– ¿Cómo está? -preguntó el detective Bo Green, de nuevo en la sala de interrogatorios.
– Está bueno -contestó William Tyree, dejando la lata del refresco en la mesa.
– ¿Bastante frío?
– Está bien.
En la oscuridad de la sala de vídeo, Anthony Antonelli gruñó asqueado.
– El hijoputa se cree que está en un restaurante.
– Bo sólo pretende que se sienta cómodo.
Green se movió en su silla.
– ¿Estás bien, William?
– Más o menos.
– ¿Todavía te dura el colocón?
– Me pasé el día entero colocado. -Tyree movió la cabeza, asqueado consigo mismo.
– ¿Cuándo te metiste la primera vez ayer?
– Antes de subir al autobús.
– ¿Y adónde fuiste en autobús?
– A casa de Jackie.
– ¿Cuánto crack fumaste, te acuerdas?
– No lo sé. Pero me subió la tira. Ya estaba cabreado antes, pero con el crack me puse… hecho una fiera.
– ¿Y por qué estabas cabreado, William?
– Por todo, joder. Me echaron del curro hace un año. Llevaba una furgoneta de un servicio de lavandería, ¿sabes? Una de esas compañías que llevan los uniformes y los manteles a los restaurantes y eso. Y desde que perdí el curro, no he podido encontrar otro. Está la cosa jodida.
– Ya lo sé.
– Pero jodida. Y encima, luego pierdo a mi mujer y a mis hijos. Vaya, que yo soy un tío honrado, detective. No me he buscado líos en mi vida.
– Ya conozco a tu familia. Son buena gente.
– Nunca me había metido drogas, hasta que empezó la mala racha. Bueno, igual algún canuto, pero nada más.
– Eso no es nada.
– Y ahora va mi mujer y se lía con un delincuente de mierda. El capullo durmiendo en mi cama, diciéndoles a mis hijos lo que tienen que decir y hacer… diciéndoles que se callen la boca y que le muestren respeto. ¡A él!
– Te jodía.
– ¡Coño! ¿A ti no te jodería?
– Pues sí -admitió Green-. Así que ayer fumaste crack y fuiste a ver a tu ex mujer.
– Todavía era mi mujer. No tenemos el divorcio ni nada.
– Ah, perdona. Es que me han informado mal.
– Todavía estábamos casados. Y yo estaba… furioso, detective. Ya digo que me ardía la cabeza cuando salí de la casa.
– ¿Te llevaste algo al salir?
Tyre asintió con la cabeza.
– Un cuchillo. Ese que he dicho antes.
– El que metiste en la bolsa del Safeway.
– Eso. Lo cogí del mostrador antes de pirarme.
– Y lo llevabas en el Metrobus.
– Lo llevaba por dentro de la camisa.
– Y luego fuiste andando por Cedar Street con el cuchillo en la camisa y subiste a casa de tu mujer. -Tyree asintió de nuevo y Green prosiguió-: Llamaste a la puerta, ¿no? ¿O tenías llave?
– Llamé. Ella preguntó quién era y le dije que era yo. Y entonces me soltó que estaba ocupada y no me podía atender, y que me marchara. Y yo le dije que sólo quería hablar con ella un momento. Así que me abrió y entré.
– ¿Le dijiste algo más cuando entraste?
– No -dijo Antonelli en la sala de vídeo-. Qué va, me la cargué y ya está.
– ¿Qué hiciste entonces, William? -preguntó Green.
– Pues ella estaba recogiendo la compra y eso. Yo la seguí hasta la mesa del comedor, donde estaban las cosas.
– ¿Y qué hiciste una vez allí?
Ramone se inclinó en su silla.
– No me acuerdo -contestó Tyree.
Rhonda Willis entró en la sala de vídeo.
– Gene ha encontrado la bolsa del Safeway en el contenedor -informó a Ramone-. Dentro estaban la ropa y el cuchillo.
Ramone no sintió ninguna alegría.
– Díselo a Bo.
Ramone y Antonelli se volvieron hacia el monitor. Green giró la cabeza al oír que llamaban. La puerta se abrió y se asomó Rhonda para informarle de que tenía una llamada que le interesaba.
Antes de salir de la sala de interrogatorios, Green se miró el reloj, y luego hacia la cámara.
– Cuatro treinta y dos -dijo.
Volvió al cabo de unos minutos, dejó constancia otra vez de la hora y se sentó frente a William Tyree, que ahora estaba fumando.
– ¿Estás bien?-preguntó Green.
– Sí.
– ¿Quieres otro refresco?
– Todavía me queda.
– Bueno. Pues volvamos a casa de tu mujer, ayer. Cuando entraste, fuiste con ella hasta la mesa del comedor. ¿Y qué pasó entonces?
– Ya he dicho que no me acuerdo.
– William.
– Es verdad.
– Mírame, William.
Tyree miró los grandes y dulces ojos del detective Bo Green. Unos ojos de mirada bondadosa, los ojos de un hombre que había recorrido las mismas calles que él, los mismos pasillos del instituto Ballou. Un hombre que había crecido en una familia fuerte, como él. Que había oído a Trouble Funk y Rare Essence y Backyard, y que de joven había visto a todos aquellos grupos go-go tocar gratis en Fort Dupont Park, como él. Un hombre que no era tan distinto a él, un hombre en quien Tyree podía confiar.
