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T. C. Cook estaba en su oficina con varios expedientes abiertos ante él. Cada víctima de los Asesinatos Palíndromos tenía su propio archivo. Había compilado una biografía bastante completa de sus vidas, con fotos tanto familiares como individuales y del colegio. Sabía que algunos habían llegado a pensar, sobre todo durante sus últimos meses en la policía, que había atravesado la línea entre la diligencia y la obsesión. Pero alguien tenía que encargarse de aquello.

Había seguido en contacto con el caso durante un par de años. Para cuando se cometió el tercer asesinato, la rabia en la comunidad de Southeast se había centrado en la policía, a la que se acusaba de no dar prioridad al caso porque las víctimas eran negras. Cook logró ganarse al final la confianza de los vecinos. Les sugirió crear un grupo de vigilancia en el barrio y les dio varios consejos para proteger a los niños. Al cabo de un tiempo varias muertes relacionadas con las drogas comenzaron a desbancar a los asesinatos de niños, que parecían haber cesado, y en las reuniones se hablaba más de bandas, traficantes, cocaína y crack.

Las familias de las víctimas formaron un grupo llamado Padres Palíndromos y se reunían dos veces por semana, más por terapia que por otra cosa. Cook también asistía a estas reuniones.

Pero al cabo de un año más o menos perdió contacto con ellos. Un matrimonio se separó desde el principio, los padres de Ava Simmons. Otro se divorció poco después del asesinato de su hijo, Otto Williams. El padre de Eve Drake se suicidó en el segundo aniversario de la muerte de su hija. La madre estaba casi catatónica, y el siguiente invierno acabó confinada en un hospital psiquiátrico.

Cook miró las fotografías. Otto Williams, un chico inteligente al que le encantaba construir cosas. Llevaba gafas y a pesar de su aspecto de empollón era popular entre sus compañeros. Ava Simmons, de trece años, con cuerpo de niña, graciosa, llena de desparpajo. No se le daban muy bien los estudios, pero era más que espabilada. Adoraba a su abuela, que vivía con su familia. Y Eve Drake, la chica que saltaba a la comba. Participaba en torneos y ganó premios que exhibía con orgullo en su inmaculada habitación.

Cook sentía la presencia de todos en la estancia.

Cuando sonó el timbre Cook se levantó a abrir a Holiday, que venía con su uniforme de trabajo.

– ¿Por qué no me ha llamado?

– No… no daba bien con el número. Me lo tienes que programar en el teléfono. Ahora mismo, si quieres.

– ¿Ha hablado con su amigo el teniente?

– Sí, pasa.

Cook le sirvió un café en la cocina mientras Holiday le programaba el número de teléfono.

– Gracias. ¿Qué ha averiguado?

– El agente se llama Grady Dunne. Lleva seis años en el cuerpo. Es blanco, como dijiste.

– ¿Trabaja esta noche?

– Hoy tenía el turno de ocho a cuatro. Podemos pillarle cuando salga.

– Genial. Yo tengo una carrera al aeropuerto que me llevará un par de horas -explicó Holiday-. Podría estar en la comisaría a las cuatro sin problemas.

– ¿Le vamos a seguir?

– En dos coches. Así le será más difícil despistarnos.

– A ver de qué va el tío.

Holiday se sacó de la chaqueta dos walkie-talkies Motorola profesionales.

– Siempre los llevo cuando trabajo en equipo con mi negocio de seguridad -comentó-. Tienen un alcance de diez kilómetros. Y lo mejor es que se activan por voz. Se pueden utilizar mientras va uno conduciendo.

– Y no tienen números para que yo la cague.

– Es perfecto.

– Llevo en el maletero unos buenos prismáticos. Más vale que los lleves tú, que podrás identificarlo cuando salga de la comisaría.

– Bien. -Holiday miró el reloj de la pared, con sus horas de retraso, y en un impulso lo descolgó y lo puso en hora. Luego volvió a colgarlo del clavo y lo enderezó-. Ya está.

Le había deprimido ver así el reloj, lo había puesto en hora por él mismo, no por el viejo.

– Para mí es igual -dijo Cook-, pero gracias.

– Así la salvadoreña sabrá qué hora es.

– Vale, amigo.

– T. C…

– ¿Qué?

– He hablado con Ramone.

– Ya me lo contaste. Que no quería darte el nombre del policía del coche patrulla. Yo en su lugar tampoco te lo habría dado, si quieres saber la verdad.

– No es eso. Es que le noté en la voz que la cosa está que arde. Vaya, que yo creo que anda cerca del asesino de Asa Johnson.

– Tú no crees que el caso de Asa Johnson esté relacionado con los Asesinatos Palíndromos, ¿no?

– Es que no quiero que se lleve una decepción.

– No me la llevaré. Mira, no quiero parecer insensible, pero la verdad es que estos días me lo he pasado bien. Bueno, no es eso exactamente. Digamos que he tenido un objetivo. Estos días, cuando me despertaba abría los ojos de golpe, ¿sabes a qué me refiero?

– Sí.

– Así que vamos a ver adonde nos lleva todo esto, ¿de acuerdo?

– Sí, señor.

– Y deja esa chorrada de «señor». Nunca pasé de sargento, jovencito.

– Ya. -Holiday se bebió el café y dejó la taza en la mesa-. Me tengo que ir.

– Nos vemos a las cuatro.

Cook se quedó en la cocina. Oía las voces provenientes del sitio de la policía en Internet, la radio de los coches patrulla. Y algo más: el lejano sonido de risas de niños. Sabía que no era posible, y sabía también que no estaba solo.


