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– ¿Está bien la música? -preguntó Dan Holiday, mirando por el retrovisor a su cliente, un tipo atlético de unos cuarenta y cinco años, sentado en la parte derecha del asiento trasero.

– Está bien. -El cliente llevaba unos tejanos planchados y un blazer de marca, camisa abierta en el cuello, botas negras de cuero y un reloj Tag Heuer que tenía que haberle costado mil pavos. El tipo llevaba también uno de esos pelados caros, con el pelo disparado en todas direcciones y de punta por delante. Su aspecto decía: «Yo no tengo que llevar corbata, como vosotros, pringados, pero tengo dinero, estad tranquilos.»

Holiday le había visto salir de su casa en Bethesda mientras le esperaba en el Town Car negro. Había calculado su edad aproximada y, sabiendo que era una especie de escritor (el encargo le venía de una editorial de Nueva York que solía solicitar sus servicios), pensó que al tío le gustaría la música de su juventud, o sea, el año 1977 y más allá. Y ya había sintonizado Fred, el programa de «clásica alternativa» de la radio antes de que el tipo llegara al coche.

– Puede cambiarla si quiere -informó Holiday-. Tiene los controles de la radio ahí detrás, justo delante de usted.

Se dirigían por la autopista hacia el aeropuerto de Dulles. Holiday llevaba puesta la chaqueta del uniforme, pero no la gorra de chófer porque con ella se sentía como un botones.

Sólo se ponía la gorra cuando llevaba en el coche a grandes empresarios, políticos y otros peces gordos.

Pero con este particular cliente no vio la necesidad de mucho formalismo, y eso era agradable. Pero la música, joder, le estaba poniendo los nervios de punta. Un heroinómano berreaba por los altavoces. El escritor movía la cabeza un poco, siguiendo el ritmo mientras contemplaba los controles de la radio.

– ¿Recibe aquí satélite?

– Pongo la unidad XM en todos mis coches -replicó Holiday. «En todos.» Tenía dos.

– Bien.

– Menuda idea la tecnología GPS. Cuando estaba en la policía la utilizábamos para seguir a los sospechosos.

– ¿Era usted policía? -Aquello pareció despertar la curiosidad del cliente, que por primera vez miró a Holiday a los ojos por el retrovisor.

– En D.C.

– Tenía que ser interesante.

– Algunas anécdotas sí tengo.

– Seguro.

– Pero, bueno, cuando me retiré monté este negocio.

– Parece demasiado joven para estar jubilado.

– Trabajé los años precisos, aunque no lo parezca. Supongo que tengo buenos genes.

Holiday sacó de debajo del quitasol un par de tarjetas de visita para ofrecérselas. El tipo leyó las letras en relieve: «Servicio de coches Holiday», en antigua caligrafía inglesa. Y debajo: «Transporte de lujo, seguridad, protección.» Y luego el eslogan: «Haremos de su día laborable un día festivo.» Abajo estaba el número de contacto de Holiday.

– ¿También tiene servicios de seguridad?

– Es la rama principal del negocio, mi especialidad.

– ¿Guardaespaldas y esas cosas, eh?

– Sí.

Holiday dejaba casi todo lo de «guardaespaldas y esas cosas» a Jerome Belton, su otro chófer y único empleado. Belton, antiguo nose-guard en Victoria Tech que se había volado la rodilla en su último año, se encargaba de los trabajos de seguridad, llevando a ejecutivos de alto nivel, raperos de tercera y otros artistas que acudían a dar algún espectáculo a la ciudad. Belton era un hombretón que cuando hacía falta podía asumir una expresión seria y dura, y por tanto poseía el equipamiento necesario para el trabajo.

Holiday adelantó a un taxi por la izquierda y volvió de un volantazo a su carril. Vio por el retrovisor que el escritor se metía las tarjetas en el bolsillo del pecho. Seguramente las tiraría a la basura en el aeropuerto, pero nunca se sabía. Los negocios crecen por el boca a boca, o al menos eso le habían dicho. Una vez los tenías en el coche, lo más importante era dar buena imagen. Los artículos del asiento trasero (los periódicos perfectamente doblados, el Washington Post, el New York Times y el Wall Street Journal; la lata de Altoids; las botellas de agua mineral Evian, y la radio satélite), todo estaba ahí para dar una impresión de servicio y que el cliente se sintiera una persona muy especial, para elevarle por encima de la chusma de los taxis y el transporte público. Holiday incluso llevaba en el maletero un Washington Times, por si el cliente parecía ser de esa cuerda.

