16

La muerte de Asa Johnson ocupó la segunda página de la sección Metro al día siguiente en el Washington Post. El evento llevaba más peso que la habitual mención de uno o dos párrafos que se dedicaba a las víctimas negras en las secciones Crimen o En breve, que muchos residentes de la zona llamaban informalmente «Negros muertos». Johnson, al fin y al cabo, no era un chico de la calle. Era un adolescente de clase media, y muy joven. Lo que lo llevó a los titulares fue su edad: las víctimas menores se habían convertido en una perturbadora moda.

En mitad del verano habían encontrado a un niño de seis años, Donmiguel Wilson, atado, amordazado y asfixiado boca abajo en la bañera de un apartamento en Congress Heights. Llevaba muerto varias horas. Aquel espantoso suceso llegó a la primera página del Post. El asesinato a tiros de Donte Maning, una niña de nueve años que estaba jugando a la puerta de su casa en Columbia Heights, también había merecido la atención de la prensa y había provocado la indignación de los ciudadanos. Eso había sido en primavera. El índice de asesinatos había bajado ese año, pero los asesinatos de niños y adolescentes habían aumentado más que nunca.

Las estadísticas inquietaban tanto al alcalde como al jefe de policía, y no sólo por la mala prensa que suponían, aunque naturalmente eso venía a sumarse a su ansiedad. Todos, hasta los más insensibles, sentían un escalofrío cuando asesinaban a un niño por la única razón de haber nacido o haberse criado en una determinada sección de la ciudad. Cada víctima infantil era un recordatorio para la policía, los oficiales y los ciudadanos de que vivían en un mundo que se había torcido mucho.

A pesar de todo, tampoco podía decirse que la muerte de Asa Johnson, todavía no calificada de asesinato oficialmente, atrajera la atención o la prioridad reservada a las víctimas blancas o a los niños negros por debajo de los diez años. Había otros asesinatos por investigar. De hecho los últimos dos días habían aparecido varios cadáveres.

Rhonda Willis se encargaba de uno de ellos. Por la noche había aparecido una víctima de un tiroteo en Fort Slocum Park, unas manzanas al oeste del jardín comunitario de Oglethorpe Street.

– ¿Quieres venir conmigo? -preguntó Rhonda, sentada en su mesa.

Era temprano, ni siquiera habían dado las nueve. Gus Ramone y Rhonda Willis tenían el turno de ocho a cuatro las siguientes dos semanas.

– Claro -contestó Ramone-. Pero primero tengo que hablar con Garloo.

– Muy bien. Ya tenemos identificada a la víctima. Voy a pasar su nombre por la base de datos, a ver qué tenemos.

– Pues en cuanto termines nos vamos.

Garloo Wilkins estaba en su cubículo, leyendo algo en Internet. Cerró la pantalla en cuanto vio acercarse a Ramone. Seguramente eran o deportes o pornografía. A Garloo le iban el béisbol de fantasía y las mujeres maduras con abundantes delanteras.

Su mesa estaba limpia, con los expedientes ordenadamente alineados en un archivador de acero a un lado. No tenía en el tablón iconos religiosos, ni fotos familiares ni de ningún otro tipo, excepto una Polaroid sacada de la ficha de un teclista go-go, sospechoso de asesinato. Aparecía mirando a la cámara con una sonrisa mientras se follaba a una joven por detrás. Había sido interrogado pero no llegaron a acusarle, por falta de pruebas y testigos. No había sido un caso de Garloo, pero toda la unidad acabó furiosa por la habilidad del sospechoso para evadir la detención, y la foto era un recordatorio de que seguía en la calle, divirtiéndose y respirando aire libre. En la mesa de Garloo había también un paquete de Winston y un mechero en el que aparecía el mapa de Vietnam del Norte y del Sur. Wilkins era ex militar, pero demasiado joven para haber luchado en aquella guerra.

– Bill.

– Gus.

Ramone se sentó.

