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Diego Ramone se bajó del autobús 12 junto a la estación del metro y echó a andar por la línea District en dirección a su casa. No había sido un buen día en el colegio, pero sí un día típico. Se había metido en líos, como le pasaba un par de veces a la semana desde que empezó a ir a aquel instituto. Ojalá pudiera haberse quedado en su antiguo colegio, en Washington, pero su padre insistió en transferirle a Montgomery County, y desde entonces las cosas no iban bien.

El señor Guy, el subdirector, había llamado ese mismo día a su madre para decirle que Diego se había negado a entregar el móvil cuando le sonó dentro del colegio. La verdad era que se le había olvidado que lo tenía encendido. Sabía que las reglas del centro prohibían llevar el móvil encendido, pero no quiso entregarlo porque a su amigo Toby le habían quitado el teléfono por lo mismo y no se lo devolvieron en varias semanas. Así que le dijo al señor Guy:

– No, no pienso entregarlo, porque ha sido un error sin intención.

Y entonces el señor Guy lo llevó a su despacho y llamó a su madre. El subdirector declaró que podía haberle expulsado por insubordinación, pero que le iba a dar una oportunidad. Menuda oportunidad. A Diego todavía le esperaba la bronca de su padre. Además, estar expulsado era más divertido que estar en el colegio. Por lo menos en ese colegio.

Ahora atravesó un corto túnel bajo las vías del metro y cruzó Blair Road. Llevaba una larga camiseta negra en la que aparecía el Diablo de Tasmania calcado a mano por un amigo, uno de los gemelos Spriggs. Bajo la camiseta llevaba una camiseta interior Hanes. Era otoño, pero todavía hacía buen tiempo para los pantalones pirata, y los suyos eran unos Levi's Silvertab unos centímetros por debajo de la rodilla. Debajo llevaba unos boxers de SpongeBob. Hoy iba calzado con uno de los tres pares de zapatillas deportivas que tenía, unas Nike Exclusive, en blanco y azul marino.

Diego Ramone tenía catorce años.

De pronto sonó su politono de los Backyard en vivo en el Crossroads. Diego se sacó el móvil del cinto de los tejanos.

– ¿Sí?

– ¿Dónde estás, colega? -Era su amigo Shaka Brown.

– Pues cerca de la Tercera con Whittier.

– ¿Vas andando?

– Sí.

– ¿No te ha recogido tu madre?

– Me he pillado el doce.

Su madre había ido al colegio, pero Diego sabía que, si se subía al coche con ella, lo llevaría directo a casa y luego lo pondría a hacer los deberes. Tras negociar un rato, quedaron en que tomaría el autobús y luego iría andando al barrio, donde, Diego aseguró, sólo tenía planeado verse con Shaka para jugar un rato al baloncesto. El autobús le daba sensación de libertad y de ser adulto. Había prometido a su madre estar en casa antes de la hora de cenar.

– No te pega nada andar, con lo blandengue que eres.

– Corta el rollo.

– Date prisa, Dago, que tengo una pista.

– Ya voy.

– Te voy a dar una paliza.

– Sí, ya.

Diego colgó, pero antes de poder guardarse el móvil, llamó su madre.

– ¿Sí?

– ¿Dónde estás?

– Cerca de Coolidge.

– ¿Has quedado con Shaka?

– Ya te he dicho que sí.

– ¿Tienes deberes?

– Los he hecho en la hora de estudio. -Era sólo una mentira a medias. Los haría en el estudio al día siguiente.

– No tardes mucho.

– Ya te he dicho que no.

Diego colgó. Tener móvil molaba, pero también podía ser un muermo.

Shaka estaba practicando en la pista vallada entre la calle Tercera y Van Buren. Era una pista bastante buena para D.C., con cadenas en las cestas y todo, parte del centro recreativo que se extendía detrás del instituto Coolidge. Había pistas de tenis que usaban sobre todo los adultos, un campo de fútbol para los latinos y un parque infantil para los niños. Diego iba por allí desde antes de asistir al colegio Whittier, progresando desde los columpios hasta las canastas. Vivía con sus padres y su hermana pequeña, Alana, a unas manzanas al sur, en Manor Park.

