Después de la iglesia Ramone se llevó a la familia a comer a un restaurante en la línea District. Era un lugar familiar que había sobrevivido a pesar de la invasión de las cadenas y franquicias en Silver Spring. Diego pidió filete vietnamita, su plato favorito, y Alana bebió limonada fresca y se dedicó a atravesar una y otra vez la cortina de cuentas que daba a los servicios. Les había ido bien asistir a la iglesia, y aquélla era una manera agradable de continuar el día. Además, Ramone estaba posponiendo lo ineludible.
Ya de vuelta en casa, no se cambió el traje. Le dijo a Regina que no tardaría y dejó a Diego, ahora con unos pantalones cortos, unas Nike y una camiseta de diseño Ronald Spriggs, en las pistas de baloncesto de la Tercera, donde le esperaba Shaka. Le pidió que tuviera el móvil encendido y que llamara, a él o a Regina, si iba a algún otro sitio.
Luego se dirigió en el coche a casa de Johnson. Aparcó pero no salió de inmediato. Le había dicho a Bill Wilkins que informaría a Terrance Johnson de lo que habían averiguado, y ahora casi se arrepentía de no haber dejado que fuera Garloo quien se encargara de ello. Iba a decirle a Johnson que su hijo se había suicidado, y además con la pistola de su padre. Y encima tenía que contarle que Asa era gay. No había manera de predecir cómo reaccionaría Terrance. Pero era una tarea ineludible.
Terrance debía de haberse dado cuenta de que le faltaba la pistola, y seguramente sospecharía que se la había llevado Asa. Pero su miedo sería que le hubieran robado el arma y le hubieran disparado con ella. La muerte de su hijo, junto con una extrema sensación de culpa, le había destrozado. Pero ni siquiera así se podía haber imaginado que Asa se había pegado un tiro.
Ramone no había mencionado el arma ante Wilkins ni ninguno de sus compañeros. Si llegaba a aparecer en los papeles, podrían acusar a Terrance Johnson por posesión ilegal de armas. Sólo los agentes de policía, agentes federales y miembros de seguridad especial podían tener pistolas en D.C. Johnson habría comprado la treinta y ocho en el mercado negro o a través de intermediarios en Virginia o Maryland. Legalmente había cometido un delito. Pero Ramone no pensaba denunciarlo. Johnson ya llevaba bastante carga encima. No tenía ningún sentido seguir creando sufrimientos para él, su mujer y la única hija que les quedaba.
Tampoco pensaba contárselo todo. Ramone había deducido la identidad del amante de Asa, al que en el diario llamaba RoboMan. El profesor de matemáticas del chico sostenía que Asa había ido a verle el día de su muerte buscando deberes extras para subir nota. Pero esos papeles no se habían encontrado en su taquilla, ni en su cartera ni en su cuarto. RoboMan tenía que ser un apodo de Robert Bolton. Cuando hablaron, a Ramone le había dado la impresión de que Bolton se exaltaba demasiado con el tema de encasillar a los chicos negros. Pero a quien había estado defendiendo era a Asa. Bolton estaba enamorado de él.
Ramone mencionaría sus sospechas a los agentes de Delitos Sexuales. Esas cosas estaban fuera de su dominio. Sencillamente no sabía qué hacer con lo que había averiguado. Sólo quería librarse de ello.
Pretendía ocultar información a sus compañeros de la policía así como al padre del chico. Tal como había dicho Holiday, no era un tío tan legal.
Salió del Tahoe y llamó a la puerta de Johnson. Al oír los pasos de Terrance, sintió el impulso de volver a su coche. Pero la puerta se abrió y Ramone saludó a Johnson con un apretón de manos y entró en la casa.
Dan Holiday encendió un cigarrillo y tiró la cerilla al cenicero. Estaba sentado en la barra, con un vodka con tónica delante. El grupo que le rodeaba, Jerry Fink, Bob Bonano y Bradley West, hacía el paripé bebiendo Bloody Marys. Holiday no quería engañarse. Necesitaba una copa de verdad.
El Leo's estaba vacío, con excepción de Leo Vazoulis y ellos cuatro. Fink acababa de volver de la jukebox. Se oyó una fuerte intro de metales y una voz de chica, y luego una aterciopelada voz masculina.
– It isn't what you got, it's what you give -cantó Fink, haciendo la parte de la chica.
