9

Gus Ramone entró por la puerta y oyó Summer Nights en el cuarto de estar al fondo de la casa. Alana estaría viendo un DVD, uno de sus musicales favoritos. A juzgar por el olor a ajo y cebolla, Regina estaba en la cocina, preparando la cena.

«Están aquí y están a salvo.» Era lo primero que pensaba nada más entrar al recibidor. Cuando llegó a la cocina pensó en Diego, preguntándose si también estaría en casa.

– ¿Cómo estás, preciosa? -saludó a su hija, que estaba bailando delante del televisor, imitando los movimientos que veía en la pantalla. El cuarto de estar, que habían añadido a la casa unos años atrás, se abría a la cocina.

– Bien, papá.

– Hola -le dijo a Regina, que se hallaba de espaldas a él removiendo el contenido de un cazo con una cuchara de madera. Llevaba ropa deportiva, pantalones con rayas a un lado y camiseta a juego.

– ¿Qué hay, Gus?

Ramone guardó su placa y la pistolera del cinturón con su Glock 17 en un cajón que había habilitado para tal efecto, y lo cerró con llave. Sólo él y Regina tenían la llave de ese cajón.

Luego volvió con su hija, que ahora movía la pelvis en el centro del salón imitando al joven actor de la pantalla. El hombre sonreía con lascivia, bailando en las gradas, con los movimientos ágiles y fluidos de un gato callejero, mientras su engominada cohorte le azuzaba cantando: Tell me more, tell me more…

Did she put up a fight? -cantó Alana, mientras Ramone se inclinaba para darle un beso en la cabeza, entre una masa de densos rizos negros heredados de su padre.

– ¿Cómo está mi pequeñaza?

– Estoy bien, papá.

La niña siguió bailando, alzando los pulgares como Danny Zuko. Ramone volvió a la cocina y rodeó los hombros de su mujer con los brazos para darle un beso en la mejilla. Luego se estrechó contra ella por detrás, sólo para demostrar que todavía le iba la marcha. Las arrugas en las comisuras de los ojos de Regina indicaban que sonreía.

– Oye, ¿está bien que la niña vea esa película?

– Es Grease.

– Ya sé lo que es. Pero Travolta se menea como si estuviera follando y la niña lo está imitando.

– Es sólo un baile.

– ¿Así lo llaman ahora?

Ramone se puso a su lado.

– ¿Un buen día?

– Hemos tenido una racha de suerte. Pero no creo que nadie esté muy contento. El hombre no era ningún criminal, pero se puso loco con el crack y mató a su mujer por celos y por despecho. Ahora ella está en la morgue, a él seguramente le caerán veinticinco años y los niños se han quedado huérfanos. Tiene miga la cosa.

– Has hecho tu trabajo -replicó ella, un refrán repetido en su casa.

Todos los días Ramone hablaba con ella de su jornada. Para él era muy importante porque, según su experiencia, si un policía no hablaba de su trabajo su matrimonio acababa en desastre. Además, Regina le comprendía. Ella también había sido policía, aunque ahora le pareciera que había sido en otra vida.

– ¿Dónde está Diego?

– En su cuarto.

Ramone miró el cazo. El ajo y la cebolla empezaban a dorarse en el aceite de oliva.

– Tienes el fuego demasiado alto -protestó-. Se está quemando el ajo. Y la cebolla tiene que estar transparente, no negra.

– Déjame en paz.

– El fuego sólo tiene que estar alto para hervir agua.

– Por favor.

– ¿Estás haciendo una salsa? -Sí.

– ¿La de mi madre?

– La mía.

– A mí me gusta la salsa de mi madre.

– Pues haberte casado con ella.

– Oye, baja el fuego, ¿quieres?

– Ve a ver a tu hijo.

– A eso voy. ¿Qué ha pasado hoy?

– Dice que no sabía que tenía el móvil encendido. Un amigo le llamó justo cuando salía del servicio, y el señor Guy lo oyó.

– ¿El señor Guy o gay?

– Gus…

– Yo sólo digo que, con ese nombre, el tío tendrá algún problema.

– Desde luego no es el hombre más varonil del planeta, eso es verdad.

– ¿Y por eso querían expulsar a Diego?

– Por insubordinación. Es que se negó a entregar el móvil.

– Para empezar no tendrían que haberle buscado las cosquillas.

