Conrad Gaskins salió de la clínica junto a la iglesia, entre Minnesota Avenue y Naylor Road, en Randle Highlands, Southeast. Llevaba una camiseta con manchas de sudor y unos desvaídos pantalones Dickies de color verde. Se había levantado a las cinco de la mañana para ir al punto de encuentro de Central Avenue, en Seat Pleasant, Maryland. Allí le recogía todas las mañanas un ex presidiario, uno de esos cristianos que consideraban su deber dar trabajo a hombres que estaban en la misma situación por la que ellos habían pasado. El punto de encuentro estaba cerca del domicilio que compartía con Romeo Brock, una casa de alquiler bastante ruinosa, de dos dormitorios, en una arboleda en Hill Road.
Brock le esperaba en el SS, en el parking de la clínica. Gaskins se metió en el coche.
– ¿Has meado en el bote? -preguntó Brock.
– Ya se asegura de eso mi agente de la condicional. Dice que tengo que dar una muestra de orina todas las semanas.
– Puedes comprar orina limpia.
– Ya lo sé. Pero aquí casi te cachean antes de meterte en el baño. Aquí ese puto truco no vale. Por eso me mandan a esta clínica.
– De todas formas saldrá negativo.
– Pues sí. No me he metido ni siquiera un porro desde que salí.
Y hasta le sentaba bien. Incluso le gustaba el dolor de espalda al final de una honrada jornada de trabajo. Como si su espalda le recordara que había hecho algo decente.
– Vamos a que puedas lavarte un poco -dijo Brock-. Apestas, tío.
Tomaron Prince George's atravesando Southern Avenue, la frontera entre la ciudad y el campo, territorio comanche. Los criminales sabían que podían atravesar de un lado a otro aquella frontera con pocas posibilidades de ser detenidos, puesto que ningún cuerpo de policía tenía jurisdicción para cruzar. Habían intentado reclamar la ayuda de los Marshals federales y la oficina de Alcohol, Tabaco y Armas, pero de momento habían sido incapaces de coordinar los distintos cuerpos y agencias. Entre el aburguesamiento de la ciudad, que había desplazado a P. G. a muchos residentes de bajo salario, y la desorganización de las fuerzas de la ley, los barrios en torno a la línea del condado se habían convertido en un paraíso para los delincuentes, la nueva tierra sin ley del área metropolitana.
– ¿Estás bien? -preguntó Brock.
– Cansado, nada más.
– ¿Nada más? ¿Sólo cansado? No estarás preocupado por algo, ¿no? Porque ya sabes que lo tengo todo más que controlado.
– Ya te he dicho que sólo estoy cansado.
– Estás cabreado porque sigues fichado. Tienes que ir a mear en un bote de plástico y en cambio yo estoy libre.
– Hmp -gruñó Gaskins.
Su joven primo era todo bravuconadas y todavía no había visto el otro lado de la montaña. Gaskins había estado en ambas pendientes. Involucrado en el tráfico de drogas a muy temprana edad, había sido matón. Lo habían detenido por agresión con agravantes y posesión de armas, y cumplió condena en Lorton. Y cuando cerraron Lorton, le trasladaron fuera del estado. No había nada que quisiera revivir. Pero había prometido a su tía, la madre de Romeo Brock, que se mantendría al lado de su hijo cuidando de que no le pasara nada malo.
De momento había cumplido su promesa. Mina Brock le había criado desde pequeño, tras la muerte de su madre. Y no podía retractarse del juramento de sangre que le había hecho a una mujer tan buena como ella. Seguramente ahora estaría de rodillas, frotando la orina del baño de algún hotel o limpiando la mierda de las sábanas de alguien. Le había cuidado y alimentado, y cuando hizo falta intentó inculcarle algo de sensatez a bofetadas. Era una santa. Lo menos que Gaskins podía hacer por ella era cuidar de su hijo.
Pero Romeo no estaba bien. Se acercaba a una peligrosa línea y estaba a punto de cruzarla. Y aunque a Gaskins nada le habría gustado más que pasar de él, se sentía atrapado. Le ponía enfermo saber adónde lo llevaba Romeo, y aun así no podía marcharse.
Corrían hacia un precipicio en un coche sin frenos.
