Dos hombres bebían despacio de sus botellas en un bar. Era un día cálido y habían abierto la puerta para refrescar y airear el ambiente. Beenie Man sonaba en el estéreo, y un hombre y una mujer bailaban perezosamente en el centro de la sala.
– ¿Cómo has dicho que se llamaba? -preguntó Conrad Gaskins.
– Red Fury -contestó Romeo Brock. Dio una calada a un cigarrillo Kool y exhaló el humo despacio.
– No es un nombre muy común.
– No es su nombre auténtico. En la calle ya le llamaban Red, por la piel tan clara que tenía. Y lo de Fury es por el coche.
– ¿Tenía un Mopar?
– Era de su mujer. Hasta tenía la matrícula personalizada. «Coco», ponía.
– Vale, ¿y qué pasó?
– Pasó de todo. Pero yo estaba pensando en el asesinato. Red se cargó a un tío de un tiro en el House of Soul, un restaurante de comida para llevar de la calle Catorce. Coco le estaba esperando en el coche. Red salió muy despacio, con la pistola todavía en la mano, se metió en el coche con toda la calma del mundo y la otra lo puso en marcha como si se fueran de paseo un domingo. Por lo visto ninguno de los dos tenía ninguna prisa, como si no hubiera pasado nada.
– Pues vaya gilipollez, cometer un asesinato con un coche de matrícula personalizada.
– Al tío no le importaba. Joder, si lo que quería era que la gente supiera quién era.
– ¿Era un Fury deportivo?
Brock asintió.
– Rojo y blanco. Un setenta y uno, con los faros esos retráctiles. Ocho cilindros en uve, carburador de cuatro cuerpos. Y más rápido que la hostia.
– ¿Y por qué no le llamaban Red Plymouth?
– Porque Red Fury suena mucho mejor. Red Plymouth no es lo mismo.
Romeo Brock dio un buen trago a la botella fría de Red Stripe. Llevaba un revólver cargado por dentro de los pantalones, bajo una camisa roja con los gastados faldones por fuera. En la pantorrilla se había atado un picador de hielo con un corcho en la punta.
El negocio estaba situado en una parte de Florida Avenue que pronto se reconstruiría, al este de la calle Siete, en Le Droit Park, y los dueños eran unos inmigrantes africanos. En el cartel de la puerta había pintada una bandera de Etiopía, y la imagen de Haile Selassie colgaba junto a los licores detrás de la barra.
El bar, al que llamaban Hannibal's porque era el nombre del encargado nocturno, servía mayormente a jamaicanos, lo cual atraía a Brock. Su madre, que trabajaba limpiando en un hotel junto a la línea District, había nacido y crecido en Kingston. Brock se consideraba jamaicano, pero jamás había puesto el pie en Jamaica. Era más norteamericano que los dólares y la guerra.
Junto a Brock, en un taburete forrado de cuero, estaba Conrad Gaskins, su primo mayor. Gaskins era bajo y fuerte, de anchos hombros y brazos musculosos. Tenía ojos asiáticos y rasgos prominentes. Por la mejilla izquierda le corría en diagonal la cicatriz de una cuchilla, adquirida en prisión. No le desmejoraba ante las mujeres, y para los hombres era una advertencia. Apestaba a sudor. No se había cambiado la ropa de trabajo, con la que llevaba todo el día.
– ¿Y cómo la palmó? -preguntó.
– ¿Red? -dijo Brock-. Pues en tres meses había cometido tantos asesinatos, agresiones y secuestros, que ya ni siquiera podía llevar la cuenta de sus enemigos.
– El tío no paraba.
– Joder, al final andaban detrás de él tanto la policía como la mafia. Conoces a la familia Genovese de Nueva York, ¿no?
– Claro.
– Pues andaban detrás de su culo negro, para darle matarile, o eso dicen. Por lo visto, sabiéndolo o sin saberlo, se cargó a un tío que estaba conectado. Supongo que por eso se marchó de la ciudad.
– Pero lo pillaron -concluyó Gaskins.
– A todo el mundo acaban pillándolo, ya lo sabes. La cosa es lo que haces hasta entonces.
– ¿Fue la policía o los Corleone?
