Capítulo 23

Después de salir de casa de las Alvear, Víctor acudió a la oficina de Correos más cercana y envió tres telegramas: uno a Palencia, otro a Aranjuez y el último a Ciudad Real. Habían convenido tender la celada dos noches después, en la casa de la calle San Nicolás. Aquella noche, don Alfredo y Mariana le habían invitado al Teatro de la Zarzuela para ver Jugar con fuego. No se enteró de nada durante la representación. Ni siquiera recordaba qué camino había seguido para regresar a la pensión. Estaba absolutamente centrado en la resolución del caso. Su mente funcionaba como un engranaje engrasado y perfecto. Cuando tenía un asunto importante entre manos se convertía en pura razón, un ente abstracto que no hacía más que pensar y pensar. Apenas pegó ojo y soñó con su plan.

Dedicó la mañana siguiente a realizar los preparativos de la emboscada, tras convencer a don Horacio para que le autorizara el operativo correspondiente. El comisario no parecía muy convencido después del fiasco del asunto del finado don Gerardo. Por fortuna, gracias a la vehemencia con que el subinspector defendió sus argumentos Buendía decidió conceder un voto de confianza a su subordinado y autorizó todas sus actuaciones para el día prefijado.

Después de comer en casa de doña Patro, Víctor acudió a su despacho, donde ultimó algunos detalles de la operación y confirmó que todos los asistentes necesarios para aquel último acto podrían estar presentes. Decidió irse a descansar. Cuando salía de las instalaciones del ministerio en Sol, se encontró con doña Rosa, la dueña del prostíbulo en que ejercía Lola «la Valenciana».

– ¡Hombre, Rosa, cuánto bueno!

– Don Víctor, me alegro mucho de verle. ¿Le pillo en buen momento?

– Claro, Rosa, claro -contestó el policía deteniéndose en mitad de la escalera-. Dime, dime.

– ¿Está Lola con usted?

El policía sintió que lo invadía un negro presentimiento. Tuvo miedo.

– ¿Cómo? -preguntó asombrado.

– Sí, anoche salió a verle a usted y no ha vuelto todavía. Estamos preocupadas.

– Espera, espera, Rosa, repite eso. ¿Has dicho que salió conmigo?

– Sí, claro, vino un cochero con una nota suya. Ella la leyó y me dijo: «Rosa, me voy; Víctor me necesita.»

Víctor se quedó mudo, mirando sin ver.

– Yo no le envié ninguna nota…

– ¿Entonces?

– ¡Tenemos que encontrarla! Vamos arriba.

El policía volvió sobre sus pasos y empezó a subir la escalera de nuevo. Rosa leyó el pánico en los ojos del subinspector, que había perdido su aparente seguridad al saber que la chica podía estar en peligro.

Víctor intuyó desde el principio que aquel era un mal asunto. Después de comprobar que sus compañeros no pensaban realizar ningún esfuerzo extra para buscar a una simple prostituta, salió a la calle a buscarla. Estuvo toda la noche pateándose las calles de Madrid. No dejó tugurio, burdel o taberna sin revisar. Preguntó a todas las furcias de los bajos de Atocha, de Embajadores y de los barrios más deprimidos, habló con todos los chulos que pudo; nadie sabía nada. Entonces recordó que Rosa le había dicho que fue a buscar a Lola un cochero de alquiler, de manera que a eso de las cinco de la mañana se presentó en casa de Adolfo, el cochero poeta, y lo levantó para iniciar las pesquisas.

Apenas pararon en toda la mañana, pues Víctor parecía obsesionado por averiguar dónde estaba la joven prostituta. Adolfo sospechó que el asunto debía de ser grave, porque el grado de afectación del policía era considerable, tanto que ni siquiera quiso parar un momento a tomar un café. Estaba fuera de sí, había perdido el control de la situación.

