14

Romeo Brock y Conrad Gaskins aparcaron a la entrada de un patio, en una de las calles llenas de flores y árboles de la parte alta de la ciudad, en Shepherd Park. No era la mejor zona del barrio, sino una sección algo menos moderna, al este de la avenida. En el patio se alzaba un grupo de casas semiadosadas de dos plantas y edificios coloniales con los revestimientos gastados y barrotes en las puertas y ventanas de la planta baja.

La casa de Tommy Broadus estaba más fortificada que las demás, con barrotes también en el piso superior. Sobre la puerta principal habían instalado luces con sensores que se activaban con el movimiento en la acera. El jardín estaba pavimentado para acoger dos coches, dejando sólo una pequeña tira de césped. En el camino se veían un Cadillac CTS negro y un descapotable Solara rojo.

– Está su mujer -dijo Brock.

– El descapotable será su coche.

– Un hombre no conduciría un Solara. A no ser que le vaya lo de chupar pollas. Ese trasto es lo que una tía considera un coche deportivo.

– Vale. Pero el Cadillac será suyo. -Gaskins entornó los ojos-.Y tiene la versión V.

– Eso no es un Caddy -aseguró Brock-. Un Cadillac es un El-D del setenta y cuatro. Eso es un Cadillac. Pero eso de ahí no sé ni lo que es.

Gaskins casi sonrió. Su primo pensaba que el mundo se había parado en los años setenta, cuando tipos como Red Fury en D.C. y un tal Perro Loco en Baltimore eran leyendas callejeras. Y también había hombres de negocios como Frank Matthews en Nueva York, un negro que venció a los italianos en su propio juego, traficando desde una fortaleza armada conocida como La Ponderosa y dueño de una finca en Long Island. Romeo habría dado cualquier cosa por haber vivido esos tiempos y haberse codeado con alguno de ellos. Vestía pantalones ajustados y camisas sintéticas. Hasta fumaba Kool como tributo a la época. También habría llevado melena si pudiera. Pero tenía una gran calva en la coronilla y le había quedado fatal. De manera que llevaba la cabeza afeitada.

– Estoy harto de esperar -dijo Gaskins.

– Acaba de anochecer. Si va a venir el correo, estará al caer. Como ha dicho Cara de Pez, a estos tíos les gusta rular ya de noche, pero no demasiado tarde para no destacar.

– Según Cara de Pez.

– Tiene nombre de gilipollas, pero eso no significa que no tenga razón.

Poco más tarde llegó un coche por la calle y aminoró al acercarse a los bloques. Brock y Gaskins se agacharon cuando el coche pasó por delante y aparcó, como muchos otros vehículos, en la cuneta. Era un Mercury Sable, hermano del Ford Taurus.

– ¿Qué te había dicho? Cara de Pez ha atinado de momento-dijo Brock.

Brock fue a abrir la portezuela.

– ¿Qué haces?

– Pues ir a darle caña.

– Igual lleva pipa, y lo único que consigues es una pelea a tiros en la calle.

– Entonces, ¿qué hacemos?

– Piensa, chico. Esperamos a que salga, y si va con la pasta, le entramos.

– Pues seguirá llevando el arma, si la lleva ahora.

– Pero llevará también algo por lo que valga la pena arriesgarse.

Un joven de ropa limpia pero no llamativa salió del Mercury para dirigirse a la casa, hablando por el móvil y mirando a su alrededor. No vio a los hombres del Impala, puesto que sus cabezas apenas eran visibles sobre el salpicadero y el coche estaba aparcado lejos, a la entrada del patio. Las luces de seguridad de la casa se activaron y la cancela se abrió en cuanto se acercó. La puerta principal se abrió también y el hombre entró en la casa.

– ¿Lo has visto? -preguntó Gaskins.

– No había nadie en la puerta.

– Exacto. Llamó por teléfono y se abrió sola. Automática.

– Huele a dinero -dijo Brock.

– Espera.

Aguardaron otra media hora. Cuando volvió a abrirse la puerta de la casa no salió el hombre del Mercury, sino una mujer alta y pechugona de pelo rizado. Llevaba un bolsito en una mano y un móvil en la otra.