– ¿Qué hay de Asa Johnson?

Wilkins sacó el expediente del archivador y se quedó mirando un papel. Ramone echó un vistazo. No había nada anotado. Normalmente en un caso bien trabajado había notas apuntadas en los márgenes y huellas de dedos sucios en el sobre de papel de Manila. Éste estaba impecable.

Wilkins cerró el expediente y lo devolvió a su sitio. No había nada nuevo en él, pero había querido sacarlo por hacer algo de melodrama. Por lo visto tenía noticias.

– En las notas preautopsia han establecido la hora probable de la muerte entre la medianoche y las dos de la madrugada. Herida de bala en la sien izquierda, salida por la coronilla.

– ¿Y la bala?

– Era de una treinta y ocho. Bastante limpia para tener marcas. Podríamos relacionarla con el arma, si la encontramos.

Ramone asintió.

– ¿Tóxicos en la sangre?

– Ninguno. Había restos de pólvora en los dedos de la mano izquierda. Supongo que levantó la mano como para defenderse antes de recibir el disparo.

– Bueno, eso es cosa de los forenses. ¿Y la investigación?

– No hemos encontrado testigos. Excepto la anciana aquella que creyó haber oído una rama romperse. Nada. Todavía.

– ¿Colaboración ciudadana?

– Tampoco.

– ¿Y la grabación de la llamada anónima que hizo la denuncia?

– Aquí la tengo. -Wilkins sacó una cinta de un sobre del cajón.

– ¿Te importa que la oiga?

Se dirigieron a la sala de vídeo y audio. Por el camino se cruzaron con Anthony Antonelli y Mike Bakalis, que discutían sobre los Redskins.

– Art Monk fue quien más yardas obtuvo en el ochenta y siete -comentó Bakalis.

– No, era Gary Clark -replicó Antonelli-. Qué coño, Kelvin Bryant hizo más yardas ese año.

– Yo hablaba de receptores.

– Clark era receptor, idiota.

Una vez en la sala, Ramone metió la cinta y pulsó el «Play». Se oyó la voz de un hombre informando del cadáver, y la operadora que intentaba en vano que el hombre se identificara. Ramone rebobinó para volver a escuchar.

– ¿Qué has encontrado? -preguntó Wilkins, viendo la expresión de Ramone, que parecía haber descubierto algo.

– Estoy escuchando el ruido de fondo.

– Un anónimo. Va a ser más que jodido dar con ese tío.

– Ya -dijo Ramone, sin oír siquiera a Garloo, concentrado en la conocida voz de la cinta, aquella «o» larga de Maryland, típica de un chico blanco de clase trabajadora de P.G. County, la lengua algo trabada por el alcohol.

– Si encontramos al anónimo de la llamada, igual tenemos un testigo. Joder, hasta es posible que sea el propio asesino -comentó Wilkins.

– Dios te oiga -repuso Ramone. Escuchó la grabación por tercera vez antes de devolverle la cinta a Wilkins-. Gracias.

– ¿Qué, te ha parecido reconocer la voz o algo?

– Si la pasas al revés a menos velocidad oirás su confesión.

– Estaría bien -canturreó Wilkins, parafraseando a Brian Wilson.

Ramone sonrió.

– ¿Y ahora qué?

– Luego iré a casa de los Johnson, a ver la habitación del chico y esas historias.

«No la jodas -pensó Ramone-, con esas manazas que tienes.»

– Supongo que le pediré al padre una lista de los amigos de su hijo -prosiguió Wilkins.

«No te olvides del colegio», pensó Ramone.

– No te importará que hable con tu hijo, ¿no?

– Ya he hablado yo con él, y no sabe nada. Pero deberías, sí, aunque sólo sea para el informe. Llama a Regina a mi casa y que te diga a qué hora le viene mejor.

– Gracias, Gus. Ya sé que esto es algo personal para ti, y voy a hacer lo que esté en mi mano.

