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Los detectives Ramone y Green recorrían el pasillo central de las oficinas de la VCB, una nave sin ventanas con varios cubículos y mesas más o menos alineadas, el cuartel general de docenas de detectives con casos de asesinato y, como algunos decían, casos de víctimas que aún no habían muerto pero estaban bien jodidas. Mientras avanzaban, los pocos detectives que estaban en la oficina les lanzaron algunas felicitaciones y alguna broma a expensas de Ramone. Los comentarios aludían al hecho de que Green había hecho el trabajo sucio y Ramone se llevaría el mérito de cerrar el caso. A Ramone no le importaba. Todo el mundo tiene sus puntos fuertes, y el de Green eran los interrogatorios. Se alegraba de haber contado con su ayuda. Cualquier cosa para llegar a buen puerto. De hecho, el asunto había ido rodado en todos los aspectos desde el principio.

El día anterior Ramone estaba de turno cuando el administrador de un bloque de apartamentos llamó para denunciar que había encontrado un cadáver en el umbral de uno de los pisos. Encargaron el caso a Ramone. Rhonda Willis, lo más parecido a una compañera que había tenido jamás, le ayudaría.

Los agentes de patrulla y un teniente del Distrito Siete esperaban en la calle cuando llegaron Gus Ramone y Rhonda Willis. El escenario del crimen era un apartamento de la tercera planta de un edificio de Cedar Street, Southeast, uno de varios bloques de pisos-caja que corrían a ambos lados de una corta manzana que empezaba en la calle Catorce y terminaba en un patio.

Varias horas más tarde, cuando se llevaron el cadáver, Ramone y Willis se quedaron en el salón del piso, bastante callados, comunicándose más que nada con los ojos. Una pareja de agentes de uniforme montaba guardia en la puerta, en una escalera que olía ligeramente a humo de marihuana y fritanga. Mientras los técnicos y el fotógrafo trabajaban en silencio y con diligencia, Ramone miraba la mesa de comedor en una zona del salón, junto a la puerta de la cocina.

Lo que más le interesó fue la bolsa del supermercado, de la que se habían volcado sobre la mesa varios artículos, incluso los alimentos perecederos, lo cual significaba que la víctima acababa de llegar de la compra y no había tenido tiempo de meter la leche, el queso y el pollo en la nevera. La apuñalaron cerca de la mesa, calculó, puesto que había gotas de sangre en la alfombra marrón y un rastro que llevaba hasta la puerta. Luego mucha sangre en la alfombra junto a la puerta. Probablemente había acudido allí a pedir ayuda antes de desplomarse.

La compra también le llamó la atención en otro aspecto. Además de los alimentos básicos había varias golosinas: natillas, regaliz de colores, barritas de crema de cacahuete, Choco Krispies. Vale, no era una madre muy preocupada por la nutrición. Era una de esas madres que se gastan el dinero en dar gusto a sus hijos.

A Ramone le recordó a su mujer, Regina, que jamás volvía de la compra sin chucherías para su hijo Diego, aunque el chico era ya adolescente, y su hija Alana, de siete años. Le reprochaba sobre todo su manera de mimar a Diego: se dejaba tomar el pelo, no podía estar enfadada con él más de unos minutos, y siempre le concedía todos sus caprichos. Bueno, si lo peor que puedes decir de tu mujer es que quiere demasiado a tus hijos, tampoco es para quejarte.

A los hijos de la víctima los había recogido su tía del colegio para llevarlos a casa. A Diego todavía iba a buscarle al instituto casi siempre su devota madre, a pesar de que Ramone le tenía advertido que lo iba a convertir en un blando.

Menos mal que los hijos de la víctima no habían visto muerta a su madre. Había recibido múltiples puñaladas en la cara, los pechos y el cuello. La inmensa cantidad de sangre provenía de la yugular. Las heridas de defensa se manifestaban en varios cortes en los dedos y una cuchillada limpia en la palma de la mano. Había vaciado los intestinos, y los excrementos manchaban de marrón su uniforme blanco.

Ramone y Willis recorrieron el apartamento, procurando no molestar a los técnicos del laboratorio móvil. Aunque todavía tenían que comparar sus observaciones, ambos habían llegado a similares conclusiones. La víctima conocía a su asaltante, puesto que no había señales de que hubieran forzado la entrada. El apuñalamiento se produjo a unos seis metros dentro de la casa, junto a la mesa. La víctima había dejado pasar al asesino. El asesinato no estaba relacionado con las drogas, ni habían querido eliminar a un testigo, ni era una venganza entre bandas rivales. Las puñaladas solían ser casi siempre un asunto personal, muy raramente tenían que ver con el bisnes.

