17

Leon Mayo trabajaba de aprendiz de mecánico en un pequeño taller en un edificio de la Kennedy Street. El dueño, que también había estado en la cárcel a principios de los noventa, le había dado la oportunidad de aprender el oficio. Los había presentado su antiguo agente de la condicional, que ahora se encargaba de Leon. Ramone y Rhonda Willis encontraron a Leon después de pasarse a ver a su madre en el apartamento donde vivían los dos. La mujer les dijo que Leon estaba trabajando, poniendo mucho énfasis en la palabra, y les dio la dirección del taller.

El dueño de Rudy's Motor Repair, Rudy Montgomery, les recibió con una mirada torva y modales bastante fríos, pero les llevó hasta Leon Mayo cuando describieron el propósito de su visita. Leon estaba en una plataforma iluminada por un foco, aflojando una bomba de agua para sacarla de un Chevy Lumina destrozado. Le enseñaron la placa y le dieron la noticia sobre su amigo. Leon se puso el dedo en el puente de la nariz y se apartó. Ramone y Rhonda le dejaron a solas con su dolor. Unos minutos más tarde Leon salió del taller para reunirse con ellos en un aparcamiento lleno hasta los topes de sedanes de la década anterior y cupés fabricados en su mayoría en Detroit.

Leon se frotaba las manos en un trapo que torcía y retorcía. Tenía los ojos rojos y no apartaba la vista del suelo. Le daba vergüenza que le hubieran visto desmoronarse así. Era un joven delgado y fuerte que tenía veinte años y aparentaba cinco más.

– ¿Cuándo?-preguntó.

– Anoche -contestó Rhonda.

– ¿Dónde lo pillaron?

– Lo encontraron en Fort Slocum, entre la Tercera y Madison.

Leon movió la cabeza.

– ¿Por qué han tenido que hacerle eso?

– ¿Quiénes? -preguntó Rhonda.

– No sé, digo que por qué alguien mataría así a Jamal. No andaba metido en ningún lío raro.

– Vuestras fichas dicen lo contrario -declaró Ramone.

– Eso es agua pasada.

– ¿Ah, sí? -interrogó Ramone.

– Ya hemos cumplido.

– Robabais coches, ¿no es así?

– Sí. Y también pulíamos algo de tate, allí en la Séptima. Era por pasar un buen rato, no pretendíamos hacer carrera ni nada. Éramos unos críos.

– La Séptima y Kennedy -dijo Rhonda Willis, que durante varias semanas había trabajado en aquella problemática esquina, cuando ya iba de paisano a punto de ascender a Homicidios-. Aquello era algo más que críos jugando. Allí la cosa iba en serio.

– Bueno, algunos sí iban en serio, pero nosotros no.

– ¿Y eso por qué?-preguntó Ramone.

– Nos cayó una condena por robo a gran escala, por lo de los coches, antes de que el rollo de las drogas se disparara. Así de sencillo.

– Y no tienes ni idea de quién ha podido hacerle eso a Jamal.

– Jamal era mi colega. Si lo supiera…

– Nos lo dirías -concluyó Rhonda.

– Oigan, ahora mismo tengo la condicional. Vengo a trabajar todos los días. -Leon tendió las manos llenas de grasa y miró intensamente a Ramone-. A esto me dedico, a currar.

– ¿Y Jamal?-preguntó Rhonda.

– Lo mismo.

– ¿Con qué se ganaba la vida?

– Tenía trabajo fijo de pintor. Fijo de verdad. Y tenía pensado montar su propio negocio, en cuanto aprendiera los detalles del oficio, no sé si me entienden.

– Claro.

– No pensaba volver a la calle. Lo hablábamos todo el tiempo. Lo digo de verdad.

Ramone le creyó.

– ¿Y qué hacía Jamal paseando por ahí tan tarde?

– No tenía carro. Jamal iba en autobús o a pata por toda la ciudad. No le importaba -dijo Leon.

– ¿Y chicas?-preguntó Rhonda.

– Últimamente sólo le interesaba una.

– ¿Sabes cómo se llama?

– Darcia, es lo único que sé. Una mulata que conoció hace poco.

– ¿No sabes el apellido, o la dirección?