– Uh.

– No hemos venido a eso -declaró Gaskins.

– Ya, pero joder…

La vieron meterse en el Solara y salir marcha atrás del camino particular.

– Y ahora no me digas que me espere -saltó Brock-. Esa tía nos va a colar en la casa.

Gaskins no protestó. Cuando el Solara pasó de largo, Brock puso en marcha el SS, encendió los faros, dio media vuelta y siguió a la mujer hasta el cruce con la calle Octava. Cuando ella aminoró en la señal de stop, Brock aceleró, adelantó al Solara y se le cruzó bruscamente delante. Luego salió del coche de un brinco y fue a la parte trasera del Chevy, sacándose ya el Colt. Ella bajó la ventanilla y Brock ya la estaba oyendo ponerse chula cuando se acercó al Toyota y le apuntó a la cara con la pistola. La mujer abrió sus bonitos ojos castaños en expresión de sorpresa. Pero no parecía asustada.

– ¿Cómo te llamas, nena?

– Chantel.

– Suena francés. ¿Adónde ibas, Chantel?

– A por tabaco.

– No te va a hacer falta. Tengo de sobra.

– ¿Piensas robarme?

– A ti no, a tu hombre.

– Pues entonces deja que me vaya.

– Tú no vas a ninguna parte. Vuelves para la casa. -Brock hizo un movimiento con el cañón de la pistola-. Venga, sal de ahí.

– No tienes por qué hablarme así.

– Por favor… sal del puto coche.

Chantel apagó el motor y salió del Toyota. Le dio las llaves a Brock, que se las tiró a Gaskins, que se acercaba con cinta adhesiva en la mano libre.

– Mi compañero lo llevará de vuelta. Tú te vienes conmigo -aclaró Brock.

– Oye, si me vas a matar dispara ya. No quiero que me pongas esa cinta en la cara.

Brock sonrió.

– Tengo la sensación de que nos vamos a llevar bien.

La mujer le miró de arriba abajo.

– Pareces un demonio. ¿No te lo han dicho nunca?

– Una o dos veces.


Fue fácil entrar en la casa. Chantel Richards llamó a su novio, Tommy Broadus, desde fuera y él pulsó un botón en el control remoto del salón, donde estaba con su correo, un joven llamado Edward Reese. Chantel, Brock y Gaskins entraron nada más abrirse la puerta.

Llegaron al salón con la pistola en la mano. Tommy Broadus estaba sentado en una enorme butaca de cuero, con un whisky o algo de color ámbar en la mano. Edward Reese, vestido con un polo Rocawear, unos tejanos holgados y unas Timberland, se encontraba en una butaca parecida, al otro lado de una mesa de mármol con forma de riñón. Bebía un licor de tono parecido. Ninguno se movió. Gaskins los cacheó rápidamente y no encontró nada.

Brock anunció que venían a robar.

– Eso lo ve hasta Clarence Carter -replicó Broadus. Llevaba cadenas en el pecho, anillos en los dedos y su culo desbordaba la butaca-. Pero no tengo nada de valor.

Brock alzó la pistola. Chantel Richards se puso tras él. Brock disparó contra un ornamentado espejo de marco de pan de oro que colgaba sobre una chimenea de falsos leños. El espejo explotó arrojando cristales por toda la sala.

– Ahora tienes menos todavía -dijo Brock.

Todos esperaron a que les dejaran de pitar los oídos y el humo se despejara. Era un salón muy agradable, de lujosos detalles, con muebles de Wisconsin Avenue y estatuas de mujeres desnudas con jarrones sobre los hombros. Sobre una mesa de hierro y cristal, un televisor de plasma, el modelo Panasonic más grande, bloqueaba casi toda una pared. Otra estaba ocupada por una estantería cargada de volúmenes encuadernados en cuero. En medio del mueble había una alacena con un enorme acuario iluminado en el que nadaban diversas especies tropicales. Sobre el acuario había un espacio vacío.

– Átalos -ordenó Brock.

Gaskins le tendió su pistola, que Brock se metió en el cinto, sin dejar de apuntar a Broadus con el Colt.