– The Jimmy Castor Bunch -dijo Bradley West, el escritor.
– Qué va, ésta es de antes de los Bunch y esa mierda de los Troglodyte. Jimmy Castor era cantante de soul antes de meterse en esas cosas modernas.
– Vale, me he equivocado con los Bunch, pero ahí va una pregunta, por cinco dólares. ¿A qué cantante sustituyó Jimmy Castor en un grupo famoso, muy al principio de su carrera?
– A Clyde McPhatter -contestó Fink-. De los Drifters. -No.
Fink sonrió tontamente.
– ¿Bo Donaldson, de los Heywoods? -aventuró.
– Sustituyó a Frankie Lymon. Con los Teenagers.
– El pequeño yonqui -saltó Bonano. Su móvil sonaba con el tema más famoso de Ennio Morricone, pero Bonano no le hizo ni caso.
– Me debes cinco pavos -declaró West.
– Aceptas tarjetas de crédito, ¿no? -se burló Fink.
– Leo sí, así que invitas a la siguiente ronda.
– ¿No vas a contestar la llamada, Bobby? -preguntó Fink.
– Bah, será algún cliente.
– Otro cliente satisfecho de Desastres del Hogar.
– Es la imbécil esa de Potomac. No le gusta cómo le he colgado los armarios. Ya le enseñaré yo algo que cuelga bien.
– Eso porque eres italiano -comentó West.
– Antes había un puente natural de Italia a África -dijo Bonano-. ¿No os lo había dicho?
– Como su apellido acaba en vocal, se cree Milton Berle -saltó Fink.
– Berle era judío. Como tú, Jerry -dijo Bonano.
– Y su apellido termina en vocal. -Fink se limpió el mentón de vodka y zumo de tomate-. El tío Milty la tenía más grande que un burro, es lo que estoy diciendo.
Interrumpieron la conversación para cantar con Jimmy Castor, encender unos pitillos y beber.
Fink se volvió hacia Holiday.
– ¿Cómo es que estás tan callado, Doc?
– Por nada. Aunque estoy un poco acomplejado, la verdad. Al escucharos a vosotros, que sois unos Einsteins, me siento algo inferior.
– Cuéntanos un cuento de cama -pidió West.
– No tengo ninguno.
– Está muy serio por la ola de violencia que hemos tenido este fin de semana en la zona -dijo Fink.
– Sí, como el poli ese fuera de servicio que la palmó en P.G. -terció Bonano-. ¿Lo habéis leído?
– Salía en el Post -apuntó Fink-. Tú lo viste, ¿no, Doc?
Holiday asintió. Había leído la noticia de Grady Dunne el día anterior. Según el artículo, un agente de la policía del distrito había muerto en un tiroteo en P.G. County, junto con otros dos hombres. Uno de ellos era un conocido ex delincuente con antecedentes de tráfico de drogas. Al otro sólo lo identificaban como de raza negra. Romero o algo así. Holiday no recordaba el nombre.
La policía buscaba a un tercer sospechoso, al que creían autor de los disparos que mataron al agente. Era bastante revelador que no se hubiera ofrecido explicación de la presencia del agente Dunne en el lugar.
– Igual iba de infiltrado o algo así -aventuró Fink-, o estaba liado con esos tíos. Vaya, que estaba más sucio que los palominos de mis gayumbos. ¿Tú qué dices, Doc?
– No lo sé -contestó Holiday.
– Ward 9 -dijo Bonano-. Aquello es peor que Tombstone.
Holiday también había buscado en el Post alguna noticia sobre Cook, y sólo encontró un párrafo en las noticias breves de la sección Metro. Únicamente mencionaban su nombre y decían que lo habían encontrado en un coche en New Carrollton y que parecía haber muerto por causas naturales. Más tarde ya saldría la historia completa, cuando algún periodista averiguara quién era: el viejo detective obsesionado por el caso de los Asesinatos Palíndromos.
West hizo una señal a Leo para que sirviera otra ronda.
– ¿Te apuntas, Doc? -preguntó Bonano.
– No. -Holiday apuró su copa y dejó diez dólares en la barra-. Tengo trabajo.
– ¿En domingo?