– Vive con otra chica, una bailarina del Twilight que se llama Star. Creo que Darcia también baila allí. Pero no sé dónde viven. Yo le tenía dicho a Jamal que no mola follar con tías así, que nunca se sabe con quién andan.

– ¿Tías cómo?

– Fáciles. -León apartó la mirada. Su voz era ronca, un susurro-. Se lo dije.

– Sentimos lo que ha pasado -dijo Rhonda Willis.


T.C. Cook recorrió la casa hasta la cocina seguido de Holiday, que se sentó en la mesa que ocupaba casi todo el sitio disponible. Al atravesar el salón y el comedor, Holiday advirtió el desorden y la dejadez típicas de un hombre que vive solo. La casa no estaba sucia, pero el polvo se acumulaba en las mesas y las estanterías. Las ventanas estaban cerradas y las cortinas también, impidiendo que circulara aquel aire rancio.

– Para mí solo, gracias -dijo Holiday, mientras Cook servía un par de tazas de café.

En la pared colgaba un reloj atrasado varias horas. Holiday se preguntó si Cook se daría cuenta siquiera.

– No tengo muchas visitas -comentó Cook, poniéndole delante una taza de café y sentándose al otro lado de la mesa-. Mi hija, de vez en cuando. Vive en la zona Tidewater de Virginia. Se casó con uno de la marina.

– ¿Su esposa murió?

– Hace diez años.

– Lo siento.

– Desde luego la situación tiene guasa. ¿Sabes los anuncios esos de la tele que hablan de la edad dorada? ¿Y los anuncios de las comunidades de jubilados, con parejas encantadoras con los dientes perfectos, clubes de golf y piscinas…? Todo mentira. La vejez no tiene ni una sola cosa buena.

– ¿Le ha dado su hija algún nieto?

– Sí, dos. ¿Por?

Holiday sonrió.

– Todavía no he cumplido los setenta. Pero hace unos años tuve un derrame que me dejó bien jodido. Supongo que lo ha notado, por la boca torcida. Y a veces tartamudeo cuando busco una palabra o me pongo nervioso por algo.

– Es una putada -comentó Holiday, esperando poner fin a esa parte de la conversación.

– Tampoco puedo escribir muy bien -prosiguió Cook decidido, catalogando sus enfermedades como tienden a hacer los viejos-. Puedo leer un poco los periódicos, y los leo todas las mañanas, pero me cuesta. En el hospital los médicos dijeron que no volvería a leer, y yo me empeñé en demostrar que se equivocaban. Las habilidades motoras las tengo bien, sin embargo, y la memoria, mejor que antes del derrame. Es curioso, cuando una parte del cerebro se apaga, las otras se iluminan más.

– Sí -dijo Holiday-. Bien, y en cuanto al chico Johnson…

– Sí, tú has venido por algo.

– Bueno, pensaba que podría haber una relación entre la muerte de Asa Johnson y los Asesinatos Palíndromos en los que trabajó usted.

– Por el nombre del chico.

– Y porque han encontrado el cuerpo en el jardín aquel. Y al chaval le pegaron un tiro en la cabeza.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué lo mataron?

– ¿Por qué has venido?

– Fui yo quien encontró el cadáver. Bueno, para ser más exacto, di con el cadáver y fui yo quien llamó a la policía.

– ¿Y eso cómo fue?

– Era tarde, más de medianoche. Alrededor de la una y media, yo diría, después de que cerraran los bares.

– ¿Habías bebido?

– Estaba más cansado que borracho.

– Ya.

– Iba en coche por Oglethorpe, pensando en atajar hacia New Hampshire.

– Y te encontraste la calle cortada. Porque se corta junto a las vías del tren. Allí están también el refugio de animales y la imprenta, si no recuerdo mal.

– No mentía con lo de su memoria.

– Sigue.

– Tengo un servicio de coches, como esos de limusinas. Me había quedado dormido en mi Lincoln y cuando me desperté salí a echar una meada en el jardín. Y allí estaba.

– ¿Cuánto tiempo estuviste durmiendo?

– No lo sé muy bien.

– ¿Un sueño profundo?