A las cuatro de la tarde dieron con el hombre que buscaban. Un cochero gordo y canoso, entrado en años, al que todos llamaban el Gallo. Cuando le preguntaron si había recogido a una prostituta del burdel de Rosa en Embajadores, hacía dos noches, el otro contestó que sí. Al ver el interés de sus interlocutores, el cochero hizo un gesto con el índice y el pulgar como diciendo que quería dinero. Víctor le mostró la placa apartándose un poco la levita para que también se viera el revólver y al otro se le demudó el rostro.

– Hable -ordenó el policía.

– Subí al burdel, como me dijo la señora, y…

– ¿La señora?

– Sí, una anciana con un manto amplio; no se le veía bien la cara pero tenía una verruga en…

– ¡Dios mío! -gimió el subinspector cubriéndose con las manos el rostro.

Por un momento, Víctor pareció hundido. Alfredo creyó ver que tenía los ojos húmedos. Era un hombre desesperado. Al poco, el policía logró recomponerse y preguntó:

– ¿Adónde las llevó?

– La joven bajó conmigo y entró en el coche.

– ¿Adónde las llevó? -repitió.

– Al mismo lugar en que recogí a la anciana, en la calle Mayor.

– ¿Y bajaron juntas?

– Sí, aunque la puta debía de ir borracha, parecía que se apoyaba en la vieja.

– Sin duda la drogaron -concluyó Adolfo. Víctor tuvo que sentarse en un banco. Se sentía mareado. La cabeza le daba vueltas.

– Lleva usted una noche sin dormir, debe descansar -le pareció escuchar que decía Adolfo antes de perder el sentido.


– Es una simple crisis nerviosa.

La frase la había pronunciado una voz desconocida. Víctor abrió los ojos y se vio rodeado por Adolfo, doña Patro y un individuo que se lavaba las manos en una jofaina y que le pareció un médico.

– ¿Qué hora es? ¿Cuánto tiempo llevo aquí? -quiso saber el detective muy alarmado.

– Unas tres horas; serán las siete y media de la tarde -contestó Adolfo.

– Tengo que irme, ¡la trampa! Es hoy, ¡esta noche!

– Debe usted descansar -dictaminó el galeno.

– Ya descansaré mañana -replicó Víctor, que ya se había puesto los pantalones-. Adolfo, tienes que llevarme a la calle Santa Isabel, y luego necesitaré tus servicios toda la noche; va a ser una larga velada.

Doña Patro y el médico miraron estupefactos al policía que, muy resuelto, salió del cuarto a la carrera. Adolfo los miró, se encogió de hombros y, tras dudar un instante, siguió a Víctor a la calle.


Los miembros del exiguo servicio de la casa de la calle San Nicolás se sintieron muy satisfechos cuando doña Ana Escurza les comunicó que la señorita Aurora regresaba a casa aquella misma noche. Al parecer, los solícitos cuidados de sus tías, así como los aires puros y las frescas aguas de Palencia, habían logrado que la joven se recuperase un tanto de la fiebre cerebral que padecía. También se alegraron al saber que don Donato Aranda, el señor de la casa, retornaba asimismo a Madrid para intentar arreglar las cosas con su esposa. Resultó tan repentino que apenas tuvieron tiempo de poner todo en orden en aquella desgraciada y horripilante mansión. A las nueve, la hora en que el crepúsculo comenzaba a imponerse al día, llegó la señorita en un coche. Lucía un elegante vestido de viaje y se cubría con un velo a efectos de evitar a la joven la molestia de los mosquitos e insectos del camino. No se le veía del todo bien el rostro, pero parecía sonriente y saludó a unos y otros entre risas y muestras de alegría. Entre el cochero, el caballerizo de la casa y Gregorio bajaron los dos pesados arcones en que la joven traía todo su equipaje. Doña Ana Escurza tomó a la joven por el brazo y dijo:

– Vamos, Aurora, necesitarás descansar -y añadió, mirando a la doncella personal de la joven, que había bajado del coche junto a su señora-: Y usted, Auxiliadora, súbale a mi hija un vaso de leche y unos bollos. Cenará en su dormitorio.

