18

Rhonda Willis llamó al Twilight, un bar de striptease de New York Avenue, y pidió hablar con el gorila que estaba en la puerta. Oficialmente la policía ya no permitía que sus agentes trabajaran en tales establecimientos, pero muchos seguían haciéndolo. El Twilight, con su historial de tiroteos en la calle y navajazos dentro del local, empleaba a policías para que cachearan a los clientes en la puerta, ya que la placa solía disuadir a la gente de protestar por ello. Era lógico que cierto tipo de agentes, atraídos por la acción y la diversión, acabaran trabajando en aquel bar. El Twilight tenía la mejor música, las mejores bailarinas y la clientela más escandalosa de la ciudad.

– ¿Qué hay, Randy? -saludó Rhonda al teléfono-. Soy Rhonda Willis, de la VCB.

– Detective Willis.

– Todavía por ahí, ¿eh?

Randolph Wallace era un veterano con doce años de servicio, todavía de uniforme, casado y con dos hijos. La vida hogareña le aburría, de manera que la evitaba. Cuando no estaba de turno en la policía, trabajaba varios días a la semana en el Twilight. Allí tenía barra libre y a veces mantenía relaciones con las bailarinas del club.

– Sí, ya ves -contestó.

– Necesito la dirección de una bailarina que tenéis ahí, de nombre Star. Vive con una tal Darcia. Y el móvil también, si lo tienes.

Wallace no contestó.

– Es para una investigación de asesinato -insistió Rhonda.

– Es que no debería, detective. Yo tengo que trabajar con esta gente.

– ¿Qué pasa, quieres que os hagamos una visita con mi compañero para conseguir la información? -Rhonda soltó una carcajada, lo justo para mantener un tono amistoso-. A saber la de coca y hierba que anda cambiando de manos en los servicios en este momento. Y tráfico de sexo. Podríamos llamar a los chicos de Delitos Sexuales, si es lo que quieres.

– Detective…

– Te espero mientras me consigues los datos.

Unos minutos más tarde Rhonda tenía la dirección y el número de móvil de Shaylene Vaughn, de nombre artístico Star, y el nombre completo y teléfono de Darcia Johnson.

– Gracias, Randy. Cuídate -se despidió Rhonda.

– ¿Acabas de amenazar a un compañero oficial de policía? -preguntó Ramone.

– A mí no me necesita para hundirse -repuso Rhonda-. Él solito va a joder su carrera y su matrimonio trabajando en ese sitio. La verdad es que a veces no sé qué le pasa a la gente.

Habían aparcado cerca de Barney Circle. Rhonda cruzó el río Anacostia por Sousa Bridge para entrar en Far Southeast.


La dirección que les había facilitado Randolph Wallace era el número 1600 de la calle W, cerca de Galon Terrace. Aparcaron el coche y echaron a andar entre niños del barrio con sus bicicletas y mujeres jóvenes sentadas en escalones de cemento, charlando con sus hijos en brazos. Algunos chicos se desviaron despacio al ver salir a los dos policías del coche. Ramone pasó de largo ante un joven que llevaba una camiseta negra con la leyenda «Chivatos No». Iba de la mano de un niño. Esas camisetas, muy populares en el área de D.C. y en Baltimore, eran una advertencia explícita a aquellos ciudadanos que estaban pensando en dar información a la policía.

– Menudo ejemplo para el crío -protestó Ramone.

– Ya -masculló Rhonda.

Entraron en un edificio de apartamentos de tres plantas, de cristal y ladrillo. Subieron por la escalera hasta el segundo piso y se detuvieron en la puerta con el número 202.

– Me duele la mano, Gus.

– ¿Qué te ha pasado, se te ha caído la cartera encima?

– Anda, da el toque policial, ¿quieres?

Ramone golpeó con el puño la puerta varias veces, esperó un momento y volvió a llamar.

– ¿Quién es? -preguntó con enfado una mujer.

– La policía.

La puerta se abrió y apareció una joven con unos pantalones muy cortos y una camiseta de pijama sin mangas. Parecía estar en forma y era de curvas voluptuosas, pero tenía la piel de aspecto insano. Llevaba un piercing en la nariz y restos de maquillaje brillante en la cara. Tenía los ojos hinchados y en la mejilla las marcas de la almohada.

