El hombrecillo nervudo, hundido en la silla de la sala de interrogatorios, era William Tyree. Frente a él se sentaba el detective Paul Bo Green. En la mesa rectangular entre ellos había una lata de Coca-Cola y un cenicero lleno de colillas de Newport. La sala apestaba a nicotina y al sudor de crack de Tyree.
– ¿Esas zapatillas llevabas? -preguntó Green, señalando el calzado de Tyree-. ¿Eran esas mismas?
– Éstas son las Huarache -contestó Tyree.
– ¿Me estás diciendo que las zapatillas que llevas ahora mismo no te las pusiste ayer?
– Pues no.
– Dime una cosa, William, ¿qué número usas?
Tyree tenía en el pelo bolillas de pelusa, y bajo el ojo izquierdo se veía un pequeño corte con una costra.
– Éstas son un cuarenta y tres. Pero mi número es el cuarenta y cuatro. Es que las Nike las hacen grandes.
El sargento detective Gus Ramone, que veía el interrogatorio en un monitor desde una sala adyacente, se permitió la primera sonrisa del día. Incluso cuando está detenido por asesinato, incluso bajo las luces fluorescentes del interrogatorio, casi todo el mundo siente el impulso de mentir sobre su talla de zapato, o al menos dar explicaciones.
– Muy bien. -Green entrelazó las manos sobre la mesa-. Así que esas Nike que llevas ahora… ¿me estás diciendo que no las llevabas ayer?
– Llevaba unas Nike. Pero no éstas, no.
– ¿Y qué zapatillas llevabas, William? Quiero decir, concretamente, ¿qué modelo de Nike llevabas cuando fuiste ayer a ver a tu ex mujer a su casa?
Tyree arrugó el entrecejo, pensativo.
– Eran unas Twenties.
– ¿Ah, sí? Mi hijo las tiene.
– Los chavales las llevan mucho.
– ¿Las Twenties negras?
– Sí. Yo tengo las blancas y azules.
– Entonces, si fuéramos a tu casa, ¿encontraríamos unas Twenties blancas del número cuarenta y tres?
– Ya no están en mi casa.
– ¿Dónde están?
– Les metí en una bolsa con otras cosas.
– ¿Qué otras cosas?
– Los vaqueros y la camiseta que llevaba ayer.
– ¿Los vaqueros y la camiseta que llevabas cuando fuiste a ver a tu ex mujer?
– Ajá.
– ¿Cómo era la bolsa?
– Una de esas bolsas del Safeway.
– Una bolsa de supermercado. ¿Tiene el logo del Safeway?
Tyree asintió con la cabeza.
– Una de las bolsas de plástico esas que tienen.
– ¿Y metiste algo más en la bolsa?
– ¿Además de la ropa y las zapatillas?
– Sí, William.
– También metí un cuchillo.
El detective Anthony Antonelli, sentado junto a un impasible Ramone en la sala de vídeo, se inclinó hacia delante. Bo Green, en el box, hizo lo mismo. William Tyree no se apartó cuando Green invadió su espacio. Llevaba ya varias horas allí con Green y se había acostumbrado a su presencia.
Green había empezado poco a poco, charlando con Tyree y dando vueltas en torno al asesinato de Jacqueline Taylor sin llegar a abordarlo. Green y Tyree habían ido al mismo instituto, el Ballou, aunque no en la misma época. Green había conocido al hermano mayor de Tyree, Jason, un jugador de baloncesto bastante bueno de la liga estudiantil, que ahora trabajaba en correos. Charlaron del antiguo barrio, y de dónde tenían los mejores bocadillos en los años ochenta, comentaron que la música era entonces más positiva, y que los padres vigilaban más de cerca a sus hijos, y si no podían, los vecinos les echaban una mano.
Green, un hombretón de ojos dulces, siempre se tomaba su tiempo y, por su experiencia en aquel distrito y las muchas familias a las que había llegado a conocer con los años, se ganaba al final la confianza de muchos sospechosos a los que interrogaba, sobre todo los de cierta generación. Se convertían en amigos y confidentes. Ramone era quien llevaba el caso de Jacqueline Taylor, pero había dejado que Green realizara el interrogatorio crucial. Por lo visto Green estaba a punto de concluirlo.