Conrad Gaskins estaba sentado al borde de su cama, frotándose con un dedo en pequeños círculos la cicatriz de la mejilla. Detrás de él, sobre las sábanas, una bolsa contenía casi todas sus posesiones. Era ropa en su mayoría, sobre todo calzoncillos y los pantalones chinos y camisetas que llevaba al trabajo. También había un par de camisas y un par de pantalones de vestir, pero era lo único medio bueno que tenía. Ropa, los útiles de afeitarse, un par de zapatillas deportivas y la Glock que le había dado Romeo. Ya se desharía más tarde de ella, pero no pensaba dejársela allí. Su primo no necesitaba más armas.

Había bebido demasiada cerveza la noche anterior, y por la mañana no oyó el despertador. De manera que no se había presentado a la cita en el punto de encuentro. Era la primera vez desde que había tenido la suerte de encontrar trabajo.

Gaskins llamó al capataz, Paul, el cristiano ex convicto que había querido darle una oportunidad. Y después de disculparse y rogar que le perdonara, le invadió una oleada de emoción y las palabras le salieron solas:

– Estoy metido en un hoyo -confesó-. Si no salgo de aquí, voy a morir o voy a volver al trullo. No quiero morir y no quiero matar a nadie. Lo único que quiero es un trabajo honrado con una paga honrada.

Le contó algo más de su situación, pero nada específico. Le habló de su tía Mina, la madre de Romeo, y de la promesa que le había hecho de cuidar de su hijo.

– Tú has hecho por él todo lo que has podido -contestó Paul-. Coge tus cosas, sal de esa casa y llámame cuando estés listo. Te esperaré al final de tu calle.

– Pero ¿dónde voy a vivir?

– Puedes dormir en mi sofá. Hasta que encuentres otra cosa.

– Me puedes descontar algo del sueldo.

– De eso olvídate, Conrad. Tú llámame, ¿eh?

Gaskins se había pasado casi todo el día dándole vueltas al asunto. Pero ahora ya tenía el equipaje hecho y estaba listo. Pensó en Mina Brock, y en su promesa. Hacía tiempo que Romeo no iba a verla. Él, Conrad Gaskins, sería ahora su hijo. Ella lo entendería, aunque no pudiera expresarlo con palabras. Gaskins lo sabía, y aun así se sentía culpable.

Por fin cerró la bolsa y salió de la habitación.

Romeo Brock, que acababa de despertarse de una siesta, oyó los pasos de su primo. Se sentó en la cama, se desperezó y se acercó a la cómoda, donde tenía la cartera, las llaves y el tabaco. Cada vez que se levantaba comprobaba automáticamente si seguían allí. Al lado estaban las dos maletas Gucci.

En la cómoda tenía también su Gold Cup del 45 y el picador de hielo, con un corcho en la punta. Le gustaba llevarlo atado a la pantorrilla. Cuando lo agarraba del mango para sacarlo, la cinta adhesiva arrancaba el corcho. Tal vez lo había visto en una película, pero con el tiempo se había convencido de que había sido idea suya. Un hombre capaz de inventar un sistema así no podía ser estúpido.

Brock encendió un Kool y tiró la cerilla al cenicero con forma de neumático. Se metió la cartera en el bolsillo de los tejanos y salió descalzo y sin camisa de la habitación. Recorrió el pasillo, pasando de largo el dormitorio de su primo, y llegó al salón. Conrad estaba sentado en el sofá, con su bolsa a los pies.

Brock dio una doble calada al cigarrillo y exhaló una larga columna de humo.

– ¿Te vas?

– Yo he terminado aquí, Romeo.

– Ya no tienes cojones.

– Matar y robar es fácil. Son las consecuencias… Ya no quiero seguir con esto, tío.

– Casi hemos logrado lo que queríamos. Lo menos que puedes hacer es quedarte hasta el final. Luego coges tu parte y si quieres te largas.

– Es dinero sucio y no lo quiero. Y tampoco quiero estar aquí para ver cómo te hundes.

– Mierda, ¿yo?

– ¿Qué, te crees que no va a pasar nunca? Hasta tu héroe, Red Fury, se pasó de la raya. Cuando le mataban a puñaladas en la cárcel, ¿tú crees que andaba chuleando? ¿Tú crees que estaba orgulloso de su reputación? Ni hablar. Lo más seguro es que estuviera llamando a gritos a su madre. Al final todos acaban así.

– Pero yo acabo de empezar.

– Tú ya estás listo. Un tipo como tú puede triunfar entre niños o entre idiotas, pero hay un límite. Primero das un golpe como el del otro día, empiezas a gastar pasta y te acostumbras a la buena vida, así que tendrás que robar más y más hasta que te tropieces con quien no debías. Esa persona pondrá precio a tu cabeza y fuera, se acabó. Joder, tío, es posible que ya te hayas buscado la ruina. Cometiste un gran error al llevarte a esa chica. El capullo de Broadus sabrá dónde trabaja. Y tal vez hoy no, ni mañana, pero algún día alguien la seguirá hasta su casa. Seguramente el dueño de los cincuenta mil pavos que robaste. Así que sí, primo, estás listo.

– Menos mal que te aprecio, tío, porque no permitiría a nadie más hablarme así.

– Yo también te aprecio, pero no me puedo quedar.

Gaskins se levantó y le dio un abrazo. Luego agarró su bolsa.

– Cuida de mi madre -dijo Brock.

– Ya sabes que lo haré.

Brock se lo quedó mirando por la ventana mientras Gaskins pasaba bajo el tulipero y se encaminaba hacia Hill.

Todavía podría alcanzarle, si echaba a correr. Todavía podía convencerle, impedir que se marchara. Pero Brock se quedó allí, fumando y tirando la ceniza al suelo.

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