20

El colegio de Asa Johnson estaba en Manor Park, a unas manzanas tanto de la casa de Johnson como de la de Ramone. Su hijo, Diego, iba andando cuando todavía estaba allí matriculado, pero ahora recorría a pie un kilómetro y medio hasta Maryland, donde tomaba el autobús hasta su colegio en Montgomery County. Parecía una complicación innecesaria que su hijo tuviera que hacer tanto viaje para llegar a su nuevo destino, con lo cerca que le quedaba antes su antiguo centro. Claro que a Ramone no le importaba que Diego tuviera que sudar un poco para llegar al colegio, sencillamente intentaba justificar de nuevo la idea de devolver a Diego al sistema de educación pública del distrito.

Ramone pensaba en esto y en otras cosas mientras recorría el pasillo hacia la oficina de administración. Había sonado la campana, anunciando la última clase del día. Los chicos, en su mayoría negros y algunos hispanos, charlaban y se reían, metiendo libros y sacando carteras de las taquillas, listos para salir disparados hacia sus casas. Se movían en torno a los muchos guardias de seguridad. Con las ventanas enrejadas, la tenue iluminación y la constante presencia de guardias de aspecto policial, aquello parecía un correccional.

Ramone reconoció a algunos chicos, tanto del barrio como del equipo de fútbol de Diego, y un par de ellos le saludaron con un «señor Ramone» o «señor Gus». Sabían que era policía. Algunos, por esa razón, no le miraban a los ojos, pero casi todos se mostraban amistosos y respetuosos.

Unos cuantos, sobre todo los que vivían con familias problemáticas, ya se habían descarrilado, y otros estaban a punto de hacerlo. Pero a la mayoría le iría bien.

Ramone sentía un gran respeto por los profesores. Estaba casado con una de ellos y sabía con lo que bregaban: no sólo con chicos rebeldes, sino también con padres furiosos y poco razonables. Pocas profesiones eran tan difíciles como la de educador de secundaria, pero aun así, lo que aquellos adolescentes más necesitaban era que ni los profesores ni la administración perdieran la fe en ellos. Aquél era el período más crítico de sus vidas.

Una cosa era cierta de aquel colegio, pensó Ramone mirando las caras en torno a él. Allí los profesores se fijaban en el comportamiento, no en la raza ni en la clase social.

Pero también advirtió las condiciones del lugar: las paredes en las que faltaba una mano de pintura, los baños sin puertas, los retretes estropeados, los cubos que recogían el agua de las goteras, la escasez de material escolar. Se acordó de las razones por las que Regina y él habían sacado a Diego de allí.

Era un infierno tratar de averiguar qué era lo mejor para un hijo.

Entró por fin en la oficina de administración, se identificó y explicó que ya había llamado antes para pedir cita. Al cabo de unos momentos estaba sentado ante la mesa de la señorita Cynthia Best, directora del colegio, una atractiva mujer de piel oscura, postura erguida y ojos sabios.

– Bienvenido de nuevo, señor Ramone.

– Me gustaría que fuera bajo mejores circunstancias. ¿Cómo va todo?

– Ayer trajimos a un terapeuta para que ayude a los alumnos a superar la muerte de Asa.

– ¿Aprovechó alguien ese servicio?

– Acudieron dos chicos, pero más por curiosidad que otra cosa. O tal vez buscaban una manera novedosa de saltarse las clases. Los mandé de vuelta, de buenas maneras.

– Señorita Best, ¿ha oído usted algo? ¿Ha llegado hasta los profesores algún rumor proveniente de los alumnos?

– Nada aparte de las conjeturas habituales. Ya sabe que a estos chicos les gusta idealizar la vida de la calle, pero en este caso no ha habido muchos rumores sobre drogas. En cuanto a los profesores, tienen una idea bastante aproximada del entorno de sus alumnos. Conocen a los padres, están con los chicos todos los días. Ninguno de los profesores de Asa ha aventurado ninguna hipótesis, ni basada en hechos ni meramente teórica.

– ¿Les ha dicho que iba yo a venir?

– He hablado con el profesor de matemáticas y la de lengua, que le están esperando. Si necesita ver a algún otro, educación física, salud, ciencias, lo que sea, también lo puedo arreglar.

La señorita Best le tendió un papel en el que aparecían los números de las aulas y los nombres de los profesores. Ramone se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

– ¿Ha hablado con el detective Bill Wilkins? Oficialmente es su caso.

– Sí, me llamó por teléfono. Me pidió que no vaciemos la taquilla de Asa hasta que él eche un vistazo.

– Muy bien. -Ramone empezaba a pensar que había subestimado a Wilkins.

– ¿Quiere ir a verla usted mismo?