Gaskins se duchó y se cambió en el único baño de la casa, una estructura de una planta con un porche delantero y un camino particular de grava, oculta entre viejos arces, robles y un alto pino. Un gran tulipero crecía junto a la casa, y algunas ramas habían caído sobre el tejado. Todo el conjunto necesitaba reparaciones, nuevas tuberías y cables eléctricos, pero el dueño jamás se pasaba por allí. El alquiler era barato, de acuerdo con las condiciones de la casa, y Brock siempre pagaba a tiempo. No quería visitas, ni del casero ni de nadie.
Gaskins se puso una sudadera con capucha y se miró al espejo. El trabajo de jardinero le mantenía en forma. En la cárcel se había dedicado a hacer pesas, así que tampoco es que se hubiera abandonado. Era un tipo compacto, de piernas gruesas y fuertes. Había sido un buen jugador de fútbol en su juventud, tipo Don Nottingham, difícil de parar, difícil de tumbar. Había jugado de joven en la organización Pop Warner, pero se apartó del tema cuando empezó a pasar drogas con otros chicos en el barrio de Trinidad, donde se crio. El entrenador intentó que no se marchara, pero Gaskins era demasiado listo. Podía ganar mucho dinero, y todas las cosas que eso implica. Y así fue, durante una temporada. Podría haber sido un buen halfback, si hubiera seguido con el fútbol. Pero era demasiado listo.
Entró en la habitación de Brock, tan desordenada como la de un adolescente. Brock estaba sentado en la cama, comprobando las balas de una Gold Cup del cuarenta y cinco.
– ¿Es nueva? -preguntó Gaskins.
– Sí.
– ¿Qué ha pasado con la otra?
– La he cambiado por ésta.
– ¿Y para qué tenías que traerla?
– Siempre voy armado a trabajar. Tú también vas a necesitar una pipa.
– ¿Por qué?
– He hablado con el tío. Cara de Pez tiene algo para esta tarde-explicó Brock.
– ¿Algo, qué algo?
– Algo bueno, no sé más. Dice que nos va a dar algo gordo.
– Yo ni siquiera debería meterme en el coche con alguien armado. Como nos registren, me voy al trullo de cabeza.
– Pues quédate. Ya encontraré refuerzos en otra parte.
Gaskins se lo quedó mirando. Brock iba derecho a la cárcel o a la tumba, y ninguna de esas opciones le importaba. Mientras dejara atrás una reputación, eso sí. Gaskins no podría impedirlo, pero aun así tenía que intentarlo.
– ¿Qué tienes para mí? -preguntó.
Brock sacó un envoltorio de plástico de debajo de la cama. Dentro había una nueve milímetros automática.
– Una Glock Diecisiete -dijo Brock.
– Esta mierda es de plástico -repuso Gaskins.
– Es buena para la policía.
– ¿De dónde la has sacado?
– Del tío de Landover, el de las armas.
Gaskins miró la pistola.
– ¿No hay número de serie?
– El tío lo ha borrado.
– Pues otra cagada. Ni siquiera hay que usar la puta pipa: te pillan con los números borrados y vuelves al talego acusado de delito grave.
– ¿A qué coño viene tanto remilgo?
– Intento enseñarte algo.
Gaskins sacó el cargador, apretó la última bala con el pulgar y sintió la presión del muelle. Luego volvió a meter el cargador con la palma de la mano. Se puso la pistola a la espalda, en el cinto del pantalón, para poder sacarla con la mano derecha. Era una sensación familiar contra la piel.
– ¿Listo?-preguntó.
– Así me gusta -replicó Brock.
A Ivan Lewis le habían llamado Cara de Pez casi toda su vida a causa de su rostro alargado y porque con sus ojazos podía ver a los lados sin tener que mover la cabeza. No es que pareciera de verdad un pez, sino más bien la versión dibujos animados de un pez. Incluso su madre, hasta el día de su muerte, le había llamado Pez.
Volvía de casa de su hermana por Quincy Street, en Park View, fijándose en lo que los nuevos propietarios habían hecho con las casas que conocía de toda la vida. Jamás pensó que Park View llegara a aburguesarse, pero en cada manzana había pruebas de ello. Jóvenes negros e hispanos y algún que otro pionero blanco reformaban a plazos aquellas viejas casas. Joder, un par de blancos habían abierto una pizzería en Georgia ese mismo año. Los blancos montando de nuevo negocios en View, eso era algo que Cara de Pez jamás creyó llegar a ver.