– Lo pescó el FBI en Tennesee, o en West Virginia, no sé. Lo pillaron durmiendo en un motel.
– ¿Lo mataron?
– Qué va. La espichó en la prisión federal. En Marion, creo. Unos blancos se lo cargaron.
– ¿La Hermandad Aria?
– Ésos. En aquel entonces los blancos estaban separados de los negros. Pero ya sabes que algunos de los guardas de la prisión Marion estaban liados con la hermandad esa de la supremacía blanca. Algunos vieron que los guardas pasaron cuchillos a los de la hermandad, justo antes de que arrinconaran a Red en el patio. Claro que él los mantuvo a raya una hora entera con la tapa de un cubo de basura. Hicieron falta ocho cabrones de aquellos para matarlo.
– El tío era una fiera.
– Desde luego. Red Fury era todo un hombre.
A Brock le gustaban las viejas historias de proscritos como Red, hombres sin la más mínima consideración hacia la ley, hombres a los que no les importaba morir. La vida sólo vale la pena cuando otros hablan de ti en los bares y las esquinas después de palmarla. Si no, no tienes nada de especial, porque todo el mundo, tanto la gente de bien como los criminales, acaba convertido en polvo. Sólo por esa razón era importante dejar la huella de un nombre famoso.
– Acaba la cerveza -dijo Brock-. Tenemos cosas que hacer.
Ya en la calle se dirigieron al coche de Brock, un Impala SS negro del noventa y seis. Estaba aparcado en Wiltberger, una manzana de anodinas casas adosadas que tenían a la puerta una pequeña entrada, ni siquiera un porche, una calle más propia de Baltimore que de Washington. Wiltberger pasaba por detrás del Howard Theater, en otros tiempos escenario de artistas de la Motown y Stax y cómicos itinerantes, la versión al sur del Mason Dixon Line del Apollo de Harlem. Era una ruina quemada desde la época de los disturbios, y ahora estaba rodeado por la alambrada de una constructora.
– Parece que al final van a hacer algo en el Howard -comentó Gaskins.
– Harán lo que hicieron en el Tivoli. Lo que quieren es cargarse la puta ciudad, te lo digo yo.
Salieron de LeDroit, cogieron la autopista Northeast para llegar a Ivy City por New York Avenue. Hacía muchos años que era una de las peores zonas de la ciudad, apartada del camino habitual de la mayoría de los residentes y por lo tanto ignorada y olvidada, un nudo de callejuelas plagadas de naves industriales, casas en ruinas y bloques de ladrillo con puertas y ventanas de contrachapado. Era hogar de prostitutas, fumetas, drogadictos, camellos y vagabundos. Ivy City estaba enmarcada por la Universidad Gallaudet y el cementerio Mount Olivet, con una apertura al barrio de Trinidad, en otros tiempos cuartel general del narcotraficante más famoso de la ciudad, Rayful Edmond.
Ahora por toda la ciudad se compraban y restauraban inmuebles, en zonas adonde los escépticos habían jurado no volver jamás: en Northeast y Southeast, Petworth y Park View, LeDroit y la zona de los muelles en torno a South Capítol, donde se iba a construir el nuevo estadio de béisbol. Incluso allí, en Ivy City, se veían carteles de «Se vende» y «Vendido» en edificios de aspecto indeseable. Bloques en ruinas, donde habían anidado los okupas, los yonquis y las ratas, se derribaban por dentro para hacer apartamentos. Se compraban casas para derruirlas seis meses más tarde. Los trabajadores habían empezado a quitar la madera podrida, poner cristales en las ventanas y aplicar capas de pintura. Se subían cubos de alquitrán para rehacer los tejados. Y los agentes de las inmobiliarias paseaban por las aceras, mirando nerviosos el entorno y hablando por el móvil.
– ¿También van a arreglar este nido de mierda? -preguntó Gaskins.
– Pues sería como tapar un balazo con una tirita, la verdad.
– ¿Dónde están los chicos?
– Siempre andan por aquella esquina. -Brock condujo despacio por Gallaudet Street, siguiendo una hilera de pequeñas casas de ladrillo frente a una escuela cerrada.
Por fin paró el SS.