– ¿Shaylene Vaughn? -preguntó Rhonda.

– Sí.

– Somos del grupo de Delitos Violentos de la policía. Éste es mi compañero, el sargento Ramone.

– ¿Podemos pasar? -dijo Ramone, enseñándole la placa.

Shaylene asintió.

El salón estaba vacío, excepto por un cenicero lleno de colillas en la alfombra y una solitaria silla de plástico.

– ¿Está Darcia Johnson en casa? -preguntó Rhonda.

– Está por ahí.

– ¿Dónde?

– Últimamente se queda en casa de su novio.

– ¿Y quién es y dónde vive?

– Pues no lo sé.

– ¿No sabes cómo se llama?

– La verdad es que no.

– ¿Te importa que echemos un vistazo? -dijo Ramone.

– ¿Por qué?

– Parece que te acabas de despertar -terció Rhonda-. Darcia podría haber estado aquí mientras dormías. Tal vez esté en la parte trasera o algo así y tú no te has dado cuenta.

La chica perdió su expresión inocente y por un momento el odio llameó en sus ojos. Pero enseguida se desvaneció también, tan deprisa como había aparecido, como si se viera obligada a utilizar todos los elementos de su repertorio de emociones. Hizo un descuidado gesto con la cabeza, señalando la parte trasera de la casa.

– Ahí no está. Vayan a verlo ustedes mismos, si no me creen.

Ramone entró en la cocina, larga y estrecha, y Rhonda en uno de los dormitorios. La casa apestaba a varios tipos de humo y comida estropeada.

En la cocina había cajas abiertas de cereales con azúcar, pero ningún otro producto. En la nevera no había ni agua ni leche, sólo una lata de un refresco de naranja. Había cucarachas en el fregadero, agitando sus antenas, y también en la cocina eléctrica, junto a un cazo sucio. La basura estaba llena a rebosar, coronada por unos restos de comida rápida.

Ramone se unió a Rhonda en el dormitorio. Había un colchón en el suelo, con las sábanas arrugadas y un par de almohadas; una televisión de pantalla grande, con varios DVDs pornográficos dispersos alrededor, y varios CDs apilados junto a un estéreo portátil en el suelo. También por el suelo había tangas, varios picardías y otros artículos de lencería barata.

Rhonda y Ramone se miraron y entraron en el segundo dormitorio, una copia del primero.

Por fin volvieron al salón, donde les esperaba Shaylene Vaughn malhumorada. Rhonda sacó el cuaderno.

– ¿Quién paga el alquiler de la casa?

– ¿Eh?

– ¿A nombre de quién está el contrato?

– Yo qué sé.

– Podemos averiguarlo llamando a la inmobiliaria.

Shaylene tamborileó con la mano contra el muslo.

– Dominique Lyons es el que paga.

– ¿No decías que no lo sabías? -preguntó Rhonda.

– Me acabo de acordar.

– Tú tienes trabajo. ¿No te llega para pagar el alquiler?

– Darcia y yo le damos el dinero que ganamos en el club, y él nos lo guarda.

– ¿Es el novio de Darcia? -preguntó Rhonda-. ¿O tu novio?

Shaylene se la quedó mirando.

– ¿Tiene Dominique algún apodo o algo así? -quiso saber Ramone.

– No que yo sepa.

– ¿Dónde vive?

– ¿Eh?

– ¿No tiene una dirección?

– Ya les he dicho que no lo sé.

– ¿Dónde estabas anoche a eso de las doce?

– Bailando en el Twilight hasta la una y media, más ó menos. Y luego vine a casa.

– ¿Sola?

Shaylene no contestó.

– ¿Y Darcia? -preguntó Rhonda

– También estaba trabajando.

– ¿Estaba Dominique también en el Twilight?

– Igual sí. Podría ser.

– ¿Conoces a un tal Jamal White? -preguntó Rhonda.

Shaylene se miró los pies descalzos y movió la cabeza.

– ¿Eso es un sí o un no? -insistió Rhonda.

– Conozco a algunos Jamals, pero no sé sus apellidos.

Rhonda exhaló despacio y le tendió su tarjeta.