– No, recuerdo un par de cosas. En un momento dado pasó por mi lado muy despacio un coche patrulla con un detenido en el asiento de atrás. Y un negro joven cruzó andando el jardín. Lo que pasó entre una cosa y otra está bastante brumoso.

– ¿El agente de policía te vio dormido en tu coche y no se paró a investigar?

– No.

– ¿Anotaste la matrícula o algo?

– No.

– ¿Has hablado con la policía?

– Aparte de la llamada anónima, no.

– Así que en realidad no sabes nada.

– Sólo lo que he visto y leído en el Post.

– Te lo voy a preguntar otra vez, ¿por qué has venido?

– Oiga, si no le interesa…

– ¿Que no me interesa? Joder, chaval.

Cook le hizo un gesto con la cabeza para que le siguiera. Holiday se levantó.

Se adentraron por un pasillo, pasando por una habitación abierta y otra cerrada, luego un cuarto de baño. Iban en dirección a una tercera habitación, desde la que se oían ruidos y la voz monótona de una operadora.

Era la oficina de Cook. En una mesa se veía un monitor de ordenador, con la CPU debajo. En la pantalla aparecía una página de la policía, con la ventana del RealPlayer activada en la esquina superior izquierda. Holiday conocía el sitio web, que permitía a los usuarios tener acceso al diálogo entre las operadoras y los agentes en la mayoría de las ciudades y estados. Él mismo lo oía a menudo en su casa.

En la pared había un gran mapa del área metropolitana pegado con chinchetas. Varios alfileres amarillos marcaban distintos jardines comunitarios del distrito. Los alfileres rojos indicaban dónde se habían encontrado las tres víctimas de los Asesinatos Palíndromos, y unos alfileres azules mostraban los barrios de las víctimas y las calles donde posiblemente habían desaparecido. Entre los alfileres azules había uno verde.

– Que no me interesa, dice… -repitió Cook-. Mataron a tres chicos estando yo al mando y dice que no me interesa. Otto Williams, catorce años. Ava Simmons, trece. Eve Drake, catorce. Muchacho, esos asesinatos me atormentan desde hace veinte años.

– Yo estaba allí -dijo Holiday-. De uniforme en la escena del crimen de Drake.

– Pues no lo recuerdo.

– No tiene razones para recordarlo. Pero todos sabíamos quién era usted. Le llamaban Misión Cumplida.

Cook asintió con la cabeza.

– Sí, porque me dedicaba al caso en cuerpo y alma, y la mayoría de las veces lo resolvía. Pero eso fue antes de… bueno, antes de que en el trabajo se jodiera todo. Me jubilé sin haber resuelto el caso de los Palíndromos. Menudo momento para largarse, ¿eh? Y no es que no lo intentara. Pero por mucho que nos partiéramos los cuernos, no pudimos dar con el asesino.

»A todos los chicos los mataron en un lugar diferente del punto donde los encontramos. A todos les habían vuelto a vestir con ropa nueva, con lo que la policía científica lo tenía jodido. Todos tenían semen y lubricante en el recto. Ninguno tenía marcas defensivas, ni tejido bajo las uñas. Para mí eso significa que el asesino se había ganado su confianza o al menos los había convencido de que no les haría daño. En cierto modo, los sedujo.

»Todos vivían en Southeast. A todos los habían sorprendido en la calle, en dirección al mercado o el supermercado de su barrio. Nadie los vio desaparecer o meterse en un coche. En aquellos tiempos era muy raro que nadie hubiera visto nada, que no saliera alguien con alguna información. Lo habitual entonces era que los vecinos cuidaran de los chavales del barrio. Ofrecimos una recompensa de diez mil dólares por cualquier pista. Recibimos muchas llamadas falsas, pero nada que nos diera algún indicio real.

»Tenía que ser un negro, para que aquellos chicos negros se metieran en su coche. También supuse que sería una persona de autoridad: policía, militar, bombero, alguien con uniforme. Algunos decían que debía de ser un taxista, ofreciendo carreras gratis, pero a mí no me lo parecía. Los chicos de la ciudad no habrían picado con eso. Un policía, o aspirante a policía, habría caído en ponerles ropa nueva a las víctimas, en limpiarlas bien y dejarlas tiradas en distintos puntos. Sabría que con eso obstaculizaría el trabajo de laboratorio. Yo me inclinaba a pensar que se trataba de un aspirante a policía.

