29

El ambiente de la sala de interrogatorios estaba muy cargado, como siempre. Dominique Lyons se hallaba sentado en una silla clavada al suelo. Era deliberadamente pequeña y le resultaría incómoda a un tipo de su tamaño. Lyons no estaba esposado a la pata de la silla. En aquel punto del interrogatorio, el detective Bo Green, sentado frente a él, era todavía su amigo. Sólo llevaban hablando un rato.

Lyons llevaba un jersey de los Authentic Redskins con el nombre de Sean Taylor y el número 21 cosido a la espalda. Los Authentic costaban ciento treinta y cinco dólares, ciento cuarenta en la calle. Las Jordan que llevaba costaban ciento cincuenta. Sus joyas, un Rolex auténtico, anillos, pendientes de diamante y una cadena de platino, sumaban cinco cifras. Cuando Green le preguntó cómo se ganaba la vida, Lyons dijo que tenía un negocio de coches en la calle donde vivía.

– Veo que eres fan de Taylor.

– El chico es un monstruo. -Lyons, alto y de largos miembros, tenía los hombros anchos y un rostro anguloso y atractivo. Llevaba largas trenzas que enmarcaban sus pómulos. Sus ojos eran de un tono castaño oscuro y liso, el ideal de un taxidermista.

– Estudió en Miami, así que no es de extrañar. Ya sabes cómo juegan siempre los Hurricanes.

Lyons asintió y le miró algo inexpresivo.

– Tú jugaste al fútbol en la liga estudiantil, ¿no? -preguntó Green. Lo aventuraba basándose en la altura de Lyons, su peso y su complexión atlética. Green sabía que algún entrenador tenía que haberle echado el ojo en algún momento de su vida.

– Sí. Eastern.

– ¿Corner o safety?

– Free safety.

– ¿Y eso cuándo fue, a finales de los noventa o así?

– Sólo jugué un año, 1999.

– Los Ramblers tenían equipo ese año, si no recuerdo mal. Joder, creo que te vi jugar. Aquel año os enfrentasteis a Ballur, ¿no?

Era mentira y Lyons supo verlo. Pero su ego no pudo dejarlo pasar.

– Entré en el equipo universitario en mi segundo curso.

– Tienes pinta de haber sido un fiera.

– Me los llevaba a todos por delante.

– ¿Y por qué jugaste sólo una temporada?

– También me licencié en mi segundo año.

– Te fuiste deprisa, ¿eh?

– Supongo que soy uno de esos jóvenes prodigio de los que hablan. Estaba en el plan acelerado.

– El fútbol es un gran juego. Y para algunos también muy útil. Podrías haber llegado a algo, de haber seguido.

– Supongo que debería hablarlo con mi orientador. Si encuentro alguno.

– Yo entreno a un equipo de fútbol en Southeast -comentó Green, con tono paciente y firme-. Con otros tíos de la zona. Tenemos tres divisiones, por peso. Si los chicos vienen con regularidad a los entrenamientos y aprueban en clase, les garantizo pasar tiempo en el campo… Ni siquiera me importa que sean buenos.

– ¿Y?

Bo Green esbozó una sonrisa gatuna.

– Eres muy gracioso, tío. ¿Nunca te lo han dicho?

– Quiero decir que me parece muy bien yeso, pero no estamos aquí para charlar. Así que o me acusas de algo, o yo me largo porque tengo cosas que hacer.

– Estás acusado de posesión de marihuana.

– Pues vale. Eso en esta ciudad es como… ¿qué?, ¿una multa de aparcamiento? Así que dame mis papeles y la fecha del juicio y ya está.

– Ya que estás aquí, me gustaría hacerte unas preguntas.

– ¿Sobre qué?

– Un homicidio. La víctima era un joven llamado Jamal White. ¿Lo conocías?

– Que venga mi abogado.

– Sólo te pregunto si te suena ese nombre.

Lyons se lo quedó mirando.

– Tienes razón, Dominique. Tienes derecho a un abogado. Pero ¿sabes?, si el abogado te aconseja no hablar con nosotros, perderás la oportunidad más adelante de indulgencia. Quiero decir que si cooperas, si nos das alguna información que sea relevante a este caso, por ejemplo, lo más seguro es que la acusación de posesión de marihuana acabe en humo.

– Ya he visto esa serie.

– ¿Qué serie?

– Ya sabes. Esa en la que el tío blanco mete a los sospechosos en la sala de interrogatorios y les va con el rollo de que tienen derecho a un abogado. La llevan poniendo diez años, todas las semanas. Y luego les planta delante un papel y les dice que firmen la confesión. Y el sospechoso la firma. Sí, la he visto. El problema es que no conozco a ningún cabrón tan gilipollas como para hacer eso. A lo mejor en Nueva York son así de ignorantes, pero no en D.C.

