Capítulo 9

Eran las cinco de la tarde cuando el coche de alquiler dejaba a Víctor Ros junto a la verja del palacete de don Alberto Aldanza, una sólida construcción en tres alturas de estilo neoclásico, fachada de color claro y amplios y bien cuidados jardines. El barrio de Salamanca comenzaba a verse salpicado de lujosos edificios como aquella bella casa, pues la aristocracia madrileña, copiando a la nobleza francesa, empezaba a alejarse del bullicioso centro de la ciudad para asentarse en lugares más espaciosos en los que era factible construir sus ostentosos palacetes sin que éstos se hallaran rodeados de pequeñas casas y edificios que hicieran imposible su contemplación. En realidad, toda aquella zona formaba parte de un ambicioso plan urbanístico, el Ensanche, ideado por Claudio Moyano, ministro de Fomento y llevado a cabo por Carlos María de Castro, quien quiso modernizar la ciudad a la manera de Nueva York o su admirada Barcelona. El proyecto no llegó a llevarse a cabo exactamente tal como De Castro lo había concebido, pero al menos surgió un barrio, el de Salamanca, de calles y avenidas anchas, situadas en cuadrículas y con amplios espacios para edificios oficiales y ministerios.

No le apetecía mucho acudir a visitar a aquel hombre tan excéntrico, pero se sintió obligado a hacerlo. Un criado mulato abrió la verja y acompañó al policía por el camino de gravilla cubierto por los falsos plataneros que daba acceso a la vivienda. En el recibidor, Víctor se encontró con una estancia amplia y luminosa presidida por una muy afortunada réplica del David de Miguel Ángel y enlosada con un clásico ajedrezado de porcelana que junto a las estilizadas y blancas columnas daban a aquel recibidor un aspecto elegante, clásico y aristocrático.

– El señor le espera en su «taller» -dijo el criado de color, mientras una doncella tomaba el sombrero, los guantes y el bastón del subinspector.

Subieron por una ancha escalera y, tras girar a la derecha, se adentraron en un amplio pasillo al final del cual se escuchaba el ruido de una sierra. El criado llegó junto a la puerta y tiró de una campanilla. El ruido cesó. La puerta se entreabrió y en ella apareció don Alberto Aldanza, en mangas de camisa, cubierto con un peto de gruesa piel y luciendo unas extrañas gafas que sujetaba a la cabeza con una tira de cuero.

– ¡Loado sea Dios! ¡El joven don Víctor! Pase, pase a mi humilde taller. Lucas, trae limonada bien fría y unas pastas holandesas. Disculpe que le haya recibido Lucas, pero es que mi ama de llaves tiene la tarde libre y ha ido a echar la partida con sus amigas. Ya sabe, una panda de viejas cluecas.

El mulato se fue por donde había venido y Víctor se vio inmerso en una especie de laboratorio o museo de ciencias dominado por una enorme mesa de amplios tableros similar a las que se encontraban en los talleres de los carpinteros. Aquí y allá, las paredes aparecían cubiertas de vitrinas con frascos que contenían extraños especímenes, así como estanterías repletas de libros e insólitos objetos que aquel extraordinario viajero había ido coleccionando a lo largo de sus periplos por todo el mundo.

– Eche un vistazo, amigo mío. Puede curiosear cuanto quiera -ofreció amablemente el conde del Razes.

Víctor dio una vuelta alrededor de aquella estancia cuadrangular, amplia y espaciosa, en la que el excéntrico aristócrata empleaba su tiempo haciendo sus experimentos. El policía vio una rara y alargada máscara colgada en un hueco de la pared, junto a la ventana.

– Es de la tribu de los masai, de África -dijo don Alberto, quien se había quitado las chocantes gafas, las cuales colgaban ahora de su cuello como un collar.

Víctor reparó entonces en una vitrina repleta de frascos llenos de formol que contenían multitud de animales muertos. En uno de ellos vio algo como una estilizada ratilla que llamó su atención, pues parecía tener pico de pato.