El bolso de la víctima estaba en la mesa de la cocina, pero no había ni cartera ni llaves. El administrador, cuando le preguntaron, contó que la fallecida, Jacqueline Taylor, conducía un Toyota Corolla último modelo. El coche no estaba aparcado en la calle en ese momento. Ramone dedujo que el asaltante se había llevado el dinero, las tarjetas de crédito, las llaves del coche y el coche. Desde la perspectiva policial era una ventaja, porque si el asesino utilizaba las tarjetas de crédito, se le podría seguir el rastro. De la misma manera, sería más fácil encontrarlo con un coche robado.

La víctima vivía sola con sus hijos. En un cajón de la cómoda había algunas prendas de ropa, ropa interior en su mayoría, camisetas de talla extra grande y calzoncillos de la talla 34. Esto indicaba que algún hombre acudía con frecuencia a la casa, pero no residía allí permanentemente. En el segundo dormitorio había dos camas individuales, una decorada con motivos florales y la otra con cascos de los Redskins. La habitación estaba llena de muñecas, figuritas de acción, peluches y material deportivo, incluido un balón de baloncesto en miniatura y uno de fútbol K2. En el salón, en una mesita, se veían fotografías de los niños en el colegio, un chico y una chica.

La víctima era enfermera. En su armario tenía un uniforme, y también llevaba uno puesto cuando la encontraron. El administrador confirmó que era enfermera del D. C. General. Ahora estaría en ese mismo hospital, sobre una sábana de plástico en la morgue.

En el primer sondeo no surgieron testigos. Sin embargo, en el tejado del edificio había una cámara de seguridad, apuntando a la entrada. Si había cinta en la cámara, y estaba grabando en su momento, tendrían buen material para ponerse en marcha. El administrador, un tipo flaco vestido de negro de la cabeza a los pies, aseguró que la cámara «solía» funcionar. Le olía el aliento a alcohol a las tres de la tarde. Era un pequeño detalle, pero suficiente para que Ramone dudara de su palabra. Lo más probable era que la cámara no estuviera operativa. Aun así, lo comprobaría. Habría que cruzar los dedos.


Para su sorpresa, la cámara estaba en perfectas condiciones. En la cinta aparecía la clara imagen de un hombre saliendo del edificio. La hora marcada en la grabación confirmaba que la salida se había producido en torno al momento de la agresión.

– Es su ex marido -comentó el administrador, viendo la cinta por encima del hombro de Ramone, la imagen en la pantalla clara como el agua-. Viene de vez en cuando a ver a los chicos.

Ramone buscó el nombre de William Tyree en la base de datos. Tyree no tenía antecedentes criminales ni detenciones previas. Ni siquiera cuando era menor de edad.

Ramone y Williams convocaron a la hermana de la víctima para que viera la cinta. La hermana dejó a los niños en la guardería de la comisaría e identificó en la sala de vídeo al hombre que salía del bloque: era William Tyree, segundo marido de Jacqueline Taylor. Últimamente estaba algo alterado, sostenía la hermana, exasperado porque no encontraba trabajo de ninguna manera. Además, Jackie había empezado a salir con otro hombre, un obrero eventual de la construcción llamado Raymond Pace, y aquello exacerbó la depresión de Tyree. Pace tenía antecedentes, había cumplido condena por homicidio involuntario y, según la hermana, «no era bueno» con los hijos de Jackie. Ramone supuso que las camisetas y calzoncillos encontrados en la cómoda de Jacqueline Taylor eran de Pace.

Se puso vigilancia ante el piso de Tyree en Washington Highlands hasta que llegara la orden de registro. Ramone pasó el número de matrícula del Corolla a los coches patrulla, junto con una descripción de Tyree. Luego fue a ver a Raymond Pace a su lugar de trabajo. Pace no pareció sentir demasiado la noticia de la muerte de Jacqueline, y de hecho tenía toda la pinta de ser el indeseable que su hermana había descrito. Pero el capataz de Pace y un par de compañeros respaldaban incuestionablemente su coartada. En cualquier caso, la cinta de vídeo era muy clara. William Tyree encajaba como sospechoso.

A medianoche Tyree todavía no había vuelto. Ramone y Willis tenían el turno de ocho a cuatro y acumularon muchas horas extras ese día. Se fueron a sus respectivas casas y acudieron de nuevo a las ocho en punto de la mañana siguiente. Poco después, un agente de patrulla encontró la matrícula del Corolla en una calle de Southeast y envió por radio la localización.

El Corolla estaba aparcado cerca de Oxon Run Park, en una popular zona de trapicheo de drogas. Un residente del bloque se acercó a Ramone y a Willis, que estaban junto a los agentes que buscaban huellas en las puertas del Corolla, y les preguntó si buscaban al hombre que había aparcado el coche. Ramone dijo que sí.

– Se ha metido en esa casa de ahí -informó el hombre, señalando con un dedo un edificio de ladrillo en la parte más alta de la calle-. Todo el día está entrando y saliendo gente.