– Ahí está Charles -dijo, señalando con el mentón a un chico de trece años que llevaba pantalones hasta la pantorrilla, un polo de rayas azules y blancas y unas Nike azules y blancas también-. Se cree muy listo, el chaval, dándome esquinazo.
– No es más que un crío.
– Todos lo son. Pero verás qué pronto maduran. Hay que machacarlos ahora para que no se les ocurra rebelarse luego.
– No tenemos por qué ir abusando de unos niños, primo.
– ¿Por qué no?
Brock y Gaskins salieron del coche y echaron a andar por una acera llena de grietas y malas hierbas. Los residentes, sentados en los escalones frente a sus casas o en sillas plegables en jardines de tierra, los miraron acercarse a un grupo de chavales reunidos en la esquina de las calles Gallaudet y Fenwick. Eran chicos de esquina, y allí estaban siempre los días que no iban al colegio y gran parte de las noches.
Al ver a Brock, alto y fuerte bajo la camisa roja de rayón, echaron a correr, con más ganas que si los persiguiera la policía. Sabían quiénes eran Brock y Gaskins y sabían a lo que iban y de lo que eran capaces.
Dos de los chicos no huyeron, porque sabían que al final sería inútil. El mayor de los dos se llamaba Charles, el otro era su amigo James. Charles lideraba un irregular grupo de niños y adolescentes que vendían marihuana exclusivamente en aquella parte de Gallaudet Street. Empezaron vendiendo por diversión y porque querían ser gánsteres, pero ahora se encontraban con un floreciente negocio en las manos. Compraban a un proveedor de la zona de Trinidad, que ya tenía sus propios camellos, algunos de los cuales trabajaban calladamente en Ivy City, pero al proveedor no le importaba que los chicos tuvieran una esquina, mientras compraran su producto y lo pagaran. Los chicos de Charles vendían las posturas en pequeñas bolsitas de plástico con cierre.
Charles intentó mantener la pose cuando se le acercaron Brock y Gaskins. Aunque James no retrocedió, tampoco miró a Romeo Brock a los ojos.
Brock era treinta centímetros más alto que Charles. Se acercó y le miró desde arriba. Conrad Gaskins les dio la espalda y, cruzado de brazos, se quedó mirando a los residentes que contemplaban la escena desde el otro lado de la calle.
– Joder, Charles. Pareces sorprendido de verme.
– Sabía que vendrías.
– Y entonces, ¿por qué te sorprendes? -Brock le dedicó su radiante y amenazadora sonrisa. Sus rasgos eran afilados y angulosos, acentuados por una perilla muy cuidada. Tenía las orejas puntiagudas. Le gustaba vestir de rojo. Parecía un demonio.
– Estuve allí -dijo Charles-. Fui donde dijiste.
– De eso nada.
– Habíamos quedado en la esquina de Okie y Fenwick a las nueve. Y yo fui.
– Yo no dije nada de Okie de los cojones. Dije Gallaudet y Fenwick, donde estamos ahora mismo. Te lo puse muy facilito para que no te confundieras.
– Dijiste Okie.
Brock le dio una fuerte bofetada en la cara. Charles retrocedió un paso y puso los ojos en blanco. Se le agolparon las lágrimas en los ojos y frunció los labios. Para arrebatarle el orgullo a un chaval, Brock sabía que la mano abierta era más efectiva que el puño cerrado.
– ¿Dónde habíamos quedado?
– Yo… -Charles no podía hablar.
– Joder, ¿te vas a echar a llorar?
Charles negó con la cabeza.
– ¿Eres un hombre o una nenaza?
– Soy un hombre.
– «Soy un hombre» -repitió Brock-. Pues si eres un hombre, menuda mierda de hombre.
A Charles se le escapó una lágrima que corrió por su mejilla. Brock se echó a reír.
– Coge el dinero y acabemos de una vez -dijo Gaskins, todavía de espaldas.
– Te lo voy a preguntar otra vez. ¿Dónde habíamos quedado, Charles?
– Aquí.
– Bien. ¿Y por qué no estabas?
– Porque no tenía pasta.
– Pero sigues en el bisnes, ¿no?
– Acabo de comprar la mandanga. Voy a tener pasta pronto.
– Ah, que vas a tenerla pronto.