– ¿Qué hiciste con el cuchillo cuando fuiste con Jackie hasta la mesa?
Tyree no contestó.
– Tenemos el cuchillo -declaró Green, sin atisbo de amenaza o malicia en la voz-. Tenemos la ropa que llevabas. Y sabes que la sangre de la ropa y el cuchillo coincidirá con la de tu mujer. Y que la piel bajo las uñas de tu mujer va a ser la piel que te falta en la cara, del corte ese que tienes ahí. Así que, William, ¿por qué no acabamos con esto?
– Detective, es que no me acuerdo.
– ¿Utilizaste el cuchillo que encontramos en la bolsa para apuñalar a tu mujer, William?
Tyree chasqueó la lengua. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Si usted lo dice, supongo que lo hice.
– ¿Lo supones o lo hiciste?
Tyree asintió con la cabeza.
– Lo hice.
– ¿Qué hiciste?
– Apuñalar a Jackie con ese cuchillo.
Green se arrellanó en la silla y cruzó las manos sobre su amplia barriga. Tyree dio una calada al cigarrillo y tiró la ceniza en un trozo de papel de aluminio.
– No se puede negar -comentó Antonelli-. A Bo se le dan bien estos colgados.
Ramone no dijo nada.
Ambos siguieron observando mientras William Tyree contaba el resto de la historia. Después de apuñalar a su mujer, se llevó su coche y con el dinero que le había robado pilló más crack. Luego procedió a fumárselo en distintos puntos de Southeast. No comió ni durmió en toda la noche. Alquiló el coche de Jackie a dos hombres distintos. Usó la tarjeta de crédito para echar gasolina y sacó dinero para comprar más crack. Estuvo constantemente drogado. No tenía planes, aparte de esperar a la policía, que sin duda acabaría por encontrarlo. Hasta entonces nunca había cometido el más mínimo delito relacionado con la violencia, y no conocía el terreno. No sabía cómo esconderse. Y de haber querido, no se le ocurría adónde ir.
Cuando Tyree ya lo hubo contado todo, Green le pidió que se quitara el cinturón y los cordones de los zapatos. Tyree obedeció y volvió a sentarse. Lloró un poco y luego se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.
– ¿Estás bien? -preguntó Green.
– Estoy cansado -contestó Tyree suavemente-. No quiero estar más aquí.
– No me jodas -exclamó Antonelli-. Haberlo pensado antes de cargarte a tu mujer.
Ramone no dijo nada. Sabía que Tyree no se refería a la sala de interrogatorios. Estaba diciendo que no quería seguir en este mundo. Green también lo había intuido. Por eso le quitaba el cinturón y Tos cordones.
– ¿Te apetece un bocadillo o algo? -preguntó.
– No.
– Puedo ir al Subway.
– No quiero nada.
Green se miró el reloj, miró la cámara.
– Cinco y media -dijo, y salió de la sala mientras Tyree cogía otro cigarrillo.
Ramone le dio las gracias con la mirada cuando salió de la sala. Luego ellos dos y Rhonda Willis fueron a sus cubículos, situados en una especie de triángulo. Eran detectives veteranos de la unidad y amigos.
Ramone, nada más sentarse, fue inmediatamente al teléfono para llamar a su mujer. La llamaba varias veces al día, y siempre cuando cerraba un caso. En éste todavía quedaba mucho trabajo, sobre todo papeleo, pero de momento podían permitirse un respiro.
Los detectives Antonelli y Mike Bakalis se sentaron allí cerca. Antonelli, un entusiasta del gimnasio, era un tipo bajo de hombros anchos y cintura estrecha. Los compañeros le llamaban Tapón, a la cara, y Tapón del Culo por la espalda. A Bakalis, a causa de su nariz prominente, le llamaban Armadillo, y a veces Baklava. Bakalis había ido a escribir una citación en el ordenador, pero odiaba teclear y llevaba hablando del tema todo el día.
En los tablones de corcho junto a las mesas se veían fotos de sus hijos, sus mujeres y otros parientes junto a otras de víctimas y criminales que habían llegado a convertirse en una obsesión. Abundaban los crucifijos, estampas de santos y citas de salmos. Muchos de los detectives de la VCB eran devotos cristianos, otros decían serlo, y algunos habían perdido por completo la fe en Dios. El divorcio era bastante común entre ellos. Aunque también los había que mantenían fuertes lazos maritales. Unos eran jugadores, otros abusaban de la bebida y algunos la habían dejado» Casi todos se tomaban un par de cervezas al terminar el turno sin llegar a tener nunca un problema con el alcohol. Ninguno respondía a un estereotipo. No estaban allí por un gran sueldo. El trabajo, para la mayoría, no era una vocación. Habían llegado hasta allí porque por una razón u otra servían para la brigada de Homicidios. Era donde habían aterrizado de manera natural.
