1985
40

El sargento T. C. Cook miró de nuevo a la niña muerta que yacía en un jardín comunitario cerca de la calle E, al borde de Fort Dupont Park. En los ojos inmóviles de la chiquilla se reflejaban las luces estroboscópicas rojas y azules de los coches patrulla. Cook examinó de cerca sus trenzas, adornadas con cuentas de colores, y vio que una era más corta que las otras. Ya no había duda: la víctima era uno de ellos.

– Lo encontraré, preciosa -dijo Cook, en un susurro para que nadie lo oyera.

El sargento se levantó. Ahora casi siempre era un esfuerzo. Ya tenía una edad, y después de pasar años agachándose junto a las víctimas, las rodillas empezaban a traicionarle. Encendió un cigarrillo Viceroy y notó la satisfacción de la nicotina en los pulmones. Hizo un gesto al forense y se apartó para no contaminar la escena con la ceniza.

Advirtió que el superintendente y el capitán Bellows habían vuelto a sus despachos. Se relajó al ver que no tendría que lidiar con los jefes. Él los llamaba Gorras de Espagueti, por esos estúpidos cabos de cuerda náutica que decoraban las alas de sus sombreros. Cook no tenía tiempo para esa clase de gente.

Junto a la cinta policial que rodeaba la escena del crimen había dos agentes para impedir que se acercaran mirones, periodistas y cámaras. Uno era alto, rubio y flaco, el otro de media altura y de piel y pelo más oscuros. Cook había sido duro con ellos, pero no había razón para disculparse. Les había llamado la atención por un motivo fundado, y ahora hacían bien su trabajo.

– Que no se acerque nadie -le dijo al agente rubio-. Sobre todo periodistas, ¿entendido?

– Sí, señor -contestó Dan Holiday.

– No me llames «señor», hijo. Soy sargento.

– Muy bien, sargento Cook.

– Hablo en serio. Antes habéis dejado que se acercara esa chica que ha acabado vomitando a menos de dos metros de la víctima.

– No volverá a pasar -aseguró Gus Ramone.

– Si hacéis bien vuestro trabajo, algún día llegaréis a ser los policías que creéis ser ahora.

– De acuerdo.

Cook se volvió hacia los curiosos. Había varios chicos del barrio, un par de ellos en bicicleta, y adultos que vivían cerca del jardín comunitario; una anciana con un vestido de andar por casa y un abrigo desabrochado, con las tetas caídas hasta la barriga; un veinteañero, con uniforme de guardia de seguridad, un cinturón Sam Browne y un parche de Red Company en la manga, con una mano en el bolsillo del pantalón azul. Cook dio una honda calada al cigarrillo antes de tirarlo al suelo húmedo y aplastarlo con el pie.

– Seguid así-dijo.

Volvió a acercarse al cadáver de Eve Drake, con el Stetson ladeado sobre la calva.

Una joven pasó por delante de Holiday, mirándolo coqueta. Meneaba un culo prieto embutido en sus tejanos lavados al ácido. Él siguió erguido, y las comisuras de los ojos azules se le arrugaron al sonreír.

– Menudo polvazo tiene ésa -comentó.

– Es un poco joven, Doc.

– Ya conoces el dicho: si es bastante mayor para sentarse a la mesa, es bastante mayor para comer.

Ramone no hizo más comentarios. Ya había oído otras muchas perlas de sabiduría de Holiday.

Holiday se imaginó a la joven desnuda en su cama. Luego su mente derivó, como solía ocurrir, hacia sus aspiraciones. Lo que más deseaba en el mundo era ganarse el respeto de un hombre como T. C. Cook. Quería ser un buen policía. Solía fantasear sobre el futuro de su carrera. Veía menciones de honor, medallas, ascensos. Y los despojos de guerra para el vencedor.

Ramone no tenía esas ambiciones. Él se limitaba a cumplir con su trabajo, evitando que los civiles se acercaran a la cinta policial. Mantenía su postura con los pies separados y pensaba en una mujer que había visto en la piscina de la academia con un bañador azul. Su cuerpo y su cálida sonrisa le obsesionaban desde que le estrechó la mano. Pensaba llamarla muy pronto.


Mientras Holiday y Ramone trabajaban y soñaban en Ward 6, los ciudadanos al otro lado de la ciudad se gastaban el sueldo en bares y restaurantes, comiendo carne de primera y bebiendo whisky de malta, los hombres en imponentes trajes negros con corbata roja, las mujeres con vestidos de hombros acolchados, tacones de aguja y los cardados que veían en Krystle Carrington. En los servicios de esos bares y restaurantes republicanos y demócratas dejaban de lado sus diferencias unidos en las muchas rayas de cocaína. Money for Nothing sonaba en todas las radios, y los Simple Minds iban a tocar a la ciudad. Se rumoreaba que ese fin de semana Prince iría de compras a Georgetown, y los niños ricos «punk» se anticipaban a su llegada en la tienda de ropa Commander Salamander. Los dados al arte vieron una doble sesión de Pasaje a la India y Oriente y Occidente en el Circle Theatre. En el Capital Centre, los aficionados al baloncesto veían a Jeff Ruland, Jeff Malone y Manute Bol dar una paliza a los Detroit Pistons. Los aplausos en el estadio y las risas en los bares eran ensordecedores, y también estridentes. En las fiestas se contaban chistes sobre el sida, y se hablaba de una droga nueva que llegaba a la ciudad, como la cocaína sólo que se fumaba y era una droga de negros. Fuera de las salas de prensa y entre los profesionales de las fuerzas de la ley, las violentas muertes de tres adolescentes negros en Southeast apenas se comentaban.

Y mientras los de la generación Reagan se entretenían al oeste de Rock Creek Park y en las zonas residenciales, detectives y técnicos trabajaban en el escenario del crimen entre la calle Treinta y tres y E, en el barrio de Greenway, en Southeast D.C. Esa noche húmeda y fría de diciembre de 1985, dos jóvenes agentes de policía y un detective de Homicidios de mediana edad estaban en la escena del crimen.

Cerca de la cinta policial un guardia de seguridad toqueteaba la trenza de pelo adornada con cuentas de colores que llevaba en el bolsillo como un amuleto. Luego volvería a su casa, metería la trenza en una bolsa de plástico y la guardaría en uno de los discos de su amplia colección de jazz eléctrico, junto con el pelo que había tomado de Otto Williams y Ava Simmons. El título del álbum, Live Evil, se escribía igual al derecho que al revés. Era el disco de Miles Davis que sonaba en el salón de su tío la primera vez que abusaron sexualmente de él cuando era pequeño.

Empezó a lloviznar por segunda vez esa noche. Las gotas caían con más fuerza y se veían bajo los faros de los coches. Algunos policías decían que Dios estaba llorando por la niña del jardín. Para otros era simplemente lluvia.


IN MEMORIAM

Carole Denise Spinks, 13

Darlenia Denise Johnson, 16

Angela Denise Barnes, 14

Brenda Fay Crockett, 10

Nenomoshia Yates, 12

Brenda Denise Woodward, 18

Diane Williams, 17

Загрузка...