– ¿Qué clase de cuchillo, William?
– Un cuchillo grande que tenía en la cocina, de esos de cortar carne.
– ¿Como un cuchillo de carnicero?
– Más o menos.
– Y pusiste el cuchillo y la ropa en la bolsa…
– Porque el cuchillo tenía sangre -contestó Tyree, como si le estuviera explicando algo obvio a un niño.
– ¿Y la ropa y las zapatillas?
– También tenían sangre.
– ¿Y dónde metiste la bolsa?
– ¿Sabes el Popeye ese que hay ahí en Pennsylvania Avenue, cerca de Minnesota?
– Sí…
– Pues hay una bodega enfrente…
– Penn Liquors.
– Ésa no, más abajo. La que tiene un nombre judío.
– ¿Saul's?
– Ésa. Anoche.
Green asintió con la cabeza como si nada, como si acabaran de contarle el resultado de un partido o le dijeran que se había dejado las luces del coche encendidas.
Ramone abrió la puerta de la sala de vídeo y le pegó un grito al detective Eugene Hornsby, que tenía el culo pegado a una mesa, medio sentado medio de pie, junto a la detective Rhonda Willis. Ambos estaban en la gran zona de oficinas de la VCB, la unidad de Delitos Violentos.
– Lo tenemos -dijo Ramone, y tanto Hornsby como Rhonda se enderezaron-. Gene, ¿conoces la bodega Saul's, en Pennsylvania?
– ¿Al lado de Minnesota? -preguntó Hornsby, un hombre totalmente anodino de unos treinta y ocho años, que venía de la infame zona de Northeast conocida como Simple City.
– Sí. Aquí el señor Tyree dice que tiró un cuchillo de carnicero y su ropa en el contenedor de atrás. Y también dejó allí unas Nike Twenties blancas y azules, del número cuarenta y tres. Está todo en una bolsa del Safeway.
– ¿De papel o de plástico? -quiso saber Hornsby, con una sonrisa apenas detectable.
– De plástico. Tiene que estar allí.
– Si no se han llevado todavía la basura-apuntó Rhonda.
– Esperemos que no -dijo Ramone.
– Mando a algunos hombres ahora mismo. -Hornsby cogió un juego de llaves de su mesa-. Y ya me encargo de que los novatos no la caguen.
– Gracias, Gene. ¿Cómo va esa orden del juez, Rhonda?
– En marcha. Nadie va a entrar ni a salir de casa de Tyree hasta que la tengamos. Tengo un coche patrulla aparcado en la puerta ahora mismo.
– Muy bien.
– Buen trabajo, Gus -dijo Rhonda.
– Todo gracias a Bo -contestó Ramone.
Bo Green se levantaba de su silla en ese instante. Miró a Tyree, que se había incorporado un poco. Parecía que acabara de subirle la fiebre.
– Tengo sed, William. ¿Tú no tienes sed?
– Me vendría bien un refresco.
– ¿Qué te apetece, lo mismo?
– ¿Me pueden traer un Slice esta vez?
– No tenemos. Sólo hay Mountain Dew.
– Vale.
– ¿Tienes bastante tabaco?
– Sí.
El detective Green se miró el reloj y luego miró la cámara montada arriba en la pared.
– Tres cuarenta y dos -dijo antes de salir.
La luz sobre la puerta de la sala de interrogatorios seguía verde, lo que indicaba que la cinta seguía grabando. En la sala de vídeo, Antonelli leía la página deportiva del Post, echando algún que otro vistazo al monitor.
Ramone y Rhonda Willis saludaron a Bo Green.
– Genial -le felicitó Ramone.
– Tyree tenía ganas de hablar.
– El teniente ha dicho que vuelvas cuando tengas algo -informó Rhonda-. El fiscal también quería… ¿cómo ha dicho…? «Tomar contacto.»