– Así que es usted escritor -comentó, intentando fingir que el tema le interesaba.

– Sí. De hecho hoy salgo para una gira de tres semanas, para presentar mi libro.

– Debe de ser un trabajo interesante.

– Puede serlo.

– ¿Es divertido estar de gira?

«¿Follas mucho?»

– A veces. Por lo general es cansado. Tanto viaje en avión te deja chafado.

– Vaya.

– Lo de la seguridad en los aeropuertos es agotador últimamente.

– Qué me va a contar.

«Será maricón.»

– A veces me horroriza.

– Ya me imagino.

«Este tío no tiene pelos en los huevos.»

Holiday apenas habló el resto del trayecto. Ya había cumplido con su deber y le había dado un par de tarjetas. Se acabó. Chupeteó un caramelo de menta y se puso a pensar en su siguiente copa.

Estaba más aburrido que una ostra. Aquélla no era forma de ganarse la vida. Con una puta gorra de chófer.

– Vuelo con United -dijo el cliente cuando se acercaban a los carteles con códigos de colores que les indicaban la entrada al aeropuerto.

– Muy bien.

Holiday dejó a su cliente en su puerta y sacó el equipaje del maletero. El escritor le dio una propina de cinco dólares. Holiday estrechó aquella manita y le deseó un feliz viaje.

A esas horas la 495 sería un puro atasco desde Virginia hasta Maryland. Holiday decidió esperar en un bar a que pasara la hora punta. Ya volvería a la carretera cuando se aligerase un poco el tráfico. Tal vez pudiera charlar con alguien mientras se centraba en sus cosas.

Encontró un hotel en Reston, en la segunda salida de la autopista. Era una especie de centro llamado Town Center, un bloque de franquicias, restaurantes y cafeterías que parecía que alguien hubiera arrancado de una ciudad de verdad para soltarlo en un campo de maíz. De camino al bar se presentó al conserje y le tendió varias tarjetas, junto con un billete de diez dólares. Gran parte de sus encargos venían de los hoteles, que Holiday cultivaba con su toque personal.

El bar no estaba mal. Era de temática deportiva, pero no demasiado agresivo. Había muchas mesas altas, para los que querían estar de pie en grupo, y taburetes para quien prefiriera sentarse. Los ventanales daban a una calle falsa. Holiday se sentó en la barra y dejó el tabaco y las cerillas en la superficie de mármol, fría al tacto. Una ventaja de Virginia: todavía se podía fumar en los bares.

– ¿Qué le pongo? -preguntó la camarera, una rubia escotada.

– Absolut con hielo.

Holiday se fumó un Marlboro. Entre los clientes, básicamente hombres, abundaban las perillas, los pantalones Kenneth Cole Reaction, los zapatos de cordones Banana Republic y las camisas de golf para los que se habían tomado la tarde libre. Las mujeres iban igualmente pulcras y sosas. Holiday, con su traje Hugo Boss de confección y la camisa blanca, parecía un hombre de negocios del lado del euro, algo más en la onda que aquel puñado de pringados.

Entabló conversación con un joven representante, y se invitaron mutuamente a un par de rondas. Cuando el representante subió a su habitación Holiday advirtió que ya había oscurecido. Pidió otra copa y se quedó mirando el vapor que subía de los cubitos de hielo. Estaba relajado. Se estaba hundiendo en el pozo habitual y todavía no tenía ningunas ganas de salir.

Una atractiva pelirroja que ya no volvería a cumplir los treinta y cinco se sentó junto a él. Llevaba un traje ejecutivo de falda y chaqueta, de un tono verdoso que acentuaba el color de su pelo y el verde de sus ojos, unos ojos llenos de vida que presagiaban que sería una fiera en la cama. Holiday captó todo eso de un rápido vistazo. Se le daba bien.

Alzó el cigarrillo humeante entre los dedos.

– ¿Te importa? -preguntó, enseñando en una sonrisa los dientes y las arrugas en torno a sus ojos azul hielo. La primera impresión era crucial.

– No si me invitas a uno.

– Hecho. -Holiday le ofreció el paquete, le encendió el cigarrillo y apagó de un soplo la cerilla-. Danny Holiday.

– Rita Magner.

– Un placer.

– Gracias por el pitillo. Sólo fumo cuando viajo.

– Yo también.

– Es que me aburro. -La mujer le guiñó un ojo-. Así tengo algo que hacer.

– Las ventas pueden ser un rollo. Cada noche en un hotel…

– Camarera… -llamó ella.