Una hora más tarde, doña Ana partió hacia su casa de la calle Santa Isabel.

Al poco llegó el coche que traía a don Donato. Venía el dueño de la casa muy repuesto y bronceado por el ejercicio de la caza en la finca que su padre poseía en Ciudad Real. De inmediato preguntó por su esposa y, muy contento, subió los peldaños de dos en dos hasta entrar en el dormitorio maldito. Los sirvientes escucharon las risas y la alegría con que el matrimonio se reencontró. Se miraron unos a otros con sorpresa. Milagrosamente, todo parecía olvidado. El joven se dio un baño para librarse del polvo del camino y a las once bajó a cenar; lo hizo solo, pues, según dijo, su esposa dormía agotada por el viaje.

– Perdone el señor lo frugal de la cena, pero hasta esta misma mañana no hemos sabido que volvían ustedes.

– Descuida, Gregorio, descuida -disculpó Donato atacando con apetito el bistec con guarnición de verduras que le habían servido.

– Doña Aurora parece recuperada, ¿verdad? -comento el mayordomo.

– Totalmente.

– Parece algo milagroso, ¿no?

– Nunca he sido hombre piadoso, pero sé reconocer un milagro cuando lo veo, y esto ha sido un verdadero y auténtico prodigio. Demos gracias a Dios, Gregorio.

– La he visto algo más delgada -apuntó el sirviente.

– Sí, hombre, una enfermedad tan grave y larga suele dejar mella en el organismo, pero es joven y se recuperará. Se nos abre un horizonte maravilloso; viviremos muchos años en esta casa y la llenaremos de niños.

– Dios le oiga -contestó Gregorio.

Después de cenar, don Donato se retiró al dormitorio maldito junto con su agotada esposa. Nuria y Gregorio se miraron con aprensión. ¿Volvería a ocurrir lo mismo? Todos se retiraron a sus habitaciones y la casa quedó a oscuras.

Las horas fueron sonando en el carrillón del salón y la noche dejó paso a la madrugada. El crujido de la añeja madera que tapizaba las escaleras y paredes del maldito caserón quebraba el silencio de la noche y un viento frío y cortante ululaba y hacía oscilar las cortinas del dormitorio de matrimonio. Alrededor de las cinco y media comenzó a escucharse algo. Primero era como un rumor, pero luego se fue haciendo más claro que aquello era una voz. Una voz profunda y cavernosa que sonaba en el dormitorio y repetía una y otra vez unas palabras difíciles de entender, como una letanía que encogía el alma.

– «Mórbidus»… «Moooórbidus»… -se oía en la oscuridad.

De pronto, doña Aurora se incorporó como un resorte del lecho y se acercó a la mesa camilla en que la filipina leyera hacía cincuenta años el libro maldito.

Acercó el rostro a la pared y escuchó atentamente.

Entonces se volvió y caminando lentamente fue hacia la puerta del dormitorio y la abrió. Despacio y haciendo crujir el suelo de madera bajo sus pies, la estilizada figura progresó hasta llegar a las escaleras. Las bajó ruidosa pero pausadamente y se detuvo en la puerta de la biblioteca. Iba hacia el libro maldito. Éste la reclamaba para sí. La llamaba la dominaba como a un ser sin voluntad ni capacidad de decisión. Aquella voz de ultratumba seguía repitiendo una y otra vez:

– «Móooorbidus»… «Móoooorbidus»…

Era el libro que, desde el más allá, dominaba la mente de la joven al repetir una y otra vez el conjuro. Ella se agachó y se quitó el calzado. La voz, que seguía sonando lenta y pausada, llenaba aquella maligna casa de horror y espanto. En aquel momento, la figura de la joven atravesó la oscuridad del vestíbulo y se dirigió de manera sigilosa pero con decisión hacia la cocina.