– Por lo visto nos ha tocado Littleton.
– Pues estamos buenos -saltó Green.
Gus Ramone se acarició el negro bigote.
Dan Holiday le hizo una seña al camarero, trazando un gran círculo con el índice sobre los vasos que no estaban del todo vacíos pero sí lo bastante.
– Lo mismo -pidió-. Para todos.
El grupo de la barra llevaba tres rondas enzarzado en una charla que había pasado de Angelina Jolie a Santana Moss y el nuevo Mustang GT. Discutían con vehemencia, pero en realidad sin llegar a ninguna parte. La conversación no era más que una percha de la que colgar el alcohol. No podía uno quedarse allí bebiendo sin más.
En los taburetes se sentaban Jerry Fink, comercial de suelos y moquetas, Bradley West, escritor autónomo, Bob Bonano, un contratista local, y Holiday. Ninguno de ellos tenía jefe. Todos contaban con un trabajo que les permitía empinar el codo en día laborable sin sentirse culpables.
Se reunían informalmente varias veces a la semana en el Leo's, una taberna de Georgia Avenue, entre Geranium y Floral, en Shepherd Park.
Era una sencilla sala rectangular con una barra de roble, doce taburetes, unas cuantas mesas y una jukebox con oscuros cantantes de soul. Las paredes estaban recién pintadas, sin adornos de anuncios de cerveza, banderines ni espejos, sólo fotografías de los padres de Leo en Washington y sus abuelos en su pueblo griego. Era un bar de barrio, ni un garito violento ni un local de pijos, sencillamente un sitio agradable donde tomar una copa en plena tarde.
– Joder, qué peste echas -comentó Jerry Fink, sentado junto a Holiday, agitando el hielo de su copa.
– Se llama Axe -contestó Holiday-. Los chavales lo usan mucho.
– Pero tú no eres un chaval, tronco. -Jerry Fink, criado en River Road y graduado en el instituto Walt Whitman, uno de los institutos públicos más blancos y mejores del país, solía utilizar el argot callejero. Creía que así parecería estar más en la onda. Era un hombre bajo, con barriga, llevaba gafas con los cristales tintados y una permanente en el pelo al estilo «afrojudío», como decía él. Fink tenía cuarenta y ocho años.
– Dime algo que no sepa.
– Te estoy preguntando que por qué te has puesto esa mierda.
– Muy sencillo, porque donde me desperté esta mañana no tenía mi neceser, no sé si me entiendes.
– Ya estamos -saltó West.
Holiday sonrió y cuadró los hombros. Estaba tan flaco como cuando tenía veinte años. El único indicativo de sus cuarenta y uno era la pequeña barriga que el alcohol le había ido marcando. Sus conocidos la llamaban la «Curva Holiday».
– Cuéntanos un cuento, papá -pidió Bonano.
– Muy bien. Ayer me salió un encargo, un cliente de Nueva York. Un inversor de los gordos que quería echar un vistazo a una empresa que está a punto de salir al mercado. Lo llevé a un edificio de oficinas en el corredor de Dulles, le esperé unas horas y le llevé de vuelta al centro, al Ritz. Y nada, cuando ya me volvía para casa, me entró sed, así que paré en el Royal Mile de Wheaton a tomarme una rápida. Y en cuanto entro me veo a una morena sentada con otras dos tías. La chorba llevaba unos cuantos kilómetros encima, pero era atractiva. Nos miramos, y no veáis todo lo que decían sus ojos.
– ¿Qué decían sus ojos, Doc? -preguntó cansado West.
– Decían: «Me muero por una buena tranca.»
Todos menearon la cabeza.
– Pero no me lancé enseguida. Esperé hasta que tuvo que levantarse para ir a mear. Es que quería echarle un vistazo al culo, claro, a ver si luego me iba a encontrar con una película de terror. En fin, que la miré bien y no estaba nada mal. Había tenido hijos, evidentemente, pero no parecían haber dejado demasiadas secuelas, por así decirlo.
