36

Michael Tate avanzaba por la arboleda. Empezaba a anochecer y árboles y ramas habían perdido su color y eran meras siluetas contra el cielo gris. El bosque no era muy denso, y desde allí se veía la casa. Caminaba con paciencia y cuidado, sin hacer ruido apenas.

Llevaba a la espalda una pistola barata, una Taurus del nueve que le había vendido Nesto. No sabía lo que haría cuando se colocara detrás de la casa, pero sí sabía que no pensaba matar a ninguna chica.

Raymond Benjamin estaba convencido de que Michael Tate estaba en deuda con él. Benjamin le mandaba dinero a su madre todos los meses, le había dado a Tate un trabajo, aunque Tate no era necesario y hacía poco más que sacar brillo a las ruedas de los coches recién comprados. Tate estaba en deuda y ya era hora de que se lanzara del todo y cumpliera con el rito de paso definitivo: tomar una vida con una pistola.

Pero Tate no creía deberle nada a Benjamin. Su hermano mayor, Dink, se había negado a testificar en el juicio de Benjamin, y gracias a eso pasaría en la cárcel los siguientes veinte años y saldría ya convertido en un hombre de mediana edad sin ninguna perspectiva. El dinero que Benjamin enviaba todos los meses a su madre, unos doscientos dólares, no llegaba ni para pagar la cesta de la compra. Y además, por mucho que le mandara, jamás la compensaría por la pérdida de su hijo.

Ahora Benjamin estaba a punto de meterle a él hasta las cejas en aquella vida, como había hecho con Dink hacía mucho tiempo.

Y Michael había visto las consecuencias de ello, tanto en su familia como en muchas otras, en el barrio donde se crio. No pensaba saltar a ese abismo. Además, él no creía que matar te convirtiera en un hombre. Eso eran leyendas de la calle, que en su mayoría eran una idiotez. El juego de la violencia le había roto a su madre el corazón y había robado la juventud a su hermano. Era todo lo que necesitaba saber. A él no le iba a pasar.

Tate se encontró en la línea de árboles detrás de la casa. Había luz en una de las ventanas y se veía el torso de una mujer. Tenía el pelo rizado sobre los hombros. Estaba sentada, frotándose las manos. Era la oscura silueta de una mujer en una habitación, enmarcada en la ventana, atrapada en aquel cuadrado. El perfil recortado de una criatura tensa y hermosa atrapada en una habitación.

Tate salió despacio de entre los árboles para encaminarse hacia la casa.

Chantel Richards notó una presencia y alzó la vista. Una figura avanzaba hacia la ventana. Volvió la vista a la puerta cerrada del dormitorio. Sabía que debería abrirla para avisar a Romeo. Porque seguramente era uno de los hombres que venían a por él. Pero no hizo nada. Se quedó mirando la cara del joven, que se acercaba cada vez más, hasta pegar la cara al cristal. Chantel vio en sus ojos castaños que no había ido a hacerle daño, de manera que abrió la ventana para poder hablar.

– ¿Chantel?

– No hables tan alto.

– Tú eres Chantel -susurró Tate.

– Sí.

– Yo me llamo Michael.

– ¿Has venido a matarnos?

– Si te quedas aquí, sí.

– Entonces, ¿por qué no estás disparando?

– Te estoy dando la oportunidad de salir antes de que se líe.

Chantel miró hacia la puerta de la habitación. Tate vio que le temblaba la mano, y se la tomó a través de la ventana.

– Venga, mujer -la apremió-. Lo que tenga que pasar pasará tanto si te quedas como si no. Pero si te quedas, morirás.

– Necesito mi maleta.

– Y la llave del coche -sugirió Tate.

Chantel se acercó a la cómoda en el otro extremo de la habitación. Allí miró algo en el suelo, vaciló y por fin se inclinó para recoger una maleta. Volvió hacia la ventana, y Tate se hizo cargo del equipaje y luego la ayudó a salir, tomándola en brazos y bajándola suavemente hasta que sus pies tocaron el suelo.

Tate le miró los pies. Llevaba unas sandalias de leopardo con tacones de diez centímetros. Había visto una fotografía de aquel mismo modelo en una revista.

– Vamos hacia el bosque -indicó-. ¿No llevas en la maleta otros zapatos? Esas Donald Pliner deben costar unos doscientos cincuenta dólares.

– No tengo más zapatos, no. -Chantel le miró interesada-. ¿Cómo sabes que son unas Pliner?