– Sí. En cuanto mueva la mierda.
– Y entonces, ¿qué es ese bulto que tienes en el bolsillo?
Y no me vayas a decir que es la polla porque ya hemos quedado en que no tienes polla.
– Déjale en paz -terció James.
Brock miró al menor de los dos chicos, que no podía tener más de doce años. Llevaba trenzas bajo una gorra de NY vuelta de lado.
– ¿Has dicho algo? -preguntó Brock.
James alzó el mentón y por primera vez le miró a los ojos. Tenía los puños apretados.
– He dicho que dejes en paz a mi colega.
Los ojos de Brock se arrugaron en las comisuras.
– Míralo. Eh, Conrad, aquí el chico tiene cojones.
– Ya lo he oído. Vámonos.
– Pero aquí estoy -se defendió Charles desesperado-. No me he largado. Llevo todo el día esperándote.
– Pero me has mentido. Y ahora te voy a tener que dar tu medicina.
– Por favor.
– Mira el niñito, cómo suplica.
Brock agarró el bolsillo derecho de los tejanos bajos de Charles y dio un tirón tan violento que el chico cayó al suelo. Los pantalones se rompieron, dejando al descubierto el bolsillo interior.
Brock se lo arrancó y le dio la vuelta. Encontró dinero y algunas bolsitas de marihuana. Tiró la hierba y contó el dinero. Frunció el ceño, pero se lo guardó de todas formas.
– Una cosa más.
Y, enseñando los dientes, le dio una patada al chico en las costillas. Luego otra. Charles rodó de lado, echando bilis por la boca abierta. James apartó la mirada.
Gaskins tiró del brazo de Brock y se interpuso entre el chico y él. Se quedaron mirando el uno al otro hasta que se apagó el fuego que tenía Brock en la mirada.
– Las cosas podían haber sido más fáciles -dijo Brock, moviendo la cabeza-. Estaba dispuesto a repartir, sólo quería la mitad. Pero tenías que mentirme y joderla. Y ahora fijo que estarás pensando: «Tenemos que cargarnos a este hijo de puta. Vamos a ir a por él, o vamos a encontrar a alguien que pueda con él y se va a enterar el cabrón.» -Brock se enderezó la camisa-. Pues ¿sabes qué? Que ni lo sueñes. No eres bastante hombre para venir a joderme. Y no tienes a nadie que te proteja. Si conoces a alguien con cojones para eso, estará muerto o en el talego. Si tuvieras a alguien en tu vida a quien le importaras una mierda, no estarías en esta esquina. Así que ¿qué es lo que tienes? Tu puto culo y nada más.
Charles no dijo nada, su amigo tampoco.
– ¿Cómo me llamo?
– Romeo -contestó Charles, con los ojos cerrados de dolor.
– Volveremos por aquí.
Brock y Gaskins volvieron al Impala SS. Ninguno de los mirones había levantado un dedo por ayudar a los chicos, y ahora desviaban la vista. Brock sabía que ninguno hablaría con la policía. Pero no estaba satisfecho. Era demasiado fácil, no valía la pena el esfuerzo para un hombre de su reputación. No había sido un reto, y el dinero era calderilla.
– ¿Cuánto hemos sacado? -preguntó Gaskins.
– Cuarenta pavos.
– No veo que valga la pena.
– No te preocupes, que ya sacaremos más.
– A mí me parece que lo que hacemos es maltratar niños y mierdas de ésas. ¿Adónde vamos con todo esto, primo? ¿De qué va esto?
– Dinero y respeto.
Se metieron en el coche.
– Vamos a Northwest -declaró Brock-. Tengo un par de citas más.
– Yo no. Yo me tengo que levantar antes de que amanezca. A menos que me necesites.
– Te dejo en tu casa. De esto me puedo encargar yo solo.
Brock llamó por el móvil y puso en marcha el Impala.
Poco después de que Brock y Gaskins salieran del barrio, un coche patrulla bajaba despacio por Gallaudet. El conductor, un agente blanco de uniforme, miró a los residentes delante de sus casas y al chico de la esquina, que estaba ayudando a otro muchacho a ponerse en pie. El policía pisó el acelerador y siguió su camino.