– Es un ornitorrinco -explicó su anfitrión-. Resultó caro que me lo trajeran de Nueva Zelanda.

– Extraordinario -manifestó Víctor.

El joven policía continuó curioseando, muy animado. Aquel era un lugar francamente estimulante. En un momento dado llegó a una estantería repleta de unos enormes libracos que le recordaron los volúmenes medievales que había visto en una visita a Toledo.

– Son mis herbarios. Auténticas enciclopedias de muestras de plantas de todo el globo. Han de mantenerse bien prensadas -aclaró Aldanza.

En otras vitrinas vio huesos, muchos huesos, y en una repisa halló un feto humano de pequeño tamaño conservado en formol. Dio un respingo.

– No se asuste. Murió durante el parto, fue prematuro. Por cierto, estaba en este momento haciendo un pequeño experimento. Mire, aserraba un fémur humano.

– Pero ¡hombre de Dios! ¿Cómo puede hacer usted eso? -se horrorizó Víctor-. Me tengo por hombre progresista, pero profanar de esa manera…

– No, don Víctor, no. Éstos son restos de fosas de indigentes que de vez en cuando limpian en el cementerio del Norte, y que al encontrarse mezclados y sin saber de quién son, quedan a disposición de las facultades para que los estudiantes de Medicina puedan hacer sus prácticas. A mí me proporcionan unos cuantos y hago con ellos mis experimentos. Me explicaré. El otro día le hablé de anatomía forense, ¿lo recuerda?

– Sí, claro, aquello de «los muertos hablan».

– En efecto, pero para que los muertos hablen, primero debemos haber aprendido su idioma.

– No entiendo.

– Sí hombre, mire. Supongamos que hallamos un cadáver que está ya esqueletizado, sin restos de tejidos. En los huesos se observan impresiones de algún instrumento cortante, por tanto fue asesinado, ¿me sigue? -El joven asintió-. ¿No cree que sería útil para el curso de la investigación saber qué tipo de arma causó las mortales heridas?

– Sin duda, sí.

– Pues de eso se trata, mi joven amigo. De saber reconocer las heridas.

– Primero debemos estudiar el tipo de marca que dejan las diferentes clases de armas.

– Exacto. Mire, amigo, mire -dijo tomando un cubito-. Cuchillo. Y ésta de aquí es de un hacha de carnicero.

Víctor tomó un hueso que parecía pertenecer a la pierna.

– Tibia; navaja -apuntó el otro.

Así pasaron la tarde, literalmente, triturando huesos. Ni siquiera repararon en la llegada de la limonada que el fiel Lucas había servido hacía ya rato. Víctor quedó fascinado por las brillantes exposiciones de aquel iluminado, un fanático defensor de la aplicación de las más modernas técnicas a la investigación criminal. Un adelantado para su época. El agente de policía pasó una tarde realmente divertida y, sobre todo, muy, muy provechosa. Aquellos conocimientos podrían ayudarle de veras en su por lo común difícil trabajo.

No pudo rehusar la invitación a cenar que el conde del Razes le hizo. Tras asearse, pasaron a un cómodo pero elegante salón de la planta baja donde les sirvieron una extraña carne poco hecha y sabrosa que el noble llamó «roastbeef». El vino era exquisito («Borgoña», aclaró Aldanza) y la tertulia que siguió a la cena resultó deliciosa. Fumaron dos cigarros habanos con sus correspondientes copas de coñac al fresco del velador de don Alberto, hablando y hablando sobre las correrías de su mutuamente admirado y ya fallecido don Armando Martínez. El propio coche del conde llevó a Víctor a su pensión. Quedaron en verse al día siguiente. Se durmió pensando en la brillante y fascinante personalidad de Alberto Aldanza. Sí, aquel hombre le había impresionado.