– Bueno, es que me interesa la moda. No te preocupes, que no soy un bicho raro ni nada de eso.

– No me lo parecía.

– Vámonos -dijo Tate tirándole del codo y guiándola hacia la línea de árboles.

– Espero que tengas un plan.

El plan de Michael Tate era internarse en el bosque y quedarse allí esperando a que estallara el infierno. Luego bajarían a Hill Road y se marcharían en el Solara de Chantel. Aunque no sabía adónde.

– Confía en mí.

Chantel le apretaba la mano cuando se internaron en el bosque.

El agente Grady Dunne subía despacio por Hill Road. Al acercarse a la bocacalle hacia la casa de Brock, advirtió los muchos coches. Estaba el SS de Brock, y el Toyota rojo que según Brock pertenecía a la chica. Y mucho más atrás, un Mercedes de la serie S y un Maxima último modelo. Dunne apagó el motor. Pensó en llamar a Brock al móvil, pero al final no lo hizo. Si los dueños de los coches eran los que habían venido a reclamar su dinero, como Brock había predicho, era posible que ya estuvieran en la casa. Dunne prefería mantener el efecto sorpresa.

Sacó su Glock del diecisiete oficial y la metió bajo el asiento del Explorer. Allí tenía su última adquisición, una Heckler amp; Koch del cuarenta y cinco, de diez disparos, que le había confiscado a un sospechoso en Park View. Tenía el número de serie borrado. Se la enfundó donde antes llevaba la Glock y salió del SUV.

Recorrió el camino de grava, furioso y cargado de adrenalina. Aquel tipo que decía ser ex policía, el chófer que pretendía extorsionarlo, le había sacado de quicio. No, Dunne no tenía de qué preocuparse. No había mentido acerca de la noche en Oglethorpe. Llevaba en el coche a una confidente, una bailarina prostituta que conocía, y ella le había hecho una mamada junto a las vías del metro. Los de Asuntos Internos podían buscarle las cosquillas si les apetecía, pero la chica jamás testificaría. Dunne ignoraba aquella noche que hubiera un cadáver en el jardín. Cuando se enteró, fue al escenario del crimen, habló con los agentes de Homicidios y comprobó que nadie sabía de su presencia en el lugar la noche anterior. En cuanto al tipo de la gasolinera sobre el que el chófer le había preguntado, Dunne no sabía quién era.

La rabia era buena, le mantendría a punto para la tarea que le esperaba.

Romeo Brock había sido un problema, aunque no era culpa de Dunne. Él había tenido cuidado en sus tratos con Brock y su primo Gaskins. El confidente de Dunne, Lewis Cara de Pez, le había hablado de un tal Romeo Brock, un joven de grandes ambiciones que se jactaba de ellas a voces en el Hannibal's, un bar de Florida Avenue. A través de Cara de Pez Dunne le pasaba información a Brock con respecto a los traficantes independientes y sin protección a los que se podía atracar sin demasiado miedo a las consecuencias. Dunne no se encargaba personalmente de estos traficantes, ni dejaba que le vieran con Brock o Gaskins. Lo había aprendido de aquellos dos policías de Baltimore, a los que habían empapelado ese mismo año precisamente por cometer aquel error. Deberían haber sabido que al final alguien acabaría traicionándoles y poniendo fin a la fiesta. Dunne era más listo. Después de los robos pasaba con el coche por la zona para asegurarse de que todo estaba tranquilo. Pero jamás participaba en el crimen, sólo de los beneficios.

Ahora Brock, ansioso por crearse una reputación, le había pegado un tiro a un tipo sin razón alguna y se había llevado a la mujer de otro. Dunne pensaba ir a ver a Brock y a Gaskins esa tarde para llevarse su parte de los cincuenta mil dólares. No era común que se viera con ellos cara a cara, pero Dunne no confiaba en Cara de Pez con esa cantidad de dinero. Luego Brock le llamó para decirle que Gaskins se había largado y que podía haber problemas. De manera que Dunne se vio obligado a ir a la casa, donde no quería estar, forzado a una situación de violencia potencial y directamente involucrado. Esperaba poder resolver la situación mediante intimidación, más que mediante la fuerza. Había sido un error asociarse con Brock, pero era un error que tenía solución.

Dunne había descubierto que detrás de la placa y la pistola podía hacer cualquier cosa. Por eso se había hecho policía.