– Eres muy listo, Dominique.

– Ya te lo he dicho.

– Como Doogie Howser.

– Si tú lo dices…

– Vamos a hablar también con tu novia, Darcia.

– ¿Ah, sí?

– ¿Es tan lista como tú?

Bo Green se levantó y miró a Lyons, que examinaba la mesa. Aunque durante todo el interrogatorio se había mostrado sereno, ahora tamborileaba rítmicamente la marcada superficie.

– Voy a por un refresco -dijo Green-. ¿Tú quieres algo?

– Un Slice.

– De eso no tenemos. ¿Qué tal un Mountain Dew?

Lyons asintió con la cabeza, en un gesto brusco. Green se miró el reloj y alzó la cara hacia la cámara del techo.

– Once y veinte, a.m.

Luego esperó a que la puerta se cerrara a su espalda con un audible chasquido antes de dirigirse a la sala del vídeo, donde aguardaban los detectives Ramone y Antonelli, este último con la sección de deportes abierta en el regazo. En una pantalla se veía a Dominique Lyons, todavía con la vista fija en la mesa, agitándose en la silla buscando una postura cómoda. En otro monitor aparecían Rhonda Willis y Darcia Johnson, en el box número dos. Ramone estaba concentrado en esa imagen. Por los altavoces se oía la voz suave y serena de Rhonda.

– ¿Ha habido algo? -preguntó Green.

– Rhonda lo va llevando despacio -respondió Ramone.

– Pero la cabrona esa todavía no ha abierto la mui -dijo Antonelli.

– Me encanta cuando hablas así, Tony. Queda muy callejero, muy auténtico -dijo Green.

– Ahora, que menudo culo tiene la chorba -comentó Antonelli.

– Mira, una expresión que no se oye mucho últimamente -comentó Green-. Vamos, ahora que lo pienso, no se oye desde hace décadas.

– Veo que tu amigo Dominique está muy dispuesto a cooperar -terció Ramone.

– Ése es mi chico. Cuando acabe todo esto nos vamos a ir de campamento o algo, para cantar el Kum Bah Ya junto a la hoguera -dijo Green.

– No es por ser negativo, pero me da la impresión de que Dominique no va a confesar -explicó Ramone.

– Ha visto la serie de televisión. De todas formas, voy a buscarle un Mountain Dew -aclaró Green.

Ramone no apartó la vista de la pantalla. Rhonda Willis se inclinaba sobre la mesa para dar fuego a Darcia Johnson con una cerilla.

– Aquí dice que Lee-Var Arrington no está al cien por cien -comentó Antonelli, leyendo el periódico-. Es dudoso para el partido del domingo. Gana el tío diez millones al año, o lo que sea, y no tiene que ir a trabajar porque le duele la puta rodilla. Y yo, que tengo unas hemorroides como un racimo de uvas colgándome del culo, vengo todos los días. Algo estoy haciendo mal.

– Es posible -contestó Ramone.

Rhonda Willis apagó la cerilla en el monitor.

Darcia dio una calada al cigarrillo y echó la ceniza en un cenicero de papel de aluminio. Tenía pecas, los ojos avellanados y un cuerpo lleno de curvas. No había perdido la línea al dar a luz. En todo caso se había tornado más voluptuosa, una ventaja en su trabajo.

– Háblame de Jamal White -pidió Rhonda.

Darcia Johnson apartó la mirada.

– No pasa nada por hablar de Jamal. -Rhonda repetía a propósito el nombre del joven-. Conozco vuestra relación. Nos lo contó el amigo de Jamal, Leon Mayo, ¿sabes?

– No había nada entre nosotros. Yo estoy con Dominique.

– Pero a Jamal le gustabas.

– Podría ser. Tampoco lo conocía tanto.

– ¿Ah, no? El gorila de la puerta del Twilight es policía, y dice que estuvisteis hablando en la barra la noche que asesinaron a Jamal.

– Yo allí hablo con muchos tíos. Para eso me pagan. Y además, así consigo las propinas.

– Y bailando.

– También.

– ¿Y qué más?

Darcia no contestó.

– He estado en la casa que compartes con Shaylene Vaughn -dijo Rhonda, sin animosidad ni agresividad en la voz-. Tengo ojos en la cara.

– ¿Y qué?

– ¿Le das a Dominique todo el dinero que ganas?

Darcia dio otra calada al cigarrillo.

– ¿Es tu chulo?

Darcia exhaló una nube de humo.

– Chica, yo no te estoy juzgando. Sólo quiero saber qué le pasó a ese joven. He hablado con su abuela, la he visto llorar. Su familia merece saber qué le pasó, ¿no te parece?

– Jamal era sólo un conocido.

– Si tú lo dices…

– Siento que le mataran, pero yo no sé nada.

