en el baño cuando subió Ramone para meterse en la cama. Se fijó en la ropa de su mujer, una camiseta de fútbol de Diego y unos gastados pantalones de pijama, y entendió el mensaje: esta noche nada de sexo. Pero Ramone era un hombre, tan corto y esperanzado como cualquier otro. No iba a dejar que unas prendas de ropa vieja le detuvieran por completo. Al menos lo intentaría.

Cerró la puerta y se metió en la cama. Regina llegó por fin y le dio un casto beso junto a la boca. Él se incorporó sobre un codo e intentó besarla de nuevo, sólo para tantear el terreno.

– Buenas noches -dijo ella.

– ¿Tan pronto?

– Estoy cansada.

– Yo sí que te voy a dejar cansada.

Ramone metió la mano en el pantalón del pijama para acariciarle el muslo.

– Alana vendrá en cualquier momento. No estaba dormida.

Ramone la besó. Ella abrió los labios y se acercó un poco a él.

– Nos va a pillar.

– No vamos a hacer ruido.

– Sabes que no es verdad.

– Venga, mujer.

– ¿Y si te hago una paja?

– Eso ya lo puedo hacer yo.

Los dos se echaron a reír, y Regina le besó con más intensidad. Él comenzó a quitarle el pantalón, ella arqueó la espalda. Y en ese momento llamaron a la puerta del dormitorio.

– Mierda -exclamó Ramone.

– Ahí está tu hija.

– Ésa no es mi hija. Es un cinturón de castidad de siete años.

Cinco minutos más tarde, Alana roncaba entre ellos en la cama, con sus deditos morenos abiertos sobre el pecho de Ramone. Es verdad que Ramone estaba algo decepcionado. Pero también era feliz.


El Leo's estaba bastante lleno, y la música de la jukebox sonaba a mucho volumen. Holiday se dirigió hacia un taburete vacío al fondo, cerca de la cocina. Un par de clientes le saludaron con la cabeza. Allí le conocían, de manera que no se le quedaron mirando como suele pasar cuando un blanco entra en un bar de un barrio negro. Entre los habituales del Leo's era de dominio público que Holiday había sido policía, que tuvo que dejar el cuerpo por haber caído en desgracia. No era del todo cierto, puesto que Holiday había dimitido en lugar de enfrentarse a la investigación oficial, pero que pensaran lo que quisieran. Un policía corrupto tenía algo de leyenda. Pero él no era corrupto. Nunca había aceptado sobornos ni había jugado a dos barajas, como algunos de los que entraron en el cuerpo a finales de los ochenta, cuando andaban locos por reclutar a cualquiera. Qué coño, él sólo había ayudado a una chica que conocía. Vale que era puta, pero así y todo…

– Vodka con hielo -pidió a Charles, el camarero del turno nocturno. Leo ya se había marchado, o estaría en la trastienda haciendo caja.

– ¿Solo, Doc?

– Sí, a pelo. -A esas alturas mezclarlo con algo sería un desperdicio.

Charles le sirvió la copa. En la jukebox sonaba una versión de Jet Airliner con un aire soul-rock auténtico.

Los dos clientes a la derecha de Holiday hablaban de la canción.

– Sé que es de Paul Pena. Fue el primero que la cantó. Pero ahora, ¿quién fue el blanco que la convirtió en un éxito?

– Johnny Winters o alguno parecido. Yo qué sé.

– Fue uno de los Almond Brothers.

– ¿No serán los Osmand Brothers?

– Almond. Te apuesto cinco pavos.

– Steve Miller Band -dijo Holiday.

– ¿Cómo? -El cliente se volvió hacia él.

– Es un temazo, tío.

– Desde luego. Pero ¿sabes quién lo convirtió en un éxito?

– Ni idea. -El orgullo le había llevado a meterse en la conversación, pero ahora no quería seguir.

Pidió una última copa antes de que cerraran, la apuró a toda prisa y se marchó del bar poco satisfecho. Le había puesto de mal humor acordarse de su antigua vida y de cómo la había dejado.


Se dirigió hacia el este. Vivía en un apartamento con jardín junto a Prince George Plaza, cerca de la autopista East-West, y para ir desde el Leo's tenía que bajar al sur hacia Missouri y luego tomar Riggs Road. Pero se confundió cerca de Kansas Avenue, intentando acortar por las callejuelas, y al encontrarse en Blair se dio cuenta de que tenía que dar media vuelta. Giró a la izquierda por Oglethorpe Street, pensando que así llegaría a Riggs.

Pero enseguida se dio cuenta de que la había cagado. De pronto se acordó, de sus tiempos de policía, de que aquella parte de Oglethorpe acababa cortada en el metro y las vías de tren. Reconoció a su izquierda el refugio de animales y la imprenta junto a las vías. Y a la derecha uno de esos jardines comunitarios tan comunes en D.C. Este cubría varias hectáreas.

En ese momento sonó el móvil, montado en una carcasa bajo el salpicadero. Era Jerome Belton, que llamaba para contarle cómo le había ido el día. Holiday se paró en la cuneta de arena y grava y apagó el motor. Belton le habló de un aspirante a jugador al que había llevado al combate entre Tyson y McBride en el MCI Center hacía unos meses. Por lo visto llevaba unos zapatos de cocodrilo falsos que se habían descamado en el coche.