Víctor Ros y su compañero Alfredo Blázquez se personaron a primera hora de la mañana en un inmueble sito en la calle de San Mateo en el que tenía su oficina Ramón Martínez, corredor de fincas. En un primer piso algo destartalado, aquel individuo de dudosa moralidad tenía instalado su negocio de compraventa de inmuebles. Un joven secretario recibió a los dos policías y los hizo pasar a un pequeño despacho en el que les aguardaba un individuo de pobladas patillas, pelo blanco, bajo, grueso y con unos ojos vivos de roedor. Aquel tipo insignificante se puso en pie y se desvivió en loas y parabienes para con el cuerpo de policía. Hablando con nerviosismo les invitó a sentarse junto a su mesa, repleta de papeles.

– Y díganme, señores, ¿qué les trae por aquí?

– Un asuntillo sobre el que queremos hacer unas indagaciones. ¿Vendió usted la casa de la calle San Nicolás a don Donato Aranda? -preguntó Blázquez.

– ¿Cuál?

– Lo sabe perfectamente. La que perteneció en su día a don Diego Vicente Reinosa, «el Indiano».

– Ah, el Indiano. La casa embrujada. Ahora lo recuerdo. Sí, la vendí yo.

– ¿Cómo se hizo usted con ella? -indagó Víctor.

– La compré a un industrial de Santander. Quería deshacerse de esa casa al precio que fuera porque su mujer…

– Conocemos la historia -cortó don Alfredo-. Y la compraría usted barata, ¿no?

– Barata no, baratísima. Ya sabe, esas historias de viejas devalúan el precio de una vivienda.

– Ya, y después la vendió a Aranda a un alto precio. Negocio redondo -sentenció Blázquez.

– Pues no. Vinieron a verme dos caballeros preguntando por ella.

– ¿Don Donato y su padre?

– No, no, don Donato Aranda y su suegro, don Augusto. Él regaló la casa a los recién casados.

– ¿Cómo? Don Augusto nos dijo que la había comprado su yerno.

– ¿Su yerno? ¡Qué va! Él la compró, y a muy buen precio. Venía ya con la lección aprendida. Conocía la historia de los asesinatos y me apretó de veras. Él sabía que yo no encontraría otro comprador interesado, y por eso me sacó un precio de ganga.

– ¡Qué raro! A nosotros nos dijo que no sabía nada de la leyenda y que la casa la había comprado el yerno -dijo el inspector Blázquez.

– Pues fue como yo les cuento -contestó el corredor de fincas.

Los dos policías se miraron con asombro.

– Queríamos saber otra cosa -añadió Víctor-. Es sobre la historia previa de la casa. Usted vendió la vivienda hace diez años al santanderino, ¿no?

– En efecto.

– ¿Quién la había heredado?

– Un sobrino de don Diego Vicente, el «Indiano», que vivía en La Rioja. Con el dinero que sacó se fue a las Américas.

– ¿Tenía más familia el Indiano?

– Creo que no.

– Vaya -repuso don Alfredo-. Queríamos contactar con alguien de su familia para tener más datos sobre la historia de don Diego Vicente y sus costumbres.

– Pues lo tienen ustedes bien fácil.

– ¿Cómo?

– Pues claro: el mayordomo de la casa es hijo de una de las doncellas que sirvieron al Indiano y la madre aún vive, o eso creo.

Los dos policías se miraron sorprendidos de nuevo, dieron las gracias a su informador y, tras despedirse, salieron a la calle. Tomaron un coche de alquiler y decidieron ir a buscar al mayordomo de los recién casados, Gregorio.

– Ese hombre sabe más de lo que parece -comentó don Alfredo.

– Me da la sensación de que en este maldito caso, todo el mundo sabe más de lo que dice. Fíjate, Alfredo, no sólo este Gregorio oculta información que podría haber sido valiosa, sino que la mayoría de los implicados se guarda cosas que no dice o, peor aún, tal vez miente. ¿No te parece extraño el comportamiento de la madre de la señora de la casa, doña Ana Escurza, que encargó a la doncella que limpiara las estanterías horas antes de nuestra anunciada visita?