– Ahí está mi teléfono. Puedes dejarme un mensaje a cualquier hora del día o de la noche. Voy a hablar también con Darcia y Dominique. Tú no tienes pensado irte a ninguna parte, ¿no?

– No.

– Gracias por tu tiempo. Volveremos a vernos.

– Cuídate -dijo Ramone.

Salieron del apartamento, contentos de respirar aire fresco, y volvieron al Ford.

– Un picadero -declaró Rhonda, sentándose al volante-. Eso es lo que es.

– Y tú crees que Dominique Lyons es su chulo.

– Puede ser. Primero tengo que buscarlo en la base de datos, a ver de qué va.

– Jamal White se enamora de una bailarina y prostituta, a su chulo no le hace gracia que el chaval quiera meter la polla donde él tiene la olla, y bang.

– De momento no está mal. -Rhonda miró a través del parabrisas-. En algún momento esa chica fue una niña a quien le cantaban nanas.

– Si tú lo dices…

– Y mira dónde está ahora. No es que la culpe por haberse enamorado. ¿Sabes?, como dedico todo mi tiempo a mis hijos y a mi trabajo, a la gente se le olvida que sigo siendo una mujer. Hasta una mujer cristiana como yo… bueno, de vez en cuando también necesito un pene.

– ¿De verdad?

– Pero este Dominique Lyons tiene que tener un pene muy especial. Vaya, uno de esos penes por los que una chica llega a bailar desnuda en un bar para luego darle el dinero que tanto le ha costado ganar. Uno de esos penes por los que una chica se prostituye en una cueva infestada de cucarachas donde no hay ni muebles ni comida ni bebida y aun así se siente como una reina. Vaya, que tiene que ser un pene espectacular.

– Vale.

– ¿Sabes? -Rhonda encendió el contacto del Ford-. Yo no necesito esa clase de pene.


Holiday y Cook aparcaron el Town Car tres edificios más abajo de una residencia de estilo rancho en Good Luck Estates, una pulcra comunidad de clase media de Good Luck Road, en la zona de New Carrollton, del condado Prince George's. En el camino particular había un Buick último modelo. Las cortinas de la mansión, de color gris oscuro, estaban cerradas.

– Vive a diez minutos de mi casa -comentó Cook-. Me viene muy bien, para pasarme por aquí a vigilar.

– ¿Cómo es? -preguntó Holiday.

– Reginald Wilson. Ahora andará cerca de los cincuenta.

– ¿Dice que era guardia de seguridad?

– En la época de los asesinatos, sí. Nos interesaban los hombres que pudieran ser confundidos por policías por el uniforme.

– ¿Y por qué él?

– Después del tercer asesinato, interrogamos a todos los guardias de seguridad que trabajaban en la zona, y luego, en una segunda ronda, volvimos a ver a los que vivían cerca de las víctimas. A Wilson lo interrogué yo personalmente. Tenía algo raro en la mirada, así que investigué su pasado. Había pasado un tiempo en el calabozo, cuando estaba en el ejército, por dos incidentes violentos, ambos contra compañeros suyos. Consiguió salir con una baja honrosa, lo que le permitió solicitar la entrada en la policía y las fuerzas especiales de P. G. County. Pero en ninguno de los dos cuerpos lo aceptaron. El problema no fue el test de inteligencia. De hecho, ahí sacó muy buenas marcas. Lo que falló fue el test psiquiátrico.

– De momento lo sigo. Buen coeficiente intelectual, cables cruzados. Así que ahora le va a demostrar a la policía que ha cometido un gran error, ¿cómo…?, ¿matando niños?

– Ya lo sé, es un poco peregrino. La verdad es que no había pruebas de nada, ni siquiera antecedentes de pedofilia. Sólo tenía la corazonada de que este tío no era trigo limpio. Me daba la impresión de haberlo visto antes, tal vez en la escena de algún crimen. Pero la memoria no me ayudaba. Ni el asesino tampoco. Recuerda que en los cuerpos no se encontraron restos, ni siquiera folículos de pelo humano, ni fibras de alfombras de casas, ni de coches. Ni sangre de otra persona. Ni tejido bajo las uñas. Los cuerpos estaban limpios. Lo único que había era semen en el recto. Y en aquel entonces no había manera de saber la procedencia, puesto que en 1985 no existían las pruebas de ADN.