Mientras Gaskins inmovilizaba con la cinta a Broadus y a Reese, Brock se acercó al mueble bar situado cerca del televisor. Broadus tenía a la vista varios licores caros, incluidas algunas botellas de Rémy XO y Martell Cordon Bleu, y debajo, en una plataforma separada, botellas de Courvoisier y Hennessey.

Brock buscó un vaso y se sirvió un Rémy.

– Es el XO -comentó Broadus, que parecía alterado por primera vez.

– Por eso me lo he puesto.

– Lo que digo es que no vas a notar la diferencia. No hay razón para que te sirvas un coñac de ciento cincuenta dólares la botella.

– ¿No crees que vaya a notar la diferencia?

– Palurdo -dijo Edward Reese con una sonrisa.

Brock le clavó la mirada, pero la sonrisa no vaciló.

– Tápale también la boca al chaval.

Gaskins obedeció y luego se apartó. Brock bebió un trago de coñac y le dio vueltas en la copa mientras dejaba que el gusto se asentara en su lengua.

– Muy bueno -comentó-. ¿Quieres una copa, tío?

– No, gracias -contestó Gaskins.

Brock le devolvió la Glock.

– Muy bien. A ver, gordo, ¿dónde tienes el material? -preguntó Brock. -¿El material?

– Sólo la pasta. No quiero drogas. -Ya te he dicho que no tengo nada.

– Oye, ya has visto que no me cuesta nada usar la pipa. Como no te pongas a cantar ya mismo, voy a tener que usarla de nuevo.

– Haz lo que te dé la gana. Yo no pienso decir nada.

Brock bebió otro trago, dejó la copa y se acercó a Chantel Richards. Le acarició lentamente la mejilla con el dedo. Ella respondió con calidez al tacto y apartó la cabeza.

Broadus no mudó la expresión.

– Te voy a dar a elegir. O me das el dinero o me voy a follar a Chantel en tus narices, ¿entendido? ¿Qué te parece?

– A tu aire. Por mí como si invitas a todo el puto barrio. Os la podéis follar todos por turnos.

A Chantel le llamearon los ojos.

– Hijo de puta.

– ¿No la quieres? -preguntó Brock.

– Joder. La mayoría de las veces ni siquiera me gusta esa zorra.

Brock se volvió hacia Gaskins.

– Ponle una copa a la dama.

– ¿Qué te apetece, chica? -preguntó Gaskins.

– Martell. Que sea el Cordon Bleu.


Brock y Chantel estaban sentados en una cama King-size del dormitorio principal, en el piso superior. Sobre la cómoda había varias cajas ornamentadas que debían de ser joyeros. Por la puerta abierta del vestidor se veían muchos trajes, una ordenada hilera de zapatos y un juego de maletas de lujo. Chantel bebió un sorbo de coñac, cerró los ojos y repitió la operación.

– Sí que es bueno -comentó-. Ciento noventa dólares la botella. Siempre me pregunté a qué sabría.

– No lo habías probado, ¿eh?

– ¿Tú crees que me iba a dejar probarlo?

– ¿El tío ese no cuida de su mujer? Y sobre todo de una tía como tú. Da que pensar.

– Lo único que a Tommy le importa es esta casa y toda la mierda que ha comprado para decorarla.

– ¿Son tus joyas? -preguntó Brock, señalando con la cabeza hacia la cómoda.

– Son suyas. A mí no me compra nada. Eso sí, el coche que has visto sí que es mío. Lo pago todos los meses. Yo trabajo.

– ¿Qué más tiene?

– Un huevo.

– ¿Un huevo?

– Uno de esos huevos Fabergé, según dice él. Lo compró en la calle. Yo ya le dije que en la puta calle no hay huevos Fabergé, pero él dice que es auténtico.

– Yo no quiero ningún huevo falso. Estoy hablando de dinero.

– Tiene dinero, pero vete a saber dónde.

– El chico que está ahí abajo con él, el listillo de la sonrisita, ha venido a recoger dinero, ¿no? Va de correo a Nueva York, a por droga, ¿no?

– Supongo.

– Pero no sabes dónde está la pasta.

– Tommy no me lo diría nunca. Supongo que no me quiere lo bastante.