– Date prisa, tío -le apremió Shaka mientras Diego atravesaba la pista-, que pienso quemar la pelota de tanto encestar.

Diego se quitó la camiseta y la dobló, guardando dentro el móvil. Sólo llevaba la camiseta interior sin mangas. Colocó el paquete en un lado de la pista, junto a la alambrada.

– A ver la bola.

Shaka le pasó la Spalding, y Diego lanzó a canasta desde media distancia. La pelota golpeó el aro sin entrar.

– ¿Listo?

– Tengo que calentar un poco más. Tú ya llevas aquí un rato.

– Pues vas a necesitar un día entero de calentamiento para alcanzarme.

– Te voy a machacar.

Pero antes de que pudieran seguir con las pullas, aparecieron los gemelos Spriggs, Ronald y Richard. Después de charlar un rato, Diego y Shaka jugaron dos a dos contra ellos. Los gemelos vivían la vida de la calle y solían buscarse líos con la policía por delitos menores, como hurtos, lo cual les daba prestigio ante los otros chicos de su edad. Diego y Shaka los consideraban viejos amigos. Se conocían desde pequeños y ahora sus caminos se habían bifurcado.

Ronald y Richard Spriggs eran tipos duros, pero no sabían jugar. Diego y Shaka ganaron todos los partidos hasta que los gemelos se marcharon, sonriendo pero no contentos, mascullando amenazas sobre «la próxima vez» y murmurando que la hermana de Shaka estaba muy buena. Se alejaron en dirección a su casa, en la calle Nueve, en los bloques detrás de la comisaría del Distrito Cuatro.

Diego y Shaka siguieron jugando una hora. Shaka era un año mayor que Diego y le sacaba unos centímetros de altura. También jugaba mejor. Pero Diego ponía entusiasmo en cualquier deporte. Estuvieron empatados hasta el último partido, que ganó Shaka.

Mientras la pelota atravesaba la canasta en un tiro inverso, sonó el móvil de Diego, con la música go-go de Girls Just Wanna Have Fun. Lo contestó enjugándose el sudor con la camiseta que lo había envuelto.

– Mamá.

– Diego, ¿dónde estás?

– En las pistas detrás de Coolidge. Estoy con Shaka.

– Vale. -Regina parecía aliviada. Diego se había cuidado de mencionar el nombre porque su madre se fiaba de Shaka más que de cualquier otro amigo-. ¿Vienes ya para casa?

– Ya mismo voy pallá.

¿Pallá?

– Que voy para allá. -Y con estas palabras, colgó.

Shaka estaba sentado de espaldas a la verja, mirando su móvil por si tenía mensajes. Llevaba una camiseta en la que salía Bob Marley fumándose un porro, como en la portada de Catch a Fire. Aunque Shaka no fumaba. Ni siquiera lo había probado. Diego y él charlaban del tema a menudo, y lo idealizaban también, pero no fumaban. Se consideraban deportistas, y tanto los padres de Diego como la madre de Shaka les habían martilleado la cabeza para convencerles de que los deportistas no se metían drogas. Ellos sabían, por supuesto, que eso no era verdad, pero lo que sí era cierto es que muchos de los amigos que habían empezado a beber un poco y a fumar hierba habían dejado de jugar al baloncesto y en clase no les iba tan bien como antes. Eso sí lo podían ver ellos mismos. Diego seguía jugando en la liga Yes de baloncesto, y tanto al fútbol como al baloncesto en el Boys Club. Shaka, ahora que estaba en el instituto, sabía que tenía que elegir un deporte si quería en serio conseguir una beca, y había escogido baloncesto. Los dos soñaban con jugar al baloncesto en la universidad y profesionalmente.

– Ya veo que llevas las Exclusive -comentó Shaka, señalando con el mentón las Nike de Diego.

– Son muy cómodas.

– Pues por muy chulas que sean, hoy no te han ayudado en nada, ¿eh?

– Es que no estaba muy fino, nada más.

– Ya. Igual te han jodido las Nike.