– Muy bien.

– ¿Puedo ver ya a mi hijo?

– Está con tu madre, en la guardería que tenemos. Supongo que estará también tu padre.

– Isaiah no está enfermo, ¿verdad?

– Está bien.

– Mi madre me mintió para que me detuvieran.

– Mintió para ayudarte, Darcia. Hizo lo mejor para ti y para tu hijo.

– ¿Cómo voy a estar con mi hijo, metida en el talego?

Darcia dio una última calada y apagó el cigarrillo en el cenicero. Luego se frotó los ojos.

– A ver, Jamal.

Darcia hizo un gesto con la mano.

– Tómate tu tiempo.

– Por mí hemos terminado.

– Todavía no. A mí también me gustaría marcharme, pero todavía tenemos que hablar de algunas cosas. Por desgracia, llevo yoeste caso…

– No me podéis retener por posesión de marihuana.

– Pero el papeleo va a tardar un rato.

– Eso es mentira, y lo sabes.

Rhonda dejó que ventilara su rabia.

– ¿Estás bien? No estarás mareada ni nada, ¿no? ¿Estabas colocada?

Darcia negó con la cabeza.

– Bien. Oye, ¿quieres un refresco o algo?

– Una Coca Light, si hay.

– Tendrá que ser Pepsi. ¿Te vale?

La chica asintió y Rhonda se puso en pie, miró el reloj ydijo en dirección a la cámara:

– Once treinta y cinco, a.m.

A continuación fue a sacar una Pepsi Light de la máquina y la llevó a la sala de vídeo, donde Ramone y Antonelli observaban a Bo Green y a Dominique Lyons en la pantalla número uno.

– ¿Dónde está mi carro? -preguntó Lyons.

– Seguramente de camino al depósito municipal -contestó Green.

– Más os vale que no tenga ni un arañazo, porque de lo contrario os pienso denunciar.

– Es un Lexus muy bonito. ¿Qué modelo es, el cuatrocientos?

– Cuatro treinta.

– ¿Era el que conducías la otra noche?

– ¿Qué noche?

– La noche que asesinaron a Jamal White.

– ¿A quién?

– A Jamal White.

– No me suena ese nombre.

– Tuviste una pelea con él en el Twilight la noche de su muerte. Tenemos un testigo.

– Mi abogado -volvió a pedir Dominique Lyons.

Green cruzó los brazos sobre su enorme torso y se arrellanó en la silla con la mirada fija al frente.

– A Bo se le ve un poco triste, ¿no? -comentó Antonelli.

– Exasperado, más bien -repuso Ramone.

– Vosotros veis a un tío mudo -dijo Rhonda-. Yo veo a uno que habla por los codos.

– ¿De verdad?

– Ya lo veréis.

– ¿Necesitas ayuda? -se ofreció Antonelli-. Sé muy bien cómo aflojarle la lengua a una mujer. Sólo necesito mi encanto.

– Y mucho alcohol -dijo Ramone.

– No, ya sigo yo. -Y Rhonda se marchó.

Ramone bajó el volumen de la pantalla uno porque no había nada de interés. Por fin Rhonda entró en el box dos y ofreció el refresco a Darcia, que abrió la lata y bebió un largo trago. A continuación encendió otro pitillo.

– Tengo cuatro hijos -comenzó Rhonda, apagando la cerilla.

Darcia siguió fumando.

– Cuatro hijos, y estoy sola. No es que me queje. Son de dos padres distintos, pero ninguno de ellos era lo que podríamos llamar un hombre de familia. Al primero lo eché, y cuando vi que el segundo era un pendón, le dije que se fuera por el mismo camino. Hasta hoy ninguno de los dos me ha mandado ni un céntimo, pero es que si me lo ofrecieran tampoco lo aceptaría. No digo que mis hijos no estarían mejor con un hombre bueno en casa, pero no tuvimos esa opción. Es difícil, no voy a mentir. Ha sido una lucha, y todavía lo es, pero nos va bien. Saldremos adelante.

»Mírame, Darcia, y dime lo que ves. Una mujer ya madura, con un poco de barriga y ropa del JCPenney, con ojeras y zapatos planos. Hace cinco años que no voy a un buen restaurante, y ya ni me acuerdo de cuándo fui por última vez a una fiesta de verdad. Pero no hace mucho yo era como tú, también tenía lo que hay que tener. En los años ochenta solían mandarme de infiltrada a los clubes donde los peces gordos de la droga celebraban sus fiestas. Hablo del R Street Crew, el Mr. Edmond, todos, porque sabían que los jovencitos con pasta querrían hablar conmigo. Hoy cuando voy por la calle, apenas me miran. Así de rápido se pasa, cariño. Y entonces, ¿qué te queda?