No es que los camellos se hubieran marchado. Todavía había bastante trapicheo a ese lado de Georgia, sobre todo en Section Eights, en Morton. Y los hispanos habían copado gran parte del tramo occidental de la avenida, hasta Columbia Heights. Pero los propietarios de inmuebles hacían mejoras, casa por casa.
Cara de Pez Lewis se preguntó cómo un hombre como él podría seguir subsistiendo en la ciudad. Una vez que la gente invirtiera dinero en las casas, no querrían ver al lumpen paseando delante de sus propiedades, ni siquiera por las aceras públicas. Esa gente votaba, así que podía promover cambios. Ahora había políticos, como ese tipo ambicioso de piel clara, el diputado de la zona de Georgia, que intentaban promulgar leyes contra vagos y maleantes y pretendían prohibir hasta comprar una lata de cerveza. Joder, no todo el mundo quería o se podía permitir un paquete de seis. Sus amigos le preguntaban: «¿Y cómo van a discriminar?» Y Cara de Pez les decía que, con dinero y poder, desde luego que era posible. Al blanquito ese en realidad no le importaba un pimiento que la peña anduviera haciendo el vago, y le daba igual que cualquiera quisiera pillar una birra una noche de verano. Pero se presentaba para alcalde, y no había más.
Cara de Pez se metió en un callejón detrás de Quincy, junto a Warder Place. Allí, parado al fondo, había un Impala SS. Le esperaban en el sitio de siempre.
Cara de Pez no tenía un trabajo fijo. Sacaba unos dólares vendiendo información. Los yonquis eran perfectos para esa tarea. Iban a sitios donde otros no podían ir. Oían más rumores relacionados con drogas y asesinatos que el telégrafo del gueto de las calles y la barbería. Los drogadictos parecían inofensivos y patéticos, pero tenían oídos, un cerebro y una boca para hablar. Los adictos, los camellos, las prostitutas, estaban metidos hasta el fondo, y eran los mejores informantes de la calle.
Cara de Pez tenía algo esa mañana. Se lo había oído a un chico que conocía, que trabajaba cortando droga en LeDroit. El chaval había comentado que al día siguiente llegaba de Nueva York un cargamento de nieve pura, que lo iba a distribuir un tipo que quería entrar en el juego pero que todavía no lo había conseguido del todo. Aún no estaba relacionado con una red, lo que llamaban un consorcio. Un independiente que no tenía a nadie que le cubriera la espalda, aparte de un tipejo que esperaba sacar algo de todo aquello.
Cara de Pez estaba deseando salir del sótano de su hermana. Había sido la casa de su madre, pero la hermana se las había apañado para quedarse con todo, la casa y la herencia, con la ayuda de un abogado. Como tenía algo de conciencia le había dejado una habitación abajo, gratis, pero sin derecho a cocina y con un candado en la puerta que llevaba al primer piso. No había mucho más que un colchón, un fogón eléctrico para cocinar, un ventilador y un váter y una ducha. Y estaba plagado de cucarachas. Aunque Cara de Pez entendía que le tratara como un perro al que no se le deja entrar en casa. Con todo lo que había decepcionado a su familia, lo entendía. Pero ningún hombre debería vivir así, ni siquiera un yonqui acabado como él.
La información que tenía era su pasaporte para salir de esa situación. Esa mañana se estaba metiendo jaco con aquel camello cuando al colega le dio por largar. De hecho, acababa de darle a la chuta cuando oyó la noticia. Esperaba haber oído bien.
Cara de Pez se metió en el asiento trasero del SS.
– Charlie, pedazo de atún -dijo Brock, sentado al volante. Le miraba por el retrovisor sin volver la cabeza-. ¿Qué tienes para nosotros, tío?
– Algo -contestó Cara de Pez. Le gustaba el melodrama de ir soltándolo despacio. Además, Romeo Brock no le caía bien. Un creído, siempre mirando al personal por encima del hombro. El silencioso, su primo mayor, era un buen tío. Y más hombre que el bocazas de Brock.