Giró y entró en el camino de grava. Sacó la cuarenta y cinco para meter una bala en la recámara. Pensaba entrar directamente. No era un criminal. Era la policía.


Romeo Brock estaba en el porche de su casa fumándose un pitillo. Tenía agarrotado el estómago y las manos le sudaban. Era consciente de su miedo, y lo aborrecía. Un hombre como él, la clase de hombre que imaginaba ser, no tenía que sentir miedo. Y a pesar de todo, tenía las manos húmedas.

Miró hacia la oscuridad. La noche había caído. Esperaba ver a Conrad volver a casa por el camino de grava. Conrad, que era fuerte de cuerpo y voluntad, sabría qué hacer. Pero Conrad no apareció.

Brock había llamado de nuevo a Dunne después de haber hablado con él anteriormente, pero esta vez le saltó el buzón de voz.

Creyó oír algo en la parte trasera de la casa. Pero serían los nervios, seguramente. O sería Chantel, que había subido el volumen de la radio. Mejor sería ir a comprobarlo.

Apagó el Kool en la baranda del porche y entró en la casa sin cerrar la puerta. El estómago le enviaba mensajes. Quiso girar el pomo del dormitorio pero estaba bloqueado, de manera que llamó a la puerta. No hubo respuesta. Terminó aporreándola con el puño.

– ¡Chantel! ¡Abre!

Brock pegó la oreja a la puerta. No se oían los pasos de Chantel, ni ninguna otra cosa excepto la radio. La canción que sonaba era una que había oído muchas veces, aquella de Been around the World. Solía gustarle, pero ahora el tema parecía burlarse de él, hablándole de lugares que jamás vería.

– Chantel -llamó con voz débil, apoyando la frente en la puerta.

Notó el cañón de la pistola en la nuca.

– No te muevas si no quieres que te salte la tapa de los sesos.

Brock no se movió. El hombre de su espalda le sacó el Colt del cinto.

– Date la vuelta, despacio.

Era un joven con una gorra azul de los Nationals ligeramente ladeada. Llevaba una automática en una mano y la Gold Cup de Brock en la otra. Se le notaba en los ojos que no vacilaría en matar.

– Por aquí -indicó Ernest Henderson, metiéndose la Gold Cup en los tejanos. Retrocedió por el pasillo sin dejar de apuntar a Brock con la Beretta. Al llegar al salón, Henderson le indicó que se sentara de frente a la puerta abierta-. Las manos en los brazos de la butaca.

Cuando Brock obedeció, Henderson le dio varias veces al interruptor de la luz. Enseguida entró en la casa un hombre guapo y alto con una Desert Eagle del cuarenta y cuatro Magnum, que miró ceñudo a Brock.

– ¿Eres Romeo?

Brock asintió.

– ¿Dónde está mi dinero?

– Está aquí-dijo Brock.

– He dicho dónde.

– En el dormitorio, en la parte de atrás. Hay dos maletas…

– ¿Hay alguien más en la casa?

– La mujer del gordo está en el dormitorio.

– ¿Y tu compañero?

– Se ha ido.

– Vamos, Nesto. -Benjamin alzó la pistola con indiferencia, apuntando a Brock-. Y comprueba todas las habitaciones. A ver si este cabrón hijo de puta nos la está jugando.

Henderson salió al pasillo y Benjamin se quedó mirando a Brock, que apartó la vista. Ambos escucharon los ruidos de Henderson mientras inspeccionaba la cocina y la habitación donde dormía Conrad Gaskins.

– El dormitorio está cerrado-informó.

– Dale una patada -repuso Benjamin.

Henderson lo intentó varias veces, gruñendo con el esfuerzo. Por fin la puerta cedió y Henderson volvió al salón con una maleta Gucci.

– Sólo hay una. Y tampoco había ninguna chica. La ventana estaba abierta, así que, si es que estaba, se ha marchado.

– Abre la maleta -ordenó Benjamin a Brock-. Dale la vuelta para que la veamos, y ábrela.

Henderson le dejó la maleta a los pies y se apartó. Romeo se inclinó para abrir la cremallera y todos se quedaron mirando la ropa de mujer que había dentro. Por un momento nadie dijo nada.

Mikey tenía el dinero, pensó Benjamin. Tenía el dinero y a la chica y estaría esperando en los coches. No se le ocurriría robarle, no después de todo lo que había hecho por Dink y por su madre.