– Venga ya, tío -exclamó Bonano.
– Paciencia. En cuanto volvió del tigre, me tiré encima de cabeza. Sólo me costó dos Miller Lites. Ni siquiera se acabó la cerveza, la tía. Me dijo que se quería marchar. -Holiday sacudió la ceniza del cigarrillo-. Yo pensé en llevármela al parking de enfrente, que me la chupara o algo.
– Y dicen que el romanticismo ha muerto -terció West.
– Pero qué va -prosiguió Holiday, sin darse cuenta del tono de West, o sin hacerle caso-. Me dice que ella en el coche pasa. Que ya no tiene diecisiete años. Y yo pensando: «eso fijo». Pero bueno, no iba yo a decir que no a un culo como el suyo.
– Aunque no tuviera diecisiete tacos -apuntó Jerry Fink.
– Así que nos fuimos a su casa. Tiene un par de críos, un adolescente y una niña pequeña, que casi ni apartaron la vista de la tele cuando entramos.
– ¿Qué estaban viendo? -preguntó Bonano.
– ¿Y eso qué más da?
– Pues que así la historia es mejor. Así es como si lo viera en mi cabeza.
– Pues era un capítulo de esos de Law and Order. Lo sé porque oí eso del duh-duh que hacen.
– Sigue.
– Vale. Pues nada, que les dice a los niños que no se queden hasta muy tarde, porque al día siguiente tienen colegio, y luego me lleva de la mano a su habitación.
En ese momento sonó el móvil que estaba en la barra delante de Bob Bonano, «el experto en cocinas y baños». Bonano miró el número y no contestó. Si era un nuevo negocio, contestaría. Si era un cliente al que ya había jodido, no. Casi nunca cogía las llamadas. El negocio de Bonano se llamaba Artistas del Hogar. Jerry Fink lo llamaba «Chapuzas del Hogar», y a veces «Desastres del Hogar», cuando estaba inspirado.
– ¿Te la follaste mientras los chicos veían abajo la tele? -preguntó Bonano, todavía mirando el móvil, que seguía sonando con el tema de El bueno, el feo y el malo. A Bonano, moreno y de rasgos y manos grandes, le gustaba darse aires de vaquero, pero era más italiano que un salami.
– Cuando empezó a hacer ruido le tapé la boca con la mano. -Holiday se encogió de hombros-. Casi me arranca un dedo de un mordisco.
– Déjate de rollos -le espetó Fink.
– Es lo que hay. La tía era una fiera.
El camarero, Leo Vazoulis, un hombre corpulento, de fino y escaso pelo gris y bigote negro, les sirvió las bebidas. El padre de Leo había comprado el edificio, al contado, cuarenta años atrás para montar un restaurante, que estuvo regentando hasta que un infarto lo mandó al otro barrio. Leo heredó la propiedad y convirtió el restaurante en bar. No tenía gastos aparte de los impuestos y los suministros, y ganaba bastante sin partirse tanto los cuernos como su padre. Así se suponía que tenía que pasar de padres a hijos.
Leo vació los ceniceros y se alejó.
– Eso no explica que vengas con perfume -dijo Fink.
– Es desodorante -protestó Holiday-. Bueno, en el bote ponía que era una mezcla de desodorante y colonia, o algo así.
– Yo leí una vez un artículo sobre eso -comentó West-. Es como un fenómeno.
– Esta mañana estaba ahí en la cama de esta mujer, esperando que mandase a sus hijos al colegio y pensando en un plan de fuga. En cuanto oí la puerta de la casa y el motor del coche, me levanté, me fui al cuarto de su hijo y me eché en los sobacos lo primero que pillé. También me eché un poco ahí abajo, no sé si me entendéis. Para quitarme el olor de la tía.
– Axe -dijo Bonano, como si intentara recordarlo.
– «Axe Rejuvenate», es lo que ponía en el bote. Por lo visto los chavales flipan con eso.
– Pues hueles como una puta -insistió Fink.
Holiday apagó el cigarrillo.