– Pues sí, porque aquel día no tocaba limpieza en la biblioteca.

– Por no hablar de don Augusto, que en nuestra primera entrevista nos dijo no saber nada de aquella maldita leyenda y, en cambio, el tal Martínez nos ha asegurado que bien que la conocía.

– Y muy bien, porque gracias a ello compró la casa a precio de saldo.

– ¡Qué embustero! -gruñó Víctor muy indignado-. A nosotros nos dijo que la casa la compró el yerno y está claro que la adquisición de la vivienda fue cosa suya. ¿Por qué mentiría en una cosa así?

– No lo sé, querido amigo, no lo sé. Que me aspen si entiendo a la gente bien.

El coche llegó a la tétrica casa de la calle de San Nicolás. Les abrió Nuria, la criada, que les indicó al momento que aquel era el día libre de Gregorio por lo que los remitió a casa de la madre del mayordomo, en Alcalá de Henares. Los dos policías pensaron que acudiendo allí podrían matar dos pájaros de un tiro. Era un día muy luminoso, veraniego. El cielo azul intenso sólo aparecía manchado aquí y allá por nubes blancas como el algodón.


Tuvieron que pasar por Sol a dar parte, así que llegaron a su destino con cierta demora, casi a las dos de la tarde. La vivienda de la familia de Gregorio ocupaba una planta baja, a la manera de las típicas casas de pueblo de tantas y tantas localidades españolas.

Llamaron a la puerta y abrió el mismo mayordomo. Llevaba una camisa blanca y un pantalón oscuro. Se puso lívido al ver a los agentes.

– ¿Ustedes? -musitó entre dientes.

– Sí, nosotros -recalcó Víctor muy resuelto.

– Yo no he hecho nada malo -se apresuró a decir el espigado mayordomo.

– Nadie ha dicho que lo hiciera -espetó el inspector Blázquez-. Aquí, mi buen amigo, el subinspector Ros, y un servidor, queremos saber por qué nos ocultó que su madre sirvió en casa de don Diego Vicente Reinosa.

– Nadie me lo preguntó.

– Sí, eso es cierto. Pero ya que sabemos que su madre fue doncella en aquella casa, querríamos hablar con ella.

– Está ya muy mayor, chochea -replicó ásperamente el sirviente.

– ¿Se niega usted a colaborar? -inquirió amenazadoramente Víctor.

– No, no; pasen. Ustedes sabrán lo que hacen -contestó Gregorio haciéndose a un lado.

Los guió a través de un larguísimo pasillo que terminaba en una amplia cocina, que comunicaba con otro cuarto en el que hallaron a la anciana sentada en una mecedora junto a una ventana abierta que daba a un patio interior. Estaba ciega.

– El olor de sus macetas la tranquiliza mucho. Una mujer viene a cuidarla a diario, excepto los días en que libro.

La mujer resultó más lúcida de lo esperado. Vestía de luto y cubría sus hombros con una toquilla. Se alegró de que los policías mostraran tanto interés en hablar con ella pero hizo un gesto de fastidio, torciendo la boca, cuando le preguntaron por su antiguo señor.

– Ya le dije a mi Gregorio que no entrara a servir en esa casa. Allí no ocurre nada bueno.

– ¿Cómo le contrataron a usted? -preguntó don Alfredo al mayordomo.

– A través de don Ramón, el corredor de fincas.

– Y usted contrató al resto del servicio.

– Sí, así fue.

Víctor observaba con atención a la anciana. Estaba deseoso de saber más del indiano y sus circunstancias. Sacó un bloc y un lápiz y comenzó a tomar notas a la vez que entrevistaban a la mujer.