»Interrogamos a amigos, profesores, novios y novias, cualquier posible pareja sexual. Llegué a ir a Saint Elizabeth para interrogar a los internos que hubieran sido autores de delitos sexuales violentos. Los criminales psicóticos estaban encerrados en pabellones de alta seguridad, de manera que no podía ser ninguno de ellos, pero los interrogué también. Parecían zombis, con tanta medicación. Así que allí tampoco encontré nada.

»Me encargaron a mí el primer asesinato. A mí y a Chip Rogers, un blanco de Homicidios también, a quien en aquel entonces yo consideraba mi compañero. Ahora está muerto. Cuando apareció la segunda víctima, añadieron a otros investigadores. Y por fin, después de la tercera y del jaleo que estaba montando la prensa, el alcalde ordenó que un grupo de doce detectives se centrara exclusivamente en aquel caso. Yo estaba a cargo del equipo. Grabamos kilómetros de película en los funerales de los chicos, esperando que el asesino apareciera. Pusimos coches patrulla en todos los jardines comunitarios del distrito, veinticuatro horas al día. Yo mismo aparcaba mi coche cerca de los jardines algunas noches y me quedaba allí vigilando.

»Había quien decía que no trabajábamos en el caso con la misma dedicación que habríamos puesto de haber sido las víctimas blancas. No te voy a mentir, aquello me hirió en lo más hondo. Con todo lo que me había costado ir ascendiendo poco a poco en el cuerpo siendo negro. Primero, que si no era bastante inteligente para ser policía, después que no tenía bastante experiencia para estar en Homicidios… Por no mencionar que mi hija tenía en 1985 la misma edad que aquellos chicos. ¿Cómo no me iba a afectar? Y lo más gracioso es que, si miras los casos resueltos de víctimas blancas y negras en la ciudad en aquel entonces, el número era idéntico. Poníamos todo nuestro empeño en todos los casos. Los trabajábamos todos por igual.

»Y de pronto cesaron los Asesinatos Palíndromos. Se creyó que el asesino se había puesto enfermo y que había acabado muriéndose, o que se había suicidado. También podría ser que fuera a la cárcel con otros cargos. No lo sé. Pero una cosa sí te digo: todavía pienso en ello, todos los putos días.

– No pretendía ofenderle -se excusó Holiday.

Cook le miró fijamente.

– ¿Por qué has venido?

– En primer lugar debería decirle una cosa, que no me retiré de la policía.

– Ya me imagino. Eres demasiado joven.

– Dimití. Los de Asuntos Internos me estaban investigando por unas declaraciones falsas, y me largué.

– O sea, que estabas libre de pecado.

– No. Pero era un buen policía. Me encantaría averiguar algo sobre el caso de Asa Johnson y metérselo por el culo a la policía.

– La pasión es buena.

– Pues la tengo.

– A ver tu identificación.

Holiday le enseñó el carnet de conducir. Cook se acercó a un contestador que tenía en la mesa, apretó el botón «Memo» y grabó un mensaje.

– Aquí T. C. Cook. Salgo con un tal Daniel Holiday, ex agente de la policía, a echar un vistazo a la residencia de Reginald Wilson. -Cook apretó el botón de «Stop»-. Tardaría una eternidad en escribirlo, y a veces no puedo leer mi propia letra. Sólo quería dejar constancia de mi paradero, nada más.

Cook sacó de un cajón una micrograbadora y se la tendió a Holiday. Extrajo del mismo cajón una 38 Special dentro de su funda, y se la enganchó al cinturón.

– Tengo licencia, no te preocupes.

– Yo no he dicho nada. También tengo una pistola en el coche. Y yo sí que no tengo licencia. Pero prefiero llevar la pistola y que me detengan por ello, que no llevarla y que me haga falta.

– Es un hábito muy difícil de romper, cuando has ido armado tanto tiempo.

– ¿Adónde vamos?

– Tiene algo que ver con el alfiler verde del mapa.

De camino a la puerta, Cook cogió un desvaído Stetson marrón con una banda color chocolate que sujetaba una pluma multicolor.

– Conduce tú, Dan.

– Llámeme Doc.

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