– Después de hablar con los profesores. -Ramone dio unos golpecitos con el bolígrafo en el pequeño cuaderno de espiral que tenía en el regazo-. Si me permite, por lo que me dice deduzco que los alumnos no han llorado mucho que digamos por la muerte de Asa.

– No pretendía que fuera una crítica.

– Y no lo he entendido así. Sólo me gustaría conocer su impresión sobre Asa.

– La verdad es que he tenido muy poco contacto con él los últimos dos años. Sólo hemos hablado unas cuantas veces. Era un chico tranquilo, que no ofrecía problemas de disciplina. Yo no diría que fuera muy enérgico. No era ni popular ni impopular.

– Vamos, un chico bastante anodino, me está diciendo.

– Eso lo ha dicho usted.

– Por favor, esto no es oficial. Puede hablar con libertad.

– Asa no era de la clase de estudiantes que me llaman la atención, es lo más sincero que puedo decirle.

– Se lo agradezco.

– ¿Cómo está Diego? -preguntó la directora.

– Pues la verdad es que ha tenido algún que otro tropezón en el nuevo colegio, para serle franco.

– Siempre será bienvenido aquí.

– Gracias, señorita Best. Voy a hablar con los profesores.

– Buena suerte.

Ramone encontró el aula de la profesora de lengua, la señorita Cummings, en la segunda planta. Dentro no había nadie, de manera que se dedicó a mirar un poco por allí para matar el tiempo. Había papeles arrugados por el suelo y las papeleras estaban a rebosar. Las sillas y pupitres, que parecían estar en uso desde la época de la Depresión, se encontraban mal alineados, en hileras apenas detectables.

En la pizarra la profesora había escrito citas del doctor King, James Baldwin y Ralph Ellison. También se veían dos notas, una de ellas era el anuncio de un inminente examen y la otra recordaba a los alumnos que pusieran al día sus diarios. Al ver que la profesora no aparecía, acabó marchándose del aula.

El señor Bolton, profesor de álgebra de Asa, le esperaba en el aula 312. Ésta, a diferencia de la de lengua, estaba ordenada y limpia. El profesor se levantó de su mesa y fue a saludar a Ramone.

Bolton era un hombre de piel oscura, color chocolate, cerca ya de los cuarenta años. Llevaba pantalones de sport, una camisa bien planchada y mocasines. La ropa no parecía muy cara, lo cual no era de extrañar dado el anémico salario del profesor, pero sí estaba pensada. Ramone esperaba encontrarse con un friqui, pero se encontró con un tipo de buena facha, vestido con cierta elegancia y recién afeitado. Su nariz, bastante grande y algo amorfa, impedía que pudiera calificársele de guapo. Sus ojos eran grandes y brillantes.

– ¿Detective Ramone?

– Señor Bolton. -Ramone le estrechó la mano.

– Llámeme Robert.

– De acuerdo. No le robaré mucho tiempo.

– En lo que pueda ayudarle…

Ramone sacó el cuaderno.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Asa Johnson?

– En clase, el día de su muerte.

– Es decir, el martes.

– Exacto. Y luego ese mismo día, después de clase.

– ¿Por qué? ¿Estaba castigado o algo?

– No, no, nada de eso. Vino a que le pusiera deberes extras. Le encantaban las matemáticas, detective. La verdad es que le gustaba resolver problemas. Asa era uno de mis mejores alumnos.

– ¿Y qué le dio?

– Nada, unos ejercicios para subir la nota. Problemas matemáticos, esas cosas.

– ¿Le pareció que estuviera preocupado por algo aquella tarde?

– No, no me dio esa impresión.

– ¿Llegó a sospechar alguna vez que estuviera metido en algo… raro?

– No sé muy bien a qué se refiere.

– No me refiero a nada en particular. Sólo me gustaría conocer su impresión.

– Es una falacia pensar que la mayoría de los chicos del distrito andan metidos en actividades delictivas. Tiene que darse cuenta de que la inmensa mayoría de estos estudiantes no tienen nada que ver con robar coches o pasar drogas.

– Sí, soy consciente de ello.

– Son chicos. No les ponga una etiqueta sólo porque son afroamericanos y viven en D.C.

«Afroamericanos.» Años atrás Diego le había dicho:

– No llames nunca a mis amigos «afroamericanos», porque se reirán de ti. Somos negros, papá.

Ramone esbozó su sonrisa de poli, que era una sonrisa sólo en el nombre.

– Yo vivo en este barrio.

Bolton se cruzó de brazos.

– A veces la gente llega a conclusiones erróneas, es lo único que digo.

Ramone escribió en el cuaderno «a la defensiva» y «gilipollas».

– ¿Alguna otra cosa que recuerde que pueda ser pertinente a la investigación?