– La gente también necesita transporte en domingo. -Holiday se metió el tabaco y las cerillas en el bolsillo de la chaqueta-. Chicos…
Fink, Bonano y West le vieron salir del bar, escucharon la intro de Just a Little Overcome de los Nightingales e inclinaron la cabeza con respeto hacia la belleza de la canción mientras esperaban a que Leo les preparara y sirviera las copas.
Media hora más tarde Holiday se encontraba al volante de su coche en una calle lateral de Good Luck Estates. Junto a él tenía los prismáticos de T. C. Cook, un par de barritas de granola y una botella de agua. En el suelo había un vaso grande para orinar si le hacía falta. En el maletero llevaba la palanca, una linterna de acero Streamlight Stinger, que podía servir de arma, una porra expansible, unas esposas, cinta adhesiva, una cinta métrica de tres metros, una cámara digital que no sabía usar y otras herramientas.
A varias casas de distancia se alzaba la de Reginald Wilson. Su Buick estaba aparcado en el camino particular.
Holiday no tenía ningún plan concreto. Esperar a que Wilson cometiera algún error. O entrar en su casa a buscar pruebas cuando se marchara a trabajar. Ponerlo todo patas arriba hasta dar con algo. O plantar pruebas si hacía falta. Cualquier cosa que abriera la puerta a las pruebas de ADN que relacionarían a Wilson con los asesinatos. Cook estaba seguro de su culpabilidad, y para Holiday eso era suficiente.
Estaba dispuesto a pasarse allí todo el día, y si fuera necesario el día siguiente. Había llamado a Jerome Belton, su único empleado, para decirle que se tomaba unos días libres, de manera que ahora no tenía ningún compromiso urgente, ni familia, ni amigos de verdad, ni una mujer que lo esperara en casa. Sólo tenía aquello. En su vida lo había jodido casi todo, pero tal vez pudiera hacer algo bien. Todavía le quedaba tiempo.
Diego Ramone y Shaka Brown caminaban hacia el sur por la calle Tercera. Habían terminado de jugar al baloncesto. Ninguno de los dos se había concentrado mucho en el juego y solamente se habían empleado a fondo en un partido. Luego se sentaron contra la alambrada y estuvieron charlando de su amigo, del secreto con el que había vivido y la manera en que había elegido morir. Diego había prometido a su padre que jamás mencionaría lo de la pistola, y cumplió su palabra. Pero sobre todo los chicos se quedaron mirando el día, o a los latinos que jugaban en el campo de fútbol, o a algún vecino al que conocían que paseaba por el parque o por la calle, porque no sabían muy bien qué decir.
– Bueno, mejor me voy a casa -comentó Diego.
– ¿Por qué? Si no tienes deberes.
– La semana que viene empiezo en mi antiguo colegio.
– Pero eso es la semana que viene. Ahora mismo no tienes nada.
– Pues he estado leyendo un libro, aunque no te lo creas. Se llama Valor de ley, y me lo dio mi padre. Es bastante bueno.
– Venga ya, Dago. Sabes que en cuanto llegues a casa te vas a tirar en el sofá a ver a los Redskins. Es el día Dallas, chaval.
– Es verdad.
Pasaron junto a las tiendas y al llegar a la barbería entrechocaron sus puños.
– Hasta luego, colega.
– Hasta luego.
Shaka se dirigió hacia el oeste, en dirección a casa de su madre, botando el balón con la mano izquierda y la mano derecha a la espalda, como le había dicho el entrenador. Diego subió por Rittenhouse hacia la casa amarilla de estilo colonial que siempre había sido su hogar.
Su madre estaría en la cocina, empezando a preparar la cena o echándose una siesta en el sofá del salón, lo que ella llamaba descansar los ojos. Alana estaría leyendo su libro infantil de conejos, o haciendo las voces de todas sus muñecas en su habitación. Y Diego esperaba que su padre hubiera llegado ya a casa. Estaría ahora en su butaca, viendo el partido de los Skins contra los Cowboys, dando puñetazos en el reposabrazos acolchado y chillándoles a los jugadores, apartándose el pelo de la frente y acariciándose el bigote.
Diego se detuvo de pronto. El Tahoe de su padre estaba en la calle, y el Volvo de su madre, en el camino particular. La bicicleta de Alana, con los flecos en el manillar, estaba en el porche.
Todo estaba donde debía estar. Diego se acercó a la casa y tocó el pomo de la puerta, cálido bajo el sol de la tarde.