– Ya lo sé. Pero son las reglas. En fin, por lo menos haz como que estás enfadado con él. Un poco.

– Más enfadado estoy con el colegio.

– Yo también.

– Voy a hablar con él. -Ramone se inclinó sobre el fogón-. Que sepas que estás achicharrando el ajo.

– Ve a ver a tu hijo.

Ramone le dio un beso en el cuello, justo debajo de la oreja. Regina olía un poco a sudor, pero también era un olor dulce. Era el aceite que se ponía en la piel, con un toque de grosella.

Mientras se marchaba, Ramone insistió:

– Baja un poco el fuego.

– El fuego lo puedes bajar tú -respondió ella- el día que te pongas a cocinar.

Ramone atravesó el pasillo, dejando atrás el sonido de las canciones de los Thunderbirds y las Pink Ladies, y subió al piso de arriba.

Estaba más que reconsiderando la decisión de haber trasladado a Diego al colegio de Montgomery County, aunque en su momento le parecía no tener otra opción. Ramone y Regina estaban de acuerdo en que el colegio público de su zona era inaceptable. Para empezar el edificio estaba en estado de perpetua ruina, y siempre faltaba material, incluidos papel y lápices. Entre la tenue iluminación, puesto que muchos de los fluorescentes y lámparas estaban estropeados o habían desaparecido, los detectores de metales y el personal de seguridad apostado en cada puerta, aquello parecía una cárcel. Cierto es que se invertía mucho dinero en el sistema educativo de Washington D.C., pero curiosamente muy poco parecía revertir en los alumnos. Y los chicos habían empezado a encontrar problemas, tanto en el colegio como en la calle. En su zona, donde muchos padres tenían dos trabajos y otros estaban ausentes o no se involucraban en las vidas de sus hijos, algunos chicos comenzaban a tontear con la delincuencia. No era un buen ambiente para Diego, que tampoco era muy buen estudiante y de hecho se sentía atraído por aquellos que trasgredían las normas.

Gus Ramone había hablado de todo esto con su mujer, intensamente y en privado. Al final decidieron que sería bueno para Diego estar en contacto con otro ambiente. Pero incluso entonces, cuando la misma Regina se empeñó en hacer el cambio, Ramone no estaba del todo seguro de sus motivos para sacar a Diego de la enseñanza pública de D.C. Lo que le rondaba la mala conciencia era que los chicos del colegio de su barrio eran casi todos negros o hispanos.

A pesar de todo gestionaron la matrícula. Para ello tuvieron que emplear una especie de estratagema para establecer residencia en Montgomery. En los años noventa, cuando Regina daba clase y contaban con dos sueldos, habían invertido en una propiedad, una pequeña casita en Silver Spring, en una zona que en aquel entonces no valía nada. Les costó ciento diez mil dólares. Se la alquilaron a un albañil guatemalteco y su pequeña familia. Luego obtuvieron un número de teléfono de Maryland para la casa, y trasfirieron las llamadas a su dirección en D.C. Con esto y las escrituras de la casa, tenían lo necesario para solicitar la residencia en Maryland y poder cambiar a Diego de colegio.

Pero ya desde el principio pareció que habían cometido un error. El colegio de Montgomery tenía estudiantes destacados, y la mayoría de ellos eran blancos. Se mostraba menos tolerancia hacia lo que se consideraba un comportamiento negativo. Reírse o hablar alto en los pasillos o el comedor era una ofensa que a menudo se castigaba con la expulsión temporal. Igual que estar cerca de algún conflicto, aunque no se participara en él. Parecía haber distintas reglas para Diego y sus amigos, por una parte, y para los chicos de las clases de los destacados y los más dotados. Ramone suponía que se favorecía a esos chicos, blancos en su mayoría, porque elevaban los resultados académicos del colegio. Todos los demás alumnos entraban en la categoría de «otros». Cuando Regina investigó un poco el asunto, descubrió que a los chicos negros de Montgomery se los suspendía, castigaba o expulsaba tres veces más que a los blancos. Desde luego algo olía mal, y aunque ni Gus ni Regina llegaron a hablar de racismo, sospechaban que el color de su hijo, y el de sus amigos, estaba indirectamente relacionado con la etiqueta de «problemáticos» que les habían colgado.