Entró en ella y se acercó a una figura que, apoyada ante un armario, murmuraba una y otra vez su horripilante retahíla. Sonó un chasquido y quien murmuraba notó que algo frío le rodeaba la muñeca. Se oyó el crujir del percutor de un arma y del cuerpo de la chica salió una voz varonil que amenazó:

– Si te mueves, te vuelo los sesos. ¡Lo tengo! -gritó a continuación.

Llegó un ruido de pasos que bajaban por la escalera.

Una figura varonil corrió a la puerta principal y abrió los postigos, en tanto que otra entró en la cocina e iluminó la estancia con una lámpara de aceite.

Gregorio, el mayordomo, comprobó estupefacto que frente a él y apuntándole con un revólver tenía a una especie de híbrido entre doña Aurora y Víctor Ros. El joven policía llevaba una larga peluca y un fino camisón que flotaba sobre su habitual traje de mezclilla. La muñeca del mayordomo estaba apresada por unas esposas que a su vez permanecían unidas al sonriente detective. Detrás de él, don Alfredo, con la lámpara en una mano y el revólver en la otra, lucía una enorme sonrisa. Se oyeron más pasos y entró don Donato acompañado por dos agentes uniformados.

– Ya he abierto el portón. Aquí están los refuerzos -dijo el propietario de la casa. El mayordomo tenía la boca abierta.

– Voilá. Has caído, canalla -masculló Víctor antes de que Gregorio se desmayara.


El mayordomo de la casa de la calle San Nicolás se despertó de lo que creía un mal sueño y se encontró esposado a un butacón de la biblioteca. Ante él, dos amenazadores agentes uniformados de fiero aspecto e inmensos bigotes lo miraban con ojos escrutadores.

– Avisa a los jefazos, ha vuelto en sí -dijo uno de ellos.

El otro agente salió y a poco entraron en la estancia Víctor, don Alfredo y don Horacio Buendía, el comisario.

– Vaya, vaya, nuestra bella durmiente ha despertado -dijo el inspector Blázquez.

Los tres se quedaron mirando al asustado mayordomo, que no sabía qué decir.

– Avisen a la familia -ordenó el comisario.

Al momento entraron doña Ana Escurza, doña Clara y don Donato Aranda.

La madre de Aurora se acercó a Gregorio y tras mirarlo con desprecio le dijo:

– Espero que pague en la cárcel todo el mal que ha hecho.

– ¿Y doña Aurora? -preguntó el mayordomo.

– Ahí la tiene usted -aclaró Víctor señalando a Clara-. Nos permitimos la licencia de aprovechar el parecido que hay entre las dos hermanas, pero no se preocupe, ¿oye ese ruido de caballos?, creo que ahí llegan en sendos coches sus dos víctimas: doña Aurora y doña Milagros -y añadió, mirando a uno de los policías de uniforme-: Aniceto, que lleven a doña Aurora al dormitorio principal y a doña Milagros al dormitorio que ocupaba don Donato, está a la izquierda de las escaleras, al fondo, el que da al jardín trasero. -Se volvió hacia el mayordomo para decirle-: Bien, Gregorio, bien. Está usted metido en un buen lío.

– No sé de qué me habla. Esto es un atropello -logró articular el mayordomo, abrumado por las miradas inquisidoras de los presentes.

– Es inútil que se haga el tonto -rebatió el subinspector-. El juego ha terminado. Tiene usted la oportunidad de aligerar su culpa y su condena si nos da el nombre de su cómplice o cómplices. Tenga en cuenta que con esto le cae seguro la perpetua.

Todos miraron al mayordomo, que tragó saliva y algo más tranquilo contestó:

– No tengo nada que decir.

El agente Abenza, el grandullón hipocondríaco, acababa de volver, y Víctor le preguntó:

– ¿Has transmitido las órdenes que te di?

– Sí, subinspector.

– Bien. ¿Seguro que no quiere contarnos nada, Gregorio?

El mayordomo miró hacia otro lado con desprecio.

– Bien, sea así entonces. Aniceto, ¿han llegado el sargento Amorós y sus hombres?

– Sí, están fuera. Esperan con el paquete en un coche.

– Que pasen con él.