Holiday le echó un buen vistazo mientras ella pedía. Advirtió la marca de bronceado en el dedo anular. Casada. Pero le parecía bien. Eso no hacía más que avivar sus ansias. Su muslo redondo se tensó al cruzarse de piernas. Holiday le miró el escote pecoso, los pechos pequeños en un suelto sujetador negro.

– A mi cuenta -le dijo Holiday a la camarera cuando sirvió a Rita su copa.

– Me vas a acostumbrar mal.

– Te dejo pagar la próxima.

– De acuerdo -aceptó ella-. Bueno, ¿tú a qué te dedicas?

– Seguridad. Vendo rastreadores, equipos de vigilancia, aparatos de escucha telefónica, esas cosas. A la policía.

Tenía un amigo, ex policía como él, que se dedicaba justo a eso, de manera que sabía lo suficiente para dar el pego.

– Ya.

– ¿Y tú?

– Productos farmacéuticos.

– ¿Tienes alguna muestra que quieras probar conmigo?

– No seas malo -replicó ella con una sonrisa socarrona-. Perdería el trabajo.

– Tenía que preguntarlo.

– No pasa nada por preguntar.

– ¿No?

Ella bebía vodka con tónica, y él siguió con el Absolut con hielo. Rita no se quedó atrás en las copas. Terminaron el paquete de tabaco de Holiday y compraron otro. Él se acercó y ella se lo permitió, y Holiday supo que la tenía en el bote.

Le contó el momento en el que más vergüenza había pasado en su trabajo. Era una variación de una anécdota que ya había contado muchas veces, pero iba cambiando los detalles sobre la marcha. Eso también se le daba bien.

– ¿Y tú? -preguntó.

– Ay, Dios -suspiró ella, apartándose el pelo de la cara-. Vale. Fue en Saint Louis, el año pasado. Había llegado en avión por la mañana, para una reunión importante durante el almuerzo, y pensé que tendría tiempo entre la llegada y la hora de la reunión, así que me puse ropa cómoda para el vuelo. Y sí, era muy cómoda, pero desde luego nada apropiada para la reunión.

– Ya me lo veo venir.

– Deja que te lo cuente. El caso es que el avión llegó con mucho retraso, y además tenía que recoger el coche de alquiler. En fin, que para cuando terminé con todo, no tenía tiempo de pasar por el hotel a cambiarme.

– ¿Y dónde te cambiaste entonces?

– Pues había un parking debajo del restaurante donde teníamos la reunión.

– ¿Y no podías usar los servicios del hotel?

– El parking estaba muy oscuro y no había nadie. Así que me cambié en el asiento trasero del coche. Total, que estaba desnuda de cintura para arriba, pero desnuda del todo, porque me tenía que cambiar también el sujetador, y de pronto aparece un tipo que iba a por su coche. Y en lugar de hacer lo más decente y pasar de largo, aunque fuera mirando, va el tío y se acerca a la ventanilla y da unos golpecitos. Y no veas cómo me miraba, vamos, dándome un buen repaso.

– Tampoco me extraña.

– …Y me dijo algo así como: «Señorita, ¿la puedo ayudar?»

Holiday y Rita se echaron a reír.

– Eso es lo mejor de la historia -comentó Holiday-. Ese detalle.

– Justo. Porque si no tampoco es algo tan raro. Vaya, que no era la primera vez que estaba desnuda en un coche.

– Y seguro que tampoco será la última.

Rita Magner sonrió, se sonrojó un poco, y apuró su copa.

– Aquel día del parking, ¿llevabas el tanga negro que llevas ahora?

– ¿Cómo lo sabes?

– Venga, seguro que llevas tanga. Y tiene que ser negro.

– Mira que eres malo.

Luego Rita mencionó el minibar de su habitación.

Ya en el ascensor, Holiday se decidió a besarla en la boca. Ella entreabrió los labios, y contra la pared de madera sus piernas se abrieron como una flor. Él subió la mano por el muslo desnudo hasta tocar el encaje del tanga negro, y debajo el calor y la humedad. Ella gimió con sus caricias.

Una hora más tarde, Holiday volvía a su Lincoln. Rita había resultado ser tan ansiosa y voraz como esperaba, y cuando terminaron, Holiday la dejó con sus recuerdos y su culpa. Rita no hizo el más mínimo ademán para que se quedara. Era como las otras, parte del atrezo, una anécdota para contar a los chicos en el Leo's y dar rienda suelta a su imaginación y su envidia incluso. Pero Holiday ya la había borrado de su memoria, había olvidado su cara para cuando metió la llave en el contacto.

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