– Te lo agradezco, Bill.

Cuando Ramone y Rhonda Willis salían por la puerta, Antonelli les preguntó adónde iban y Rhonda tuvo la cortesía de contarle los detalles de su nuevo caso.

– La víctima tiene varios antecedentes, algunos robos a gran escala, unos cuantos relacionados con la droga -comentó Rhonda-. En la base de datos han salido los nombres de algunos cómplices, que también estaban en el bisnes.

– Parece un ajuste de cuentas -dijo Antonelli.

– Podría ser -convino Rhonda-. Pero ya sabes que yo trabajo igual todos los casos. Porque Dios los creó inocentes. Nadie nace culpable.

Ella y Ramone salieron y encontraron a Garloo Wilkins fumándose un Winston y apurándolo hasta el filtro junto a un aparcamiento lleno de coches particulares, camiones y SUVs, además de los vehículos policiales.

– Parece que Garloo está aplicándose con el caso -comentó Rhonda, una vez que ya no podía oírles.

– Va a su ritmo.

Se metieron en un Ford, y Ramone dejó que condujera ella. Quería pensar en el caso Johnson. No sabía por qué todavía no le había mencionado a nadie, ni siquiera a su compañera, que la voz de la cinta era la de Dan Holiday.


Holiday sacó el Post al balcón para leer atentamente el artículo sobre Asa Johnson. Luego apagó el cigarrillo y se llevó el café al segundo dormitorio de su apartamento, que había habilitado como despacho. Se sentó a la mesa, encendió el ordenador y se conectó a Internet. En el motor de búsqueda introdujo: «Asesinatos Palíndromos, Washington D.C.» Se pasó una hora leyendo e imprimiendo todo lo que encontró de utilidad sobre el tema, alguna información de páginas de asesinos en serie, casi todo proveniente de los archivos del Washington Post. Luego llamó al sindicato local de policía y localizó a un hombre que había patrullado las calles cuando él hacía rondas por la calle H. El hombre le proporcionó la dirección actual de la persona que buscaba.

Holiday se puso el traje de trabajo y salió del apartamento. Tenía que recoger a un cliente para llevarlo al aeropuerto.


La víctima era un tal Jamal White. Tenía dos balazos en el pecho y uno en la cabeza. Las quemaduras y los daños del cráneo indicaban que los disparos se habían efectuado a corta distancia. Estaba tumbado boca arriba, con una pierna doblada debajo de la otra en un ángulo antinatural. Tenía los ojos abiertos, mirando a la nada, y enseñaba los dientes, que sobresalían del labio inferior, como si se tratara de un animal sacrificado. Lo habían encontrado al borde del parque entre la Tercera y Madison. La sangre seca le teñía la camiseta blanca.

– Diecinueve años -informó Rhonda Willis-. Estuvo encerrado en Oak Hill una larga temporada siendo menor, y luego pasó un tiempo en la cárcel en D.C. mientras esperaba la sentencia. Robo de coches, posesión de drogas, algo de tráfico. Ningún delito violento. Apareció cerca de la Quinta y Kennedy, así que ya sabes de qué va. Su residencia oficial es la casa de su abuela en Longfellow.

– ¿Se le ha notificado a la familia?

– A la poca que tiene. La madre está actualmente en la cárcel. Drogadicta con múltiples condenas por robo. No tiene padre legal. Algún que otro hermanastro, pero no vivían con él. El pariente más cercano es la abuela, y ya la hemos llamado.

Hablaron con el policía de patrulla que había llegado el primero al lugar del crimen. Le preguntaron si había hablado con alguien que pudiera haber visto algo, o si había visto algo él mismo relacionado con el asesino. El agente negó con la cabeza.

– Supongo que deberíamos, no sé, buscar testigos -comentó Ramone.

– ¡Claro! -exclamó Rhonda-. Vamos a ver a la abuela y dejemos a esta gente hacer su trabajo.