Todos aguardaron expectantes al siguiente golpe de efecto de Víctor. Clara, doña Ana, don Donato y don Horacio asistían asombrados a aquel acto final que había preparado el joven detective como si de un reputado director de escena se tratara.

Renato Minardi, alias «Psíquicus», entró en la estancia escoltado por dos policías de paisano. Iba esposado, mostraba un aparatoso moratón en un ojo y sangraba por un labio.

– ¡Querido! ¿Te han hecho daño? -gritó el mayordomo intentando levantarse, lo que impidió Aniceto Abenza, quien lo sentó de un empellón.

El vidente fue sentado a la fuerza en un butacón junto a su compinche. Llevaba una amplia y estridente túnica naranja con unos bordados que a Víctor le parecieron horribles. El sargento Amorós, que iba de paisano, se adelantó e informó al subinspector Ros:

– Nos avisaron de que usted había hecho la señal convenida y procedimos a entrar en la vivienda del sospechoso. Estuvo despierto toda la noche, se veía luz en la casa, quizá esperaba noticias de su cómplice. Derribamos la puerta y entramos por él. Se resistió jurando como un carretero. La verdad es que nos costó reducirlo, tuvimos que emplearnos a fondo.

– Buen trabajo. Puede retirarse. Por cierto, envíe a alguno de sus hombres a avisar a don Alberto Aldanza, en esta tarjeta están sus señas; quiero que esté presente en la resolución del caso, puede sernos de ayuda -ordenó Víctor-. Vaya, Psíquicus, volvemos a vernos; ¿o quizá debería llamarle Incógnitus?

El vidente escupió desde lejos al policía, que lo miró con desprecio.

– Van a pagar ustedes lo que han hecho, pero tienen una oportunidad de reparar en parte el mal causado -comentó don Alfredo-. Arriba están sus dos víctimas, en sus manos está que vuelvan a la vida.

– ¡Púdrase! -gritó Gregorio.

Víctor habló entonces con cara de muy pocos amigos y aire amenazante:

– Bien, bien, bien… Parece que aquí, los dos amigos, se hacen los gallitos. Abenza, agarra a Psíquicus y sígueme. Alfredo, por favor, ven con nosotros. Ustedes esperen, si son tan amables; ahora les mandaré aviso.

El fornido Abenza empujó al vidente y siguieron al joven policía y a don Alfredo, que subieron las escaleras muy decididos. Llegaron a la puerta del dormitorio principal y Víctor llamó. Auxiliadora, la doncella de doña Aurora, apareció en el umbral.

– ¿Cómo está? -preguntó Víctor.

– Bien, duerme.

– De acuerdo, gracias, déjenos solos. Tú, Abenza, espera aquí; si te necesitamos, te llamaremos. Adentro, Psíquicus.

Los dos detectives y el detenido entraron en el dormitorio. Aurora respiraba con sosiego. Estaba profundamente dormida.

– Siéntese ahí -ordenó don Alfredo a Psíquicus.

El adivino, cabizbajo, obedeció.

– Bien, Renato -le interpeló Víctor-, aquí tiene usted a su víctima. ¡Sí, sí, mírela! ¡Estará orgulloso de su obra!

El vidente no quiso mirar a la joven.

– En fin, le diremos lo que vamos a hacer. Va usted a volverla a la normalidad, ¡y ahora mismo!

– ¡No!

Don Alfredo se acercó al vidente y le propinó un soberbio bofetón.

– ¡Tranquilo, Alfredo, tranquilo! No pierdas la calma. No será necesario. Veamos, Renato, he deducido, por la reacción de su compinche al verle entrar, que la relación entre usted y Gregorio es…, digamos, que un tanto «especial».

– ¡Eso no le importa!

– Bien, bien, veo que he dado en el blanco. Han tenido ustedes la suerte de no matar a nadie, ni hace diez años, con doña Milagros, ni ahora, con doña Aurora. Eso les evitará el garrote vil, pero la cadena perpetua no se la quita nadie, amigo. ¿Ve por dónde voy?