– Lo siento. La verdad es que le he dado muchas vueltas. Para mí era un chico feliz y equilibrado.

– Gracias -dijo Ramone, estrechando la fuerte mano de Bolton.

Por fin encontró a Andrea Cummings en el aula. La señorita Cummings era joven, una veinteañera alta, de largas piernas y piel oscura. Parecía bastante anodina a primera vista, pero cuando sonreía era decididamente guapa. Y en cuanto Ramone entró en el aula, esbozó una bonita sonrisa.

– Soy el detective Ramone. Pensé que ya no la vería.

– No, no. Tengo trabajo que hacer después de clase. Es que había ido a por un refresco.

Ramone acercó una silla a su mesa y se sentó.

– Cuidado con eso -advirtió ella-. Debe de tener más de sesenta años.

– Deberían sacar estos trastos del colegio y llevarlos a un museo.

– Y que lo diga. Ahora mismo estamos sin papel ni lápices. Casi todo el material que ve aquí lo compro de mi propio bolsillo. Le aseguro que aquí alguien está metiendo mano a los fondos. No sé si serán los abogados, los contratistas o la dirección, pero alguien se está forrando, y eso es un robo puro y duro. Les están robando a los alumnos. Vamos, yo lo que digo es que esa gentuza debería arder en el infierno.

Ramone sonrió.

– No se corte.

– Huy, yo con eso no tengo problemas.

– ¿Es de Chicago?

– Por Dios, si es que no se me quita el acento. Me crie en una casa de protección oficial, y mis primeros dos años de profesora los pasé en mi barrio, en Northwestern. Ya se imaginará que las instalaciones eran bastante penosas, pero jamás he visto nada como esto.

– Seguro que les cae bien a sus alumnos.

– Bueno, empiezo a caerles bien. Mi filosofía es asustarlos al principio de curso, poner cara de bulldog. Que sepan desde el primer momento quién manda. Ya les caeré bien más adelante. O no. Lo que quiero es que empiecen a aprender algo. Así es como me recordarán.

– ¿Y Asa Johnson? ¿Tenía una buena relación con él?

– Asa era un buen chico. Nunca me dio ningún problema y siempre hacía los deberes.

– ¿A usted le caía bien?

– Lloré cuando me enteré de la noticia. Es imposible no conmoverse cuando matan a un niño.

– Pero ¿le gustaba?

La señorita Cummings se relajó en la silla.

– Los profesores tienen favoritos, como los padres también tienen favoritos entre sus hijos, aunque no quieran admitirlo. No le puedo mentir diciendo que era de mis favoritos. Pero no porque fuera mal chico.

– ¿A usted le parecía un chico feliz?

– No especialmente. Sólo con verle la postura se notaba que algo le preocupaba. Además, rara vez sonreía.

– ¿Por alguna razón que se le ocurra?

– Que Dios me perdone por hablar sin saber.

– Dígame lo que piensa.

– Podría haber sido su vida familiar, lo digo porque he conocido a sus padres. Su madre es una persona callada, sometida a su marido. Y el padre es uno de esos que van de machos, seguramente para compensar sus complejos. Se lo digo con toda sinceridad. No tenía que ser muy divertido para Asa vivir en ese entorno, no sé si me entiende.

– Le agradezco la sinceridad. ¿Tiene alguna razón para creer que estuviera metido en actividades delictivas?

– En absoluto. Pero, claro, nunca se sabe.

– Pues sí. -Ramone miró la pizarra-. No me importaría echarle un vistazo a su diario, si lo tiene usted.

– No lo tengo -contestó la señorita Cummings-. Me los entregan al final del semestre, y yo les echo sólo un vistazo para ver si se han esforzado un poco. Vamos, que no los leo. Mi tarea consiste en asegurarme de que están trabajando algo, porque eso ya es un logro.

Ramone le tendió la mano.

– Ha sido un placer conocerla, señorita Cummings.

– Lo mismo digo, detective. Espero haberle sido de alguna ayuda.

Ramone volvió a su Tahoe y sacó un par de guantes de látex que se metió en el bolsillo. Luego se dirigió de nuevo a la oficina de administración y, acompañado de un guardia de seguridad, se acercó a la taquilla de Asa. El hombre leyó un papel, marcó la combinación de la cerradura y dio un paso atrás para que Ramone inspeccionara su contenido.

En el estante superior había un par de libros de texto. Pero ni en los libros ni en el fondo metálico se veía ningún papel ni ninguna otra cosa. Lo normal era que un chico de su edad tuviera en la taquilla fotos de figuras deportivas, raperos o estrellas de cine. Asa no había puesto nada.

– ¿Ha terminado? -preguntó el guardia.

– Ya puede cerrar.

Esperaba encontrar el diario del chico, pero allí no estaba.

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