Se alejaron de los técnicos para dirigirse a casa de la abuela, un adosado en el número 500 de Longfellow Street. Las ventanas del porche delantero tenían las cortinas echadas.

– Estará dentro a solas, supongo -comentó Rhonda-. Desahogándose con una buena llantina.

– Puedes volver en otro momento.

– No, esto hay que hacerlo, así que más vale ahora. Igual la mujer tiene algo que decirme, ahora que está pensando en ello. -Rhonda miró a Ramone-. Supongo que no querrás entrar conmigo.

– Tengo que hacer unas cuantas llamadas.

– Me dejas sola, ¿eh?

Rhonda se acercó a la casa y llamó a la puerta. Cuando se abrió, salió una mano para tocar la de Rhonda, que entró en la casa.

Ramone llamó al 411 para pedir el número de Investigaciones Strange, una agencia entre la Novena y Upshur. Derek Strange había sido policía. Ahora era detective privado y Ramone ya había acudido a él en otras ocasiones buscando información. A cambio él también le entregaba de vez en cuando algunos datos sueltos.

Contestó al teléfono Janine, la mujer de Strange.

– ¿Está el hombre de la casa? -preguntó Ramone.

– Está trabajando. Aquí no está nunca. Mira que os gusta a los hombres corretear por las calles.

– Es verdad. Oye, me gustaría saber la dirección y el teléfono de un individuo. ¿Me lo podrías buscar? Necesito los datos de casa y del trabajo.

– ¿Con todos los juguetitos que tenéis en la policía me lo tienes que pedir a mí?

– Es que no estoy en la juguetería. Daniel Holiday. Le llaman Doc. Tiene un servicio de coches o limusinas, según tengo entendido. Supongo que se llamará como él.

– Vale, lo voy a buscar. Dame tu móvil. Sé que lo tengo por ahí apuntado, pero me da pereza ponerme a localizarlo ahora.

– ¿Cómo está tu chico?

– Lionel está en la universidad, gracias a Dios. ¿Y tu mujer y tus hijos?

– Todos bien. ¿Todavía tenéis el bóxer aquel?

Greco, sí. Aquí lo tengo, debajo de la mesa, con el morro apoyado en mis pies.

– Un perro estupendo. Llámame, ¿eh?

– En un minuto.

Tardó más de un minuto, pero no mucho más. Ramone anotó los datos en el cuaderno y le dio las gracias. Poco después salía Rhonda de la casa. Se puso las gafas de sol de inmediato y se sentó al volante del Taurus. Allí se quitó las gafas y se enjugó los ojos con un pañuelo de papel.

Ramone le puso la mano en el hombro y le dio un ligero masaje.

– Supongo que la mujer no se lo ha tomado bien.

– Sólo me llevaba unos diez años. Crio al chico desde que era un bebé. Estuvo a su lado en los peores momentos, sin abandonar nunca la esperanza de que se llegara a reformar. Y ahora se ha quedado sin nada.

– ¿Qué ha dicho?

– Pues que era un buen chico que había frecuentado malas compañías y había cometido algún error. Dice que Jamal por fin se había reformado.

– Eso me suena.

– Eché un rápido vistazo a su habitación. No había nada de dinero, y las cosas que tenía no parecían caras. No he visto indicios claros de que estuviera metido en el tráfico. La abuela me ha dado un par de fotos para enseñar por ahí. -Rhonda se inclinó, se miró en el retrovisor y rio sin alegría-. Mira qué pinta tengo. Los ojos hinchados y el maquillaje corrido.

– Venga, que estás bien.

– Antes sí que estaba bien. ¿Te acuerdas de cómo era, antes de tener a mis hijos?

– Sabes que sí.

– Estaba muy bien, Gus.

– Y todavía lo estás.

– Eres un cielo. -Rhonda abrió la carpeta que llevaba en el regazo-. La abuelita dice que su mejor amigo era un tal Leon Mayo. En la base de datos salía su nombre como cómplice en el robo de un coche y posesión de drogas. Deberíamos dar con él, a ver qué nos cuenta.