– ¿Se meten heroína? -preguntó Ramone, queriendo saber qué tipo de drogadicto encontraría en el edificio.

El residente negó con la cabeza.

– Le dan a la pipa.

Ramone, Willis y varios agentes uniformados fueron a la casa con las pistolas preparadas, pero no llegaron a sacarlas. Tyree estaba en el rellano del segundo piso, en mitad de una nube de humo con otros dos fumetas.

– ¿William Tyree? -dijo Ramone, sacando un par de esposas mientras subía por las escaleras.

Al ver a los policías y oír su nombre, Tyree extendió las manos. Le esposaron sin incidentes. En el bolsillo le encontraron las llaves del coche de Jacqueline Taylor y su cartera.

Todo había sido muy fácil, incluso la detención.


En la oficina del fondo se encontraban Ramone, Green y el teniente Maurice Roberts, un joven y respetado jefe de la VCB, sentados en el sofá, inclinados hacia un teléfono sobre una mesa de plástico. El altavoz estaba conectado y se oía la voz del ayudante del fiscal, Ira Littleton, que hacía redundantes comentarios sobre la detención y el interrogatorio. Ramone y Green ya seguían aquellas consignas cuando Littleton todavía veía los dibujos animados los sábados en pijama. La mayoría de los detectives de Homicidios guardaban buena relación con los magistrados de la oficina del fiscal de Estados Unidos.

Era una cordialidad necesaria, por supuesto, pero más allá del obligatorio espíritu de cooperación, solían forjarse amistades sinceras. Littleton, joven y relativamente inexperto e inseguro, no era uno de los fiscales que los detectives respetaran o considerasen amigos.

– Yo preferiría una confesión explícita y completa -decía Littleton-, y no que se limite a admitir que ayer llevaba ropa manchada de sangre.

– Ya -dijeron Ramone y Green casi al unísono.

– No tenemos suficiente para retenerlo por el asesinato -insistió Littleton.

– De momento podemos acusarle del robo del coche -sugirió Ramone-. Y también de posesión de propiedad robada, por la cartera y sus contenidos. Eso es suficiente para retenerlo.

– Pero yo quiero acusarle de asesinato.

– Muy bien -cedió Bo Green, mirando a Ramone mientras hacía movimientos obscenos con el puño delante de su entrepierna.

Ramone apartó el índice y el pulgar tres centímetros, indicando el probable tamaño de la polla de Littleton.

– Sacadle la confesión. Y tomadle una muestra de ADN.

– No hay problema -dijo Ramone.

– ¿Consentirá en dar una muestra de sangre?

– Ya lo ha hecho. La tenemos -dijo Green.

– ¿Estaba drogado cuando lo detuvisteis?

– Eso parecía.

– Aparecerá en los análisis.

– Sí.

– ¿Tenía alguna marca o algo así?

– Un arañazo en la cara -contestó Ramone-. No recuerda cómo se lo hizo.

– Ella tendrá ADN en las uñas -prosiguió Littleton-. ¿Os apostáis algo?

– Nunca apuesto -declaró Ramone.

– Es casi un tiro seguro. Vamos a rematarlo.

– Bueno, de momento ha cooperado en todos los aspectos de la investigación. También ha renunciado a su derecho a un abogado. Lo único que no ha hecho es confesar directamente que él la mató. Pero lo hará.

– Muy bien. ¿Tenemos ya la bolsa del Safeway?

– Gene Hornsby está en ello -respondió Ramone.

– Hornsby es un buen tipo -afirmó Littleton.

Ramone hizo un gesto exasperado.

– Dios, espero que todavía no hayan pasado a recoger la basura -repuso Littleton.

– Yo también. -Ramone le sacó la lengua al teléfono.

Bo Green seguía moviendo el puño perezosamente.

– Tiene que ser un gol, chicos -dijo Littleton.

– ¡Sí! -exclamó Green, pensando que tal vez había sido demasiado enfático en su respuesta, aunque tampoco le importara mucho-. ¿Algo más?

– Llamadme cuando tengáis la confesión.

– Claro. -Y Ramone apagó el altavoz.

– ¿Tú has oído eso? -dijo Green-. Littleton diciendo que Gene Hornsby es un buen tipo. Casi lo ha dicho con cariño. Vamos, como si tuviera algo con él.

– A Gene no le va a hacer mucha gracia.

– Pues sí, no le hace ninguna gracia el rollo gay.

– ¿Me estás diciendo que Littleton es maricón?

– No lo sé, Gus. Eso lo captas tú mejor que yo, que parece que tengas un sexto sentido.

– Eh, que yo estoy intentando trabajar -protestó el teniente Roberts, mirando el papeleo de su mesa-. ¿Os importa?

Ramone y Green se levantaron del sofá.

– ¿Listo?-preguntó Ramone.

Green asintió.

– En cuanto pille un Mountain Dew para nuestro amigo.

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