– Chantel -dijo Brock. No estaba enfadado, sino orgulloso de ella. Esa mujer era puro fuego, y él allí, haciendo el gilipollas. Miró a Benjamin con una chispa de desafío en los ojos.

– Sí, Chantel -repitió Benjamin. Luego se volvió hacia Henderson-. No pierdas de vista a este imbécil.

A continuación se sacó el móvil del bolsillo y pulsó la tecla 3, el número de marcación rápida de Michael Tate.

Cuando oyó pasos pensó que sería él, pero al volverse vio a un hombre blanco que salía de la oscuridad del porche y entraba deprisa en la casa. Llevaba una pistola en la mano, y el brazo tenso.

– ¡Policía! -exclamó Grady Dunne-. ¡Policía! -Tenía la cara fiera, congestionada, y movía la pistola de Benjamin a Henderson-. ¡Soy policía! ¡Soltad las armas ahora mismo!

Benjamin no se movió. No tiró el arma. Miró la H amp;K que llevaba Dunne en la mano. No era una pistola de la policía.

– ¡He dicho que tires la puta pistola ahora mismo!

Ernest Henderson seguía apuntando a Brock con la Beretta. Giró la cabeza para mirar al que decía ser policía. Era rubio, y tenía hinchada la vena del cuello. Henderson esperó a que Benjamin dijera algo, cualquier cosa. Pero el jefe no le dijo qué hacer.

– ¡Tirad las armas!

Brock miró el cuello de Henderson, fijándose en el punto en el que se unía a los hombros. Y pensó: «Ahí es donde le voy a clavar el picahielos. Directamente en la columna. Hablarán de mí hasta el fin de los días, dirán mi nombre, contarán lo que hice. Que me enfrenté a dos pistolas con un trasto para cortar hielo. Yo, Romeo Brock.»

Brock se sacó el picahielos de la pantorrilla. Tal como esperaba, al sacarlo saltó el corcho de la punta. Se puso en pie, con el brazo alzado y se acercó a Henderson.

– Detrás de ti, Nesto -advirtió Benjamin con calma.

Henderson se volvió y disparó a Brock en mitad del pecho. La pistola le brincó en la mano. Brock retrocedió contra la silla y cayó braceando a través de una bruma escarlata.

Dunne disparó dos veces en dirección a Benjamin. La primera bala le atravesó el hombro y le abrió un agujero del tamaño de un puño en la espalda. La segunda, más alta por el retroceso, le tocó la arteria carótida al atravesarle el cuello.

Benjamin disparó su cuarenta y cuatro entre una nube de humo y una rociada de sangre al perfil del hombre que decía ser policía. Luego cayó, todavía disparando. Vio al hombre estrellarse contra la pared, y cerró los ojos.

Grady Dunne trastabilló hacia la puerta. Volvió la vista hacia el tipo con la gorra de béisbol, que seguía en mitad de la habitación, todavía armado. El joven sacudía la cabeza como para librarse de lo que había pasado.

Dunne intentó alzar la pistola, pero se le abrió la mano y se le cayó.

– Dios -masculló, llevándose la mano al estómago, que estaba empapado en sangre que ahora le rezumaba entre los dedos. El dolor era extremo. Atravesó la puerta y salió al porche a trompicones. Notaba aire a la espalda. Se dio la vuelta como si estuviera bailando o borracho, perdió el equilibrio y cayó de espaldas al camino de grava.

Miró las ramas de un tulipero, y más allá las estrellas.

– Agente abatido -susurró, en un hilo de voz tan débil que no se oyó ni él mismo. Tenía en la boca un regusto a sangre. Tragó y respiró deprisa, y abrió los ojos con expresión de miedo. En su campo de visión había entrado el tipo que parecía un semental. El hombre se acercó a Dunne y le apuntó al pecho. Las lágrimas le corrían por la cara.

– Nueve-uno-uno -dijo Dunne. Sintió que la sangre caliente le salía por la boca y le chorreaba por la barbilla.

El joven bajó el arma, se la metió en el cinto y la tapó con la camisa.

Dunne oyó sus pasos en la grava y luego el ruido que hacía al correr.

Se quedó oyendo los grillos, mirando las ramas y las estrellas. «No puedo morir», pensó. Pero pronto la vista y el sonido se desvanecieron, y Grady Dunne se unió a Raymond Benjamin y a Romeo Brock en la muerte.

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