– Tú conduces. ¿O prefieres que conduzca yo? Así te puedes volver a poner las pinturas de guerra.

– No, estoy bien. Siento haberte dado el rollo con las lagrimitas. Es que de pronto me he puesto tonta, no sé por qué.

– ¿Estás en los días esos del mes?

– ¿Los días esos del mes cuando te pones a decir idioteces?

– Perdón.


Holiday no habló mucho con el cliente, un abogado de Arnold and Porter, de camino al Reagan National. El tipo se pasó casi todo el rato hablando por el móvil y no miró a Holiday ni una vez por el retrovisor. Era invisible para el abogado, y a Holiday le parecía muy bien.

Volviendo de la 395 tomó el túnel y New York Avenue para salir de la ciudad. De ahí enlazó con el cinturón Beltway en Maryland para salir a Greenbelt Road. Iba oyendo el canal 46 de la XM, una cadena llamada Classic Album Cuts, a mucho volumen. Ponían temas de guitarra, empezando con Blue Sky. Holiday estaba viendo a su hermano, de pelo largo y más alto que Hopper, haciendo como que tocaba la guitarra al ritmo del precioso y fluido solo de Dickey Betts, un tema que para él era sinónimo de felicidad, porque su hermano era feliz en aquel entonces y su hermana también estaba allí, viva y contenta. Y luego el pinchadiscos entró derecho en Have You Ever Loved a Woman, un duelo entre Clapton y Duane Allman, ambos a tope. Y Holiday sintió algo helado, como el dedo de la muerte, pero volvieron los recuerdos de su familia y se relajó, bajó la ventanilla y siguió conduciendo.

Pasó por Eleanor Roosevelt High y giró a la derecha en Cipriano Road, echando un vistazo al mapa que llevaba en el asiento mientras atravesaba unos bosques y pasaba junto a un templo de Vishnu. En la esquina de New Carrollton giró a la derecha por Good Luck Road y luego de nuevo a la derecha, entrando en una urbanización conocida como Magnolia Springs, de bungalós en su mayoría, algunos bien atendidos, otros descuidados. Encontró la casa que buscaba en Dolphin Road. Era de una planta, con la fachada amarilla y las contraventanas blancas, un jardín de césped bastante seco y un Mercury Marquis, el modelo superior del Crown Victoria, aparcado en el camino particular. Holiday sonrió mirando el coche, un modelo utilizado por la policía. Si has sido policía, lo eres para siempre.

Aparcó el Lincoln en la cuneta y se acercó a la casa. Pasó junto a un lilo muerto en el jardín y se preguntó por qué el dueño no lo habría quitado. Llamó a la puerta y se enderezó las solapas de la chaqueta al oír unos pasos. Le abrió un negro calvo de estatura media, con un bigote cano. Llevaba un jersey, aunque hacía calor. Había pasado ya la madurez y bordeaba la vejez. Holiday jamás le había visto sin sombrero.

– ¿Sí? -preguntó el hombre, con la mirada dura y cara de pocos amigos.

– ¿Sargento Cook?

– T. C. Cook, sí. ¿Qué pasa?

– ¿Ha leído hoy el Post? Han encontrado a un chico en el jardín comunitario de Oglethorpe Street. Con un tiro en la cabeza.

– En el Distrito Cuatro, sí. He visto la noticia en la Fox Five. -Cook se descruzó de brazos-. Usted no es periodista. Es de algún cuerpo de policía, ¿no?

– Soy ex policía.

– Los ex policías no existen. -La boca de Cook caía ligeramente a un lado cuando hablaba.

– Supongo que tiene razón.

– En la televisión han dicho que el chico se llamaba Asa.

– Se escribe igual al derecho y al revés.

Cook se lo quedó mirando un momento.

– Pase.

Загрузка...