– No sé qué pretende decir.

– Pues quiero decir que si Aurora y Milagros no vuelven a la normalidad, a ser como eran antes, me cercioraré de que no vuelva a ver a su amante en su vida. Me encargaré personalmente de que usted cumpla la pena en Filipinas y su querido amigo en… ¿pongamos Marruecos? A eso me refería, así de simple. En cambio, si usted colabora y ellas se recuperasen…

– ¿Sí? -dijo el vidente con vivas muestras de interés.

– Si se recuperan, tiene mi palabra de que ustedes dos cumplirán condena en la misma prisión.

– ¿Me ofrece un trato?

– Exacto.

– ¿Y qué garantías tengo?

– La palabra de un hombre honrado -contestó el detective tendiendo la diestra al preso.

Éste reflexionó unos segundos; parecía un hombre desesperado; al fin, tras mover la cabeza a uno y otro lado, cedió:

– ¡Qué más da!

Acercó sus manos esposadas y estrechó como pudo la del policía.

– Quítenme las esposas.

Hicieron lo que pedía. Entonces el vidente sacó un medallón que llevaba colgado al cuello y comenzó a hacerlo girar acercándose a la joven. Un atrayente diseño espiral apareció en el centro del mismo. A Víctor le recordó una pirindola que su madre le había comprado de niño, al llegar a Madrid.

– Aurora, Aurora -llamó Psíquicus; la joven abrió los ojos mirando al frente con aire ausente-. Aurora, ¿me oye?

– Sí -repuso la joven totalmente ida.

– ¿Recuerda esas escaleras que veía ante usted en mi casa y que le ordené bajar?

– Sí.

– Pues ahora las vuelve a ver, ahí están, delante de usted. Respira usted despacio, el aire es puro y sus miembros ya no pesan tanto…, su cabeza ya no pesa tanto, su cuerpo…, su cuerpo ya no está tan pesado. El aire puro y fresco llega a sus pulmones y desde ahí viaja a todo su organismo… Lo siente llegar a su mente, refrescante y vivificador, vea la escalera, acérquese a ella. Sube el primer peldaño, sube el segundo, sube otro y otro. Está usted volviendo a la realidad despacio…, despacio… ¡Ya! -ordenó el vidente mientras chasqueaba los dedos.

La joven abrió mucho los ojos, sorprendida. Miró a su alrededor como quien despierta de un pesado sueño.

– ¡Psíquicus! -exclamó-. ¿Qué haces aquí, en mi dormitorio? ¿Qué pasa? ¿Quiénes son ustedes?

– Alfredo, haz el favor, avisa a Abenza para que se lleve a Psíquicus al cuarto de don Donato, allí espera Milagros. Y avisa también a la hermana y a la madre de doña Aurora. Y usted, señora, no se asuste, somos policías, este bribón la hipnotizó, pero ahora está usted a salvo, Clara y su madre se lo explicarán. Calma, calma…

Mientras intentaba serenar a Aurora, Víctor escuchó unos pasos apresurados en la escalera. Clara irrumpió en la habitación y se lanzó en brazos de su hermana, que intentaba levantarse de la cama.

– ¡Aurora, Aurora, estás bien! -gritó la joven entre lágrimas.

Víctor sintió que se le partía el alma.

Detrás entró doña Ana Escurza, que se sumó al abrazo de sus hijas deshecha en llanto.

– Pero ¿qué os pasa? -preguntaba Aurora confundida.

Doña Ana se volvió hacia Víctor y exclamó:

– ¡Usted me la ha devuelto, don Víctor! ¡Le debo la vida de mi hija, Dios le bendiga!

Víctor sonrió satisfecho y dijo a don Alfredo:

– Alfredo, di a alguno de los guardias que salga a la calle y avise a un joven que, si no me equivoco, todavía está medio escondido tras una acacia de la acera de enfrente.