– Les tengo echado el ojo a las Forum nuevas. Ésas sí que son la pera.

– Tu padre no te va a dejar tener otras deportivas.

– Si saco buenas notas, sí.

Hablaron también de chicas. Hablaron de Ghetto Prince, el espectáculo go-go del domingo por la noche en la WPCG, presentado por Big G, el cantante de Backyard. Hablaron de ir a un concierto en el centro social de New Hampshire Avenue, en Langley Park. Hablaron de Carmelo Anthony, y de lo injustamente que lo habían tratado en aquel vídeo de Baltimore. Shaka sostenía que había visto a la estrella de la NBA, Steve Francis, con su amigo Bradley en Georgia Avenue. Steve se había criado en el barrio, y volvía por allí muchas veces para dar charlas a los chavales.

– Steve llevaba el Escalade ese que tiene -comentó Shaka.

Diego preguntó por las llantas y, cuando Shaka se las describió, a Diego le parecieron muy chulas.

El cielo se había oscurecido un poco. Se levantaron y recogieron sus cosas. Vieron a través de la alambrada a su amigo Asa Johnson, que se dirigía hacia el sur por la Tercera. Asa llevaba una chaqueta North Face que le llegaba hasta la mitad del muslo. Miraba al suelo, con la cabeza gacha y la frente arrugada, y caminaba a largas zancadas.

– ¡Asa! -le llamó Shaka-. ¿Adónde vas, tronco?

Asa no contestó. Apartó la cara para que no le vieran los ojos. A Diego le pareció ver que le brillaba la mejilla.

– Asa, tío, ¡espera!

Asa siguió andando. Por fin giró en Tuckerman, hacia el este.

– ¿Qué mosca le ha picado? -preguntó Diego-. Ha hecho como si no nos conociera.

– Ni idea. Además, hace calor para llevar esa North Face, ¿no?

– Iba sudando. Bah, querría fardar de chupa.

– ¿Has hablado con él últimamente?

– Este año no mucho. Como estoy en otro instituto…

– ¿Todavía juega al rugby?

– Qué va.

– Igual es que tenía prisa por llegar a su casa.

– Vive en la otra dirección.

– Entonces es que querría poner distancia -sugirió Shaka-. Su padre no le deja en paz.

– O igual sale con alguna tía.

– ¿Tú le has visto alguna vez andar con alguna tía?

– Es verdad. Pero a ti tampoco.

– Lo que pasa es que yo nunca tengo una sola. Yo tengo todo un harén.

– ¿Ah, sí? ¿Y dónde están?

– A ti te lo voy a decir.

Salieron de la pista para encaminarse hacia el sur por la Tercera. Pasaron por una pequeña zona comercial, una tienda de ropa de mujer con diseños africanos, una barbería, una tintorería y una parroquia. En la calle siguiente, en la esquina entre la Tercera y Rittenhouse, se detuvieron delante de una gran nave que ahora era una sala de fiestas y banquetes que se alquilaba para cumpleaños, aniversarios y otras celebraciones. Se llamaba sala Air Way VIP.

– Yo voy a casa de Fat Joe -dijo Shaka-. A jugar a la Play. Tiene el nuevo NC doble A.

– Mis viejos no me dejan ir a casa de Joe.

– ¿Por qué?

– Porque su padre tiene una pistola. Esa treinta y dos pequeña, ¿sabes?

– Pero no la vamos a tocar.

– Ya, pero mi padre no quiere que vaya a esa casa.

– Bueno. -Shaka chocó el puño con Diego-. Pues nos vemos, colega.

– Nos vemos.

Shaka se alejó por Rittenhouse, hacia la casa adosada de su madre en Roxboro Place. Diego fue hacia el este, en dirección a una casa colonial de estuco amarillo con un porche delante, en la cuesta a medio camino de la manzana.

El Tahoe de su padre no estaba en la calle. Diego se consideraba casi un hombre, pero todavía era lo bastante niño como para sentirse más seguro cuando su padre estaba en casa.

Ya casi había caído la tarde, y el sol poniente arrojaba largas sombras en el césped.

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