– O sea, que dejaba algo de lefa. ¿Y qué se llevaba?

– Ya veo que eres bastante espabilado.

– Puedo serlo.

– Todas las víctimas tenían pequeños mechones de pelo cortado. Así que se llevaba recuerdos. Ése fue un detalle que jamás revelamos a la prensa.

– ¿Entró alguna vez en su casa?

– Claro, le interrogué en su casa. Recuerdo que no tenía casi muebles, pero sí una colección de discos gigantesca. Todo jazz, me dijo. Jazz eléctrico, que no sé qué será eso. Nunca he llegado a entender ese ruido. Me gusta el rollo instrumental, pero sólo si se puede bailar.

– Y entonces, ¿qué pasó? -se impacientó Holiday.

– Pues que, un mes después del tercer asesinato, Reginald Wilson toqueteó a un chaval de trece años que había entrado en el almacén donde trabajaba, cerca de un edificio de apartamentos donde vivía el chico. Y lo detuvieron. Y mientras cumplía condena en la cárcel, un tipo le llamó maricón o algo así, y Wilson se lo cargó. Lo mató a puñetazo limpio. Ni siquiera pudo alegar defensa propia, así. que le cayeron un montón de años. En la prisión federal lo identificaron como pederasta y acabó cargándose a otro preso que le amenazó con una cuchilla. Y le echaron encima todavía más años.

– Los asesinatos cesaron cuando entró en la cárcel.

– Exacto. Durante diecinueve años y pico. Y ahora sólo lleva fuera unos meses, y han empezado otra vez.

– Es posible que sea él -convino Holiday-. Pero lo único que tiene es que Wilson es violento y le atraen sexualmente los niños. La pedofilia no es lo mismo que el asesinato.

– Es un tipo de asesinato.

– Yo eso no lo discuto. Pero el caso es que no hay pruebas de nada. Nos costaría obtener una orden de registro. Vamos, eso si todavía fuéramos policías.

– Ya lo sé.

– ¿Tiene trabajo?

– Tiene la condicional, así que no le queda más remedio. Es cajero en una gasolinera con supermercado que está abierta toda la noche, en Central Avenue. Hace distintos turnos, incluyendo el último. Lo sé porque le he seguido más de una vez.

– Podríamos hablar con su agente de la condicional, que nos diga su horario, hablar con su jefe. A ver si estaba trabajando la noche que mataron a Johnson.

– Pues sí-dijo Cook sin mucho entusiasmo.

– Esto no es un palacio -comentó Holiday, mirando la casa-, pero es un barrio bastante bueno para un tío como él, y más cuando acaba de salir de la cárcel.

– Es la casa de sus padres. Murieron mientras estaba en el trullo, y como era hijo único la heredó él. La casa está libre de cargas, así que lo único que tiene que hacer es pagar los impuestos. El Buick tampoco es suyo.

– Ya me imagino. Tenía que ser de su padre. Sólo los viejos llevan Buicks. -Holiday dio un respingo-. No quería decir…

– Ahí está -dijo Cook, que no se había sentido ofendido y no había apartado la vista de la casa.

Se había abierto una cortina del ventanal y detrás apareció un instante un hombre de mediana edad. Fue como una sombra. Desapareció enseguida.

– ¿Nos habrá visto? -preguntó Holiday.

– No sé si nos ha visto. ¿Y sabes qué? Que me importa tres cojones. Porque al final acabará cometiendo un error.

– Necesitamos más información sobre la muerte de Johnson.

– Tú viste el cuerpo.

– También estuve en la escena del crimen al día siguiente.

– Joder, chico, ¿has hablado con alguien?

– Todavía no. Pero conozco al detective de Homicidios que lleva el caso. Se llama Gus Ramone.

– ¿Estará dispuesto a hablar contigo?

– No lo sé. Entre él y yo hubo movida.

– ¿Qué hiciste, follarte a su mujer?

– Peor. Ramone estaba a cargo de una investigación de Asuntos Internos, que pretendía acabar conmigo. Y yo no le dejé acabar el trabajo.

– Cojonudo.

– Es de los que siguen las normas al pie de la letra.

– De todas formas estaría bien que pudieras hablar con él.

– Si se baja de su pedestal, igual sí.

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