Todo esto sucedía en un colegio situado en un barrio conocido por su activismo liberal, un lugar donde era común ver en los coches pegatinas de «Celebremos la diversidad». Los días que Ramone iba a recoger a su hijo al colegio veía que la mayoría de los alumnos negros salían juntos y echaban a andar calle abajo en dirección a los «bloques», mientras que los blancos se dirigían a sus casas en la parte alta del barrio. A veces se quedaba allí en el coche viendo todo esto y se decía: «He cometido un error con mi hijo.»

El caso es que Ramone nunca estaba seguro de estar haciendo lo mejor para sus hijos. Y los que afirmaban hacerlo o se engañaban o mentían. Por desgracia los resultados no se sabían hasta el final.

Ramone llamó a la puerta de Diego. No hubo respuesta y tuvo que llamar más fuerte.

Diego estaba sentado al borde de la cama, un colchón sobre un somier de muelles encima de la moqueta. Tenía al lado el balón de rugby con el que dormía. Llevaba puestos unos auriculares, y cuando se los quitó Ramone oyó música go-go a gran volumen. El chico llevaba una camiseta sin mangas que dejaba al descubierto unos brazos delgados y bien definidos y unos hombros tan anchos como los de un hombre. Empezaba a asomarle el bigote y se había recortado las patillas en forma de dagas en miniatura. Llevaba el pelo muy corto, y cada quince días se pelaba en la barbería de la Tercera. Su tono de piel era algo más claro que el de Regina, pero había heredado los grandes ojos castaños de su madre y la gruesa nariz. El hoyuelo del mentón era de Ramone.

– ¿Qué haces, papá?

– ¿Qué haces tú?

– Descansar.

Ramone se quedó de pie junto a él, con los pies separados en pose autoritaria, un vicio de policía. Diego lo advirtió, sonrió con ironía y meneó la cabeza. Se levantó de la cama y se puso junto a su padre. Sólo era unos centímetros más bajo.

– Deja que te lo cuente.

– Venga.

– Lo de hoy ha sido…

– Ya lo sé.

– No ha sido nada.

– Mamá me lo ha contado.

– Me tienen enfilado, papá.

– Bueno, les diste razones al principio.

– Es verdad.

Diego había dado guerra al llegar al colegio. Pensó que tenía que demostrar a sus compañeros que el chico nuevo no era un blando, que era un tipo duro, chulo y además gracioso. En septiembre Ramone y Regina habían recibido varias llamadas de los profesores exasperados quejándose de que Diego era un alborotador en clase. Ramone se puso muy serio con él, le dio severos y amenazadores sermones, lo castigó e incluso lo sacó del entrenamiento de rugby, aunque no llegó a prohibirle que jugara el partido semanal. La mano dura pareció funcionar, o tal vez Diego terminó adaptándose por sí mismo. Un par de profesores le dijeron a Regina que el comportamiento de Diego había mejorado en clase, e incluso alguno llegó a asegurar que tenía potencial para ser una influencia positiva sobre otros alumnos, un líder. Pero la primera impresión negativa que había causado en la directora, la señora Brewster, una mujer blanca, y el subdirector, el señor Guy, fue muy perjudicial. Ramone tenía la sensación de que a esas alturas tenían a su hijo en el punto de mira. Diego, desanimado y desmotivado, estaba perdiendo interés en el colegio. Sus notas habían empeorado.

– Mira, si dices que no sabías que tenías el móvil encendido, te creo.

– No lo sabía.

Ramone no tenía dudas. Diego y él tenían un pacto: mientras Diego fuera sincero, Ramone le había prometido no enfadarse con él. Sólo se enfadaría si mentía. Todo lo demás se podía arreglar. Y que él supiera su hijo siempre había mantenido su parte del trato.

– Si tú lo dices, te creo. Pero el colegio tiene unas normas. Deberías haber dejado que te confiscaran el móvil por ese día. Ése ha sido el problema.

– A mi amigo le quitaron el móvil y no se lo devolvieron en dos semanas.

– Tu madre y yo habríamos hablado con ellos para que te lo devolvieran. El caso es que no puedes luchar contra ellos. Son los jefes. Cuando crezcas te vas a encontrar con muchos jefes que no te gustarán, y aun así tendrás que obedecerles.

– No cuando esté jugando en la NFL.

– Te estoy hablando en serio, Diego. Mira, yo también tengo que ceder con jefes que no me gustan nada, y tengo cuarenta y dos años. No es porque seas un niño, es también cosa de adultos.