– Doña Remedios, ¿recuerda usted qué edad tenía cuando entró a servir en casa de don Diego Vicente?

– Sí, claro. Quince años. Una mujer del pueblo, la esposa del sereno, me recomendó.

– ¿Y qué tal era su señor?

– Un hombre raro. Y su mujer también. Hay que reconocer que las costumbres en ultramar no son las de aquí, pero tenían horarios muy extraños. Era muy nervioso, aunque bueno y generoso con el servicio. A pesar de sus creencias, se trabajaba bien allí y nunca tuvo una palabra más alta que otra con nosotros.

– ¿Sus creencias?

– Sí, eran un poco extraños. No me malinterpreten, iban a misa los domingos, claro, pero tanto él como su mujer practicaban una especie de magia o brujería, creo que la llaman, en fin, algo que daba grima.

– ¿Magia?

– Sí, mi señora era filipina. Una mujer impresionante, muy guapa; al parecer, su madre era filipina y su padre español, ya saben, era mestiza. Era guapa, ya digo, llamaba la atención, llevaba a los hombres de calle, muy exótica, pero esos ojos rasgados resultaban inquietantes, te miraba y parecía que te echara el mal de ojo o que te leyera el pensamiento. Tenía esas creencias raras de aquellas tierras. Me parece que su madre era como un cura pero en mujer, de esas ceremonias estrambóticas de por allí.

– ¿Una sacerdotisa? ¿Quién, la madre o su señora? -preguntó don Alfredo.

– No, no, la madre, allí, en Filipinas. Al parecer, la hija, mi señora, aprendió con ella aquellas ceremonias y don Diego Vicente también. Una vez vi en su cajón un muñeco lleno de alfileres.

– Vaya -musitó Víctor-. Y esa religión, ¿en qué consistía?

– Pues consistía en una sarta de tonterías que, eso sí, ponían los pelos de punta. En cuanto te descuidabas, la señora agarraba el mejor pollo y lo desperdiciaba cortándole la cabeza y poniendo velas por aquí y por allá. Luego teníamos que limpiarlo los demás. Ponía imágenes de santos por todas partes con trozos de pelo. Hacía pócimas. ¡Y perfumes!

– ¿Era santería eso que hacía la señora? -preguntó Víctor.

– Sí, eso, así lo llamaban ella y el Indiano. Pero no se equivoquen, por lo demás eran gente encantadora.

– Ya, y supongo que muy ricos.

– Muchísimo, llegaron los dos solos, sin servicio. Eso nos llamó mucho la atención. No trajeron apenas equipaje, fue llegar y, hala, a comprar ropa nueva. Pero no se crean, en los mejores establecimientos de Madrid. Traían un enorme arcón en el que, según se decía, iba la fortuna del señor. Era muy rico, sí. Se gastó un dineral en reformar la casa y dejarla a su gusto. Le gustaban mucho las historias esas de espíritus. Muchas noches, venían visitas, gente distinguida y hacían «despiritismo» de ése.

– Espiritismo -corrigió Víctor.

– Pues eso que dice usted, sí.

– ¿Era hombre violento, el señor?

– No, no, casi nunca discutía con nadie, vivía bien la vida, a lo grande. Excepto cuando apareció el holandés.

– ¿El holandés?

– Sí, un par de meses antes de su muerte vino a verlo un hombre raro. Era alto, con el pelo blanco de tan rubio y con unos ojazos azules que quitaban el sentido, algo fríos, pero preciosos. Lo recuerdo porque yo era muy mocita y todas las sirvientas estábamos loquitas con aquel hombre. Y era mayor, ¿eh?, pero el caso es que tenía la tez morena por el sol de los trópicos y una sonrisa que quitaba el sentido, lo recuerdo como si lo viera ahora. Me dijo: «Avisa a tu señor que está aquí el holandés.»

– ¿Y lo recibió el señor de la casa?