– Pues habla, que estoy hasta los huevos de chorradas. Hasta los cojones de robarles chatarra a los niños -le apremió Brock.
– Es lo tuyo. Robar a independientes sin protección. Casi siempre son chavales. Si fueran hombres, qué coño, estarían conectados y te darían por culo -dijo Cara de Pez.
– Ya te digo que estoy dispuesto a subir de categoría.
– Vale, pues tengo algo.
– Suéltalo -dijo Brock.
– Es un tal Tommy Broadus. El tronco va de pez gordo, pero acaba de empezar. Fue a la casa de trapicheo donde curra mi colega, para preguntar precios y eso. Dice que le va a llegar nieve. Me he enterado de que es mañana. Mi colega dice que al tío se le puede entrar.
– ¿Y qué? Yo no quiero puta droga. ¿Tengo yo cara de camello, joder?
– El tío tendrá que pagar el paquete, ¿no? Si va a mandar un correo a Nueva York tendrá que llevar pasta, ¿no? Con lo verde que está no tendrá crédito con la conexión de Nueva York.
– ¿Y los gorilas? -preguntó Gaskins.
– ¿Eh?
– Hasta un aficionado como él tendrá a alguien que le cubra, ¿no?
– Eso es cosa vuestra, colega. Yo paso de ese rollo. Yo lo que digo es que de casa de ese tío va a salir pasta gansa esta tarde, y luego entrará el perico. No digo más -explicó Cara de Pez.
– ¿Cuándo? -quiso saber Brock.
– Cuando anochezca, pero no muy tarde. A los correos no les gusta hacer el trayecto por la Noventa y cinco cuando hay poco tráfico. Por si hay algún control, supongo.
– ¿Dónde vive ese tipo?
Cara de Pez Lewis le pasó un papel. Brock lo leyó y se lo metió en el bolsillo de su camisa de rayón.
– ¿Cómo has conseguido la dirección? -preguntó Gaskins.
– Mi colega lo buscaría en la guía o yo qué sé. Yo me apalanqué en la calle y le vi entrar y salir de su casa. Está en una zona residencial. Muy tranquilo aquello.
– Una cagada, dejar que le pillaran así de fácil.
– Lo que yo digo. A un tío tan pringado se le puede pillar bien.
– ¿De dónde saca la pasta? -preguntó Gaskins pensativo.
– Pues pasando el material -improvisó Cara de Pez, aunque con voz de saberlo bien-. No puede ser su primera compra.
– Lo que pregunto es cómo sabemos que a este panoli no le respalda algún pez gordo.
– Porque mi colega el díler dice que andaba fardando de que está solo.
Gaskins miró a Brock. Notaba en su mirada ansiosa que su primo ya había decidido ir a por ello.
Estaría viendo ya el dinero, sintiéndolo entre los dedos, gastándoselo en ropa y mujeres, en un traje rojo. Lo que no hacía era pensar.
– ¿Cómo es? -preguntó Gaskins.
– ¿Cómo?
– A ver si vamos a equivocarnos de tío.
– Dice mi colega que está gordo. Demasiado viejo para la movida, pero supongo que habrá empezado tarde. Se presentó en el cuartel con una tía bastante buena. Y menuda lengua. Se pasaron todo el rato discutiendo por chorradas.
– ¿Alguien más?
– Mi colega no habló de nadie más.
– Si esto sale bien, te va a caer algo bueno -prometió Brock-. Para comprarte una sirena o lo que te salga de los huevos.
Cara de Pez forzó una sonrisa. Tenía los dientes podridos y la cara llena de cicatrices.
– Dime, ¿a un pez también le huelen los chichis a pescado? -preguntó Gaskins.
– Todos -contestó Cara de Pez, que no había estado con una mujer limpia desde hacía años.
– Lárgate. Ahora es cosa nuestra.
Cara de Pez salió del coche, agarrándose los pantalones. Brock y Gaskins le observaron alejarse por el callejón. Un pitbull le ladró furioso tras una verja.
– ¿Qué te parece? -preguntó por fin Brock.
– Me parece que no sabemos una mierda.
– Sabemos lo suficiente para plantarnos en casa de ese tío a ver qué pillamos.
– Yo no pienso quedarme hasta tarde. Tengo que estar en el trabajo al amanecer.
Brock marcó un número en su móvil.