– ¿Todo bien? -preguntó Rhonda Willis, viendo el ceño de Ramone cuando colgó el teléfono.
Ramone se levantó, se apoyó contra un tabique y se cruzó de brazos. Era un hombre de tamaño medio, con un pecho amplio y una barriga plana que le costaba muchos esfuerzos. Tenía el pelo oscuro, todavía abundante y ondulado, sin canas. Y un hoyuelo en el mentón. Llevaba bigote, lo único que le identificaba como policía. No estaba nada de moda entre los blancos, pero a su mujer le gustaba, lo cual según él era una razón más que suficiente para no afeitárselo.
– Mi chico, que se ha vuelto a meter en líos -contestó-. Dice Regina que han llamado del despacho del director, por insubordinación otra vez. Nos llaman del puñetero instituto todos los días.
– Es un chaval -replicó Rhonda, que tenía cuatro hijos de dos maridos distintos y ahora los criaba a todos ella sola. Pasaba gran parte del día comunicándose con sus móviles.
– Ya lo sé.
– Necesita mano dura -terció Bakalis, distraído con una revista de chicas que había cogido de su mesa. Bakalis no tenía hijos, pero quiso intervenir.
Antonelli, que estaba divorciado, tiró una serie de Polaroids sobre la mesa de Bakalis.
– Échales un vistazo, que te van a interesar.
Eran las fotos del cadáver de Jacqueline Taylor. Aparecía tumbada boca arriba, desnuda sobre un plástico negro. Para cuando su hermana fue a identificarla, ya la habían limpiado, pero las fotografías se habían hecho en cuanto llegó a la morgue. Las heridas de arma blanca se concentraban en el cuello y en un pecho que había quedado casi cercenado. Tenía los ojos abiertos, uno más que el otro, lo cual le daba aspecto de borracha, y la lengua salida e hinchada.
– Mira el pelo -pidió Antonelli. Al poner los pies sobre la mesa se le subió la pernera del pantalón, dejando al descubierto una pistolera de tobillo y la culata de su Glock.
Bakalis observó las fotografías una a una sin comentarios. Los ánimos no eran muy festivos, a pesar de que habían capturado a un asesino. Nadie podía estar contento con los resultados de aquel caso particular.
– Pobre mujer -comentó Green.
– Y pobre hombre -apuntó Ramone-. El tío era un ciudadano ejemplar hasta hace un año. Pierde el trabajo, se engancha al crack, ve que su mujer se folla a un gilipollas que deja la ropa sucia en el mismo sitio donde duermen sus hijos…
– Yo conocía a su hermano mayor -dijo Green-. Joder, yo conocía a William desde pequeño. Su familia era buena gente. Desde luego las drogas te joden vivo.
– Aunque se declare culpable le echarán de dieciocho a veinticinco años -calculó Rhonda.
– Y los niños están jodidos de por vida -concluyó Green.
– Menuda tía debía de ser -dijo Bakalis, todavía mirando las fotos-. O sea, para quedarse colgado así, por haberla perdido, y para tener que matarla, para que no la tuviera ningún otro hombre…
– Si no hubiera fumado esa mierda, a lo mejor no habría perdido la cabeza.
– No fue sólo el crack -interrumpió Antonelli-. Está demostrado que las tías te impulsan a matar. Hasta las tías que no puedes tener.
– Tiran más dos tetas que dos carretas -aseveró Rhonda Willis.
Bakalis dejó las fotografías en su mesa y puso las manos sobre el teclado del ordenador, pero se quedó mirando tontamente la pantalla sin mover los dedos.
– Eh, Tapón, ¿no te apetece escribir una citación?
– ¿Te apetece a ti chuparme la polla?
Se pasaron un rato intercambiando pullas hasta que llegó Gene Hornsby con la bolsa del Safeway. Ramone le dio las gracias y se puso con el papeleo, entre otras cosas tenía que anotar los detalles del caso en El Libro. El Libro era una enorme tablilla donde se detallaban los casos de homicidio abiertos y cerrados, los agentes asignados, los motivos del delito y cualquier otro elemento que pudiera servir de ayuda al fiscal y también para dejar constancia de la historia básica de la ciudad.
Para cuando terminaron ese día de trabajar, habían hecho un turno entero y más tres horas extras.
Ya en el aparcamiento de la VCB, situado entre el centro comercial Penn-Branch de Southeast, Gus Ramone, Bo Green, George Hornsby y Rhonda Willis se encaminaron hacia sus coches.
– Pienso darme un buen baño bien caliente -comentó Rhonda.
– ¿Esta tarde no tienes que llevar a tus hijos a ninguna parte? -preguntó Green.
– Hoy no, gracias a Dios.
– ¿Se viene alguien a tomar una cerveza? -sugirió Hornsby-. Os dejo que me invitéis.
– Yo tengo entrenamiento -contestó Green, que era entrenador de un equipo de fútbol infantil en el barrio donde se crio.
– ¿Y el Ramone? -insistió Hornsby.
– Pasa -contestó Rhonda, que sabía la respuesta de Ramone antes de que abriera siquiera la boca.
Pero Ramone no prestaba atención. Estaba pensando en su mujer y sus hijos.