Diego tensó los labios. Estaba desconectando. Ramone ya le había soltado antes aquel sermón. Hasta a él le sonaba ya a rancio.

– Tú sólo inténtalo.

– Vale.

Ramone, notando que habían terminado, alzó la mano y Diego le chocó ligeramente los cinco.

– Hay otra cosa -dijo el chico.

– A ver.

– El otro día hubo una pelea después de las clases. ¿Sabes mi amigo Toby?

– ¿Del rugby?

– Sí.

Ramone recordaba a Toby del equipo. Era duro, pero no mal chico. Vivía con su padre, un taxista, en los bloques cerca del colegio. Su madre, según había oído, era una drogadicta que ya no tenía nada que ver con ellos.

– Pues ha tenido problemas -explicó Diego-. Un chico se estuvo metiendo con él por los pasillos y al final le retó a una pelea. Se encontraron junto al arroyo. Y Toby… ¡bam! -Diego se dio un golpe en la palma de la mano-. Le arreó un par de puñetazos. Un, dos, y el chaval se cayó al suelo.

– ¿Tú estabas? -preguntó Ramone, tal vez con demasiada emoción en la voz.

– Sí. Ese día volvía a casa con un par de amigos y me encontré con la movida. Bueno, iba a mirar…

– ¿Y?

– Pues que los padres del chico llamaron al colegio, y ahora van a abrir una «investigación», como dicen ellos. Es decir, van a averiguar quién estaba presente y qué vimos. Los padres quieren denunciar a Toby por agresión.

– Pero ¿no decías que fue el chico quien retó a Toby?

– Sí, pero ahora dice que era broma, que en realidad no quería pelear.

– ¿Y por qué se mete el colegio? Eso pasó en la calle, ¿no?

– Pero los dos volvían del colegio, todavía con los libros y eso, así que dicen que es asunto del colegio.

– Ya.

– Van a querer que diga que Toby pegó primero.

– Bueno, alguien tenía que pegar primero -replicó Ramone, hablando como hombre, no como padre-. ¿Fue una pelea justa?

– El otro era más grande que Toby. Es de los que van con el skate. Y fue él quien retó a Toby. Lo que pasa es que luego no dio la talla.

– Y sólo fue entre ellos dos, nadie más se metió a pegar al chico, ¿no?

– No, sólo ellos dos. -Pues no veo el problema.

– El problema es que me niego a ser un chivato.

Ramone no quería que lo fuera. Pero no habría estado bien decirlo, porque tenía que representar un papel, de manera que guardó silencio.

– ¿Vale? -preguntó Diego.

– Anda, arréglate para cenar -replicó Ramone, con un estratégico asentimiento de cabeza.

Mientras Diego se ponía una camiseta limpia, Ramone miró la habitación. Pósters de raperos cortados del Source y el Vibe, y una bonita foto de un Impala restaurado del 63, pegados a un panel de corcho; un póster del gimnasio de Mack Lewis en Baltimore, un collage de boxeadores locales con Tyson y Ali, con el lema «Un buen boxeador atraviesa el umbral del dolor para alcanzar la grandeza». En el suelo, copias de CDs realizadas en el ordenador, una torre de CDs, un estéreo portátil, varios Don Diva y una revista de armas, tejanos y camisetas, tanto sucios como limpios, jerséis Authentic de varios diseños, unas Timberland y dos pares de Nike. En la mesa, rara vez utilizada para estudiar, el libro sin leer de Colmillo Blanco, y Valor de ley, también sin leer. Ramone había pensado que a Diego le gustaría, pero no había conseguido engancharle; líquido para limpiar deportivas; fotos de chicas negras e hispanas que ellas mismas le habían regalado y en las que aparecían con tejanos ajustados y camisetas cortas; unos dados; un encendedor con una hoja de marihuana pintada, y su cuaderno, con el nombre de Diego escrito al estilo graffiti en la cubierta. De un clavo en la pared colgaba una gorra decorada con su apodo y los números 09, el año de su futura graduación en el instituto.

A pesar de los avances tecnológicos y los cambios culturales y estéticos, la habitación de Diego se parecía mucho a la de Ramone en 1977. De hecho, Diego se parecía a su padre en muchos aspectos.

– ¿Qué hay de cena?

– Tu madre está preparando salsa.

– ¿La suya o la de la abuela?

– Venga, chaval -dijo Ramone-. Ve a lavarte.

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