– Igual que tu madre.
Terminaron las copas y pidieron otra ronda. Bonano seguía sin contestar el móvil, pero Fink cogió una llamada y prometió a una señora de Palisades que pasaría por allí «en algún momento de la semana que viene» a tomar medidas del cuarto de estar. Nada más colgar, Fink metió unas monedas en la jukebox. Escucharon una canción de Ann Peebles y luego otra de Syl Johnson, y cuando entró la sección rítmica todos menearon la cabeza.
– ¿Cómo va la novela, Brad? -preguntó Holiday, mientras sacaba otro cigarrillo y le daba un codazo a Fink.
– Todavía ando dándole vueltas -contestó West. Tenía una barba gris y el pelo largo y canoso. Se había dejado la barba cuando Fink le dijo que parecía una vieja con tanto pelo.
– ¿No deberías estar en el New Yorka o como se llame? -preguntó Fink. Se refería a la cafetería de ambiente íntimo de la línea District, en la esquina más allá de Crisfield-. Ahí están siempre los tíos de tu cuerda, dándole a la tecla en sus portátiles con su cafetito delante.
– Y con sus boinas -apuntó Bonano.
– Ésos tíos no escriben nada -replicó West-. Están ahí haciendo el canelo.
– No como tú -le pinchó Holiday.
Hablaron del nuevo chico que Gibbs había seleccionado como quarterback. Comentaron a cuál de las Mujeres Desesperadas les gustaría follarse, las razones por las que echarían a las otras de la cama y el Chrysler 300. A Bonano le gustaba su línea, pero se le antojaba «muy de negrata» con aquellas llantas, no encontraba mejor manera de definirlas. Aun así, miró alrededor al decirlo. Por la noche los parroquianos del bar eran casi todos negros, como los empleados. Por las tardes solían estar ellos solos: cuatro blancos alcohólicos y maduritos sin ningún otro sitio al que ir.
El tema del coche les llevó a una charla sobre delincuencia, y todos giraron la cabeza hacia Holiday, que conocía el tema de primera mano.
– La cosa está mejorando -aseguró Fink-. El índice de asesinatos es la mitad que hace diez años.
– Porque han metido a casi todos los cabrones en el trullo -explicó Bonano.
– Los criminales violentos se han largado a P.G. County, eso es lo que pasa -objetó Fink-. Este año tienen allí más homicidios que en Washington D.C. Y eso por no mencionar violaciones y otros delitos sexuales.
– No es ningún misterio -terció West-. Los blancos y los negros con dinero vuelven a la ciudad y echan a los negros pobres a P.G. Joder, las zonas esas entre Beltway y Southern Avenue: Capítol Heights, District Heights, Hillcrest Heights…
– Heights, «cumbres» -tradujo Bonano, moviendo la cabeza-. Manda huevos, como si tuvieran castillos en las montañas. Joder. Por no hablar de Suitland. Menuda mierda.
– Es como Southeast hace diez años -dijo Fink.
– Es la cultura -replicó Bonano-. ¿Cómo coño se cambia eso?
– Ward 9 -apuntó Fink. Se había convertido en el otro nombre afectuoso o peyorativo, del suburbio de Prince George, P.G., dependiendo de quién lo dijera. Significaba que el distrito era igual de malo que las zonas orientales de D.C, de población negra y de gran actividad criminal.
– ¿Y qué esperabas? -dijo West-. La pobreza es violencia.
– ¿De verdad, Hillary? -replicó Bonano.
– Nadie respeta ya la ley -aseveró Holiday con voz queda. Se quedó mirando su copa, agitó los hielos y apuró el contenido. Luego cogió el tabaco y el móvil de la barra y se levantó.
– ¿Adónde vas? -preguntó Fink.
– A trabajar. Tengo que ir al aeropuerto.
– Tómatelo con calma, Doc -se despidió Bonano.
– Adiós.
Holiday salió a la luz cegadora de la calle. Llevaba el uniforme: traje negro con camisa blanca. En cuanto a la gorra, la había dejado en el coche.