– Pero adora sus cosas.

– Más que su vida.

Brock frunció los labios, su gesto habitual cuando estaba urdiendo un plan.

– Ahí delante no había mucho jardín -comentó.

– ¿Eh?

– ¿Hay césped en la parte trasera?

– Un poco.

– Y tendrá un cortacésped, ¿no?

– Sí, ahí fuera, en un cobertizo.

– Y no será eléctrico, ¿verdad? Porque ahora sería una patada que fuera eléctrico.


Gaskins sostenía la pistola con el brazo caído. Broadus y Reese estaban atados en sus butacas, y Reese además estaba amordazado.

Chantel se había servido otra copa y entre trago y trago se miraba las largas uñas pintadas.

Brock llegó de la parte trasera de la casa con un bidón de diez litros de gasolina.

– ¿Q… qué piensas hacer con eso? -preguntó Broadus.

Brock sacó el tubo amarillo y abrió el tapón de presión y empezó a salpicar gasolina por toda la sala.

– No -dijo Broadus-. No, ni se te ocurra.

Brock echó gasolina sobre las estatuas de mujeres, salpicó los libros de cuero de las estanterías.

– Espera.

– ¿Tienes algo que decir?

– Suéltame.

Gaskins sacó una navaja Buck y cortó la cinta que le ataba las muñecas y tobillos.

– ¡Hijos de puta de mierda! -protestó Broadus, frotándose las muñecas.

– El dinero-pidió Brock.

– Soy un hombre arruinado. -Broadus se acercó al televisor y cogió uno de los tres mandos a distancia. Apuntó con él hacia el acuario y apretó un botón. El acuario empezó a subir sobre la base, dejando al descubierto un pequeño alijo de heroína bien empaquetada y lo que parecía ser una gran cantidad de dinero.

Brock se echó a reír, encantado. Los otros se quedaron mirando el botín con distintas emociones. Chantel se dirigió hacia las escaleras.

– ¿Adónde vas? -preguntó Brock.

– A por algo para meter el dinero. Y a por mis cosas. ¿A ti qué te parece?

Volvió con dos maletas Gucci idénticas y un reloj Rolex President que le puso a Brock en la muñeca. Brock dejó la heroína y llenó una de las maletas con el dinero. Luego la cogió por el asa, con la pistola en la mano derecha.

– No -dijo Gaskins, viendo que se acercaba a Edward Reese, que seguía atado y amordazado. Pero Brock siguió andando decidido, le pegó el cañón de la 45 al hombro y apretó el gatillo.

Reese dio una sacudida y se desplomó en la butaca. La camisa Rocawear blanca quedó al instante despedazada y negra por el contacto con la pólvora. Luego se empapó de rojo. Reese quiso gritar, pero no podía con la cinta en la boca.

– Sonríe ahora, cabrón -dijo Brock.

– Vámonos -le apremió Gaskins. Brock, que saboreaba lo que acababa de hacer, ni siquiera se movió, de manera que Gaskins tuvo que repetir a gritos-: ¡Vámonos!

– ¿Te vienes? -le preguntó Brock a Chantel.

La mujer atravesó la sala para acercarse a ellos.

– ¿Quién eres? -quiso saber Tommy Broadus.

– Romeo Brock. Cuéntaselo a tus nietos, gordo.

– Has cometido un error, Romeo.

– Tengo tu dinero y a tu mujer. Desde aquí no parece un error.

En la calle, un faro montado en la puerta de un coche llameó una vez. Luego el coche dio la vuelta en el patio y se alejó.

– Con toda esa gasolina y te pones a pegar tiros -protestó Gaskins, de camino hacia los coches-. Hemos tenido suerte de no salir volando.

– Suerte tengo de sobra -replicó Brock-. Creo que para la próxima voy a bordar una herradura en el asiento del coche.

– Sí, ya. Pero ¿por qué tenías que pegarle un tiro a ese tío?

– Porque si no sería sólo un robo.

– ¿Qué estás diciendo?

– Que el nombre de Romeo Brock va a empezar a sonar por las calles. -Brock se sacó las llaves del bolsillo-. Ahora mi nombre significará algo.

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