Tenía gracia, aunque no era una historia nueva. Holiday y Belton se rieron un rato y colgaron. Holiday, en la silenciosa calle cortada junto al jardín comunitario, echó atrás la cabeza y cerró los ojos. No estaba borracho. Estaba cansado.

Una luz le dio en la cara y le despertó. Abrió los ojos. Distinguió un coche patrulla azul y blanco, con las luces apagadas. Se acercaba desde la rotonda junto a las vías. En el asiento trasero iba un pasajero, algún detenido. Holiday se preguntó dónde estarían sus caramelos de menta. Cuando el Crown Victoria se acercó, no lo miró directamente, aunque un fugaz vistazo le indicó que el policía que iba al volante era blanco. El detenido, de cuello y hombros delgados, iba envuelto en sombras. Holiday supo por instinto que sería una mujer o un adolescente. Vio de reojo un número el coche patrulla, en el panel delantero. El agente pasó de largo sin detenerse. Era obvio que había visto a Holiday allí aparcado, pero no se molestó en investigar. Holiday alejó la imagen de los números y pensó: «Let it grow.» Se echó a reír sin razón aparente y volvió a dormirse.

Cuando despertó algo después, todavía tenía la mente brumosa. Miró hacia el jardín, donde se alzaban las negras siluetas de las pérgolas apresuradamente construidas, las plantas atadas a sus palos, las bajas hileras de verduras. Una persona de edad indeterminada y altura media cruzaba el parque. Parecía un auténtico semental, pensó Holiday, observando sus andares con los ojos entornados. Pero enseguida parpadeó despacio. Se le nubló la vista y se volvió a dormir.

Despertó de nuevo confuso, pero esta vez se despejó enseguida, puesto que las horas le habían dejado sobrio. El cielo ya clareaba y las sombras navegaban por el cielo sobre los jardines, anunciando la inminente mañana. Holiday miró el reloj: las 4.43 de la mañana.

– Joder.

Tenía el cuello tieso. Necesitaba meterse en la cama. Pero primero tenía que aliviarse. Sacó de la guantera una pequeña linterna Maglite y salió del coche.

Siguió un sendero guiándose con la linterna, hasta que por fin se la puso en la boca, se abrió la bragueta y soltó un chorro de pis. Mientras orinaba miró en torno a él, girando la cabeza. La luz enfocó lo que parecía un cuerpo humano inconsciente o dormido junto a un huerto en el que todavía se veían las plantas de tomates, cosechadas hacía ya mucho. Holiday se abrochó el pantalón, se acercó al cuerpo y lo alumbró.

Mordiéndose el labio se puso en cuclillas. La luz estaba ahora más cerca e iluminaba mejor. Era un joven negro, en torno a los quince años, con una chaqueta de invierno, camiseta, tejanos y zapatillas Nike. En la sien izquierda comenzaba a coagularse una herida de bala. El proyectil había convertido en pulpa la parte superior de la cabeza en su trayectoria de salida, y la sangre y el cerebro eran densos como puré. Tenía los ojos saltones por el impacto. Holiday dejó que la luz danzara por el suelo. Iluminó una amplia zona del sendero y el jardín, pero no vio ni casquillos ni la pistola.

Volvió a enfocar al chico. Llevaba en torno al cuello una cadena con una especie de placa que yacía plana sobre la clavícula, entre los pliegues de la chaqueta. Holiday leyó el nombre.

Por fin se levantó y volvió a su coche intentando poner el menor peso posible sobre los pies. En Oglethorpe no había nadie. Puso el motor en marcha rápidamente y dio media vuelta por Blair Road sin encender los faros. Esperó a que la calle estuviera totalmente desierta antes de encender las luces. Luego se dirigió directamente al 7-Eleven de Kansas. Allí había una cabina, pero el parking estaba demasiado iluminado, de manera que fue a una tienda de licores más arriba de la calle, donde también había una cabina en un aparcamiento casi a oscuras. Desde allá llamó a la policía, de espaldas a la carretera. No dio su nombre ni localización cuando se lo preguntaron. Hizo caso omiso de las repetidas preguntas de la operadora e informó de un cadáver en el jardín comunitario entre Blair y Oglethorpe. La mujer seguía insistiendo en obtener información personal, pero él colgó el teléfono. Luego volvió deprisa al coche, salió del aparcamiento y encendió un cigarrillo. Algo le había resultado a la vez familiar e inidentificable en aquel cadáver. Ahora se encontraba espabilado y nervioso.

Una vez en su casa se metió en la cama, pero no se durmió. Se quedó mirando el techo mientras el sol empezaba a filtrarse por las cortinas venecianas. Pero no veía el techo. Más bien se veía de joven, de uniforme, en un jardín comunitario muy parecido al que acababa de dejar. En su memoria, el agente de homicidios T. C. Cook estaba trabajando, con su abrigo y su sombrero marrón. Veía el escenario del crimen iluminado por las luces estroboscópicas de los coches patrulla y los ocasionales flashes de las cámaras.

Era como ver una fotografía en su mente. Veía las luces, a los jefes, al periodista de Canal 4 y muy claramente a sí mismo y al detective T. C. Cook.

También en la fotografía, joven y de uniforme, estaba Gus Ramone.

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