Don Alfredo bajó las escaleras tras pasar junto a don Donato, quien, situado en la puerta del dormitorio, observaba la escena con cara de satisfacción.

Clara se levantó, se abrazó a Víctor y apoyó el rostro en su pecho llorando de alegría.

– Gracias, Víctor, gracias -musitaba llorando.

Entonces, llegó Fernando Hernández acompañado de don Alfredo. Doña Ana se apartó un tanto y el músico se lanzó en brazos de su amada llorando como una colegiala. Doña Aurora, algo confusa por la presencia de Donato Aranda, no sabía qué hacer, pero terminó llorando como todos los presentes. No recordaba nada de lo que le había ocurrido.

– Dejemos a la familia a solas -dijo Víctor a su compañero-. Psíquicus está aguardando con Abenza para sacar del estado de hipnosis a doña Milagros.

Cuando llegaron a la habitación en que poco tiempo antes se recuperara don Donato, hallaron al vidente acompañado por el robusto agente uniformado. Junto a la afectada velaba una enfermera de su casa de reposo.

– ¿Ha traído usted algún sedante? -preguntó Víctor a la enfermera.

– Sí, está todo dispuesto.

– Este rufián hipnotizó a doña Milagros, y ahora la va a devolver al mundo consciente -explicó Víctor-. Debemos tener en cuenta que esta mujer lleva diez años fuera de este mundo. Su marido y sus hijos vienen de camino desde Santander. Es conveniente que tras su vuelta a la realidad, la sede. No es oportuno que un grupo de extraños le cuente todo lo que le ha sucedido, ¿de acuerdo? -La enfermera asintió, así que el joven subinspector añadió-: Adelante, Psíquicus.

El vidente siguió los mismos pasos que con Aurora, y a los pocos minutos doña Milagros despertó, muy confusa.

– ¿Qué ocurre? ¿Quiénes son ustedes? ¡Incógnitus! ¿Qué hace usted aquí? Este es el dormitorio de mi hijo mayor, pero ¿quién ha cambiado el papel de la pared? ¿Qué hora es? ¿Qué sucede aquí?

– Señora, soy Víctor Ros Menéndez, subinspector de policía -se presentó Víctor con mucha tranquilidad-. Este rufián, Incógnitus, la hipnotizó para cometer una fechoría con usted. Ha estado un tiempo en estado de hipnosis. Usted no recordará nada de estos últimos tiempos.

– ¿Últimos tiempos? ¿Y mi marido?

– No se preocupe. Su marido y sus hijos vienen de camino. Está usted a salvo. Esta enfermera le va a administrar un sedante para que pueda descansar hasta que lleguen. Ellos le explicarán. ¿Lo entiende?

– Creo que sí -dijo ella con expresión un tanto confusa, y mirando hacia su alrededor como un animalillo asustado.

La enfermera le inyectó una buena dosis de pentotal sódico y la señora quedó dormida al instante.

– Lleve al adivino al cuartelillo y a su compinche también -indicó Víctor a Abenza-. Y usted, señorita, ¿podría inyectar el mismo sedante a doña Aurora? Gracias. Y ahora creo que nos merecemos un café para reponer fuerzas, ha sido una noche muy larga.


Víctor y su compañero bajaron al salón principal, donde Nuria había dispuesto café con leche y bollos para todos. Al poco Aurora dormía sedada, y a la mesa se sentaron don Horacio, doña Ana, Clara, don Donato, Fernando Hernández y los dos detectives que habían resuelto el caso. El dueño de la casa, Donato Aranda, se sentó algo alejado del músico que conquistara el corazón de Aurora. Comenzaba a amanecer. Don Horacio dijo entonces:

– Bueno Víctor, ahora que esos dos pájaros están a buen recaudo, ¿nos explicará usted cómo llegó a descubrir esta trama? Debo confesar que en muchos aspectos estoy aún a oscuras.

– Sí, sí. Cuéntanos lo que has hecho para capturarlos, hijo -solicitó doña Ana Escurza-. Se me escapa cómo llegaste a descubrirlo.

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