»Te voy a decir lo que te queda. Te quedan las personas a las que quieres, y que te quieren. Cuando miro a mis hijos no me arrepiento de un solo minuto de los que he pasado con ellos. Ni siquiera me importa lo que veo en el espejo, porque sé que al final no significa gran cosa. Mi objetivo no era este trabajo, ni el sueldo, ni nada que se pueda comprar. Mi objetivo era sacar adelante a mi familia, saber que siempre me llevarán en el corazón. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

– Venga, Rhonda -la animó Ramone desde la otra sala.

– Tienes la oportunidad de salir del camino en el que te has metido -insistió Rhonda-. Quedarte limpia y empezar a criar a tu hijo como es debido, tú misma. Como hicieron contigo tus padres. Apártate de la clase de hombres con que has estado y empieza de nuevo. Te podemos ayudar. Tenemos un programa de protección de testigos. Te pondríamos en un piso, lejos de donde estás ahora. Te dejaríamos instalada.

– Yo no sé nada -insistió Darcia. La ceniza se acumulaba en el pitillo. Había dejado de fumar y todavía no la había sacudido.

– ¿Cómo vas a proteger a ese hombre? Está ahora mismo en otra sala de interrogatorios como ésta, traicionándote.

– No es verdad. -Joder. ¿Te crees que eres su chica, es eso? Me imagino que a Shaylene le habrá dicho lo mismo, y a todas las chicas a las que se esté follando y explotando. ¿No lo sabías? Y ahora está ahí dentro diciendo que fuiste tú la que tuviste la idea de matar a Jamal.

– Eso no es verdad.

– Pues sea o no verdad, es lo que va a declarar. Puede que fuera él quien apretara el gatillo, pero la sentencia será menor si la idea fue tuya.

– Pero ¿por qué iba yo a querer hacer daño a Jamal?

– No lo sé. Dímelo tú.

– Jamal era bueno.

– Habla, Darcia. Tú puedes, tú no eres una asesina. Tienes la misma mirada bondadosa de tu madre. Te van a acusar de cómplice de asesinato y te vas a pasar una buena temporada a la sombra, ¿y todo por qué? Tú no has hecho daño a nadie, no podrías. Eso lo sé.

A Darcia se le escapó una lágrima que rodó por su mejilla.

– Háblame. Yo no te puedo ayudar si no me dejas. Ya sé que estás cansada de la vida que llevas, ¿no es así?

Darcia asintió con la cabeza.

– Habla.

La chica apagó el cigarrillo y se quedó mirando el humo que ascendía de la colilla en el cenicero.

– Esa noche Jamal me trajo una rosa. Fue su único error.

– ¿Y qué pasó?

– Pues estábamos hablando en la barra, y Dominique vio que me daba la rosa. Y no es que Dominique estuviera celoso ni nada de eso, pero sabía que Jamal y yo…

– Jamal no era un cliente. Era tu novio.

– Yo no le dejaba darme dinero. Y eso fue lo que cabreó a Dominique. Yo ni siquiera consideraba a Jamal un cliente. Era bueno conmigo.

– ¿Discutieron Jamal y Dominique en el Twilight?

– Dominique quería achantarlo, pero Jamal no se dejó, lo cual empeoró las cosas. Yo sabía el autobús que pillaba para ir a su casa y todo eso, y Dominique me obligó a decírselo y a ir con él. A mí me dio miedo decir que no. No pensaba que Dominique le fuera a machacar demasiado. Me imaginé que intentaría darle un par de hostias y eso, pero no lo que pasó al final. En el fondo pensé que, si iba, podría calmarlo.

– ¿Disparó Dominique a Jamal White?

– Lo alcanzó con el coche entre la Tercera y Madison, en el lado del parque. Entonces salió del Lex y le pegó tres tiros.

– Darcia, esta pregunta es muy importante. Sé que el gorila de la puerta cachea a todo el mundo por si llevan armas, así que no es probable que Dominique fuera armado en el Twilight. ¿Llevaba una pistola en el coche?

– No.

– ¿No qué?

– Que antes no llevaba pistola. Cuando salimos del Twilight fuimos a ver a un tío que le vendió una.

– ¿Esa noche?

– Sí.

– Mierda -masculló Ramone en la oscuridad de la sala de vídeo.

– Parece que Dominique no es tu hombre -dijo Antonelli.

Ramone se frotó la cara. En ese momento apareció en la puerta el detective Eugene Hornsby, con la ropa arrugada y desaliñada.

– Garloo está en el parking, Gus. Dice que tiene que hablar contigo ahora mismo. Tiene algo que enseñarte y quiere que salgas.

– Me cago en la puta. -Ramone se levantó al instante con expresión muy agitada.

– Yo sólo soy el mensajero -se defendió Hornsby.

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