– Claro, le faltó tiempo. Noté que se puso muy nervioso y se encerró en la biblioteca para recibirlo. Escuchamos gritos y el holandés salió a toda prisa de la casa. El amo se puso irritable desde entonces, a la noche caminaba por la casa con una pistola en la mano y comenzó a discutir con la señora, no se imaginan ustedes cómo.

– La señora, ¿vio al holandés?

– Sí, lo recuerdo, aquel hombre merodeaba por la casa y cuando lo veía fuera, el señor se bajaba al sótano. Por cierto, recuerdo que a raíz de aquello comenzó a rumorearse que la casa estaba llena de pasadizos, porque un día el amo bajó al sótano y cuando a la hora de la cena fuimos a avisarle, ¡no estaba! Más tarde llegó de la calle como si nada.

– ¿Y nadie lo vio salir de casa? -preguntó Víctor.

– Nadie.

– Interesante, muy interesante -comentó pensativo el subinspector-. Pero la he interrumpido, hablaba usted de su señora y el holandés.

– Ah, sí. Pues una semana o así antes de morir mi amo, un día él se asomó a la ventana y vio a mi señora en la calle, en la acera de enfrente, hablando con el holandés. Se puso como loco, salió y hubo un altercado. Mi señor tomó a la señora del brazo y la obligó a entrar en casa, mientras que el otro quedaba fuera profiriendo gritos e insultos. Vino la policía y se lo llevó. No volvió por allí. Unos días después supe que estaba en la cárcel.

– ¿Cómo lo supo, doña Remedios?

– Oí discutir a los señores. Se hablaban de muy malos modos. Ella decía «por tu culpa, todo es por tu culpa» y «no debí casarme contigo». Él intentaba calmarla. «Por tu mezquindad tuvimos que dejar nuestra casa con lo puesto», gritaba ella y no sé qué de «los piratas»; ah, y del «Rincón del Diablo».

– ¿El Rincón del Diablo?

– Sí, eso dijo. Un día, la tarde antes del crimen, tuvieron la peor de las broncas. Lo recuerdo bien porque hasta aquellos días desgraciados se habían llevado muy bien, a pesar de la diferencia de edad que les separaba. Recuerdo que la señora llegó de la calle muy alterada: «Asesino -le gritaba-, eres un asesino, un ladrón y un traidor.» Aquella misma noche lo despachó.

– Luego, a ustedes no les sorprendió el crimen.

– Hombre, no nos lo esperábamos, pero los últimos acontecimientos apuntaban a que algo ocurría entre la pareja, y algo grave. Pero la prensa sacó los detalles más truculentos, lo del libro, en fin, que enseguida se corrió el rumor de que aquella casa estaba encantada. Yo misma oí los ruidos.

– Ya -dijo Víctor-. Ha sido usted muy amable y nos ha facilitado un testimonio valiosísimo, no le quepa duda. Descanse usted a gusto, señora.

Después de hablar con la madre se entrevistaron con el mayordomo. Parecía tenso, y no sacaron nada en claro. Su relato coincidía con el de la criada, Nuria. Cuando se despedían, y antes de subir al coche, Víctor se volvió e interpeló al mayordomo:

– Una última cosa, Gregorio.

– ¿Sí? -dijo el otro a punto de cerrar la puerta de la casa.

– La noche de la agresión, ¿tuvo usted pesadillas?

El hombre quedó como pensativo y contestó:

– Pues la verdad es que ahora que lo dice…, no se me había ocurrido pensarlo, pero sí que tuve sueños algo agitados.

– ¿Qué soñó?

– No sé, no me acuerdo. Algo me quedó así en la cabeza, vagamente. Soñé con una especie de voz profunda, grave, y recuerdo que sonaba como metálica.

– ¿Recuerda qué decía?

– No, no lo recuerdo.

– Gracias, Gregorio, muchas gracias -dijo Víctor y se dirigió con presteza al coche.

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